Al mismo tiempo que el perdón para Pedro Larrieu, y la absolución propia por no haber sabido cumplir debidamente con sus deberes de esposa, por el simple expediente de entregar su doncellez al padre Mourier (que la intervención del padre Lawrence aseguró por partida doble que no podía subsistir). Laurita se enteró también de muchas cosas acerca de sus propias inclinaciones. Aprendió, nada más ni nada menos, que la desaparición de su himen había barrido con todos sus prejuicios virginales —sumamente enojosos, tal como se lo había anunciado el padre Mourier— capacitándola para descubrir que podía entregarse de todo corazón —y con todo su anhelante coño— a los placeres de la carne.
Yo lo aprendí también cuando la buena de Victorina la atendió en su propia alcoba, al día siguiente al del memorable martirologio epitalámico a que había sido sometida.
Laurita, ante el espejo, sin más vestimenta que la camisola y los calzones, había decidido deshacerse sus largas trenzas de oro, y dejar caer su cabello en espléndida cascada, lo que le daba un aspecto más femenino y de mujer hecha. Porque, después de todo, ya entonces era una mujer de verdad, en la que se había operado una milagrosa transformación en el corto lapso transcurrido desde que el padre Mourier le había arrebatado la virginidad.
—¿Puedo ayudar a madame a peinarse? —demandó deferentemente Victorina.
—No, muchas gracias, querida Victorina —replicó alegremente la esposa de cabellera dorada—, pero me harías un gran servicio si me dijeras si de verdad recibiste anoche un recado de mi novio Pedro Larrieu.
Victorina se sonrojó y bajó la vista, con aire de innegable culpabilidad.
—¡Claro que sí! ¿Acaso no se lo llevé al dormitorio del patrón? —respondió taimadamente.
Laurita se volvió hacia ella con una dulce sonrisa, y posó su mano sobre la de su ama de llaves.
—Sí, es cierto que lo llevaste. ¿Pero no hubiera podido ser falso el mensaje? Sé sincera conmigo, Victorina, y yo seré tu leal amiga y tu ayuda en el seno de esta familia. Además, haré que mi esposo te aumente el salario y que haga cuanto te plazca a ti. Seré igualmente leal contigo, y comenzaré por decirte que amo a mi Pedro, y que nunca querré al amo con quien hubieras querido casarte.
Victorina dudaba, ya que incurrir en el enojo del obeso confesor del pueblo no era prospecto grato, pero Laurita, dando una nueva prueba de esa intuición con que las mujeres parecen haber nacido, leyó en el sonrojado rostro del ama de llaves la lucha entablada en ella entre su avaricia y el temor, y se apresuró a añadir aceite a las llamas, hablándole así:
—Escúchame. Victorina. Te doy mi palabra de honor de que no te delataré con el padre Mourier, que sospecho ha tramado esto de enviarte a mí con tal mensaje para hacerme correr en pos de mi amado, y así caer en las lascivas garras de este astuto cura. Además, te dejaré el campo abierto para acercarte a mi esposo, pues si acaso se me presenta la oportunidad lo dejaré para escaparme con mi verdadero amor. Ni soy ni seré nunca rival tuya, Victorina. ¿Qué me dices?
—Usted… usted… entonces ¿no está usted enojada conmigo? No podía hacer otra cosa… me obligó a ello, madame —tartamudeó Victorina.
—De ningún modo —dijo Laurita con una sonrisa—, he pensado mucho desde la pasada noche, y, en cierto modo, el padre Mourier me ha hecho un servicio mayor de lo que había imaginado, pues ahora que ya no soy doncella me encuentro bajo la protección de mi marido. Y si acudiera a una cita con mi amado y fuera a tener un hijo suyo, nadie osaría decir que no es del patrón, puesto que habré cumplido humilde y fielmente con mis obligaciones para con él. Queda entendido así… Y ahora ¿querrás ser mi aliada?
—De buen grado, madame —accedió Victorina resignadamente.
—Entonces toma este pequeño anillo con una perla cultivada como obsequio mío. Me lo dio mi marido, pero no se dará cuenta de que falta. Ello aparte, en derecho te correspondía de todos modos. A cambio quiero que le lleves un mensaje a Pedro… ahora será un recado de verdad, recuérdalo… Le dirás que ansío verlo, y que lo veré cuando pueda arreglar la cita discretamente.
—Juro que haré esto por la señora, y que no la delataré con el padre Mourier.
