Capítulo II

Mientras viví en mí pequeña prisión de metal, tuve tiempo de sobra para reflexionar en lo que probablemente me acontecería, muy aparte de mis compasivos temores por la encantadora Marisia, quien creía candorosamente que el padre Lorenzo la iba a llevar a una especie de paraíso terrenal. Cuando llegué por primera vez al pueblecito de Languecuisse, era el mes de septiembre, el sol era tibio y la temporada de la recolección parecía benévola. Pero ahora era octubre, y aunque la Provenza conservaría aún sus bendiciones del dorado sol cuyos rayos acariciaban las hinchadas uvas, Londres sería, por contraste, frío y oscuro. Viví a gusto en la tibieza de esa pequeña comunidad francesa, y había engordado, debo confesarlo, con el alimento conseguido según mi inimitable costumbre. Londres, ay de mí, me recordaría la proximidad del invierno, la densa niebla, el frío y penetrante viento, y la lluvia. Muchas de mis hermanas perecerían en el otoño y el invierno a no ser que, por supuesto, fueran conducidas a la seguridad de climas más tibios. Sí, ahora, al tenderme sobre esos blandos zarcillos de oro que eran los vellos del minino de Laurette, habría querido haberme dejado arrastrar por ese viento favorable hasta que me llevara más allá del ecuador, y tal vez a alguna pintoresca metrópoli, como Río de Janeiro y Buenos Aires. Allí, según me cuentan, el sol es siempre tibio, las mujeres redondeadas y hermosas, y los hombres están muy bien alimentados con nutritiva carne de res, lo cual me suministraría, durante largos años, una suculenta alimentación.

Pero era demasiado tarde para rumiar acerca de lo que podía haber ocurrido. Siempre he sido pragmática, y por ello soy un caso único entre mis semejantes; también soy una oportunista, con un optimismo incorregible al mismo tiempo. En una palabra, querido lector, por desesperada que me pareciera la situación en mi rigurosa cárcel, a pesar de todo empecé a idear planes para huir. Era esencial que pensara positivamente. Pues si aceptaba mi encarcelamiento dejándome dominar por ideas tétricas, el horrible miedo de terminar tan inútilmente mi vida de seguro me paralizaría las facultades mentales, me embotaría el ingenio y me condenaría inexorablemente a la extinción. Por ello, debía luchar contra los pensamientos morbosos con toda la fuerza de mi voluntad, si quería sobrevivir a la supuesta catástrofe.

Y cuando me pasaban por la cabeza todas estas posibilidades, oí que el padre Lorenzo hablaba otra vez a su nueva protegida, Marisia. Hablaba en francés, pues la joven y encantadora morena no conocía aún el inglés. Ahora bien, querido lector, tal vez te preguntes cómo conseguí la fluidez en esta lengua romance, y te diré la verdad. ¿No has oído hablar de la antigua leyenda de los Nibelungos, la cual relata que el gran héroe Sigfrido, habiendo matado al monstruoso dragón Fafner, sin darse cuenta se tocó los labios con los dedos que se habían manchado de sangre del dragón? Al hacerlo, enseguida comprendió el lenguaje de los pájaros que piaban en los árboles, sobre su cabeza, y adivinó lo que decían, gracias a lo cual encontró a la que estaba destinada a ser su esposa. Brunilda. Pues bien, durante el tiempo que estuve en Languecuisse, conseguí mi alimento de uno o dos de los habitantes del encantador pueblecito. Habiendo bebido su sangre, que era francesa, tuve, como Sigfrido, el mismo don.

El buen padre estaba recurriendo a su más persuasiva elocuencia con la encantadora niña, y alcancé a distinguir la temblorosa nota del deseo carnal en su voz cuando dijo:

—Hija mía, mañana emprenderemos nuestro viaje. Te dejaré que pases la noche en la rectoría del buen padre Mourier, y me uniré a ti, mi gentil Marisia, para decir tus letanías y preparar tu espíritu para la nueva vida que te espera, mientras me despido de esos queridos amigos que he encontrado durante mi visita.

Oui, mon Pere —suspiró Marisia. Su tono no sólo era de reverencia por su calidad de hombre de la iglesia, sino que también había en él cierta expectación, como la de una ingenua joven para quien los misterios de la vida son completamente nuevos. Sin embargo, a la tierna edad de trece años y medio, Marisia tenía ya una vehemencia casi madura como consecuencia de su dominio de los complejos y diversos métodos por los cuales el órgano masculino se une de modo exquisito con el coño femenino… ¡y, sin embargo, era virgen!

