Al cabo de una semana Laurita seguía manteniéndose virgen. Yo fui testigo de otras dos tentativas de monsieur Claudio Villiers contra la virtud de la muchacha de cabellos de oro. La primera se produjo la noche siguiente a la del matrimonio, y tuvo un desenlace todavía más cómico que el que ya he descrito a mis lectores. El viejo insensato se había tonificado con poderosas dosis de coñac después de la cena, tras de decirle a su esposa que lo aguardara en la cámara nupcial mientras él fumaba a sus anchas un puro en el salón y apuraba algún ardiente licor.
Para tener esta vez la seguridad de que estaría en forma, se abrió la bragueta y comenzó a juguetear con su desmayado órgano hasta enderezarlo debidamente antes de entrar en la cámara nupcial.
Laurita se había desnudado dócilmente, y estaba esperándolo, mansa como un cordero destinado al sacrificio, y acostada en la gran cama. Esta vez, sin embargo, había encontrado una camisa de noche, que sin duda pertenecía a alguna de las amigas pro temp[17] del patrón, y que no le quedaba mal del todo. Cuando entró frunció el ceño al ver que su blanca piel no se exhibía en toda su resplandeciente belleza, ya que ello hubiera constituido un estimulante más para su lujuria. Más, del todo resuelto a abatir los muros que defendían aquella inexpugnable fortaleza de castidad, se desvistió inmediatamente y de nuevo se plantó ante la tierna doncella en toda su huesuda desnudez. Una vez más se apresuró a trepar encima de ella, y se dio a restregarse sobre su nada propicio regazo. Me mantuve a la espera, cerca de ellos, atenta por ver si otra vez iban a ser necesarios mis servicios para hacerlo fracasar, pero en esta ocasión no fue menester. Su excitación era tan grande al rozar los suaves rizos del coño de ella con su palpitante, aunque débil lanza, que desparramó su esencia antes de que pudiese siquiera alojar la cabeza de su instrumento entre los prominentes y suaves labios color de rosa del Monte de Venus de ella.
Ante este fracaso, hubo de recurrir de nuevo a llevar su pene a la boca de ella, bajo amenaza de una fuerte azotaina en caso contrario. Y una vez más la ridícula comedia finalizó cuando Laurita, con muecas de asco y los ojos cerrados, se llevó a sus rosados labios la detestable arma del patrón. Mas, no obstante sus trabajos y la duración de los mismos, mucho mayor esta vez, no pudo conseguir proporcionarle el estado de rigidez necesario. A fin de cuentas tuvo que contentarse con acostarse al lado de ella y dormir el resto de la noche, conformándose, si acaso, con sus procaces sueños.
La segunda tentativa se llevó a cabo cuatro días más tarde. En esa ocasión el viejo loco le había ordenado a ella férreamente que lo esperara desnuda sobre la cama, tal como el día que vino al mundo. Cuando el amo hizo su entrada llevaba consigo unas correas con las que procedió a atar las muñecas y los tobillos de ella, fijándolos a los postes de la cama, dejándola, por tanto, abierta de piernas de la manera más lasciva y vulnerable que quepa imaginar.
Laurita rompió a llorar y a suplicar que no la violara por la fuerza y contra su voluntad, ya que del modo en que pretendía hacerlo él —clamaba la muchacha— lo haría detestarlo, y no respetar el estatuto matrimonial. Pero el llamamiento cayó en oídos sordos, y el patrón se encaramó a la alta cama para arrodillarse entre las abiertas y tirantes piernas de la pobre Laurita. Esta vez sus manos erraron sobre su indefenso cuerpo, pellizcándole los senos, el regazo, las caderas y los muslos hasta hacerla retorcerse y lanzar agudos gritos. Al fin consiguió él que se le enderezara a medias, y se apresuró a montarse sobre ella, aplastando con su huesudo pecho los temblorosos y níveos senos de la mujer, en tanto que sus delgados labios sofocaban los gritos de la rosa que formaban sus labios carmesí.
