—Cerrad la puerta, vuestra reverencia, cerradla. Cuando estoy a vuestro lado, casi me siento como me sentí cuando acudí temblorosa ante el altar para casarme. —La viuda Bernard parecía estar dominada por una poderosa emoción en cuanto estuvo en el interior de su dormitorio.
Se oyó el ruido de la puerta que se cerraba, y con eso comenzó otra vez mi zangoloteo en mi prisión de metal, guardada ahora en el bolsillo de la sotana. Comprendí que tendría que usar mi aguzado sentido del oído en lugar de la vista, pues ni tan siquiera una pulga tan bien dotada como yo ha adquirido todavía la facultad de ver a través del metal, y, después de él, a través de una gruesa tela negra. Por eso, querido lector, tendrás que poner tu imaginación, como puse yo la mía, y acomodarla al diálogo que procuré recordar fielmente mientras el padre Lorenzo se despedía de la deleitable matrona.
—Ahí tienes, hija mía, ya la cerré. ¿Se calman así tus temores?
Se oyó entonces una risita ahogada mientras la viuda Bernard respondía:
—Pero no del todo. Vuestra Reverencia. Mis sentimientos son contradictorios en estos momentos, pues como veis, os miro vestido con la negra sotana de vuestra santa orden, y ello me hace pensar en mis flaquezas de pecadora. Pero, al mismo tiempo, cuando veo vuestro hermoso semblante, querido padre Lorenzo, tiemblo por dentro con esas sensaciones prohibidas que sólo son propias de una mujer debidamente casada.
Oí que el padre chasqueaba le lengua como para hacerle un afable reproche:
—Eso es comprensible, hija mía. Y me parece bien que, como verdadera creyente, te muestres atemorizada ante los sacrosantos misterios que nos fueron entregados desde la cima misma del Sinaí, cuando Moisés recibió esos mandamientos que habrían de guiar la vida de todos nosotros en los siglos venideros. En verdad, mi negra sotana es el símbolo de la Santa Madre Iglesia, la cual acoge en su seno a todos los pecadores que buscan en ella consuelo y perdón por sus pecados temporales y espirituales. Sin embargo, para continuar la analogía, bajo esta sotana, late el corazón de un hombre viril que conoce muy bien esas flaquezas de que hablas con tanta timidez. Con mis vestiduras eclesiásticas, me encuentro ante ti como representante de la Santa Madre Iglesia para darte su bendición y pedir al cielo que te sientas confortada en tus aflicciones y tu pesar por estar privada de un marido adecuado, que sabría, dentro de lo que disponen nuestras leyes, aliviar tus tormentos carnales como descendiente de la Eva que debe expiar su culpa a través de los siglos por haber comido el fruto prohibido en el Edén.
—Vuestras palabras son una gran ayuda, querido padre Lorenzo —susurró la viuda Bernard, y luego dejó escapar un débil suspiro.
—Hago humildemente lo que puedo, hija mía, —respondió el interpelado—. Y ahora estoy ante ti como ese representante de que te he hablado, para escuchar tu confesión, la cual será siempre secreta entre nosotros, ya que ninguna confidencia hecha a un sacerdote puede comunicarse nunca a un profano. Dime, hija mía, ¿has pecado en algo desde nuestra última entrevista?
—¡Oh, no, Vuestra Reverencia! Es cierto que reñí con madame Tilueil por haberme enviado a su hijito con la canasta de huevos que necesitaba para hacer ese pastel que acaba de pareceros tan delicioso. Vuestra Reverencia. Encontré tres huevos malos, por los que me había cobrado el precio completo, y me temo que, sabiendo que esos huevos eran para vuestro augusto paladar, me enfurecí.
—Te absolveré fácilmente de ello, hija mía. Dirás una Ave María antes de que te duermas esta noche. ¿Hay algo más?
Se hizo un momento de silencio mientras recapacitaba la bella viuda, y luego, con voz muy suave:
—Si es un pecado, Vuestra Reverencia, os eché mucho de menos la otra noche. Y anoche también. Y… os eché de menos como hombre, no como sacerdote. Sé que he pecado gravemente.
—No, hija mía, a no ser que hayas querido consolar tu contrariedad con algún hombre con el que no estés casada, pues entonces te hallarías en pecado mortal.