Entonces el clérigo inglés tomó al padre Mourier aparte y los dos entablaron una conversación. Como todavía me encontraba yo aprisionada en el medallón que colgaba del cuello de la dulce niña, sólo pude oír algunos murmullos vagos, pero alcancé a entender una o dos palabras. Así como en un ciego los demás sentidos se agudizan por compensación, así advertí que, aunque no podía ver, alcanzaba a oír con más agudeza que nunca. Y la esencia de lo que el padre Lorenzo le decía al gordo cura de la aldea era que este último se encontraba moralmente obligado a abstenerse de someter a la tierna Marisia a ninguna prueba carnal. No cabía duda: el padre Lorenzo había señalado astutamente ya a la dulce morena como una adolescente de su propiedad. Por el temblor de su resonante voz cuando había hablado a su nueva pupila, adiviné su ávida anticipación de esos momentos en que la tendría para sí y para apaciguar su maciza arma.

Su voz se oyó más fuerte, por lo que comprendí que había vuelto al lado de su futura novicia:

—Ahora debes ir con el buen padre Mourier, y dormirás con la conciencia tranquila y el corazón dichoso hasta mañana, Marisia. Cuando eleves tus preces esta noche, hija mía, te suplico que digas también una por mí, que mi despedida de Languecuisse me absuelva por no hacer una demostración apropiada de gratitud por la hospitalidad que me han dado estas buenas gentes, siendo extranjero en su suelo.

—Así lo haré, así lo haré, Vuestra Reverencia —respondió al instante la dulce voz de Marisia. La inflexión que puso en las palabras francesas al dar esta respuesta tenía, a no ser que me equivoque, un tono más ferviente aún que antes. Supongo que la querida niña esperaba impacientemente la noche en que estaría sola en la pequeña cama que le proporcionaría el padre Mourier. Y allí, según me divertí especulando, buscaría el alivio a las tensiones eróticas que el padre Lorenzo había evocado en su coñito. ¡Ah, dulce inocencia doncellil que podía procurar, a tan tierna edad, todo el cielo y toda la bienaventuranza mediante el sencillo expediente de aplicar un suave dedo a los sonrosados y delicados labios entre los juveniles y temblorosos muslos! Porque aunque fuera a profesar de novicia, Marisia era la más sabia de las jóvenes vírgenes, como bien lo sabía yo. Sin duda, esa misma noche, a solas en su lecho, cerrando apretadamente los ojos y evocando toda clase de imágenes amorosas, se retorcería sobre las sábanas y se acariciaría el coño mientras imaginaba que el buen padre Lorenzo se afanaba con ella para que los dos llegaran al paraíso terrenal. En ese dichoso sueño que esperaba que pronto se convertiría en realidad, su dedo tomaría el aspecto de la gigantesca asta con que estaba robustamente equipado su mentor espiritual. ¡Ah, cuántas doncellas en muchas otras partes del mundo entero envidiarían sin saberlo a Marisia esta noche, pues seguiría siendo una virgen sin tacha aun cuando experimentara las exquisitas y traviesas delicias de la copulación, y sin que, a pesar de todo, cometiera un pecado mortal!

—Es una niña juiciosa y encantadora —oí que decía con un suspiro el padre Mourier, y por la entonación de su voz comprendí que se devanaba los bellacos sesos buscando una manera que le permitiera escuchar las plegarias de Marisia cuando se arrodillara esa noche al lado de su cama. Y como yo había entrevisto sus encantos núbiles cuando ella y Laurette habían restregado y succionado al viejo e impotente marido de esta última, monsieur Claude Villiers, no necesité mucha imaginación para adivinar que la picha del padre Mourier le estaría doliendo verdaderamente de tan sólo imaginar cómo se vería la moza de negros cabellos vestida con su delgado camisón o, mejor aún, cuando se hubiera despojado de él para dejar descubiertas las tetas y el minino. Pero, en realidad, era demasiada codicia de su parte; después de todo, tenía acceso a todas las mujeres de Languecuisse, entre las que figurarían malas pécoras como la dama Lucila y la dama Margot, por no decir nada de su impetuosa y ardiente ama de llaves, y reinaría en este pueblecito una vez que el padre Lorenzo se hubiera ido a Londres. Así pues, ¿por qué habría de codiciar el tierno y doncellil coño de Marisia cuando había tantos orificios femeninos mejor formados para recibir los rigores de su hinchado y voraz órgano? Empero, tal vez las flaquezas del hombre son tales que inducen incluso al sacerdote de una aldea a anhelar lo que no tiene y a olvidarse de lo que ya está gozando. Debo agregar que las pulgas no tenemos una codicia tan insaciable; metafóricamente, nuestros ojos no son nunca más grandes que nuestros estómagos (¡o que nuestros órganos sexuales!).

