Capítulo XIV

Había transcurrido una semana desde que llegó Marisia al hogar del patrón, y todo era serenidad en el corazón del amo de Languecuisse.

Cuando un miércoles por la tarde el padre Mourier y su cofrade, el padre Lawrence, acudieron de visita a la morada de monsieur Claudio Villiers, para informarse del estado de salud física y espiritual de ambos esposos, quedaron hechizados al encontrarse con la sobrina de negros cabellos, quien respondió a su llamado a la puerta, ya que Victorina se había ausentado para llevar un recado en el que sonreía Cupido, es decir, para ir en busca de Pedro Larrieu e informarle que su joven ama, madame Villiers, le proponía una cita para la medianoche en la verde colina que estuvo a punto de convertirse en el altar de su bendita unión.

—¡Qué encanto de criatura! —exclamó el gordo padre Mourier viendo a su colega inglés—. Dime, hija mía. ¿Acaso eres, según me han llegado noticias, la jovencita que está bajo tutela del bueno de monsieur Villiers?

—Así es, reverendo padre. ¿Viene usted a visitar a mi tío?

—En efecto, hijita, y también a tu tía. ¿Están en casa?

—Mi tío está en el campo, vigilando la plantación de nuevas cepas para la próxima cosecha, reverendo padre. Pero mi tía está en su alcoba, durmiendo una siesta —repuso deferente Marisia.

—¡Qué muchacha tan inteligente y encantadora! —dijo admirado el padre Lawrence—. ¿No quisieras llevamos con ella, hija mía?

—Con todo gusto, reverendo padre. Vengan conmigo.

Marisia se encaminó hacia la habitación de Laurita volteando de vez en cuando para obsequiar a ambos clérigos con una maliciosa sonrisa. Ellos admiraron su grácil modo de andar y, al hacerlo el movimiento de las nalgas, bajo la tenue falda.

Al oír voces, Laurita se levantó de la cama y dio la bienvenida a su obeso padre confesor y a su amigo inglés, entre reverencias y rubores de vergüenza, ya que no había olvidado la penitencia a la que la sometieron. Empero, en contra de lo que hubieran podido temer ellos, no les guardaba rencor alguno.

—¡Oh!, mi querida criatura, ¡te ves radiante! —exclamó el padre Mourier.

—Gracias, mon pere, ello se debe a que reina completa armonía entre mi querido esposo y yo —contestó Laurita.

—¡Magnífica noticia, hija mía! ¿Debo deducir de esta modesta confesión que cumpliste con todas tus obligaciones para con el noble patrón?

—Absolutamente con todas, padre Mourier.

—¡Oh, sí! —subrayó inocentemente la impúdica Marisia, la de los cabellos oscuros—. Yo misma los vi joder, y le oí decir a mi tío que estaba del todo complacido con la forma en que se desenvolvió tante Laurita.

—¡Chist! ¡Chist! ¡Chist! —susurró el padre Mourier, al tiempo que su rojo rostro adquiría el color de la púrpura al oír tan vulgares palabras, que, por otra parte, sugerían eróticas imágenes a su carne y a su mente—. Tales cosas no son para ser dichas tan descaradamente por una simple chiquilla. Además no es posible que hayas presenciado el sagrado acto de la unión entre un hombre y su esposa.

—Sí, lo vio, mon pere —murmuró Laurita—, ya que fue por invitación de mi propio marido que estuvo presente y nos ayudó en la cópula.

—Hija mía —exclamó sorprendido el padre Mourier fijando su ávida mirada en la impertinente mozuela, que alzó la cabeza para obsequiarle la más coqueta de sus sonrisas—, no puedo creer que seas tan madura. ¿Y entendiste lo que pasaba?

—Claro que sí, mon pere —alardeó Marisia, dibujando en sus dulces y rojos labios una encantadora moué[21]— porque ya había observado en campos y corrales cómo se hacían el amor los animales, y como quiero mucho a mi adorado tío, quise que él hiciera feliz también a mi dulce tante Laurita.

—¡Cuán precoz y cuán inspirada! —declaró roncamente el padre Mourier—. Dígame, madame Villiers: ¿es cierto que su esposo piensa adoptar a esta encantadora criatura?