—Oh, no, Vuestra Reverencia. Pero sí soñé que estabais a mi lado, en la cama, haciéndome gozar con vuestro becque.
En este punto debo recordarte, querido lector, que el buen padre y su bella casera hablaban en francés, y para facilitar las cosas me limitaré a darte la traducción a fin de que entiendas mejor lo que estaba sucediendo. Ahora bien, la palabra becque es francesa y una expresión familiar que corresponde, aproximadamente, a la española «picha».
—En ese sueño, ¿manifestaste alguna otra acción que no fuera pasivamente, hija mía?
—No, Vuestra Reverencia, salvo que, cuando desperté, encontré que tenía yo el dedo en el con. (Aquí madame Bernard usó otra vez la expresión vulgar francesa para lo que en español se llama «coño»).
—Después de reflexionar debidamente, hija mía, no creo que hayas incurrido en un pecado mortal. Tu espíritu, como tu cuerpo, estaba dormido cuando soñabas, y no puede decirse que tu dedo haya cometido un pecado mortal tan sólo por ir a dar al acaso a un lugar de tu hermosa persona mientras tu mente se hallaba en reposo. Por lo tanto, te absuelvo. Ahora, dime, ¿es eso todo?
—Creo… creo que sí. Vuestra Reverencia. ¿De… de verdad os marcháis de Languecuisse mañana?
—Ése es mi destino, hija mía. He sido asignado al seminario de San Tadeo, y quien recibe su pan de la Santa Madre Iglesia debe obedecerla. Sin embargo, con mucho gusto te diré que llevo a mi puesto a una encantadora e inocente candidata a la rectitud, pues la señorita Marisia, que, como recordarás, era pupila del finado monsieur Villiers, me acompañará a iniciar sus deberes como novicia en nuestra santa orden.
—Ah, padre Lorenzo, qué no daría yo por estar en su lugar y por tener sus tiernos años.
—Recordemos que uno de los mandamientos, hija mía, reprueba que codiciemos lo que no es nuestro. Es el destino de Marisia, como es el mío el llevarla allá, y sin duda habrá para ti un lugar en el cielo cuando llegue el momento. Sin embargo, como todavía eres joven y fuerte, y animosa, no me sorprendería mucho, hija mía, si antes de que pase otro año no has cambiado tus ropas de luto, propias de una viuda, por el vestido de una alegre desposada. Y es esa bendición la que vengo a darte ahora, como sacerdote y como hombre que agradece tu hospitalidad, para que alcances esa dicha.
Una vez más alcancé a oír la risita ahogada de la viuda Bernard, y comprendí cuánto la había impresionado la sentenciosa perorata del clérigo inglés. Entonces abrigué la certeza de que la mujer estaba impaciente, después de recibir la absolución que le había dado en su papel de sacerdote, por recibir el torneo de despedida de su voluminoso miembro dentro de su ardiente coño.
—Agradezco los buenos deseos de Vuestra Reverencia. Pero, ay de mí, en una aldea insignificante como ésta no es fácil encontrar a un hombre digno que quisiera unirse a una viuda cuando no se encuentra ya en la primavera de la juventud. Y bien sabéis que Laurette se ha adueñado del apuesto diablillo de Pierre Larrieu, cuyo jaez no es muy común. Oh, Vuestra Reverencia, languideceré en mi lecho a solas por la noche y no solamente soñaré en vos, sino en un joven vigoroso como Pierre. Sé que cometeré un pecado, porque estaréis lejos, en Londres, quizá para nunca más volver, y, sin embargo, Pierre se encontrará a corta distancia de mi humilde quinta y de mi solitario lecho.
—Entonces, debes recordar el consejo del buen san Pablo que dijo que era mucho mejor casarse que arder —repuso inmediatamente el padre Lorenzo—. Debes hacer un esfuerzo diligente por suprimir tu impulso a pecar hasta que hayas encontrado un esposo adecuado que satisfaga tus ansias en el santo estado del matrimonio. Pero, debido a que, como hombre, sé lo que estás sufriendo ahora como mujer y no como feligresa, te compadezco en la última noche que paso en Languecuisse. Mira, me quito la sotana. Ahora ya no soy un sacerdote, sino tan sólo un hombre.