—Gracias, querida Victorina. Y ahora ve a prepararme el desayuno mientras yo despierto a mi esposo. Tengo que mostrarme atenta con él, a fin de que nunca sospeche a quién pertenece mi corazón.
¡En qué forma la encantadora muchacha había madurado en una sola noche! Tal vez ya todo iría bien con aquella tierna damisela. Sin embargo, la presencia del padre Mourier y del padre Lawrence, y su influencia combinada sobre el viejo necio de su esposo, no eran buen augurio para el futuro. Me dije para mis adentros que prestaría atención a sus maquinaciones en contra de ella, y que ayudaría su causa en todo lo que yo pudiera hacer.
Mas el destino se disponía a intervenir en forma completamente inesperada en favor de Laurita, la de cabellera dorada, ya que apenas dos días, después de la conversación secreta que había sostenido con Victorina llegaron noticias de la aldea de Fonlebleu, a cien millas al sur de Languecuisse, dando cuenta de que el honorable monsieur Gil Henriot y su buena esposa Agnes habían fallecido repentinamente víctimas de una congestión, dejando huérfana a su hijita Marisia, que apenas contaba trece primaveras. Al saber la noticia, Claudio Villiers lloró amargamente, ya que Agnes era hermana suya. En consecuencia, avisó por medio del jinete que le llevó el mensaje que le fuera enviada enseguida por la posta la pequeña Marisia, a fin de poder convertirse él en su guardián y ella en la dulce sobrina de su joven esposa Laurita, y así se hizo.
Al día siguiente llegó Marisia, acompañada del viejo gordo Daniel Montcier, quien fuera mayordomo de Gil Henriot„ y quedó bajo la custodia de su viejo tío. A pesar de sus pocos años, era una criatura sencillamente encantadora y bella. Su pelo negro, lustroso como ala de cuervo, caía en abundantes haces sobre sus espaldas. De rostro ovalado y con una expresión de picardía, adornado con regordetes labios rojos y ojos verdigrises, ampliamente separados por el caballete de una nariz respingada, cuyas ventanas finas y distendidas denotaban un temperamento generoso y cálido, lucía hechizadoras mejillas, tersas como el marfil. Su cuerpo era aún más atractivo; casi tan alta como Laurita, Marisia poseía dos senos espléndidamente desarrollados en forma de peras, muy juntos uno de otro, cuyas crestas pugnaban insolentemente bajo el corpiño de su delgada blusa. Flexible la cintura, finos y delgados los tobillos, era poseedora de un par de nalgas prominentes y contorneadas de forma oval, sustentadas sobre mimbreños y graciosos muslos, y fascinantes y sinuosas pantorrillas.
El viejo vinatero estaba encantado con la cálida bienvenida que su joven esposa deparó a Marisia, y se pavoneaba fatuamente al verlas abrazadas. Sí, pensaba para sus adentros, la diosa Fortuna había querido sonreírle en el otoño de la vida, proporcionándole una esposa que, aun con el máximo de repugnancia y aversión hacia su afecto, había milagrosamente aprendido cuál era su lugar, y por ende, daría calor a las sábanas de su cama, con el mismo celo que hubiera podido hacerlo cualquier meretriz de un lupanar. Y no hay que olvidar, al propio tiempo, que sus ojos de roué no perdían de vista los encantos en flor de su tierna y juvenil sobrina.
Marisia fue instalada en una habitación al lado de la de Laurita, y aquella tarde las dos juveniles bellezas se encerraron juntas para conocerse mejor.
—Haré cuanto pueda para que seas feliz en este que es tu nuevo hogar, querida Marisia —le dijo Laurita, tiernamente a su encantadora sobrina— y pronto seremos buenas amigas, ya que no tienes muchos años menos que yo, y necesito amistades.
Marisia rió tonta, pero picarescamente, como mozuela descarada que era. Su voz era pastosa y ronca, como propia de una coqueta.
—No lo pongo en duda, sabiendo cómo es mi tío, por referencias de mis padres, los que con frecuencia me hablaron de él.
—Calla, Marisia; no debes mostrarte resentida. Esta lección la he aprendido yo a costa mía. Es mejor ponerle buena cara y hacerle ver que una lo quiere.
—Claro está. Así no te haces sospechosa ante sus ojos de tener amantes, querida tía Laurita —fue la desconcertante respuesta de la muchacha.