—Así se lo he oído decir, mon pere. Y también que destinará un regalo de varios miles de francos a su parroquia a fin de que pueda usted contar a mi sobrina Marisia entre sus feligreses.

—¡El honorable señor!… ¿No le dije, padre Lawrence, que aquí en Languecuisse podemos enorgullecemos de contar con un noble benefactor que nunca deja de pensar en mi pobre grey?

—Así es, en verdad, mi distinguido cofrade —dijo el clérigo británico— y nunca me cansaré de congratularme por haberme encaminado a esta humilde campiña, lo que me ha permitido contemplar los milagros que obran la devoción, la fe y el amor.

—Y en cuanto a su educación —siguió preguntando el gordo padre francés—. ¿Ha tomado alguna providencia?

—En cuanto a eso, mon pere —improvisó rápidamente Laurita—, estoy segura de que planea dejar a Marisia bajo el manto protector de usted, y llevarla a la pequeña escuela al frente de la cual se encuentra usted como mentor. ¡Ah! No cabe duda de que será feliz allí donde yo misma, cuando niña, aprendí a leer.

—Hija mía, todos mis temores en cuanto a tu futuro se han desvanecido —comentó el padre Mourier, echando miradas disimuladas a Marisia, que permanecía de pie ante él, juntas las manos y la vista humildemente baja—. Tal vez esta criatura desee acompañarme a la rectoría, para ver la escuela en la que adquirirá sabiduría bajó mi humilde dirección.

—Desde luego, mon pere —convino Marisia, con un guiño dirigido a Laurita.

—En tal caso ponte la capa, hija mía, porque es posible que sople el viento en el campo —dijo el obeso sacerdote—. Además, deseo hablar en privado con tu tía.

Marisia salió de la habitación y el padre Mourier se frotó las manos, al tiempo que decía con una beatífica sonrisa dibujada en sus carnosos labios:

—¡Ay, hija mía! ¿Quién hubiera podido pensar que tanta felicidad se derramara en este hogar en tan corto lapso? Ahora que ya me permites dar reposo a mi mente, al hacerme saber de tu fidelidad al amo, a quien tanto debemos todos, ya no voy a regañarte más por tus pasados anhelos por ese bribonzuelo de Pedro Larrieu. A decir verdad, si te comportas discretamente, hija mía, y si le proporcionas a monsieur Villiers el heredero que ansia tener, no trataré de averiguar si corres detrás del tal pícaro… pero, eso sí, cuídate de que yo no lo vea.

—¿Entonces reverendo padre, tolerará que me entreviste con Pedro, y que le desee castamente toda clase de felicidades? —inquirió Laurita socarronamente.

El padre Mourier dirigió una mirada al padre Lawrence, y luego murmuró afablemente:

—Digamos que no lanzaré invectivas en contra de ello si no llego a saberlo, hija mía. Ya ves que también sé ser indulgente. Sin embargo, me preocupa esta encantadora sobrina tuya, porque necesita quién la guíe a causa de su precocidad. Si no pones obstáculos a que me sea confiada —¡oh, puedes estar segura de que no le haré daño!— tampoco opondré reparos a que te preocupes algo por tu amigo de la infancia.

Laurita se le aproximó, le tomó la mano y se la besó, en prenda de sumisión a su voluntad. A poco, el gordo sacerdote se despidió, marchándose en compañía del padre Lawrence, y Marisia entre los dos, colgada del brazo de ambos clérigos, a guisa de escolta.

Divertida por el pequeño complot galante urdido por las dos damiselas, seguía la intrincada maraña del religioso empeño de Laurita. Se proponía tener a Pedro entre sus brazos, sin despertar sospechas en monsieur Villiers, ahora que lo tenía entusiasmado la idea de que su joven esposa estaba por completo, y al parecer felizmente, entregada a cualquier exigencia de su viejo y senil pene con respecto a su rubio coño.

