Capítulo IV

Pude dormir lo suficiente después de que el padre Lorenzo hubo dado a Desirée un último y amoroso adiós, y cuando desperté, descubrí que no había estado soñando. Ay, todavía me encontraba aprisionada dentro del medallón, y uno de los vellos de Laurette me hacían cosquillas en la proboscis. Oí de pronto la resonante voz del clérigo, en el bolsillo de la sotana en la que permanecía yo alojada contra mi voluntad.

—Pues bien, padre Mourier, al igual que todas las cosas, nuestra breve amistad llega hoy a su fin. Dios mediante, algún día volveré a visitaros en Languecuisse.

Enseguida se escuchó la voz untuosa del gordo cura francés:

—Ah, mi digno y distinguido colega, podríamos haber hecho grandes cosas juntos. Aunque no os he conocido más que desde hace unas semanas, padre Lorenzo, sois un hombre en cuya compañía me siento completamente a mis anchas.

—Me honráis con vuestras palabras, padre Mourier —repuso el que, sin saberlo, era mi carcelero—, pero, o mucho me equivoco, o preferiríais compañía femenina a la mía. Además, ¿de qué nos serviría a ninguno de los dos desperdiciar nuestros sermones o nuestra sabiduría uno en el otro, cuando tenemos el deber de llevar la redención y la humildad a los laicos? No, mi querido amigo, desempeñáis una función ejemplar en esta insignificante aldea vigilando los retozos de los jóvenes y las jóvenes y obligándolos a ir ante el bendito altar de Nuestra Señora. Incluso en el lejano Londres, cuando recuerde con nostalgia los días que pasé en este pequeño rincón de la bella Provenza, sentiré una especie de comunicación espiritual, esos momentos en que estaréis leyendo las amonestaciones desde el púlpito de la aldea del pueblo. Y mi corazón se llenará de regocijo al pensar que estáis llevando la rectitud a la ardiente juventud de esta parte de Francia, por cuyo vigor moral siento tanta simpatía.

—Podéis tener la certidumbre de que haré lo que esté en mi mano, padre Lorenzo —respondió el gordo sacerdote—. Pero, de todos modos, recordaré que fue con vuestra ayuda que llevamos a la querida Laurette al lecho nupcial y, a final de cuentas, a la gran fortuna de que disfruta hoy. Fui el primero que escuchó sus tímidas y juveniles confesiones, ¡y pensar que ahora es dueña de una inmensa y rica propiedad y que está a punto de casarse con un joven apuesto y digno como Pierre!

Te diré francamente, querido lector, que de haberme encontrado afuera del desdichado medallón, le habría mordido al viejo hipócrita las partes más carnosas para castigarlo por sus prevaricaciones. Recordaba yo muy bien cómo condenó al apuesto joven cuando lo sorprendió con Laurette en el campo y cómo caracterizó al joven Pierre diciendo que era un pelafustán, un bribón que sólo buscaba robarse la joya que había pertenecido al anciano protector del pueblecito. Pero ahora las cosas habían cambiado y el protector no se encontraba ya en este valle de lágrimas, y además, Laurette había previsto astutamente su codicia otorgando generosas dádivas a su rectoría.

Y ahora, el padre Mourier cantaba alabanzas al mismo joven al que había condenado tan recientemente.

Sin embargo, el padre Lorenzo no parecía dispuesto a proseguir la zalamera conversación, y dijo:

—Confío en que mi pupila estará ya lista para el viaje.

—Oh, por supuesto que sí. Haré que mi ama de llaves cuide de su baño y de su tocado para el viaje de regreso a Londres, querido señor. ¡Es una criatura adorable! Como os envidio la tarea de convertirla a la verdadera fe y de desarrollar en ella todas esas tiernas sensibilidades de que ya ha dado exquisita prueba.

—Confío —dijo secamente el clérigo inglés— en que no os ofreció semejante prueba anoche.

Oí que la indignación le entrecortaba el aliento al prelado francés mientras proclamaba su honradez, como un hombre al que se hubiera hecho depositario de un objeto sagrado.

—¡Qué ideas se os ocurren, Vuestra Reverencia! Os aseguro que me acosté en la cama, antes de conciliar el sueño, rezando el rosario por el alma de esa querida criatura para que no le sobrevenga ningún mal en tierras extrañas.

