Aquellos de vosotros que habéis leído mis memorias iniciales y seguido conmigo los caprichos de la inconstancia erótica que me cupo en suerte observar en el seminario de San Tadeo, recordaréis en qué sombrío estado de ánimo me despedí de esa ilustre institución, habiendo observado de primera mano (o, más exactamente, de primera piel) el desvergonzado comportamiento que, al parecer, era innato en cada uno de los miembros de esa sagrada orden por lo que toca a la conducta para con las doncellas jóvenes y desventuradas.
Y así, cuando me encontré afuera de ese edificio que había dado albergue a tantas escenas de ardor carnal, me dejé llevar por un suave viento del sur que me condujo a la memorable aldea de Provenza. Como siempre había deseado ver a Francia, recibí con regocijo esa fortuita disposición de los elementos y me alegré al posarme en ese encantador pueblecito que tan apropiadamente lleva el nombre de Languecuisse. (El nombre sugiere románticos contactos físicos, ya que su traducción del francés quiere decir «Lengua Muslo»).
En Languecuisse, como sin duda sabréis aquellos de vosotros que habéis leído el segundo volumen de mis memorias, busqué la oportunidad de descansar en tan bucólico ambiente, donde las uvas eran pisoteadas por los descalzos pies de fascinadoras jovencitas y mujeres, sobre cuyas cabezas sonreía el sol galo, y sonreía por buenas razones. Encontré que había una especie de alegría prístina y, a pesar de ello, perdurable, estimulada por una atmósfera en la que se cosechaban vinosas uvas y los campesinos labraban el suelo en espera de su justa retribución. Había amorosos retozos que observé a hurtadillas como pulga que soy, y que, después de la casi inevitable monotonía del cautiverio en ese seminario inglés, miré con ojos menos predispuestos.
Presencié, entre otras tiernas escenas conyugales, la rivalidad entre la buena dama Lucila y la dama Margot, las cuales, orgullosas cada una de las proezas de sus maridos entre las sábanas, permitieron que sus esposos gozaran de una libertad virtualmente insólita, acostándose cada uno con la mujer del otro, a fin de que éstas conocieran la buena fortuna que la diosa Venus había tenido la gracia de otorgar a sus casas.
Pero, más que nada, me sentí atraído a la tierna virgen Laurette, la doncella de rubios cabellos que, desde que llegué a Languecuisse, se enfrentaba tristemente con la perspectiva de una invernal unión con el viejo y marchito monsieur Villiers, a pesar de que los dulces y húmedos ojos de la muchacha, y su temblorosa carne, blanca como la leche, anhelaban la unión con un tierno enamorado que tuviera más o menos su misma edad. Según recordaréis también, presencié cómo la indulgente Venus, observando desde lo alto del monte Olimpo, se dignó agraciar el destino de Laurette haciendo que su anciano marido muriera de un ataque del corazón a consecuencia de la excitación sostenida que experimentó cuando su esposa de rubios cabellos le acarició el miembro senil mientras Marisia, pupila del viejo, que aún no cumplía los catorce años, aplicaba su delicada y sonrosada lengua al mismo instrumento incompetente.
Había acabado por creer, como feliz secuencia de los sombríos días que pasé en el seminario de San Tadeo, que se encerraba una gran verdad en el proverbio latino «Amor vincit omnia[23]». Ese valiente adagio, que significa que «El amor lo vence todo», pareció cobrar nueva vida y significación cuando la hermosa y joven Laurette quedó viuda, con lo que heredó los francos de oro del protector de esa pequeña aldea francesa en el corazón de Provenza. Y aplaudí su aguda astucia de jovencita cuando venció la resistencia del cura de la aldea, el gordo y licencioso padre Mourier, a que se volviera a casar con su verdadero amor, el joven Pierre Larrieu, mediante el sencillo expediente de conceder al sacerdote la propiedad del pequeño viñedo, donde su humilde padre había sido un pobre arrendatario, así como el alquiler de la modesta quinta en que ella misma había nacido. De esa manera, ingeniosamente compró la dispensa para absolverla de cualquier cargo de prostitución a los ojos del gordo libertino, y así pudo ir al lecho nupcial con el lozano vigor y toda la alegría de sus vehementes y despiertos sentidos, uniéndose a un espléndido joven cuyo miembro, huelga decirlo, no dejó de desempeñar sus obligaciones maritales saludando rígidamente la dulce estrechez del delicioso coño.