Y habiendo advertido ya cuán profundamente sensual era la naturaleza de su sobrina, Laurita se daba cuenta de que las citas de Marisia, la de la cabellera de ébano, con el padre Mourier, proporcionarían a la mozuela amplias oportunidades de dar satisfacción al voraz apetito camal que asediaba sus tiernos muslos, al mismo tiempo que, siendo pupila del sacerdote, Marisia podría proporcionarse idílicos momentos con su verdadero amor, el joven Everard.

Una vez llegados al salón de la rectoría, el padre Mourier envió a Désirée al mercado, a fin de proveerse de comida para la cena y el desayuno del día siguiente, y tomó a Marisia sobre sus rodillas, para interrogarla amablemente.

—Hija mía, eres más despierta e inteligente de lo que a primera vista pareces, y por tal motivo voy a inscribirte en el grado más avanzado de mi escuela. Pero ahora tienes que explicarme cuánto sabes acerca de joder, ya que ésta es una materia en la que se supone que sólo tienen conocimientos adecuados las personas mayores, tales como tu querida tía y tu ilustre tío.

—¡Oh, mon pere, a mí nunca me han jodido! —replicó cándida y abiertamente Marisia—, pero un querido amigo del pueblo donde nací me explicó qué cosas son la verga y el coño. Como quiera que yo era demasiado joven para permitirle un verdadero coito, mon pere, lo que hacía era chuparle el miembro y masturbarlo con mi mano, y él me hacía lo mismo a mí. Sólo en una ocasión le permití que frotara la punta de su gran verga contra mi rendija.

—Es increíble cuán espléndidamente está dotada esta adorable criatura. ¿No lo cree usted así, padre Lawrence? —exclamó el obeso sacerdote francés.

—Estoy completamente de acuerdo con usted.

Mon pere. ¿Le gustaría que le enseñase cómo lo hacía? —preguntó Marisia melosamente.

—Sí; claro que sí, mi adorable chiquilla. De esa manera podré averiguar si, sin saberlo, cometiste pecados imperdonables —replicó él presuroso.

Dicho esto, la impúdica pequeña se quitó el vestido, después la blusa, y finalmente los calzones, para quedar de pie, en toda su marfilina desnudez ante los dos clérigos, que estaban sin aliento. No podían articular palabra, pero la rigidez adquirida repentinamente por sus respectivos miembros habló elocuentemente por cuenta de ellos.

—¡Oh mon Dieu; qué verga! —exclamó Marisia con los ojos fijos en la prominencia que aparecía frente a la sotana del padre Mourier—. ¿Puedo echarle un vistazo y tenerla, reverendo padre?

—Con todo gusto, hija mía —repuso él con su voz ronca, al tiempo que se quitaba la sotana y los pantalones—. Y ahora, explícame con precisión en qué forma, tú y aquel joven jugaban a joder.

—Para empezar, era así, mon pere —explicó Marisia, mientras se arrodillaba y apresaba el palpitante miembro del gordo sacerdote, para depositar luego un suave beso en el meato, en tanto que sus delicados dedos merodeaban por los testículos y el escroto del santo varón.

—¡Aaah, qué delicia de criatura! ¡Aaah, qué delicadeza! ¡Cuánta dulzura, padre Lawrence! Es incomparable, y sin embargo, como veis, todavía es inocente y sin pecado. Esto no es un verdadero coito. Ahora déjame ver, hija mía, si soy capaz de proporcionarte gusto a cambio. Tiéndete en el suelo… exactamente así. Y ahora… —el padre se acuclilló sobre la rapazuela de piel ebúrnea para posar sus labios en aquel dulce coño, tras de haber acariciado sus muslos y su regazo—. ¡Aaah! ¡Qué suave fragancia! Se diría una flor en pleno bosque —exclamó en tono declamatorio.

Seguidamente comenzó con su regordete índice a cosquillear los labios del coño de Marisia, al propio tiempo que la ágil y juvenil belleza, asida a los velludos y gordos muslos del cura, introducía el enorme garrote en su boca.

La presión de los labios de la joven hizo perder de inmediato el control al padre Mourier, quien, lanzando un agudo grito de placer, eyaculó grandes chorros de viscoso líquido, que la sobrina de Laurita, con gran sorpresa de ambos incrédulos hombres, bebió sin dificultad.