—No debéis desconfiar de Inglaterra por el hecho de que no es Francia —contestó al momento el buen padre Lorenzo con una risita irónica—. Por lo que he oído decir, el seminario de San Tadeo alberga a algunos de los sacerdotes más capaces de nuestra doctrina. He oído hablar del padre Clemente y del padre Ambrosio mucho antes de que se me asignara al seminario. Son famosos por sus buenas obras entre los impíos, los ignorantes y, particularmente, los jóvenes, los pecadores más impresiónales, a quienes procuran hacer que vuelvan a] camino del decoro y la humildad.

—Que son excelentísimas virtudes —replicó el gordo sacerdote francés—. Pero aquí viene Desirée y, según podéis ver, trae a Marisia, dispuesta a partir con vos. Ven, querida niña, y dale un beso afectuoso a este anciano cura. Esta noche rezaré por ti y me enjugaré las lágrimas al pensar que tu bonito rostro, tu dulce voz y tu encantadora forma no agraciarán ya a nuestra pequeña aldea.

—Sois muy amable, querido padre Mourier —oí que decía la aflautada voz de la joven Marisia. Luego escuché el sonoro chasquido de un beso y comprendí que había complacido al viejo imbécil. Adiviné también que las regordetas manos del cura habían recorrido astutamente las partes más tentadoras de su anatomía aún inmadura, aunque, ciertamente, núbil. Además, el padre Lorenzo se despidió con un gruñido de su colega francés, y sólo entonces adquirió su voz un tono más afable al decir adiós a Desirée, el ama de llaves.

—En cuanto a vos, madame, os debo un eterno agradecimiento por vuestra graciosa hospitalidad. Recordaré los deliciosos platos que preparasteis para mí con vuestras encantadoras manos, y la amable atención con que visteis mis esfuerzos en esta vuestra aldea natal, pero que, dentro de poco, habrá dejado ya una huella perdurable en mi corazón. Permitidme besaros la mano, madame; en vuestras oraciones de esta noche, antes de que entréis en vuestro solitario lecho, acordaos de mí, si tenéis la bondad.

—Eso no será en modo alguno difícil. Vuestra Reverencia —respondió riéndose la audaz amazona. Oí el ruido de un beso, y luego una risita emocionada. Sin duda, mi carcelero debe haber tomado la represalia pellizcando al ama de llaves, como había hecho ya su amo con la virginal pupila del padre Lorenzo.

Un poco más tarde, íbamos traqueteando en la carreta que el amable campesino había traído para llevar al padre Lorenzo y a Marisia en la primer etapa de su viaje. El padre Lorenzo fue lacónico durante el largo recorrido en la carreta, aunque de vez en cuando hacía algún comentario banal sobre la belleza del paisaje. Sin embargo, le preguntó a Marisia si experimentaba alguna nostalgia al salir de la Provenza, a lo cual la chiquilla repuso descaradamente:

—Oh, no, padre, porque me siento segura y feliz a vuestro lado. ¿Es cierto que seréis mi padrino cuando entre de novicia en el seminario al que me vais a llevar?

—Es cierto, hija mía.

—¿Y habrá una iniciación antes de que me admitan?

—Indudablemente, hija mía.

—Entonces, padre —susurró Marisia acercándose más al sacerdote, como pensé a juzgar por el hecho de que oí más cercana su voz en el medallón del que se había apropiado el padre Lorenzo—, haré cuanto pueda por complaceros. ¿Me vais a poseer?

—Calla, hija mía, o el cochero oirá lo que dices y nos condenará por semejante inmoralidad —advirtió el padre Lorenzo. Luego, en voz muy baja, añadió más afablemente—: Si así lo quieres, así lo haré, hija mía.

—Así lo quiero. Deseo que seáis vos el que me quite la virginidad, padre. Vos sabéis que envidio a Laurette. Y aunque sea mucho más joven que ella, padre, eso no significa que no pueda soportar las mismas torturas y deseos que ella soporta entre sus hermosas piernas.

—De esto me doy muy bien cuenta, hija mía. Sin embargo, quiero hacerte una advertencia antes de que entres en el seminario. A pesar de que seré tu padrino, a pesar de todo lo que haré para demostrar mi preferencia, pues eres adorable y deseable además de candidata a la salvación, hay algunos sacerdotes en el seminario que tienen el derecho de poner a prueba tu docilidad y obediencia. Y seria perjudicial para mí, como novicio que soy también, querida niña, pues acaban de asignarme a ese seminario, que expresaras en voz alta tus sentimientos prefiriéndome a otros sacerdotes que han estado allí mucho más tiempo y, por lo mismo, tienen derechos de antigüedad sobre tu bella persona.