—Oh, Vuestra Reverencia, ¡y qué hombre! Puedo ver que vuestro miembro casi os revienta los pantalones.
—Vamos, pues, dado que es un error y contra la naturaleza suprimir todos los instintos naturales, y por gracia de las relaciones armoniosas entre nuestros sexos como hombre y mujer, libera mi miembro y al mismo tiempo libera tu delicioso minino, a fin de que podamos unirnos en un feliz gesto de camaradería y emprendamos el viaje en el mismo exquisito momento.
El padre Lorenzo, como ves, querido lector, tenía algo de romántico. Si se hubiera quedado en Languecuisse y reemplazado al gordo padre Mourier (cuyos hábitos de glotón en la mesa y de cachondo en la cama era muy probable que provocaran el flujo, el cólera y la abstinencia carnal), creo en verdad que el pueblecito se habría convertido en un verdadero paraíso para los amantes frustrados y las viudas suprimidas, por no mencionar las amas de llaves que parecían amazonas, como la hermosa Desirée.
—Ahora me hacéis sonrojarme. Vuestra Reverencia, al contemplar tan majestuoso miembro y pensar que dentro de unos momentos le hará el honor a mi pobre coño de restirado hasta que casi me desmaye de placer —suspiró la viuda Bernard en el más lánguido de los tonos.
Oí entonces un leve crujido, y comprendí que eran las prendas de vestir de las que se estaban despojando. Y así debió haber sido, pues un momento más tarde el padre Lorenzo, enronquecida la voz con una nota de inconfundible entusiasmo sexual, profirió las siguientes palabras:
—Como hombre y no como sacerdote, querida Hortensia, el ver tu piel desnuda, de tinte de clavel, me convence de que no te faltarán pretendientes. Mas entiende bien lo que quiero decir, hija mía. No permitiré que andes por allí poniendo al descubierto tus bellas piernas ni esos suculentos pechos para que se posen en ellos unos ojos vulgares. Pero seguramente no puede ser un mal muy grande el dar a un pretendiente respetuoso y serio la oportunidad de examinar, aunque sólo sea un momento, una porción de tus tesoros, sobre todo en el momento en que se muestre enamorado de ti y tenga el espíritu tan impresionable que acepte llevarte al santo altar del matrimonio. Recuérdalo, hija mía.
—Lo recordaré, lo recordaré. Vuestra Reverencia. Y ahora siento que me ruborizo como me ruboricé en mi noche de bodas. No tengo puestos más que los calzones, como vos, Vuestra Reverencia. Me empiezan a temblar las rodillas viendo que esa enorme, dura y tiesa picha se levanta en el aire amenazando a mi pobre coño. ¡La deseo tanto, y, sin embargo, la manera en que mira fijamente y parece apuntar a mi coño me llena de miedo, y lo digo en verdad, Vuestra Reverencia!
Ahora, la voz de la viuda Bernard temblaba, sobrexcitada por las emociones. Pude imaginar la escena: los dos desnudos hasta la cintura, vestidos tan sólo con sus calzones, él con el miembro asomado a través de la abertura de esta última prenda, ella con las manos contraídas y sudorosas, los ojos dilatados y las ventanas de la nariz hinchadas, al mismo tiempo que su mirada se fijaba irrevocablemente en la gran cabeza del enorme y palpitante órgano viril.
No necesité del sentido de la vista para recordar los rasgos y la forma de este vigoroso clérigo. Era un hombre de poco menos de un metro y ochenta centímetros de estatura, cuya edad frisaba en los cincuenta años. Su abundante cabello castaño sólo había encanecido en algunas partes. Tenía ojos azules intensamente dominadores —sospecho que la misma intensidad de su mirada tenía mucho que ver con sus proezas—, rematados por espesas cejas. Tenía la nariz romana, la boca y el mentón firmes y decididos. Tal vez en las comisuras de la boca había un leve matiz de sensualidad, una sombra de vanidad en el momento de conquistar un sabroso coño como el que indudablemente poseía la viuda Bernard. ¡En ese instante habría deseado que cuando eché una siesta lo hubiera hecho en la lujuriante pelambrera que crecía entre sus rollizos muslos de visos de clavel, pues no era probable que se entregara a sentimentalismos tan tontos como para cortarse los rizos del minino y guardarlos en un medallón para dárselos a otra muchacha! Era el tipo de mujer que se entregaba completamente y sin contar esos sedosos zarcillos que cubrían el rollizo y apetitoso monte de Venus.