—¡Marisia! ¿Cómo puedes hablar de tales cosas? Eres demasiado joven para saber qué es el amor.
—No tanto, tía Laurita. Yo también estoy triste por haber tenido que abandonar mi casa, pues allí tenía a un joven llamado Everard, que me abrazaba y besaba hasta convertir mis sentidos en un torbellino. ¿Es muy guapo tu amante, querida tía Laurita? Everard era alto y hermoso, con los ojos más azules que yo haya visto nunca suspiró la tunatuela.
—¡Por Dios! —dijo con rubor Laurita—. Mi… el mío es rubio y alto también, además de gentil y amable.
—Todo lo que no es el tío Claudio. Le oí decir a mi pobre maman que el día menos pensado moriría entre los brazos de cualquier ramera. Ya sabes que su corazón no está demasiado sano que digamos. Maman decía que no explicaba por qué no había caído fulminado mientras cohabitaba con cualquiera de las zorras que excitan su fantasía.
—¡Marisia! No debes hablar de cosas tan vulgares. Todavía eres una niña y…
—¡Bah! —dijo la atrevida mozuela, poniendo una cara nada pudibunda—. Puede decirse que casi me he casado ya, tía Laurita, o cosa parecida, pues como mi Everard temía hacerme un niño, usaba su lengua y su dedo en lugar de meter su gran verga en mi rajita.
—¡Dios mío! —fue todo lo que pudo decir Laurita, con el rostro encendido por el rubor ante tan increíble declaración.
Sin embargo, lo que aquella zorrita acababa de revelarle sembró una semilla de fantasía en su mente. Si era cierto, entonces a base de mimos y engaños, durante los cuales le demostraría al amo que estaba deseosa de cumplir con sus deberes conyugales, podría excitarlo fuera de toda medida, y si se fuera al otro mundo por un síncope que sería justo castigo a su lascivo desenfreno, quedaría ella viuda y en libertad de casarse con quien le pluguiera. A mayor abundamiento, heredaría la totalidad de sus posesiones y su oro.
Cautelosamente, aunque anonadada por la feliz perspectiva que Marisia había abierto ante ella con su candor, Laurita se aventuró a decir:
—Mi dulce sobrina. ¿Te gustaría ver de nuevo a Everard?
—¡Oh, tía Laurita, sería divino! —confesó ansiosamente Marisia, juntando sus suaves manos de marfil en gozoso palmoteo—. ¿Pero cómo podría ser? Es el hijo del mayordomo de papá, y tiene que vivir con su padre para cuidar de la casa y de las tierras.
—Te diré. Si nos comportamos gentilmente con tu tío Claudio —dijo zalamera la beldad de cabellos de oro—, podemos pedirle humildemente el favor de permitirle a Everard que venga aquí de visita por una quincena.
—¡Cómo te adoro, tía Laurita! —exclamó Marisia arrojando sus juncales brazos al cuello de su tía, para besarla fuertemente—. ¡Ah! Haré cuanto me digas a fin de que el tío Claudio nos lo conceda.
Otra idea se le vino a la mente a Laurita, mujer experimentada desde el momento mismo en que se produjo el milagro de la pérdida de su virginidad.
Había recordado la codiciosa mirada que los ojos de su viejo marido habían clavado en Marisia.
—Creo que he encontrado la manera, mi bien —murmuró—, pero tal vez no te guste.
—Dímela, sin embargo, querida tante[20] Laurita.
—He aprendido pronto que complaciendo a tu tío en la cama está de mejor talante, y más dispuesto a conceder favores. No… no, ni siquiera debo pensar cosa tan odiosa… En realidad no eres más que una niña…
—No soy una niña tante Laurita —declaró impertinentemente Marisia, sacudiendo su morena cabeza—. Te apuesto que sé tanto de joder como tú.
—¡Por Dios, Marisia! Ese modo de hablar es escandaloso —repuso Laurita enrojeciendo de confusión.
—¿Por qué no, querida tante? En nuestra granja vi acoplarse a nuestros cerdos y perros, y también a los toros cubrir a las vacas, y Everard me explicó cómo se hacía entre hombre y mujer. Y no me metió su gran verga únicamente porque no quiso hacerme un niño… aunque una vez le permití que frotara la cabeza de aquél por encima de mi hendidura. Y a menudo jugueteé con él, haciéndolo verter su espesa crema sobre mi mano.