—¡Oh, tengo que probarla! —exclamó jadeante el padre Lawrence, ya desnudo y en terrible estado de erección, mientras se encaramaba encima de la desnuda morenita, en igual forma que acababa de hacerlo su cofrade francés, para aplicar de inmediato su lengua en el interior del delicado coño de la muchacha.

Marisia, sofocando sus risitas ante las extravagancias de aquel par de machos superdotados, se acomodó enseguida a su nuevo jinete, y comenzó a chupar la cabeza de la enorme vara con tal persistencia en la succión, que no tardó él en descargar la derretida lava en sus entrañas.

—¡Ah, fascinadora criatura! —murmuró arrobado el padre Mourier—. ¡Qué profundos estudios hemos de hacer! Seré tu preceptor en todas las ciencias, y también en la de joder. Ven, siéntate en mi regazo, y dime qué has aprendido sobre geografía e historia.

Fui testigo de mimos, besos y caricias durante una hora más. Pero no era el propósito del padre Mourier lanzarse al asalto del codiciado coño virginal de Marisia en esta primera oportunidad, por medio de su poderoso pene. Sin embargo, estaba seguro de que no había de pasar mucho tiempo antes de que forzara sus defensas virginales para arrebatarle la prueba de su pureza.

Aquella noche, cuando el viejo reloj del pasillo anunció la medianoche, Laurita salió a hurtadillas de la casa del amo para ir al encuentro de Pedro Larrieu. Entre ella y Marisia habían inducido al sueño al viejo insensato, robándole entre las dos la poca savia que había conseguido almacenar desde el acto de fornicación que he descrito anteriormente. Ello fue posible a fuerza de caricias por parte de Laurita, mientras Marisia se lo chupaba. A cambio, el patrón le permitió generosamente a Marisia que volviera a su pueblo para regresar con Everard, quien trabajaría como establero a las órdenes de su capataz Hércules.

Era una noche lóbrega, y la oscuridad y el silencio convertían en un lugar ideal para la cita aquella colina cubierta por el césped. Y esta vez no había temor a que los regaños del padre Mourier interrumpieran a los jóvenes amantes. ¡Con qué alegría se quitó Laurita la capa, para quedar de pie con sólo una bata de noche, la cual, ruborizada, le permitió a su guapo y rubio enamorado quitársela, al mismo tiempo que ella se daba con dedos impacientes a despojarlo a él de sus ropas! Una vez desnudos ambos, sujétola él firmemente contra su viril regazo, le dio mil besos ardientes en la cara y los labios, mientras ella le acariciaba el grueso miembro para consumar finalmente la unión tan largamente anhelada. De espaldas sobre el césped, con las piernas abiertas para darle la bienvenida, Laurita no cesaba de mirar su rígido y ansioso pene, y murmuró al cabo:

—¡Oh, amor mío! Esta noche me convertiré en una mujer de verdad, por vez primera. Mi esposo nunca me ha poseído en realidad, porque me he reservado para tu querida verga, mi adorado Pedro.

Se arrodilló frente a su amada, acariciando con sus manos los muslos, el bajo vientre y los senos de la muchacha. Al fin, su índice buscó entre la espesa enramada de dorados rizos de su coño, y comenzó a cosquillear los suaves y rojos labios de la fisura, mientras ella se retorcía entre jadeos de ansia que denotaban su reticencia. Mas Pedro Larrieu era todo lo contrario que del viejo monsieur Claudio Villiers. Al mismo tiempo que palpaba las partes internas de los muslos de ella con las puntas de los dedos, inquietó los turgentes labios de la vulva de Laurita, frotando contra ellos la punta de su rígido miembro hasta provocar en ella el frenesí del deseo. Sólo entonces, despacio, pulgada a pulgada, introdujo él su poderosa arma entre los rojos labios del coño de ella, que se estrechaban contra la misma con verdadera ansia. Al fin se hundió hasta entremezclar los pelos de ambos, en cuyo momento los brazos de Laurita apresaron salvajemente al mancebo, y sus labios se pegaron a su boca. Llegado este instante comenzó él a arquearse y hundirse de modo maestro en el inexorable y maravillosamente excitante ritmo de un prolongado coito.