En ese momento pensé que Laurita se encontraba en el mayor de los peligros, pero una vez más había dejado yo de tomar en cuenta la intervención de las exigencias de la naturaleza. Tan astutamente había él planeado y disfrutado por anticipado la violación de su tesoro, teniéndola así encadenada e indefensa, que de nuevo expelió su semen antes de haberse podido posesionar de su matriz. Apenas la punta de su verga punzaba entre los tiernos labios del virginal coño de Laurita, sus ojos empezaron a girar, y su rostro adquirió un vivo tinte rojo, y en esta ocasión su prematura eyaculación manchó el bajo vientre y la cara interna de los muslos de ella.
De nuevo se vio ella obligada a valerse de sus labios, pero el esfuerzo fue otra vez inútil en cuanto a devolverle la virilidad. Dando gruñidos se bajó de ella, y sin siquiera molestarse en desatarla o aflojar las ligaduras, se quedó dormido como el ser innoble y despreciable que era.
En el intervalo entre estas dos ocasiones en que monsieur Villiers buscó tener contacto sexual con su tierna y juvenil esposa, una tarde hice una visita a la pequeña quinta de la viuda de Bernard, y en otra ocasión me encaminé a la rectoría del padre Mourier. Como quiera que el obeso padre francés había sido llamado a la parroquia de Jardineannot, situada a una docena de kilómetros al oeste, a fin de asistir a los funerales de un viejo y querido amigo suyo, el padre Lawrence hizo una visita nocturna a la pequeña rectoría, tras de decirle a su exuberante huésped que había sido requerido para sustituir al padre Mourier en la eventualidad de que los habitantes del lugar necesitaran auxilio espiritual durante la ausencia del mismo. En la rectoría encontró al ama de llaves, Désirée, sola y ansiosa de darle otra prueba de su ardiente devoción. Le preparó una sabrosa colación, que comprendía incluso una de las mejores botellas de vino del padre Mourier, y ambos comieron y bebieron a placer. Cuando terminaron suspiró él de satisfacción, y confesó que se sentía incapaz de moverse durante horas después de haberse llenado tanto.
La hermosa viuda de cabellos castaños le dijo, ruborizada, que por nada en el mundo iba a molestarlo, si bien creía que su indolencia no era incompatible con el goce de los placeres de Cítera. Apoyado él en el erguido respaldo de su silla, pudo ver cómo Désirée se despojaba de su falda, y esta vez también de sus calzones, ya que no había tenido noticia por anticipado de la grata visita del viril clérigo inglés. Después, alzando su sotana y bajándole los pantalones, se sentó de espaldas hacia él, con las piernas a horcajadas, y con sus audazmente abiertos muslos se posesionó del ya prodigiosamente excitado instrumento de él, introduciéndolo en su velludo nicho. Los suspiros y jadeos de deleite con que expresaba sus sentimientos y el desacostumbrado y estimulante ángulo de incidencia con que su verga frotaba las volutas más internas del canal de ella, le proporcionaban un placer indescriptible. Por medio de sus contorsiones y de suaves subidas y bajadas, proporcionaba el ama a ambos la simultánea fruición del goce erótico.
Una vez que hubieron terminado de proporcionarse satisfacción carnal en la forma descrita, ella condujo al sacerdote inglés a la alcoba del padre Mourier y allí, desnudos ambos como Adán y Eva, se dieron a reanudar con todo entusiasmo y vigor la conjunción de las carnes. Presencié dos asaltos provocativos, en el primero de los cuales el padre Lawrence se montó firmemente sobre su hermosa y apasionada montura, mientras que en el segundo Désirée se hincó en el piso y se echó hacia adelante, apoyándose en las manos, mientras el aparentemente infatigable santo varón británico la jodía por detrás, introduciéndole su poderosa arma por el coño.
En la otra oportunidad, el padre Lawrence dio manifiestas pruebas de no haberse olvidado en absoluto de la gratitud que le debía a la viuda de Bernard por su generosa hospitalidad. Después que ella se fue a acostar, el sacerdote subió a su alcoba y la encontró agitada y revolviéndose en la cama, mientras musitaba incoherencias. Apartó las sábanas —estábamos en otra cálida noche— y le cosquilleó el coño y clítoris hasta que despertó. Tan exquisitamente cumplimentada, ella dio un grito de alegría y avanzó sus brazos hacia él, que la poseyó lentamente. A mitad de la operación, él la obligó a que alzara las rodillas y las replegara contra su pecho, y entonces, asiéndola por detrás de ellas se introdujo hasta lo hondo de su húmedo y ardiente canal de amor.