—No puedo creer lo que oigo, querida sobrina… tú, tan joven, hablando de hacer puñetas —exclamó Laurita.
Pero el plan por medio del cual pensaba conseguir a su Pedro se estaba gestando en su mente. Brinqué yo sobre su dorada cabeza, y aunque es evidente que no me era posible adivinar lo que pasaba en el interior de la misma, creo que seguí el hilo de su pensamiento bastante bien.
—¡Bah! —insistió Marisia, moviendo la cabeza a manera de hacer danzar sus alborotados cabellos—. No puedes saber tú mucho más, puesto que sólo llevas unas pocas semanas de casada con el viejo loco de mi tío.
Las blancas mejillas de Laurita se ruborizaron intensamente.
—Entonces me atreveré a explicarte la forma de traer aquí a tu Everard de vacaciones… pero no favoreceré su venida a menos que me jures que no pecarás tanto como para hacer un niño, porque sobre este punto insisto firmemente en que eres demasiado joven para ello.
—Sé de muchas maneras para darle gusto a Everard sin joder, querida tante Laurita —blasonó impúdicamente Marisia—. Puedo lograrlo cosquilleándole con una mano o un dedo, y también con la lengua…
—¡Cállate! No puedo soportar oírte hablar descaradamente de cosas que sólo deben hacerse bajo las sábanas, y con las velas apagadas —repuso la hermosa Laurita de los cabellos de oro.
—Entonces te mostraré lo que quiero decir, querida tante.
—¿Con tu tío? —aventuró Laurita.
¡Ah! ¡Qué taimada y falta de escrúpulos había devenido! Porque no cabía duda de que si ambas beldades entraban en su dormitorio para rendirle homenaje camal —con lo cual hasta el sano corazón de un robusto mancebo daría un brinco de azoro— el viejo Claudio Villiers sería víctima de un ataque cardíaco a la vista de los cuerpos desnudos de dos conspiradoras tan fascinantes.
—Si tú así lo quieres —fue la ingeniosa respuesta de Marisia.
—No a mí, mozuela descarada, sino a tu tío. Y te garantizo que estaría tan encantado que te concedería todo lo que le pidieras.
—Entonces, dicho y hecho —dijo Marisia con desenfado, y sofocando una risita.
—Así será, pues —repuso Laurita sonrojándose de nuevo—. Esta noche te llevaré a nuestra cámara nupcial. Cuidaré de que no te haga mucho daño.
—¡Bah! No puede. Mi pobre papá dijo, una vez que yo pude oírlo, que el tío Claudio era todo jarabe de pico y nada de verga —confesó Marisia.
Y así quedó pactado el exquisito complot.
Aquella noche, pues, cuando el amo entró en el dormitorio, de mejor humor que nunca desde la noche de su boda, encontró a su rubia esposa recostada sobre la cama, cubierta hasta los tobillos con una delgada bata blanca que apenas velaba sus encantos. Laurita le obsequió una sonrisa, y a continuación le puso los brazos en los hombros, diciendo:
—Esposo mío ¿te disgustaría recibir esta noche la visita de tu encantadora sobrina, para darte una muestra de su afecto? No ha hablado de otra cosa desde que llegó aquí.
Frunció él el ceño, y se acarició la huesuda barbilla.
—Puede hacerlo en hora más apropiada, Laurita. Esta noche estoy decidido a conseguir aquello por lo que he estado luchando en vano desde el día de nuestra boda.
—Sí, esposo y señor mío —repuso Laurita en tono de sumisión, y con sonrisa lisonjera—. Eso es precisamente lo que me ha impelido a pedirte el favor de que aceptes la presencia de Marisia aquí, ya que su gracia y su juventud pueden excitarte a dar cumplimiento al gran empeño que con tanta impaciencia aguardo yo también.
—Bueno, bueno —cacareó el viejo loco, relamiéndose los labios con anticipada fruición—. En tal caso no puedo regatearle a esa adorable criatura la oportunidad de hacerme saber que se siente feliz en el generoso hogar que le he proporcionado. Pienso, en verdad, que su presencia entre nosotros constituye un grato augurio para nuestro futuro, ya que te encuentro maravillosamente humilde y obediente, cosa que no era así antes.
—Es porque me asustaba lo inmerecido de mi honorable condición como esposa tuya, mi noble esposo —fue la hábil respuesta de Laurita, que, como es natural, llenó de orgullo al fatuo viejo idiota.