—Seré buena y haré cuando me digáis. Pero, padre Lorenzo…

—¿Qué queréis, hija mía?

Seguramente Marisia se inclinó para acercarse mucho a él a fin de hablarle al oído, y sólo pude distinguir las palabras —en francés, claro está, y seguiré traduciéndotelas, lector— «joder» y «quitarme la virginidad». Luego el padre Lorenzo dijo en voz alta:

—No debes tentarme, hija mía. Vade retro[22]. Satanás. Para ser honrado, no debo gozar de lo que graciosamente me ofreces hasta la noche de tu iniciación.

Pero, por lo menos —y la voz de Marisia tomó un tono más ligero—, me dejaréis chuparla, ¿verdad, padre? ¡Es tan grande y tan dura, y me estoy muriendo por hacerlo! Después de todo, ¿no le ayudé a Laurette con su viejo marido para que pudiera poseerla?

—¡Calla, muchachita descarada! No debes hablar en voz alta de esas cosas, pues los transeúntes podrían dudar de que eres una novicia y yo un sacerdote. Dejemos estas conversaciones para momentos más privados e íntimos. Hoy por la noche, en la posada de Calais, hablaremos más de lo que se espera de ti, hija mía.

El carruaje llevó a Marisia y al padre Lorenzo por el ancho camino hasta el puerto en el que tomarían la embarcación que los conduciría a Londres.

Cuando se apearon del carruaje, el mozo de la hostería donde habrían de pasar la noche les informó que el barco Bonaventura, en el que irían de pasajeros, probablemente no zarparía hasta la noche siguiente, con la marea alta, pues se habían recibido informes de que soplaba una galerna a lo largo del Canal. Por eso sería imposible zarpar al amanecer, como se había proyectado al principio.

—Muy bien —dijo alegremente el padre Lorenzo—. El hombre propone y Dios dispone. Di a tu amo que mi pupila y yo gozaremos entonces de su hospitalidad hasta que el barco esté listo para zarpar.

Al entrar en la posada, el hostelero dio la bienvenida al padre Lorenzo con el tratamiento de «Votre Reverence», y el padre Lorenzo le dio afablemente las gracias en su lengua nativa. Cuando descubrió que este inglés de elevada estatura y aspecto ascético que usaba la sotana de la fe hablaba un francés excelente, el posadero lo trató con más cortesía prometiéndole superarse a sí mismo con la cena que se enviaría a las habitaciones del padre Lorenzo y su hermosa pupila. Luego ordenó a su hija, una bonita moza que respondía al nombre de Georgette, que tomara la valija del padre Lorenzo y lo acompañara al mejor cuarto del segundo piso de su pequeño establecimiento. No la vi, claro está, pero digo que era bonita moza porque ésas fueron exactamente las palabras que usó el padre Lorenzo para decírselas al oído cuando la muchacha dejó la valija en el suelo, y al sacerdote y su pupila en la habitación. A estas palabras de admiración agregó:

—Georgette, eres muy atractiva, y todavía estoy de vacaciones de mis deberes espirituales. Si no tienes pretendiente o prometido, me gustaría que me dieras la oportunidad de pasear contigo a la luz de la luna esta noche y decirte cuán encantadora me pareces.

Al oír estas palabras, la hija del posadero soltó una risita y repuso en voz baja:

—¡Oh, mon Dieu, hacéis que me estremezca toda, Votre Grace!

—Pero me das un título muy grandioso, Georgette. El tratamiento que me has dado corresponde a un duque, o a un conde, o a un marqués. Yo no soy más que un humilde hombre de la Iglesia, y saldré hacia Londres por la mañana.

—A pesar de todo —replicó la muy taimada—. Vuestra Eminencia me parece un hombre que sabe cómo tratar a una pobre e Indefensa muchacha como yo. Vuestra Eminencia es muy diferente de los hombres que frecuentan la posada de mi padre y que siempre están queriendo pellizcarme el trasero.

—Y ahora me confieres un título que sólo se da a los cardenales de la Iglesia.

Y entonces hizo algo que le arrancó un chillido a Georgette:

—¡Sois el mismísimo demonio! Me habéis pellizcado el trasero como ningún hombre me lo había pellizcado antes.