La tarde del jueves, en que comenzaba la segunda semana de la boda de Laurita con el anciano patrón, ambos sacerdotes, el padre Mourier y el padre Lawrence, conferenciaron en la rectoría del primero sobre la conveniencia de llevar a aquella encantadora moza al confesionario. Se decidió que aquella misma tarde el padre Mourier visitaría a la joven esposa de los cabellos de oro, y le recordaría que era tiempo sobrado de que se encerrara con su mentor espiritual, para conocer cuál era su nueva actitud acerca de sus obligaciones de esposa. En aquellos momentos monsieur Villiers, terriblemente frustrado porque, como sabemos, no había conseguido perforar las defensas del himen de Laurita, había decidido concentrar su atención en los viñedos y en el embotellamiento de los buenos vinos cosechados. En consecuencia, pasaba las mañanas y las tardes fuera del hogar, en compañía de sus jornaleros y el capataz Hércules, y le había dado a entender a su esposa que así estaría ocupado por lo menos durante toda la semana siguiente.
Como quiera que había regresado exhausto de sus labores físicas, el patrón se encaminó directamente a la cama para dormirse enseguida. Así que cuando el padre Mourier fue anunciado por el ama de gobierno, Victorina, encontró a la encantadora Laurita sola en su propia habitación, totalmente vestida, y tan maravillosamente provocativa como siempre ante sus expertos ojos.
—Hija mía —dijo sentenciosamente—. Ya es hora de que te confieses. ¿No quisieras ir mañana por la tarde a mi rectoría, a fin de que esta obligación pueda ser cumplida en secreto total, como corresponde a tan grave ceremonia?
Laurita bajó sus hermosos ojos azules, y aseguró que acudiría a la cita. Y así fue como el viernes siguiente se encaminó hacia la rectoría, donde la recibió sonriente la bella Désirée, que de inmediato la llevó a presencia del obeso sacerdote francés.
Pero ¡cuál no sería la sorpresa de Laurita al descubrir que también el padre Lawrence estaba presente, cómodamente sentado junto al pequeño confesionario al que iba a acudir ella! Este segundo confesionario lo tenía instalado el padre Mourier en la rectoría, a la salida del salón, para ocasiones especiales, aunque la mayoría de los feligreses, como es natural, acudían a la iglesia misma para confesar sus pecados.
—Buenos días, padre —balbuceó Laurita, bastante nerviosa al descubrir que tendría que abrir los secretos de su corazón no sólo a uno sino, a dos sacerdotes, al parecer.
—No te asustes, hija mía —repuso sonriente el padre Lawrence—. Se trata solamente de que el digno padre Mourier ha sido tan bondadoso como para invitarme a mí, como visitante procedente del litoral inglés, para que me dé cuenta de la íntima comunicación que hay entre él y el pequeño rebaño de este encantador pueblo de Provenza. Puede ser que aprenda muchas cosas junto a él, que constituyan buen bagaje para mí cuando regrese a Inglaterra, y por ende me ayuden a sembrar el bien. Así que limpia tu pensamiento de malas intenciones y de malas ideas, hija mía, y con ello te sentirás aliviada.
La joven belleza de cabellos de oro entró en el pequeño confesionario dominando su embarazo, y se arrodilló junto a la velada ventanilla, mientras el padre Mourier se encaminaba al otro lado del mismo para decir pomposamente:
—Ya estoy listo, hijita, para escucharte en confesión.
Estoy segura de que el alma de Laurita era dulce y tierna. Nada importante tenía realmente que confesar en el corto lapso transcurrido entre su última confesión y su primera semana de matrimonio, así que se acusó únicamente de la profunda pena que le había causado verse obligada a contraer matrimonio contra su voluntad, ya que no amaba a su esposo, y no estaba segura de que llegara a quererlo algún día.