Tres veces rindieron ambos su tributo a Venus y a Príapo, durante cuyo tiempo no dejé de observar su beatífica dicha, lista a morder a Pedro en una pierna, para advertirle la presencia de algún brusco entrometido, como aquel padre Mourier que una vez había interrumpido sus apasionados transportes. Pero no lo hubo, y al fin, se separaron ellos entre dulcísimos besos y renovadas promesas de encontrarse de nuevo, lo cual no dudo que haya acontecido, aunque me hubiera sido imposible adivinar cuán pronto iba a celebrarse la nueva cita, porque cuando Victorina llamó tímidamente a la alcoba del viejo patrón, la mañana siguiente, para preguntarle si deseaba que le sirviera el desayuno en el lecho, lo encontró yacente, helado y sin vida, con una beatífica sonrisa en sus secos y delgados labios.

El ataque de que habló Marisia se había producido. Cuando menos, empero, había encontrado una muerte feliz, elevado al clímax por su amada esposa y su joven sobrina, y convencido de que, finalmente, la encantadora Laurita había podido vencer la aversión que sentía por él, y empezaba a amarlo tal como era. ¿Y quién sería capaz de negar que la ilusión es a veces más fuerte que la realidad?

Dos días más tarde, después de los funerales, el padre Mourier visitó a la viuda Laurita Villiers, que vestía con todo decoro una sencillísima bata de algodón, no obstante que ya entonces era una rica viuda que nunca más tendría que preocuparse por un pedazo de pan, o un tejado donde cobijarse, ya que en su testamento el amo la había instituido heredera universal, salvo por un millar de francos legados a Victorina.

—¿Cómo puedo consolarla de tan irreparable pérdida, madame Villiers? —preguntó untuosamente el obeso padre francés.

—¿Es cierto, mon pere, que soy realmente dueña de esta casa y de todos los viñedos de Languecuisse?

—Así es, hija mía.

—¿Y que soy libre para volverme a casar, ya que usted mismo ha pregonado siempre que es mejor casarse que abrazarse?

—También es cierto, hija mía.

—Entonces, quiero que anuncie usted mis esponsales con Pedro Larrieu después del adecuado intervalo de luto, claro está.

—¡Por Dios, hija mía! ¡Esto es una locura!

—¿Por qué? ¿No es de la misma carne que mi adorado y difunto esposo? ¿Acaso no estoy sola y necesitada de un marido robusto que me dé el heredero que tanto ansiábamos monsieur Villiers y yo?

—Sí, pero…

—Y puesto que soy la heredera de toda esta inesperada riqueza, mon pere, es mi voluntad hacer libre donación a su parroquia del pequeño viñedo detentado por mi señor padre. Mis padres vendrán a vivir conmigo a esta gran mansión. Y la renta de la vivienda que habitaban revertirá también a usted, mon pere, para sus caridades.

—Nunca podré bendecirte bastante, hija mía. Muy bien, se hará como tú dices, tal vez esté así dispuesto.

El padre Mourier besó a Laurita, la que se arrodilló para recibir su bendición.

Mas una vez fuera, el padre Lawrence lo tomó por una mano.

—Unas palabras con usted, querido cofrade. Tengo que regresar al seminario en Inglaterra dentro de pocos días. ¿No seria prudente que se me confiara el cuidado de la tierna Marisia?

—¿Por qué ha de serlo?

—Porque como la viuda de Bernard se ha acostumbrado a tener un hombre en su casa, anhela confesarse con usted, padre Mourier. Y a mayor abundamiento tendrá a Désirée. En cambio yo me sentiría sumamente triste por no haber acertado a salvar una sola alma durante toda mi permanencia en Francia.

El padre Mourier frunció el entrecejo, meditando.

—No deja de ser cierto lo que dice usted, cofrade. Pero me dolería la pérdida de esa deliciosa y precoz picaruela.