Claro está que iré con vos a dar un paseo a la luz de la luna, o a donde queráis.

—¿A dónde te iré a buscar? —preguntó el sacerdote.

—A la bodega, a la medianoche —repuso Georgette en voz baja—. Y ahora debo irme, porque quizá mi papá me necesite en la cocina para preparar la cena.

—Entonces, nos veremos a la medianoche, hermosa Georgette.

Oí que el padre Lorenzo daba una palmada y comenzaba a canturrear una cancioncita obscena que había aprendido en la aldea de Languecuisse. Dicha cancioncita hablaba de la veleidad de las mujeres, e iba más o menos así:

En los campos de Languecuisse, tra-la-la,

voy en busca de Bernice, tra-la-la,

porque quiero, en un tris, tra-la-la,

echarle un polvo a Bernice, tra-la-la.

Es rubia, de muslos deliciosos, tra-la-la,

que al joder acrecientan mis gozos, tra-la-la.

De su coño los labios sonrosados, tra-la-la,

me dejan los cojones agotados, tra-la-la.

Pero, ay, a Bernice la hallé acostada, tra-la-la,

en el campo, por mi amigo traspasada, tra-la-la.

Entre sus muslos mi amigo Miguel, tra-la-la,

del dulce coño le robaba la miel, tra-la-la.

Entonces me acuerdo de Juana, tra-la-la,

que es de Miguel la hermana, tra-la-la.

Con grandes fiestas la invito a pasear, tra-la-la,

a un lugar donde se puede acostar, tra-la-la.

Desnudas ya sus carnes muy blancas, tra-la-la,

de esta potranca me subo en las ancas, tra-la-la,

y de esta manera hago en un tris, tra-la-la,

lo que Miguel le hizo a Bernice, tra-la-la.

Habría podido jurar que la virginidad de Marisia no correría ningún peligro esa noche en la posada de Calais. El padre Lorenzo se proponía despedirse de la bella Francia retozando con la hija del posadero.

La cena fue en verdad suculenta, a juzgar por las ruidosas alabanzas del sacerdote y las entusiastas palabras de Marisia. Trajeron una botella del mejor vino de Borgoña, que el padre Lorenzo le sirvió en pequeños sorbos, diciéndole:

—Como ves, hija mía, cuando se es novicia, no hay que progresar más que lentamente en todas las cosas. Lo mismo sucede con el vino y la comida, con los que no hay que excederse hasta no conocer uno su propia capacidad. Y también con el acto del amor, hija mía. Lo único que tienes que hacer es permitirme que sea tu confesor y guardián en todo lo que respecta a la carne, y no correrás el riesgo de descarriarte. Y ahora, ha llegado el momento de que te vayas a dormir, querida niña, pues quizá mañana recorramos Calais hasta que el barco dé señales de que va a zarpar. Anda, ve a ponerte el camisón y nos arrodillaremos juntos para rezar.

Unos momentos más tarde, después de que sin duda Marisia había obedecido la orden de su guardián, los dos se arrodillaron uno al lado de la otra ante la cama muy ancha, característica que el padre Lorenzo comentó como prueba de la exquisita hospitalidad que el posadero ofrecía a sus clientes. La hizo rezar por su redención y por su felicidad eterna, y luego para dar las gracias por el hogar espiritual al que se le conducía. Y por último una plegaría porque Dios le concediera la prudencia de decidir siempre lo que fuera mejor para ella. Hecho esto, el sacerdote murmuró:

—Apresúrate a acostarte y cúbrete con las mantas, hija mía, pues el ver tu encantadora espalda y la leve sombra de tus vellos a través del delgado camisón casi me hacen olvidar que soy tu confesor. Te doy las buenas noches, Marisia.

Llevando aún puesta la sotana, y conmigo dentro del bolsillo, bajó las escaleras para apurar con el posadero una o dos copas del aguardiente de manzana que se conoce con el nombre de Calvalos. La bebida espirituosa le aflojó la lengua y lo hizo más jovial aún —sin duda por pensar vehementemente en los apetitosos encantos de Georgette, de los que disfrutaría más noche—, y divirtió al posadero con varios atrevidos cuentos del Decamerón. Resultaba evidente que el buen hostelero, a pesar de ser francés, no había oído ninguna de esas lubricas historias, pues le parecieron muy ingeniosas, y le dio al padre Lorenzo varias palmadas en la espalda, diciendo que le gustaría que el clérigo se quedara con él más de un día y una noche.