Oyendo esto, el padre Mourier recurrió a una muy sentenciosa serie de razonamientos, recordándole a ella que los israelitas, después de la huida de Egipto, rememoraron por siglos sus penas y tribulaciones por medio de sus ceremonias.
—De igual modo —terminó diciendo— debes darte cuenta de que, a cambio de los dones recibidos y de las cosas agradables de que dispones, tienes que pagar el precio de algunas pequeñas molestias, ya que la vida no conoce la perfección, hija mía.
—¡Ay de mí, mon pere! —suspiró Laurita—. Me lo digo para mis adentros todos los días, pero ello no basta para mitigar la congoja de mi corazón doliente. Sigo añorando a mi Pedro.
—Esto es escandaloso, hija mía. El propio Satán acecha en la oscuridad, en espera de apoderarse de tu alma mortal, desde el mismo momento en que abrigas tales pensamientos adúlteros. Que son tales no lo dudes. Ahora que estás casada legalmente con el buen amo, cuyo nombre llevas, debes comportarte de modo tan irreprochable como la propia esposa del César. No lo eches en saco roto, hija mía.
—Así… así será, mon pere —dijo Laurita humildemente.
Y ahí hubiera, sin duda, llegado a su fin el penoso interrogatorio, pero de repente el padre Mourier demandó:
—Ahora, antes de que te imponga la penitencia, hija mía, debes decirme si has hecho lo posible por comportarte como buena y obediente esposa.
—Sí, mon pere. Estoy… estoy segura de haber hecho todo lo posible —fue su trémula respuesta.
—Bueno, si es así, es prueba de virtud. Pero es menester que me des una respuesta concreta respecto a una cuestión vital. ¿Le has concedido a tu esposo los derechos que le corresponden, humilde y totalmente? Quiero decir, desde luego, si le has permitido libre acceso a tu cuerpo, como lo disponen todos los principios que rigen un matrimonio cabal.
—Yo… he ido a la cama con él… sí, mon pere.
—Cada vez que lo ha deseado —repuso Laurita, con voz ahora más temblorosa— pero, y yo no me explico por qué, él… él no ha podido hacerme el amor.
—¿Qué me dices? —tronó el obeso padre—. ¿Quieres decir que todavía no te ha arrebatado la doncellez?
—N… no, mon pere, pero no ha sido por falta de ganas, se lo juro.
—Eso no importa. Si todavía eres virgen, no puede ser sino por motivo de tu malvado rencor contra el patrón y a causa de tu impío deseo por ese bribón de Pedro Larrieu, que tú quieres poner en el lugar de tu esposo. Eso es pecado, hija mía, y debe ser castigado severamente. Te exhorto a que esta misma noche ¡óyelo bien, Laurita!, hagas que tu marido consume su matrimonio ¿entiendes? Tiene que arrebatarte el himen en la cama nupcial antes de que salga el sol. Y te emplazo para que vengas a mi confesionario mañana mismo, por la tarde, para hacerme saber en qué forma has dado pleno cumplimiento a mi mandato. Y ten listo tu trasero, rebelde criatura, si llego a saber que no has escuchado mi consejo. Ahora, vete a la casa de tu esposo, y reza cien avemarías.
Laurita salió del confesionario con el rostro surcado por las lágrimas y los ojos bajos, sin siquiera mirar por segunda vez al padre Lawrence mientras abandonaba la rectoría, con la mente angustiada al pensar en el mandato que el obeso padre francés le había impuesto.
Decidí quedarme en el salón para saber cuál había sido la reacción de aquellos dos dignos eclesiásticos, pues abrigaba la sospecha de que también ellos tenían sus propios designios con respecto a la deliciosa virgen. El padre Mourier ya había manifestado parte de su lascivo temperamento con la azotaina que había proporcionado a sus nalgas desnudas, y después de haber sido testigo de las lujuriosas travesuras del padre Lawrence con las dos hermosas viudas que eran Désirée y Hortense, tenía que considerarlo como hecho de la misma pasta que el padre Mourier.