—No lo dudo, puesto que me consta con cuanta atención pensaba usted cuidar del alma de la joven. Ánimo, sin embargo, en nuestro seminario tenemos muchas jóvenes y adorables novicias, incluso más idóneas y ardientes que la encantadora Marisia. Desde hace tiempo me he dado cuenta de que podría inducir al padre superior a enviar algunas de esas bien instruidas hijas a algún otro país, donde podrían ampliar su educación. Y trataré de persuadirlo para que varias de ellas sean mandadas a la escuela parroquial de Languecuisse.

—En tales circunstancias, llévesela usted con mis bendiciones, además. ¡Ah! —suspiró el padre Mourier—. ¡Cómo voy a extrañar a esa picaruela! ¡Sus suaves labios! ¡Su ágil lengua! ¡La ansiedad por aprender que la caracteriza!

—Volverá con usted, incluso mejor instruida. Se lo prometo —repuso sonriente el clérigo inglés.

Y así quedó decidido. La siguiente tarde. Laurita le dio una tierna despedida a su joven sobrina de la negra cabellera, la que, por su parte, cuando se presentó el padre Lawrence para pedir a aquélla que la dejara ir al seminario de Saint Thaddeus en calidad de novicia, fue la primera en rogarle entusiasmada a su tía que accediera. A lo que no tardó en avenirse Laurita, tal vez advirtiendo sabiamente que la presencia de aquella preciosa muchacha en un hogar en el que el robusto y guapo Pedro Larrieu iba a ser amo y señor, podría poner en peligro sus esperanzas de fidelidad de parte de su adorado esposo.

Conocido ya el desenlace de la historia, me entró sopor. Había escogido como lugar para entregarme a la siesta los dorados rizos del dulce coño de Laurita. Por ello no me di cuenta de que ésta le dijo a su sobrina que deseaba obsequiarle un recuerdo de los felices momentos que habían pasado juntas.

Laurita tomó un par de lindas tijeras, con las que cortó algunos de aquellos rizos dorados, los que metió dentro de una cajita cerrada con una cadena de oro, que colgó del ebúrneo cuello de su sobrina.

Y así, al despertar, me encontré —¡horror!— apresada dentro de aquel medallón. Y pude oír la sonora aunque melosa voz del padre Lawrence diciéndole a Marisia por lo bajo que en unos días más estarían en Londres, donde ella podría iniciarse como novicia, apadrinada por él. Con tales promesas borró de sus pensamientos a Everard. Por competente que aquel lejano joven pudiera ser —lo que por otra parte nunca tuve oportunidad de averiguar—. Marisia había llegado a la conclusión de que el poderoso miembro de su recién encontrado nuevo protector no podía ser superado fácilmente. Por tal razón, y en respuesta a sus afirmaciones, ella le confirió:

—Reverendo padre: El único favor que le pido, antes de ingresar como novicia, es que sea usted, y solamente usted, quien me inicie con su enorme y poderosa verga, para enseñarme en qué consiste realmente el joder.

¡Qué ironía! Yo, la imaginativa y mundana pulga que había prometido solemnemente no volver a ver nunca a Bella y a Julia, y a todos aquellos libertinos ensotanados, me estaba en aquellos momentos encaminando hacia sus lares, atrapada entre los rizos del coño de aquélla a la que tanto había defendido cuando virgen. ¿Iba a ser esa mi recompensa?

Me dije filosóficamente que no todo estaba perdido para siempre. Una pulga puede vivir mucho tiempo sin nutrirse, y estaba segura de que la tierna Marisia abriría algún día el relicario, aunque no fuera más que para recordar las horas felices pasadas junto a su joven tía de las trenzas de oro. Entonces podría escapar y buscar fortuna en alguna tierra todavía más lejana.

Pero… ¿y si no abre el guardapelo? ¿Qué sucederá si, como en este momento en que yo escucho el dulce chasquido de la lengua dentro de los labios, vorazmente aceptada por una boca, y los sofocados susurros, y las risitas apagadas de la aspirante a novicia, Marisia, y de su experto padrino, en su anhelo por averiguar qué cosa es en verdad el joder, se olvida de Laurita?

Entonces… ¿qué?