—Debo darte también un último consejo, querida Hortensia —prosiguió diciendo el padre Lorenzo, con la voz ronca y resonante después de una breve pausa que se llenó con el ruido de los besos y el resbalar de las manos sobre la carne desnuda—. Y es que no debes desacreditarte, sino más bien (y hay que hacerlo sin excesiva vanidad o jactancia, pues entonces seria un pecado mortal, hija mía) exaltar tus virtudes y tus encantos ante los oídos que convengan y ante los ojos adecuados, a fin de que te hagas más deseable a estos dos órganos de los sentidos, y así, a final de cuentas, al órgano más primitivo y, sin embargo, el más conocedor de todos los que posee un hombre: su miembro. Y asimismo, debes tener el cuidado de no ceder a tus agitadas pasiones que rivalizan (y soy sincero al decírtelo, querida Hortensia) con las de una joven virgen que anhela explorar los santos misterios con un compañero que la adore. En una palabra, Hortensia, debes despertar el deseo sin que parezca que lo provocas; debes halagar sin que parezcas codiciosa; y debes estimular sin que sucumbas hasta que tengas ante ti el anillo, el misal y la vela. Si no se te olvida este precepto, te prometo que te habrás casado en el plazo de un año. ¿Qué hombre que aún posea la chispa de la vida en sus muslos y riñones dejará de tener una erección al ver tus jadeantes pechos, mi hermosa Hortensia, y el terso y espeso vello que cubre los maduros y sonrosados labios de ese codicioso nido? Por mí parte no podría yo nunca ser insensible a tan deliciosas tentaciones… como hombre debes advertirlo, no como sacerdote.
—Por supuesto Vuestra Reverencia. —La voz de la viuda Bernard se ahogaba de emoción.
Oí entonces el rechinar de la cama cuando los dos tomaron asiento sobre ella. Escuché luego el ruido de un chupar de tetas y el roce de las manos contra la carne desnuda y los confusos y breves gemidos que deja escapar una mujer cuando un hombre que tiene un órgano enorme, como el padre Lorenzo, empieza a acariciarle los pezones y la húmeda intimidad de los temblorosos muslos. Comprendí también que esos gemidos y suspiros de la mujer no se debían tan sólo al furioso deseo que dominaba ahora su desnudo cuerpo, sino también a que sabía que esa noche sería la última vez que podría gozar de las vigorosas embestidas de que era capaz el miembro del sacerdote. Como recordarás, querido lector, en un volumen anterior de mis memorias describí su espantable arma diciendo que medía, por lo menos, veinte centímetros de longitud, con un soberbio espesor en la debida proporción y una cabeza de forma ovalada y un tanto alargada que tenía la apariencia de la mortífera punta de una flecha. Cuando volví a verla con los ojos de la imaginación confieso que me estremecí pensando en el diminuto orificio de Marisia, pues no podía compararse ton la capacidad de la viuda de Bernard para aceptar una penetración tan rigurosa.
—Oh, me estoy muriendo por vos, Vuestra Reverenda —jadeó la viuda Bernard—, y oí que la cama crujía aún más furiosamente. La viuda Bernard me proporcionó —y a ti también, querido lector— una relación lúcida y gráfica de lo que rifaba haciendo, con lo que me permitió ver lo que ocurría:
—¡Aah, oh… es delicioso, Vuestra Reverencia! ¡Metédmelo más! ¡Parece que hace años que no gozaba yo de una zarandeada tan maravillosa…! ¡Aiii, estoy ardiendo y muriéndome por vos! ¡Oh, no os andéis con miramientos conmigo esta noche, vuestro miembro tendrá que compensarme esas noches que no estuvisteis en mi cama, Vuestra Reverencia!
—Alégrate, hija mía —repuso él con la respiración entrecortada, y oí que la cama crujía otra vez, sin duda ante el avance de su poderoso ariete que entraba en lo más recóndito del coño—. No soy más que la personificación de tus deseos. ¿No te he dicho que antes de que pase un año, otro hombre, tan meritorio como yo, me reemplazará encima de ti, y cabalgará entre tus tibios y satinados muslos, y te poseerá hasta que no te quede más jugo en ese codicioso nido, mi bella y apasionada Hortensia?