—¿Ha visto, padre Lawrence, cuán obstinada es esa muchacha? —dijo el padre Mourier, mientras agitaba en signo de reprobación uno de sus gruesos dedos, para agregar, después de menear melancólicamente la cabeza—, Lucifer tiene empeñada una espantosa lucha conmigo por la posesión de su tierna alma. Si entre los dos no evitamos que falte a sus obligaciones maritales para volar a los brazos de ese haragán, sufrirá el castigo de la perdición eterna. Y no tengo reparo en confesar, dicho sea entre nosotros, que el bueno de monsieur Claudio Villiers dejaría de inmediato de aportar sus contribuciones a mi pequeña parroquia, lo que me dejaría tan empobrecido que me resultaría imposible llevar a cabo las buenas obras de la fe que tan desesperadamente necesita este pueblo, a menudo terriblemente pecador.
—Comprendo el predicamento en que se encuentra usted cofrade —admitió gravemente el cura inglés—, le prometo que contará con mi ayuda. ¿Pero, podemos obligar a Laurita a cumplir con sus votos?
—He urdido algo que, aunque es un tanto audaz, dará resultado seguramente. Ha oído usted cómo le decía a la moza que tenía que lograr que su esposo la desflorara esta misma noche. Pues Bien: ¿por qué no nos aseguramos por nosotros mismos de que así sea? El patrón ha estado lejos de su casa toda la semana, cuidando sus viñedos, y esta noche llegará tarde al hogar. Vayamos, pues, a su morada, y ocultémonos en el armario de su alcoba. Desde allí podremos observar si Laurita se comporta lealmente o no. Y en el caso de que, una vez dormido él, se escapara de la casa para acudir en pos del pícaro de su amante, estaremos nosotros allí para obligarla a seguir por el buen camino. Usted, como sacerdote forastero que es, podrá aterrorizarla con mucha mayor autoridad que yo, y sin problemas, puesto que ella ya sabe ahora que ambos estamos unidos contra el demonio que pretende apoderarse de su alma.
—¡Un golpe maestro, padre Mourier! Yo no hubiera podido imaginar nada mejor. Bien, siendo así, vamos rápidamente a ocupar nuestros lugares sin temor a ser sorprendidos.
—No tenemos que preocuparnos por la posibilidad de metemos en el armario —dijo el padre Mourier a su colega inglés, guiñándole un ojo—. La buena de Victorina, a la que conozco desde hace muchos años, es un alma piadosa. Además, está despechada porque su patrón no se casó con ella en lugar de hacerlo con Laurita, es propio de la naturaleza humana que, como venganza, tratará de asegurarse de que la muchacha, una vez tendida la trampa para alcanzar la meta del matrimonio, se someta estrictamente a sus obligaciones.
Consideré que tales palabras envolvían también una invitación para mí misma, por lo cual de un brinco me posé sobre la ancha teja del padre Mourier, que protegía el florido rostro del sacerdote de los cálidos rayos del sol provenzal.
Una vez llegados a la casa de monsieur Claudio Villiers, el padre Mourier sostuvo una conversación en voz baja con Victorina, mientras que el padre Lawrence afectaba no oír nada. Yo, que me encontraba a mis anchas en la teja del padre Mourier, pude oírlo todo. A lo que parece, el santo padre francés había consolado a Victorina en muchas ocasiones anteriores, cuando su pesar por la pérdida de sus dos maridos (uno por muerte natural, y el otro porque se fugó con una joven sirvienta) fue demasiado grande para poderla soportar sola. De ahí que los unieran lazos de simpatía, en méritos de los cuales el ama de llaves del amo accedió a no decirle nada al mismo, y a esconderlos en el espacioso armario de su alcoba. Dijo creer, que el amo regresaría alrededor de las siete de la noche, procedería a cenar, y después ordenada a su joven esposa que se fuera a la cama. En aquellos momentos, informó, Laurita estaba dormitando en su propia habitación.
Fue así como ambos ensotanados curas se escondieron en el armario, donde ella les llevó embutidos, pan, queso, y media botella de buen vino de Anjou con que mitigar su hambre. Aunque, a decir verdad, debiera yo haber dicho que la verdadera hambre de ellos era por la blanca y tierna carne de Laurita. Una vez que hubieron comido quedaron adormilados, pero yo me mantuve vigilante, pues quería saber qué fechoría pretendían hacerle a la adorable virgen de los cábelos de oro.