Incluso llegué a pensar (dado que una pulga tiene sensibilidad e imaginación, y una compasión humana que a veces excede incluso los atributos de esos mortales en los que mis colegas y yo propendemos a encontrar el sustento picando y chupando la sangre) que muy bien podía quedarme en Languecuisse y seguir con ojos benévolos y un tanto paternales el florecimiento de esa bendita unión entre Laurette y el joven Pierre. Como las pulgas vivimos mucho más tiempo del que se supone, debo confesar que incluso llegué a soñar despierta en encontrar una pulga que fuese mi compañera y en engendrar una numerosa progenie que, como yo, se dejara llevar por el viento de una nación a otra para defender la doctrina de la felicidad a través del amor. Muy bien podría, me dije, incluso vivir lo bastante para ver a la prole de Laurette y Pierre entregándose a sus deliciosas cabriolas carnales con compañeros escogidos sin ningún obstáculo. Pues en esa amable aldea francesa, los únicos ojos funestos eran los del corpulento y buen padre Mourier, el cual era un verdadero genio para averiguar los pecados de fornicación de sus feligreses. Y como Laurette era ahora viuda y rica, no tardaría en casarse y meterse debidamente en la cama, para entregar a su Pierre no sólo la generosidad de su joven y voluptuoso cuerpo, sino también los cofres llenos de oro de su difunto y anciano marido, por lo que me pareció que, de allí en adelante, nadie podría ya perorar contra la diosa Venus en los años venideros.
Porque debo recordaros que he vivido lo bastante y visto lo bastante para llegar a la conclusión, un tanto cínicamente, de que la Santa Madre Iglesia tiende a enviar a sus sacerdotes y misioneros más fervorosos únicamente a aquellos lamentables lugares en que hay pecados flagrantes que no dejan ni un céntimo en el cepillo del templo. Porque no era probable que Languecuisse llamara la atención de las autoridades eclesiásticas, consideré seguro que el padre Mourier viviría el resto de sus días sin incomodar a los amantes que buscaban el césped, y las niaras, y los campos sombreados por la noche para proteger su adoración mutua de la carne. Y luego, cuando dejara este valle de lágrimas, vendría a sustituirlo otro sacerdote, ni más ni menos corrupto que él, y como no encontraría más que amor, no tendría necesidad de enviar furibundos informes a sus superiores. Sí, me dije, Languecuisse será un pueblecito de oro, y una edad de oro del amor lo hará prosperar.
Pero en mis sueños, me descuidé, arrullado por la felicidad que me rodeaba. Y aun cuando el padre Lorenzo tomó sus vacaciones en Languecuisse antes de retornar a su nuevo encargo, que era en el mismo seminario de San Tadeo del que había yo huido, no quise escuchar el leve presentimiento de peligro que amenazaba incluso a una criatura tan pequeña como yo.
Pero no conté con el inimitable rasgo de los celos femeninos que habían mordido incluso un corazón tan ingenuo como el de la encantadora Laurette. Cuando monsieur Villiers hubo adoptado a Marisia, Laurette se convirtió en la tía de este delicioso manjar que acababa de pasar la pubertad. Y habiendo observado cuán preciosamente dotada estaba su joven sobrina por lo que toca a las cuestiones relacionadas con el órgano masculino, Laurette se dijo para sus adentros, sin duda, que la continua presencia de Marisia en una casa que sólo debían ocupar ella y su apuesto Pierre, ofrecía sus peligros. Por benévola que fuera para con la huérfana en la que su anciano y difunto esposo había hecho recaer su indulgencia legal, Laurette sin duda temía sorprender a Marisia y Pierre en un momento de descuido y ver que esa misma pupila huérfana le había puesto los cuernos. Así que, para quitarle la tentación a Pierre —aun cuando bien podía decirse que Laurette, con su voluptuosa belleza y su mayor experiencia en los zarandeos de la que pudiera tener nunca Marisia, podía abrigar la certidumbre de que retendría el interés genésico de Pierre durante muchos años—, convino en dejar que el padre Lorenzo se llevara a Marisia a Inglaterra como novicia, y dio su bendición a la chica.
En verdad, no pude censurar a Laurette por esta medida tan astuta; la tomó pensando en su futura dicha, que se la había ganado más de mil veces con su respetuosa obediencia al avaro y viejo protector de Languecuisse, cuyos odiosos e impotentes requerimientos amorosos se había esforzado siempre por soportar en virtud de que era su esposa ante la ley. Y habiéndome convencido así de que todo marchaba bien en el Paraíso y de que la rosa se quedaba sin espina, me permití el lujo de echar una siestecita. Escogí para ello los dorados zarcillos de los dulces rizos que adornaban el coño de Laurette. Soñolienta y plácida al pensar en un futuro tranquilo —pues las pulgas, debido a nuestra inteligencia, tenemos tanta imaginación erótica como vosotros, los mortales, en la facultad para evocar escenas en las que representamos los principales papeles—, no desperté hasta que ya era demasiado tarde. Laurette, como para compensar la debilidad humana por la que enviaba a su sobrina lejos de Languecuisse, tomó unas diminutas tijeras y se cortó algunos de los dorados rizos que aureolaban su sonrosado orificio. Luego los metió en un medallón y colgó esta muestra de su cariño en torno al ebúrneo cuello de Marisia.