—Ah, sí lo es, y lo será más aún en cuanto se encuentre a salvo tras los muros del seminario —replicó ahora el padre Lorenzo—. Pero, hija mía, ¿qué es lo que veo en torno a tu cuello?

Me estremecí, deleitada, de sorpresa: ¿escaparía ahora de mi prisión?

—Oh, Vuestra Reverencia, es un recuerdo que me dio la querida Tante Laurette al despedirnos. Os suplico que me dejéis conservarlo para recordarla y para recordar las horas felices que pasamos juntas, aunque fueron muy breves —imploró la descarada moza.

—¡Tate, tate, hija mía! —repuso benignamente el clérigo inglés—, no debe uno confundir nunca la idolatría con la veneración de la verdadera fe. Pronto llevarás la cruz en torno a tu adorable cuello. Permíteme darte una de las mías como señal de que seré tu guía espiritual. Marisia. Mira, ¿ves qué bien se acomoda a tu tersa piel? —Sentí que quitaba el medallón, y una vez más fui arrojada de un lado para otro en el interior de mi prisión, mientras el padre Lorenzo continuaba diciendo—: Vamos, al menos por esta noche, dame el medallón para guardarlo. Lo cuidaré por ser de tu propiedad, así que no temas. Además, los sentimientos que guardas para con tu Tante Laurette son muy encomiables, querida hija. En cuanto a vos, padre Mourier, no necesito recordaros que esta joven virgen se encuentra bajo mi protección especial y que su inocencia está consagrada de antemano a la orden religiosa del seminario, y dentro de sus paredes se convertirá muy pronto en un exquisito adorno.

A pesar de que me sentía malhumorada por haberme dejado atrapar tan estúpidamente en este recuerdo, casi solté la risa, pues las pulgas pueden reírse frotando una pierna contra la otra en determinado ángulo, aunque es un sonido que hasta ahora no han podido percibir los oídos humanos. El astuto clérigo inglés había advertido muy claramente al cura francés que no debía ensayar ningunos juegos libidinosos con su encantadora pupila.

—Vuestro deseo será respetado, padre Lorenzo —repuso el interpelado con voz untuosa—. Ven niña, te llevaré a la habitación en que pasarás la noche. Os doy las buenas noches, padre Lorenzo.

El guardián de Marisia se había metido el medallón en un bolsillo de la sotana, y claro está que ése habría de ser mi alojamiento hasta que le devolviera el medallón a Marisia. Esta transferencia de propiedad, por transitoria que fuese, me hacía abrigar alguna esperanza, pues quizá el buen padre decidiera examinar el contenido del medallón. Me dije que, por lo tanto, debía tener la precaución de no dormitar otra vez y de estar preparada por si se habría mi prisión, pues era evidente que el padre Lorenzo no tenía la intención de acompañar a su colega francés de regreso a la rectoría.

Además, lo dio a entender así en las palabras con que se despidió el padre Mourier:

—Entonces, tened preparada a la doncella para partir mañana a las diez de la mañana. He hecho arreglos con el honorable monsieur Debouchet para que nos lleve a los dos en su carreta de caballos a la aldea de Grand Ventre, donde mañana por la tarde, si Dios quiere, tomaremos la diligencia que nos conducirá a Calais y al barco en que cruzaremos el Canal.

Naturalmente, ya se me había olvidado que el padre Lorenzo residió en la casa de la hermosa viuda madame Hortense Bernard durante las vacaciones que pasó en esa admirable aldea de Provenza. Deduje ahora que se proponía despedirse de ella, y que su despedida no sería de corta duración. Y recordé muy bien que el buen padre no sólo había dado a la viuda Bernard diez francos por la primera semana de su alojamiento, sino que le había concedido esa merced carnal que ni tan siquiera su marido se había dignado conferirle, es decir, la de privarla de la virginidad del ojete. De aquí que, como hombre de honor y de la iglesia, el padre Lorenzo se propusiera sin duda saldar sus cuentas con la viuda Bernard antes de su partida, cuentas que se pagarían con medios muchos más íntimos que los francos contantes y sonantes.