Tal como Victorina había anunciado, el viejo tonto regresó al hogar poco después de que el vetusto reloj del recibidor hubo dado las siete, y, después de lavarse y de cambiarse las sucias ropas, se sentó a la mesa para cenar. Victorina informó al patrón que la encantadora Laurita se encontraba algo indispuesta; había dormitado largo tiempo por la tarde, y le rogaba le permitiese cenar en su propia habitación.
—Está bien —contestó secamente—, pero dígale a madame Villiers que debe acudir a mi dormitorio inmediatamente después de que acabe yo de cenar. Si se muestra renuente, recuérdele que es mi esposa y que tengo derecho a azotarla si no me obedece en todo.
Sonriendo engreídamente ante su propia importancia, y la sensación de poderío que le proporcionaba el hecho de haber transmitido tan autocrática orden por medio de la mujer que fuera su amante, a su mucho más joven rival, que ahora era su mujer legítima, el enjuto Claudio Villiers comió una opípara cena, tonificada con varios vasos de Borgoña, y con el café apuró primero un par de vasos de coñac, y encendió después un buen puro. Finalmente, como a las ocho y media, se levantó de la mesa con paso tambaleante para encaminarse hacia la cama, con sus horribles facciones enrojecidas y congestionadas por el deseo. Pensaba que aquella noche, contra viento y marea, Laurita tendría que ser suya.
Victorina, llena de compasión por la tierna y joven damisela, había ido a la habitación de Laurita para decirle que debía apresurarse a ir al dormitorio del amo para evitar ser azotada, y, en consecuencia, Laurita estaba ya en él, esperando a su anciano esposo, sentada sobre una silla y cabizbaja.
Monsieur Claudio Villiers reía con júbilo anticipado a la vista del espectáculo que le ofrecía la virgen de los cabellos de oro en recatada y dócil espera de sus mandatos.
Eructando ruidosamente, ordenó:
—Está muy bien, palomita, que obedezcas mis órdenes. Y ahora, sin más trámites, te mando que te despojes de todas tus ropas hasta quedar completamente desnuda. Pretendo consumar nuestro matrimonio, y rendir esa casta barrera para convertirte de inocente damisela en amante y fiel esposa.
Laurita había ya aprendido que toda súplica para evitarse sonrojos pudorosos era palabrería vana, de manera que se levantó de la silla, con las mejillas rojas de vergüenza, para quitarse en silencio las ropas, hasta quedar deliciosamente desnuda de pies a cabeza. La cabellera de Lady Godyva[18] era larga, y de tal suerte constituía un verdadero escudo protector contra ojos indiscretos cuando cabalgó a lo largo de las calles de Coventry. Pero Laurita no podía esconder ninguna de sus bellezas, ya que sus dos largas trenzas doradas a lo sumo eran decorativas. Empero, le proporcionaban un aire de exquisita inmadurez juvenil y de naiveté[19] lo cual, comprensiblemente, no hizo sino inflamar la ya furiosa pasión de aquel cicatero viejo necio.
—Ahora vas a desnudarme a mí, esposa mía —ordenó el amo.
Y como quiera que ella, la tierna Laurita, vacilara, tronó:
—Con ello demostrarás que eres una esposa dócil; me probarás que aceptas tu condición de tal. De lo contrario te azotaré hasta hacerte brotar la sangre, y lo haré a diario, puesto que eres mi esclava por propia voluntad. ¡Pronto, pues!
Una vez más, con esa asombrosa intuición que parece acudir en ayuda hasta de la más joven de las mujeres cuando se encuentra en verdadero peligro, Laurita se sometió:
Con la vista baja y las mejillas encendidas por el rubor, aplicó sus temblorosas manos a la obra, hasta que él quedó ante ella en toda su apergaminada, escuálida y velluda desnudez, ostentando a su vista el pequeño colgajo que pendía entre sus delgados muslos, ofendiendo la castidad de la virgen. Pero, sorprendiéndolo deliciosamente, la gentil Laurita, en lugar de retroceder ante aquella manifestación de masculinidad, llevó una mano incierta y temblorosa hacia su pene para posesionarse de la cabeza del mismo.