¡Oh, horror de los horrores, despertar de mis sueños de gloria y maestría erótica sobre otra pulga que sería la más hermosa y deseable de todas las pulgas, y que traería a mi imaginación desenfrenada y a mis propensiones sexuales un talento de fusión y estímulo que seguramente exigiría de mi lo mejor, tan sólo para encontrarme prisionera en el interior de un pequeño medallón que no me ofrecía ni tan siquiera la oportunidad de dar un débil salto de un rincón a otro!
¡Oh, perfidia, permitir que me encerrara de esa manera la doncella misma cuyo destino había yo guiado tan profunda y compasivamente! Y ésta era mi recompensa, este calabozo, sin aire ni comida, encerrada dentro de un receptáculo encadenado al cuello de una cándida huérfana que, ahora lo sabía yo, se encontraba completamente impreparada para lo que le esperaba cuando llegara al escandaloso seminario de San Tadeo.
Al principio, sentí los ojos nublados por el sueño, pero no era eso lo que sucedía. Y cuando me estaba dando cuenta de mi imprevisto cautiverio escuché la resonante y melosa voz del padre Lorenzo, a sólo medio metro de distancia, informando a la encantadora Marisia que los dos estarían en Londres unos pocos días más tarde.
—Allí, hija mía —le dijo untuosamente—, tendrás la gran alegría de ser iniciada como novicia en este santo seminario, y tendré el privilegio de ser tu padrino en ese digno ingreso en la Santa Madre Iglesia.
Y entonces oí el susurro, no tan ingenuo, de Marisia:
—Oh, Vuestra Reverencia, sólo os pido una merced. Y es que antes de hacerme novicia, vos, y sólo vos, me iniciéis con vuestro enorme y maravilloso miembro y me enseñéis lo que es realmente retozar.
No, no era una pesadilla, y no era que tuviera los ojos nublados por el sueño desacostumbrado. Me moví cautelosamente en mi prisión, y descubrí cuánta era la libertad que me quedaba de la que antes había sido ilimitada. Mis patas no tropezaron más que con el duro metal, que no podía ni tan siquiera morder. Empero, mi proboscis, tan sensible a los cambios y los matices, descubrió el delicioso aroma de los rizos de Laurette que habían sido edredón de mi sueño fatal. Filosóficamente, me dije que estaba recibiendo mi merecido; yo, que había presenciado tantas uniones íntimas y que para mejor observar sus complicados y variados detalles había ocupado un punto ventajoso, generalmente en la porción más íntima de la anatomía masculina o femenina, había quedado atrapado por esta elección habitual del lugar. Y mientras dormía la siesta en los blandos rizos de la dorada pelambrera de Laurette, fue una especie de espaldarazo que había yo mostrado a la encantadora muchacha, por la alegría que me causaba presenciar su buena fortuna después de las penalidades de su desdichado matrimonio con el anciano.
Sabía muy bien que la situación no era desesperada para los momentos inmediatos. Al igual que los camellos, las pulgas podemos vivir largo tiempo sin alimentarnos. De seguro, me dije, Marisia abrirá algún día el medallón y contemplará tiernamente estos preciosos zarcillos que su tía ha puesto en este pequeño recuerdo para simbolizar las malas pasadas de conspiradoras que le jugaron a monsieur Villiers, malas pasadas que provocaron la muerte relativamente dichosa del viejo imbécil, allanando el camino para los románticos embelesos de Laurette.
Pero mientras la encantadora chica hacía los preparativos para su viaje a Londres en compañía del buen padre Lorenzo, empecé a sentir cierto recelo. Los trece años y medio son una edad impresionable, una edad tierna en que las muchachas pasan de la pubertad a la condición de mujeres. Ahora bien, Marisia había aprendido ya lo suficiente acerca del miembro masculino para desear un trato más prolongado e íntimos con él. La querida niña, con todo su cariño para la Tante Laurette y su alegría de haber obtenido que la única pariente viva y joven le concediera el permiso para irse con el padre Lorenzo, podría olvidarse enteramente del medallón, absorta por el órgano viril. Pues en el seminario de San Tadeo había un buen número de sacerdotes varoniles —como el padre Clemente, el padre Ambrosio y aquellos otros hombres piadosos a quienes vi gozar carnalmente de Bella y de Julia—, los cuales le darían toda la picha y más de la que pudiera desear su dulce y pequeño coño. En verdad, tal vez recibiría tanta que no le quedaría tiempo para hacer reflexiones nostálgicas sobre las horas del pasado, y aún menos, por lo tanto, sobre los dorados zarcillos que reposaban en este medallón, en cuyo perfumado interior me encontraba yo. ¿Qué sucedería entonces?
Al ocurrírseme este sombrío pensamiento, querido lector, mientras dormitaba en mi oscura prisión, acurrucada en los rizos perfumados de amor, mi angustia se tornó más imponderable con cada hora que pasaba mientras Marisia y el Padre Lorenzo se preparaban a regresar a ese santuario de la saciedad sexual que creí no volver a ver nunca más en mi vida de pulga.