Siguieron más crujidos que nunca, y luego sollozos y quejidos, y frases ininteligibles que provenían de la desnuda y temblorosa viuda, sobre la que cabalgaba tan magistralmente el padre Lorenzo. Luego lo oí jadear.
—Sí, méteme el dedo meñique en el ojete, querida Hortensia, pues de ese modo se me endurecerá aún más y así te traeré la redención de la concupiscencia gracias a tu satisfacción total.
No bien había pronunciado estas palabras, cuando seguramente la viuda lo complació, pues oí que el sacerdote dejaba escapar un ronco grito de:
—¡Aaahhh! Ahora, estréchame con los brazos y las piernas, y méteme la lengua en la boca, y partamos a la refriega con buen ánimo.
Con esto, se oyeron más crujidos, los más ruidosos de todos, y por último un grito de éxtasis compartido, seguido por un largo y satisfecho suspiro que en su deleite exhaló la viuda, la cual sin duda había probado el elíxir de la ardiente vehemencia eclesiástica en los más profundos lugares de su ávido coño, que dejó escapar su cremoso flujo de rocío de amor.
Pasó un largo momento antes de que los oyera pronunciar otra palabra, y fue la viuda Bernard la primera que rompió el dichoso silencio murmurando con voz tan baja que apenas la pude oír:
—¡Oh, desearía que esta noche no terminara nunca!
—Pero, hija mía, todo lo bueno tiene que terminar. Y así, una buena zarandeada debe terminar con una venida. Eres lo bastante madura para saber que la alegría de retozar se acerca a su cénit cuando se aplacan los primeros y furiosos ardores, de modo que la nueva batalla entre el hombre y la mujer pueda ser más prolongada, más reflexiva y considerada de las necesidades íntimas de cada uno. No me mires con esos ojos desorbitados y sorprendidos, mi bella Hortensia. ¿Creíste que me iba a ir de tu cama después de poseerte una sola vez en esta última noche que paso en Languecuisse? Tal vez dentro de muchos siglos reencarnaremos en otra forma, y entonces reanudaremos la cita. Hasta que nos sea concedida la inmortalidad, hija mía, debes apresurarte a encontrar otro marido para que los aldeanos no te lapiden por prostituirte, y debo ponerme de nuevo mi sotana y mi sombrero, y ser el humilde servidor de la Santa Madre para conducir a los que propenden a apartarse del camino de la virtud.
—Oh, Vuestra Reverencia, me hacéis llorar. ¡Habláis tan bonito de estos zarandeos! —suspiró la viuda Bernard. Para el lector culto, permítaseme agregar que esta mujer había logrado un ingenioso juego de palabras, pues hablaba, como ya lo he dicho, en francés. Lo que dijo fue lo siguiente: «Tu me fais mourir en parlant de baiser». Pero la palabra francesa «baiser» no quiere decir solamente besar sino también joder. Así, para aquellos que son mojigatos por fuera y no se atreven a expresar sus deseo de ser un voyeur[24] como lo soy yo, su sensibilidad no se ofenderá si podemos decir que la viuda Bernard había hecho la poética observación de que la manera en que él hablaba de besar la hacía desmayarse. ¡Y eso, por supuesto, se parece mucho a la encantadora reacción, ya pasada de moda, de una hermosa doncella en los días en que los caballeros andantes eran atrevidos aun cuando tuvieran puesta la armadura!
Se hizo entonces una pausa mientras indudablemente, el buen padre Lorenzo hacia las abluciones requeridas para eliminar los vestigios de la fornicación. Pero no había pasado mucho tiempo después de ello cuando oí que la cama crujía otra vez y que el sacerdote murmuraba:
—Y ahora, a guisa de despedida, presentaré mis respetos al tibio nicho que me dio tanto placer.
Enseguida escuché que plantaba un beso húmedo, y tuve la certeza de que se lo daba en el coño, lo cual, además, confirmó la propia Hortensia exclamando con voz aguda:
—¡Qoohhh Vuestra Reverencia, qué bonito es cuando me besáis entre las piernas…! ¡Oh, me hacéis que me vuelva a estremecer toda al sentir vuestra rasposa lengua dentro de mi!