—¡Amorcito mío! —gritó el regocijado patrón con voz chillona—, fui demasiado duro contigo al amenazarte con una azotaina, ahora lo veo. Debí haberme dado cuenta de que, pura e inocente como eras, necesitabas algún tiempo para comprender los placeres de la cama. ¡Ah, Laurita! ¡No sabes cuán dichoso acabas de hacerme, y cuánta felicidad vas a proporcionarme enseguida! Esto es; toma mi verga y acaríciala para darle fuerza y potencia para la dulce prueba de introducirlo en esta sabrosa y velluda hendidura que se encuentra entre tus redondeados muslos.
Laurita, no obstante que su rubor se había extendido hasta cerca de sus blanquísimos senos, seguía posesionada de la cabeza del miembro de su esposo, y después, pasó con los ojos cerrados, uno de sus brazos en torno a la cintura de él, mientras voluptuosos estremecimientos recorrían ocultamente su divina desnudez. Seguidamente, con los dedos índice y pulgar, tomó su semianimada y nudosa barra, y le dio un suave pellizquito.
—¡Adorada esposa mía! —gimió él—. ¡Cómo me arrebatas! Pero ven, vamos a darnos gusto en la blanda y ancha cama, mejor que cansarnos así de pie como estamos.
En el armario donde los dos sacerdotes se habían mantenido durante largo tiempo, pacientemente vigilantes para poder gozar de la escena que ahora tenían ante sí, el padre Mourier tocó ligeramente con su codo a su cofrade y susurró:
—¡Mordieu! ¿Acaso la visión de tan radiante y blanca carne no hace correr llamas de inspiración por su interior?
—Ciertamente, padre Mourier. Es risible ver cómo este magro viejo intenta proporcionar a una moza tan joven y voluptuosa el placer que sólo puede darle un robusto y viril amante. Y observe cómo ella está bien formada para aceptar ese tributo. ¡Ah, qué muslos tan finamente modelados! ¡Y qué deliciosas caderas! ¿Y qué me dice de ese adorable y suave regazo, tan lindamente torneado, que se diría diseñado para amortiguar el peso del hombre que yazga sobre ella, con su miembro firmemente introducido en toda su extensión en la profundidad de ese nidito dorado que ella posee? —disertó entusiasmado el clérigo británico.
—Es usted hombre con un parentesco espiritual conmigo —acotó el gordo cura francés—. ¡Yo también comparto su deseo de poseer a la encantadora Laurita! ¡Ventre-Dieu!, entre los dos tenemos que encontrar la manera de enseñarle cuáles son sus deberes conyugales, aunque sin robársela al honorable patrón de este humilde villorrio. ¿O acaso ofendo sus escrúpulos morales al insinuar un acto tan indebido?
—Claro que no; en modo alguno —declaró el hipócritamente pío sacerdote británico—. Mi sangre hierve viendo cómo su blanca manita agarra tímidamente su insignificante y enmohecido implemento de jardinería. De buena gana cavaría yo en su jardín para cosechar todos los dulces frutos que contiene.
—Creo que si lo que vamos a presenciar acto seguido no conduce a la consumación que santifique esta unión, podremos convertir en realidad nuestros comunes deseos —declaró el padre Mourier— ya que ella es joven, impresionable y sumamente devota. Si desencadenamos sobre ella nuestra ira por haber eludido sus obligaciones maritales, podremos imponer nuestras condiciones a la desobediente muchacha. Acuérdese usted de lo que le digo, padre Lawrence. Pero vea cómo emplea sus mejores mañas de doncella para poner a tono a monsieur Villiers.
Laurita había soltado el pene de su esposo, y bajado el brazo que anteriormente pasó en torno a la cintura de él, con el fin de permitirle al viejo que la tomara por las muñecas para llevarla, febril y anhelante, hacia el lecho nupcial. La dulce muchacha se extendió sobre el mismo, abierta de piernas, escondido el rostro en el hueco formado por el ángulo de su blanco y bien torneado brazo, en tanto que el patrón, resollando como pez fuera del agua, se subía a la cama, para arrodillarse junto a su joven esposa.