—Perfectamente bien. Tu humildad te congracia conmigo. Puedes traer inmediatamente a mi sobrina —musitó.
No bien lo hubo dicho, cuando, tras breves instantes, Laurita volvió a la alcoba del patrón, conduciendo de la mano a la adorable Marisia, la de las trenzas de azabache. Con la vista baja, vestida sólo con una delgada camisa de muselina, ajustada a sus juveniles formas, en forma que alegró la mirada de los chispeantes ojos del tío, hizo una reverencia y murmuró:
—Querido tío. Ansiaba darte a ti y a mi tante Laurita un beso de buenas noches antes de irme a dormir.
—Ven a mis brazos, pues, dulce criatura —exclamó él al tiempo que se los tendía.
Marisia se le abalanzó rápidamente para encerrarlo entre sus cimbreños brazos de marfil; levantó su pícaro rostro hacia él y depositó un ardiente y prolongado beso en los secos y delgados labios del tío. Y, no contenta todavía con ello, empujó su regazo firmemente contra el de monsieur Villiers, arqueándose sobre las puntas de los pies, desnudos como los de una doncella que acude a una cita en una alcoba, aprovechándose para rozar astutamente su juvenil Monte de Venus contra el agostado y marchito miembro del tío.
El rostro de monsieur Villiers resplandeció al sentir el lascivo abrazo. Hasta aquel momento sus manos habían permanecido pudorosamente sobre los hombros de ella. Pero cuando sintió contra su pecho los aguijonazos de su par de insolentes senos en forma de pera, y la fricción de su regazo, se sintió lo suficientemente envalentonado para bajarlas a lo largo del juncal cuerpo de la muchacha, hasta alcanzar los salientes globos de forma oval del encantador trasero de la joven. Una vez allí, un apretón a título de prueba de la satinada y firme carne, le reveló que en aquella núbil doncella podía esconderse una verdadera hurí, generadora de deleites.
—¡Morbleu! —carraspeó con voz todavía más estridente que la habitual, por efecto de la excitación erótica—. Querida criatura; me recuerdas el tierno afecto que le profesaba a tu difunta madre, mi adorada hermana Agnes. ¡Ah! A su modo, fue la más adorable de las doncellas que conocí hasta que los cielos me sonrieron concediéndome por consorte a tu tante Laurita.
—¿Me encuentras bonita, querido tío Claudio? —inquirió la audaz y descarada jovencita, sin deshacer el nudo de sus brazos, ni aflojar en el roce de su inexperto coño y su dulce vientre contra los trémulos muslos de él.
—¿Qué dices? Eres más que bonita, mi dulce sobrina —suspiró monsieur, cuyos dedos gozaban ya de las palpitantes masas del ondulante trasero de la doncella—. Pero ya es tiempo de que te vayas a acostar, porque tu tía y yo tenemos que recluimos en nuestro retiro nupcial.
—¿No puedo quedarme a ver, querido tío Claudio? —murmuró Marisia; fijando en él sus verdigrises ojos con la más incitante de las miradas.
—Er… n… no, hija mía; no es propio a tus pocos años —tartamudeó él, dirigiendo a Laurita una mirada en demanda de auxilio, para que apartara a Marisia de su presencia.
Pero Laurita, con la astucia de la mujer coqueta, se limitó a sonreír y a menear la cabeza para decir:
—Ve cuán encariñada está con su querido tío, esposo mío. Ahora es una pobre huérfana y necesita cariño.
—Eso es cierto, pero ¡es tan tierna!… —Comenzó a decir el patrón, para ser de inmediato interrumpido por la doncella de las negras trenzas, Marisia, que con voz de fastidio dijo:
—¡Oh, tío! Bien sé que ansias joder a Laurita, pero si me permites quedarme, puedo ayudarte a ello.
Monsieur Villiers retrocedió, como herido por un rayo, saliéndosele materialmente los ojos de las órbitas.
—¿He oído bien? —clamó—. ¿Cómo es posible que esta jovencita inexperta hable con palabras tan impúdicas de la secreta unión entre marido y mujer?
—Porque sé qué cosa es joder, querido tío Claudio —repuso mañosamente la descarada mozuela, al tiempo que llevaba una de sus ebúrneas manos a la camisa de noche del patrón, para hurgar bajo a ella en busca de su verga—. Déjame que me quede a ver, les apuesto a ambos que les ayudaré a gozar.