—No consideraría impropio, querida Hortensia —replicó él con voz ronca—, que por tu parte presentaras tus respetos al emblema de mi virilidad a guisa de despedida.
Oí que la viuda dejaba escapar una risita, y luego sólo se escuchó una especie de chapaleo que lo único que podía representar era el acto en el que su boca absorbía la alargada punta de la vigorosa picha.
Así fue como hicieron el sesenta y nueve, preludio a su segundo asalto carnal. Duró considerablemente más tiempo que el primero, que ya he descrito, y la viuda Bernard fue aún más elocuente al describir a gritos su éxtasis y sensaciones durante el acto.
Cuando por fin se habían entregado mutuamente su última sustancia, la cama crujió una vez más y oí que el padre Lorenzo decía:
—Y ahora debo decirte adiós con el corazón entristecido y, según me temo, con el miembro empequeñecido. Me iré a mi catre y dormiré hasta que sea la hora de emprender el viaje de regreso al seminario. No sólo recordaré la manera en que me presentaste tus respetos, sino también tu hospitalidad durante el tiempo que estuve en Languecuisse, hija mía. Recibe mi bendición, tanto ahora como cuando esté lejos de ti.
—Pero ¿no va Vuestra Reverencia a pasar su última noche aquí, en mi cama? —Hortensia casi lloraba.
—No, hija mía. Tengo que cruzar a pie los viñedos de esta aldea y bendecir las uvas para la recolección del año próximo, a fin de que haya prosperidad y dicha en este pueblecito en el que he sentido tantas alegrías bucólicas. Así que ésta es mi despedida, hija mía. Un último beso…
—Y quiero sentir por última vez ese miembro, Vuestra Reverencia, por favor. —Ahora, la viuda Bernard lloraba de verdad.
De nuevo el ruido de besos húmedos, el deslizarse de las manos sobre la carne desnuda, y luego, con un ronco suspiro, el padre Lorenzo anunció su partida. A su debido tiempo, me sentí levantada en mi prisión y estuve bailoteando un rato mientras se vestía. Después salió de la quinta de la hermosa viuda y hecho andar en la noche con pasos vigorosos.
Me maravilló su energía. Caminó durante media hora completa y, de eso no me cabe duda, atravesó los viñedos, como le había anunciado a la viuda Bernard que lo haría. Luego volvió sus pasos en otra dirección, según pude advertir en mi oscura cárcel y caminó durante lo que me pareció más tiempo, hasta que por fin lo oí subir los peldaños de la rectoría del padre Mourier.
Debe haber tocado suavemente la campanilla para llamar, pues unos momentos después oí que se abría la puerta y luego la voz sorprendida de una mujer:
—¡Vuestra Reverencia! No creí que volveríais antes del amanecer.
—Shh, hija mía. ¿Tu amo está diciendo sus oraciones o ya se durmió?
—Ya se durmió, Vuestra Reverencia. —Reconocí la voz: era la de Desirée, el ama de llaves del sacerdote francés.
—¿Y también está dormida mi encantadora pupila?
—¡Oh, sí, Vuestra Reverencia!
—¿Sola?
—Claro que sí, Vuestra Reverencia. El padre Mourier me dio órdenes estrictas de cerciorarme de que Marisia sería conducida a un cuartito contiguo al mío, y me dijo que debía cuidarla y asegurarme de que no se levantara de la cama. Como tengo el sueño ligero, según sabéis, Vuestra Reverencia, escuché para ver si oía algunas pisadas, pero no fue así. Y poco antes de que me llamarais, me asomé a la habitación de mi amo. Ronca como un bendito.
—Entonces, todo va bien. La virtud de María sigue intacta. Vine con la esperanza de encontrarte, mi hermosa Desirée. Quiero despedirme de ti.
—Oh, Vuestra Reverencia, yo también lo esperaba y lo soñaba, pero me temí que pasaríais la noche con la viuda Bernard.
—Eso habría sido una grosería, pues estoy en deuda contigo por todo el placer que me diste durante mis vacaciones en este pueblecito, hija mia.