—También lo querría yo, mi buen amigo. Pero ahora debo dar mi diario paseo, debo caminar bajo las estrellas y entrar en comunión con la naturaleza antes de irme a dormir. Os deseo buenas noches y que soñéis con los angelitos —explicó el padre Lorenzo.

Y dio su diario paseo. Una vez más sufrí el rudo zangoloteo, saltando de abajo hacia arriba, de un lado para el otro, dentro de los estrechos límites de mi cárcel de metal. Lo irónico de todo ello era que cada vez que me movía para acá o para allá, los pelos del coño de Laurette me seguían y me recordaban que mi ignorante carcelero se dirigía a la cita que había concertado con un color muy diferente de vellos, que cubrían, sin duda, un par de labios tan apetitosos como los de Laurette.

Georgette lo estaba esperando en la bodega, y dejando escapar un grito de alegría se arrojó a sus brazos y lo oprimió fuertemente contra su pecho. Las manos del sacerdote le recorrieron el cuerpo, pues sentí que su sotana se ponía tirante, y nuevamente me arrojó de un lado para el otro en el reducido espacio de metal que era mi alojamiento.

—Oh, deprisa, deprisa, Vuestra Eminencia —jadeó Georgette—, ¡quitaos las ropas y dejadme ver vuestro becque!

—Con la mejor de las buenas voluntades, hija mía —repuso riéndose el padre Lorenzo—. Pero tú harás lo mismo a fin de que seamos como una sola persona, sin que nos distingamos uno del otro más que por la diferencia del sexo.

—Mirad, ya estoy completamente desnuda, Vuestra Eminencia. ¿Os gusto? —ronroneó ingenuamente Georgette.

—Eres embrujadora, hija mía; vuestros redondos y grandes pechos se yerguen altivamente, ofreciendo sus maduras fresas a mis labios, mis dedos y mí lengua —la encomió él—. Tienes un hermoso vientre con un profundo y ancho oasis para que lo acaricie mi lengua, o incluso para meter en él la cabeza de mi miembro. Y ese nido, misteriosamente oculto de mis anhelantes ojos, con esos primorosos rizos de amor, quisiera abrirlo a fin de contemplar de cerca la joya de tu ser.

—Oh, apresuraos, entonces, abridlo enseguida, pues mi nido arde de deseo por vuestro enorme becque.

Me había zarandeado yo violentamente cuando el padre Lorenzo se desnudó, pues colgó la sotana sobre un tonel de vino, y el golpe del medallón contra la madera casi me había enloquecido, además de que, momentáneamente, me dejó sorda. Sin embargo, no pude interpretar equivocadamente los ruidos que siguieron. Los gemidos, los suspiros, el temblor de la joven en el séptimo cielo del éxtasis carnal:

—¡Ahhh, qué bonito se siente dentro del con! ¡Oh, más aprisa, más adentro, Vuestra Eminencia, tomadme con más ganas! ¡Hace tanto que no me había poseído un hombre! ¡Oh, Vuestra Eminencia, pensad que tengo que servir a todos los hombres que vienen a la posada y que mi desdichado padre me vigila como un halcón, y le disgusta que cualquiera de ellos me pellizque tan siquiera el trasero! Pellizcadme ahora, Vuestra Eminencia, meted los dedos dentro del orificio pequeño. ¡Aiii, oh, sí, esto es el cielo!

—Vamos, hija mía, te satisfaces muy fácilmente, pues ni tan siquiera he empezado a tomarte como es debido. Cállate ahora y déjame demostrarte cómo los fornicadores ingleses nos distinguimos de los franceses en nuestra capacidad para prolongar este delicioso arte —le dijo el buen padre. Y entonces inició un ardiente viaje moviéndose ágilmente hacia atrás y hacia adelante contra el coño de Georgette, a juzgar por los suspiros y gritos apagados de ésta, y luego escuché un quejido simultáneo de éxtasis, el cual me indicó que cada uno de ellos había encontrado su paraíso especial de picha y coño, unidos en el deleite.

Pero, por lo menos, la virginidad de Marisia estaba a salvo. Saldría de Francia siendo doncella aún. No creí que lo seguiría siendo mucho tiempo, una vez que llegara al seminario al que había sido asignado el intrépido e incansable clérigo inglés.