Él permaneció un rato irresoluto, empeñado en una lucha entre su insuperable lujuria y sus residuos de conciencia y moralidad pero Marisia ganó la batalla en su favor al despojarse de la camisa de noche y quedar ante él adorable, hechizadora y completamente desnuda. Un suave plumoncillo cubría ya los delicados rojos labios de su coño virginal y, no obstante sus pocos años, su cuerpo resultaba sumamente voluptuoso. Sus descarados senos juveniles en forma de pera, que emergían desafiantes, estaban coronados por grandes aureolas de tinte rosado, y los pezones que remataban el centro de las mismas eran un dechado de gracia y belleza juvenil. El coqueto hoyuelo de su vientre parecía hacerle obscenos guiños a su atónito tío.
—Y ahora ¿no crees que pueda yo ayudar, tío? —continuó Marisia con sus verdigrises ojos resplandecientes de alegre picardía.
—¡Mordieu! Creo que sí. Venid, pues, mi querida sobrina y mi bella y juvenil esposa, vamos a emprender un ménage a trois como el mejor que jamás haya deleitado a mortal alguno —juró.
Laurita se desprendió de su propia camisa de noche, para dejar a la vista la láctea desnudez de su piel, mientras se subía a la cama para ocupar el lugar que le correspondía en ella. Claudio Villiers, temblando de febril expectación, se apresuró a poner al descubierto su demacrada desnudez, y se colocó junto a ella, al tiempo que su joven sobrina deslizaba ágilmente sus marfileñas extremidades inferiores a su lado derecho, y se volteaba luego sobre un costado para aplicar sus delicados dedos al desmayado colgajo de su pobre virilidad.
—¡Ay de mí! ¡Qué encanto! ¡Qué dicha! —balbuceó él, volteándose hacia el seno de su esposa, para acariciar con sus huesudos dedos los soberbios y níveos senos de Laurita, mientras ésta, con una beatifica sonrisa de aquiescencia, lo dejaba obrar a su antojo.
—¡Ah, tío Claudio! —murmuró Marisia—. Esta noche debes joder bien a Laurita, pero tu verga no está lista todavía para ello. Sin embargo, si yo fuera hombre, la belleza de mi querida tía levantaría mi verga prestamente para hundirla en su amado coño. ¡Déjame que te ayude a joderla, tío!
—Haz lo que quieras —musitó el viejo, como un idiota, creyéndose transportado al paraíso de Mahoma, donde, según se dice, numerosas y adorables huríes esperan a los creyentes para brindarles placer.
Flanqueado, en efecto, por dos tan adorables asistentes como las que se encontraban desnudas junto a él, se sentía transportado a tan glorioso nirvana.
Marisia, con una risita ahogada, se puso boca abajo ante el asombro de su tío y se colocó en posición invertida sobre el flaco y agostado cuerpo desnudo del mismo. Después, inclinando su rostro, tomó la desmayada y seca cabeza del pene de su tío entre los suaves labios rojos de su boca, y dióse a chuparla, a la vez que bajaba su imberbe coño sobre el enrojecido y atónito rostro de él, de modo que sus ojos pudieran refocilarse con la vista de la ligeramente coloreada hendidura, apenas escondida tras el musgo de su virginal pubis, así como el sinuoso surco, misteriosamente ambarino, que partía en dos cachetes su prominente y marfileño trasero, y la delicadamente arrugada roseta que yace al final del sodomítico pasaje.
—Marisia… ¡Aaah!… ¡oh! ¡Qué encanto de criatura! ¡Cómo le demuestra a su tío su gran cariño! —gemía él—. Siento que les llega nueva vida a mis huesos… ¡Oh! ¡Sigue esta buena obra, y tendrás cualquier recompensa que pidas!
—Sí, querida sobrina —aconsejó Laurita— ¿no te dije que tu adorado tío Claudio era generoso hasta la exageración? Al darle gusto, me das gusto también a mí, querida Marisia, porque me muero de ganas de que su magnífico pene, bien tieso, visite el interior de mi solitario pozo, y de que ello sea lo antes posible.
Tal conversación entre el lascivo aunque encantador conjunto, estaba hábilmente planeada para vigorizar al patrón, si es que había algo que fuera capaz de conseguirlo en aquellos sus años de decadencia.