—Entonces, entrad, pues estoy ardiendo por vos, Vuestra Reverencia.
¡Qué hombre era este padre Lorenzo! Ya había hecho por lo menos dos sacrificios ante el altar de Venus entre las esforzadas piernas de la hermosa viuda Bernard. ¿No había caminado como un atleta a través de los oscuros viñedos antes de volver a la rectoría, que se encontraba al otro lado del pueblo? ¡Y ahora se proponía despedirse de la adorable Desirée, cuyos muslos eran aún más valerosos y flexibles que los de Hortensia Bernard!
En verdad, podía decirse de él que no sólo era un hombre de buena fe, sino de buenas obras. Desirée lo condujo directamente a su cuarto, y al instante lo aprisionó entre sus brazos, apretándolo estrechamente, pues me sentí una vez más zarandeada de un lado para otro dentro del medallón. Los vellos de Laurette se movían suavemente, meciendo y protegiendo mi cuerpo contra los golpes de mi prisión metálica. Quizá fuera un símbolo, a su manera, de que estaría protegido contra los golpes del destino en los días venideros… Por supuesto, así lo esperaba yo.
Desirée no perdió el tiempo para ir derecho a lo que deseaba, es decir, a la punta de flecha del clérigo inglés.
—Oh, dejadme tocarlo, dejadme acercármelo a mi nido, Vuestra Reverencia —proclamó Desirée una vez que quedaron juntos y con la puerta cerrada—. Pronto, quitaos la sotana, pues es un sacrilegio que toque a un sacerdote tan íntimamente como ansió tocaros. ¡En cuando estáis desnudo. Vuestra Reverencia, me olvido de todo, excepto de que sois un hombre como el que espero que se case conmigo!
Una vez más el padre Lorenzo se quitó la sotana y la dejó sobre algún mueble, alterando de nuevo mi comodidad en el maldito medallón. Oí el crujido de las prendas de vestir, y comprendí que los dos estaban impacientes por sentir la piel contra la piel, la picha contra el coño, los senos contra el pecho, la boca sobre la boca con las lenguas procurando imitar lo que hacían la picha y el coño allá abajo. Y esta vez fue Desirée la agresora, instándolo a tomarla, a no andarse con miramientos. Lo abrazó con el cuerpo entero, a juzgar por los sonidos que oía yo, y su boca se pegó a la suya en un beso tan mamante y agotador como no lo había oído yo nunca en mi vida, ni tan siquiera en ese seminario al que hoy parecía que estaba destinada a volver aun cuando no fuera por mi voluntad.
También Desirée llegó a varias veces a la culminación antes de que él agotara sus energías. Como conocedora que soy, humilde aunque imaginativa pulga, pude apreciar cuán deliciosos placeres estaba experimentando el padre Lorenzo con el miembro introducido en las profundidades del coño de Desirée, después de haber gozado de madame Bernard como aperitivo, por decirlo así. Sencillamente, lo que hacía el sacerdote era seguir su juiciosa máxima: que deben gastarse los primeros excesos del deseo carnal, dejando que el órgano viril tome reposadamente su paso dentro de un coño ansioso, y dando así a su dueño lo que parecía ser un poder incansable.
Ciertamente, la propia Desirée aclamó su increíble vigor al gritar:
—Oh, Dios mío, nunca he tenido una zarandeada tan maravillosa. ¡Ooohh, habéis hecho ya que me venga tres veces, y, sin embargo, no habéis perdido vuestra ardiente y dulce energía! ¡Sois como una roca, una máquina, y, a pesar de todo, mi nido me dice gloriosamente que sois un hombre de carne y hueso!
—Es ésa la mejor manera que pudiste imaginar para presentarme tus respetos en mi despedida, hija mía —respondió el padre Lorenzo mientras la cama seguía rechinando y Desirée continuaba gimiendo y suspirando cuando otro clímax hizo que se le estremeciera todo el cuerpo.
Y así fue como pasó el padre Lorenzo su última noche en la pequeña aldea del corazón de Provenza, a la que un viento favorable me había arrastrado. Ahora él y yo, aunque en ese momento él no podía saberlo, habríamos de regresar al sombrío Londres y a ese odioso seminario en el que la fornicación parecía ocurrir por instinto cuantitativo más que cualitativo.