Se dirigió caminando reposadamente hacia la pequeña quinta de su casera, y yo, en el medallón, fui dando tumbos con una cadencia regular, a medida que sus fuertes muslos se movían hacia atrás y hacia adelante con ritmo pausado en su camino a la hospitalaria morada. Es cierto que el padre Lorenzo podía haber pasado la noche en la rectoría; el ama de llaves del padre Mourier, la hermosa amazona Desirée, seguramente habría estado dispuesta a desearle un buen viaje del modo amoroso que ya había puesto de manifiesto tan apasionadamente.

Pero entonces, como mi imaginación trabajaba febrilmente en su esfuerzo por distraerse y no recordar mi triste encarcelamiento, comprendí que el padre Mourier habría llamado inevitablemente a Desirée a su propio lecho para consolarse de haber tenido que dejar inmaculado el coño virgen de Marisia. Y no me quedó más remedio que alabar al padre Lorenzo por su admirable tacto; el disgusto del gordo padre Mourier por habérsele negado el acceso a la cama de Marisia muy bien podría haber hecho de él un enemigo del padre Lorenzo; pero sí, en lugar de ello, podía satisfacer sus ardientes deseos con su escultural ama de llaves, tal vez se olvidaría de la otra frustración.

El padre Lorenzo llegó por fin a la quinta de la viuda Bernard y llamó ruidosamente tres veces. La puerta se abrió casi enseguida, y oí de nuevo la dulce y melodiosa voz de contralto de su bella y madura casera:

—Oh, Vuestra Reverencia, ya estaba pensando en vos. He preparado una cena particularmente apetitosa, que espero sea agradable para vuestro paladar de conocedor. Ay de mí, quizá sea la última vez que tengo la oportunidad de serviros en la mesa, Vuestra Reverencia.

—Gracias, hija mía. Sí, tienes mucha razón; por la mañana me marcharé a Londres. Por eso me siento dichoso de pasar estas últimas horas a tu lado, hija mía, a fin de saldar mis cuentas contigo y salir de tu encantadora quinta sin estar materialmente en deuda contigo.

—Ah, cómo os voy a echar de menos, Vuestra Reverencia. Pero, pasad, pues no es correcto dejar que un hombre de vuestra distinción esté parado ante mi humilde puerta.

Sí, me dije, el buen padre estará muy ocupado durante su última noche en Languecuisse. Casi podía ver la benévola sonrisa en su semblante varonil al escuchar estas halagüeñas palabras de la viuda Bernard y la fatua sonrisa de ésta, encantada al advertir la satisfacción del sacerdote. No tardaría mucho en ver que esa satisfacción tomaba la forma de un miembro que parecía cachiporra, y eso sucedería poco después de la cena que le había preparado. En mis errabundeos he descubierto que los seres humanos tienen un axioma muy propio de su especie: Un estómago bien lleno abre siempre el camino para una picha llena. Y también: cuanto más tentadores sean los manjares consumidos, más furioso será el deseo de retozar. Así que esta noche sería en verdad memorable para el padre Lorenzo, lo mismo que para su hermosa y viuda casera.

El padre tomó asiento ante la mesa, haciéndome otra vez saltar de aquí para allá en mi prisión, y la viuda Bernard le sirvió la cena, que le arrancó muchas exclamaciones de admiración. Había una botella de buen tinto de Beaujolais, en extremo tierno, pues le habían puesto el corcho en la última recolección, la recolección que había traído tan imprevisto deleite a Laurette y tan distinguida posición en la aldea.

No te aburriré, querido lector, repitiendo las homilías y triviales adulaciones que se dijeron el uno al otro durante la cena. Baste con decir que cada uno procuró adular a su interlocutor hasta ponerlo en un estado de ánimo radiante, una especie de afinación mental para la noche que les esperaba. Pero cuando me sentí zarandeada otra vez, fue porque el padre Lorenzo se había levantado de la mesa, echando para atrás la silla, y luego lo oí decir con voz firme (que, pesar de ello, le temblaba un poco):

—¡Verdaderamente, ha sido un festín para un gastrónomo, hija mía! Y ahora, antes de despedirme de ti, permíteme oírte en confesión a fin de que pueda absolverte de cualquier pecado que hayas cometido o pensado cometer. Creo que tu alcoba será una capilla muy adecuada para tus oraciones. Vamos allá, hija mía.