Marisia, en su deseo de tenerlo por completo bajo su dominio, murmuró:
—¡Tío mío! Puesto que soy demasiado joven para poder poseer el carajo de un hombre dentro de mi coñito ¿no quisieras darme el gusto de besármelo y de meter tu lengua en él?
Diciendo esto tomó la cabeza y algo más del desmayado miembro en su boca, y pasó la punta de su atrevida lengüita color de rosa en torno a aquella carne inerte.
Gimiendo por efecto de las sensaciones que la joven y desnuda ninfa despertaba en él, monsieur Claudio Villiers alzó sus manos, agarró la osadas nalgas que ondulaban frente a su cara, y atrajo hacia él el regazo de Marisia. Luego sus temblorosos labios depositaron en el retozón y dulce coñito virginal de la impúber un beso febril.
—¡Ooooh! ¡Se siente tan agradable, querido tío! —suspiró Marisia lánguidamente, ladeando la cabeza para intercambiar un significativo guiño con su joven tía Laurita—. No te detengas y dejaré lista tu vit para la deliciosa labor de joder a mi adorada tía.
Al tiempo que así comentaba, la muchachita traviesa tomó el miembro de su tío con ambas manos para cosquillearlo, estrujarlo y darle golpecitos y llevar después otra vez la cabeza del mismo a sus labios para comenzar una insistente succión.
El viejo amo, estremeciéndose y con los ojos en blanco, olvidado por completo de su esposa legal durante este inesperado interludio, devolvía las caricias a Marisia, besando y chupando los suaves pétalos rojos de su inexperto órgano, que pronto comenzó a palpitar y retorcerse, a crecer y engrosar exquisitamente ante el flujo de la sangre ocasionado por el deseo erótico. Descubierto el diminuto botón de amor alojado en su nido protector entre las blandas y rosadas carnes de su coño, el patrón proyectó hacia él la punta de su lengua, provocando en Marisia las más lascivas contorsiones, y que acelerara e intensificara la succión de sus blandos y rojos labios en la cabeza de su verga.
El órgano del amo había adquirido ya el máximo de erección que daba de sí, y que pude yo observar desde que entré en el hogar de Villiers, y por fin Marisia murmuró:
—Ya pronto tendrá el tamaño bastante para joder el suave coño de mi tía, querido tío. ¡Oh, qué bien me lames…! ¡Ay, recórrelo con tu lengua!
Este lascivo vocabulario no lo había aprendido de otro más que de Everard, pero a aquellas alturas su viejo tío no estaba en condiciones de regañarla por su audaz forma de expresarse. Por el contrario, accedió jadeante, y Marisia se enarcaba y contorsionaba bajo los efectos de la lengua que exploraba el interior de su virginal hendedura. De repente dejó escapar un grito de éxtasis, e inundó la lengua de él con su perlina esencia de amor, demostración de su ardiente temperamento, no obstante sus pocos años.
—¡Oh, gracias, gracias, queridísimo y bondadoso tío Claudio! —suspiró ella, al tiempo que pasaba la punta de su lengua por el escroto y los testículos de aquél, todavía apretados y anhelantes por los cachetes a sus nalgas como consecuencia del rapto amoroso, traducido también en estremecimientos que recorrían sus delicados muslos de marfil.
—Ahora sí estás listo para mi tía. ¡Estoy segura de ello! Pronto, déjame que te ayude a meter tu poderosa verga en su suave coñito de mi tante Laurita.
Se bajó a toda prisa del tembloroso cuerpo del amo, dejándolo en un magnífico estado de turgencia que hizo abrir desmesuradamente los ojos de la propia Laurita, asombrada ante la desacostumbrada rigidez del palo que emergía por entre sus descarnados muslos.
A un signo de Marisia, se sonrió y se echó sobre sus espaldas, abierta de piernas y dispuesta al sacrificio, para luego adelantar sus brazos hacia su esposo, mientras aquélla lo urgía:
—¡Rápido, tío Claudio! Su coño está caliente y listo para recibir a tu potente verga.
Respirando agitadamente de excitación, el viejo huesudo se colocó boca abajo y avanzó hacia Laurita, en tanto que la apasionada Marisia se hacía cargo de su rígido miembro con una mano, mientras con la otra mantenía abiertos los labios del coño de su joven tía, para acoplar a marido y mujer del modo más ejemplar, como si no hubiera hecho nunca otra cosa en toda su tierna existencia.
—¡Oh, Laurita. Laurita! ¡Mi palomita querida! ¡Al fin voy a joderte! —anunció él, arrobado, al sentirse dentro de aquel estrecho y cálido canal.
Ella lo atenazó entre sus brazos, para atraerlo contra sus albos y redondos senos, a la vez que con sus blancas pantorrillas apresaba los muslos de él, para sujetarlo firmemente a su amoroso regazo.
Marisia no retiró sus delgados dedos hasta haberse asegurado de que sus tíos estaban en verdad fundidos uno en el otro. Luego, todavía presa de la excitación, se arrodilló primero, para sentarse después sobre sus talones, y aplicar, taimadamente, su dedo índice a una rendija que todavía estaba húmeda, y comenzar a masturbarse mientras contemplaba el acto de la cópula.
El desnutrido cuerpo del anciano era presa de temblores provocados por sensaciones fulminantes: se arqueaba, para lanzarse después hacia adelante. Sentía su órgano introducirse hasta los más recónditos escondrijos del coño de su joven esposa. En cuanto a Laurita, no obstante que seguía detestando al viejo tonto, su despertar al deseo la noche anterior, y los felices planes que se había formulado para llevar a su lado a Pedro Larrieu a escondidas de su esposo, habían alertado sus latentes pasiones. Es más, la deliciosa lascivia desplegada por su joven sobrina habían avivado las llamas de su propio apetito carnal. Ésa fue la razón por la cual, el extasiado viejo patrón pudo gritar ásperamente en voz alta:
—¡Ay de mí! ¡Qué paraíso! ¡Por fin puedo sentir los tabiques de tu suave coño mordisquear mi miembro, dulce palomita! ¡Oh, mi adorada Laurita!
Pero toda aquella gama de sensaciones era demasiado para el jactancioso viejo loco. De repente sus ojos comenzaron a girar dentro de sus órbitas, su cabeza se abatió sobre los enchinados senos de la mujer, y emitió un grito sollozante:
—¡Oh, ventre-de-Dieu! Perdí mi semen… ¡Estoy aniquilado! ¡Su apretado coño me ha robado la tan anhelada felicidad, malvada muchacha!
Y se desplomó sobre ella, derramando su semen.
Una vez que se hubo recuperado algo y apartándose de ella, Marisia acudió solícita con paños húmedos para servirles de doncella y lavar las huellas de aquella breve cópula. Fue entonces cuando el viejo insensato, lanzando una mirada suspicaz y llena de animosidad hacia Laurita, exclamó:
—¡Pícara infiel! ¡Me engañaste y me pusiste los cuernos!
—En modo alguno, mí querido esposo. ¿Cómo puedes decir tal cosa? Tú eres el primer hombre que ha disparado su semen en el interior de mi matriz —aventuró Laurita para apaciguar su ira.
—Sin embargo ¡aquí están las pruebas, Laurita! Hace unos instantes, cuando mi verga entró en tu coño no encontró barrera alguna que detuviera su avance. ¡Tu himen no existe, no fue perforado por mi verga, y tú lo sabes muy bien!
—Mi amado esposo. Me da vergüenza tener que decirte por qué las cosas son así —murmuró Laurita, abatiendo sus adorables ojos azules.
—¡Te ordeno que me lo digas, mujerzuela vil y pérfida!
—¿No recuerdas cómo me afané allá dentro de la tina de uvas, el día de la cosecha, esposo mío?
—¡Claro que lo recuerdo! Aquél fue el día que supe que me tenía que casar contigo… pero en verdad me has robado lo que en derecho me correspondía al venir a mi lecho ya desflorada —refunfuñó.
—Déjame que acabe de explicarte, dueño y señor mío —pidió Laurita, posando sus brazos sobre los hombros de él, y obsequiándole un suave beso pacificador en los labios—. Sabes muy bien que anhelé mucho ganar el premio, y por ello apisoné las uvas con toda mi fuerza y mi pensamiento puesto en la liza. Y fue el interrumpido batir de mis piernas que debilitó la fortaleza que te correspondía tomar por derecho propio y que ¡ay de mi!, la hizo rendirse. Sólo ahora que me has jodido por vez primera, y que me hiciste tuya, he encontrado fuerzas para superar mi natural vergüenza y poder confesarte tan espantoso suceso.
De esta suerte, la rubia e imaginativa esposa del viejo patrón demostró ser tan astuta como Marisia, y, desde luego, como los dos celosos y santos varones que tanto se molestaron en «instruirla».