—¡Oh, palomita, te ruego que sigas haciéndome como hasta ahora! —suplicó con voz que parecía un cacareo—. ¡Tengo que poseerte, o morir en el empeño! Agarra de nuevo mi verga, amorato, y anídala en la blanda y cálida cueva formada por tu manita, a fin de que pueda crecer lo debido.
Laurita levantó obedientemente su otra mano, y aferró con ella el todavía dormido miembro. Con las yemas de sus dedos cosquilleó la saeta, y fue deslizándose desde la punta hasta los testículos, mientras los dos clérigos, que escuchaban escondidos clandestinamente, contenían la respiración, sin apartar la vista de la rendija abierta en el armario en que se habían alojado.
Con tan deliciosos toquecitos, el miembro del patrón se fue endureciendo gradualmente, hasta adquirir un tamaño y una longitud aceptables, aunque en modo alguno podía compararse con el de Pedro Larrieu, y mucho menos con los poderosos troncos que poseían los dos varones que espiaban la intima escena desde su escondite en el interior del ropero.
Entretanto el amo, con el rostro contraído por un rictus de felicidad, hurgaba alocadamente con sus huesudos dedos en la parte superior de los muslos de Laurita, en los hoyuelos de su regazo y los dorados rizos que abundaban en torno a los suaves y rosados labios de su coño.
—¡Oh, basta ya, hermosa! —gimió él, al fin—. Vas a hacer que lo pierda todo, y necesito meterlo muy hondo dentro de tu coñito. Abre tus piernas, palomita, y prepárate para mi carga. ¡Te haré pedir piedad, tal como te prometí!
Se agachó sobre su esposa, que yacía obedientemente abierta de piernas, y con sus temblorosos dedos trató de mantener separados los suaves y cálidos pétalos de coral de su rosa, a manera de poder introducir su instrumento en la antecámara del amor. Pero apenas había logrado, por fin, introducir la punta de su órgano entre aquellos dos prominentes prismas, su cuerpo se puso rígido, y sus ojos comenzaron a girar, vidriosos, al tiempo que lanzaba un grito agudo:
—¡Oh, ya no puedo aguantar más! ¡Oh, me has arruinado con tus brujerías, pequeña arpía!
Dicho y hecho, escurrieron de él unas pocas gotas de espesa esencia, que no se alojaron en la matriz que tan jactanciosamente había jurado llenar. Recobrado por fin del trance, se procuró un pañuelo de Holanda, con el que limpió los muslos y el regazo de Laurita, y su nuevamente empequeñecido instrumento. Después, todavía decidido, no obstante sus fracasos, recurrió otra vez a la botella de coñac que le había ordenado a Victorina que colocara en un pequeño taburete cerca de la cama, precisamente para ocasiones como la que se había presentado. Trasegó medio vaso y después, tosiendo y con lágrimas en los ojos, declaró que apenas había dado principio la batalla por arrebatarle la doncellez, la que se derrumbaría, como las murallas de Jericó, antes de que la luna se pusiera en el firmamento.
En el ínterin, el padre Mourier y el padre Lawrence se regodeaban en la contemplación de las bellezas que dejaba a la vista el desnudo cuerpo de Laurita. El clérigo francés suspiraba por sus senos, cuyos impúdicos y sabrosos globos lo arrebataban más que nada de toda la linda persona de Laurita, en tanto que el viril sacerdote británico apetecía las bien torneadas redondeces de sus nalgas, y las suculencias escondidas tras el dorado vellón de su Monte de Venus.
—Pero, mi querido cofrade —concluyó el padre Mourier— no tenemos necesidad de repartimos todas estas exquisiteces, puesto que ambos vamos a compartirlas por igual, una vez que la dulce y tímida doncella caiga bajo nuestro influjo.
—Mas ¿cómo puede usted estar seguro de que accederá? —demandó el padre Lawrence.
—Olvida usted que Victorina me debe muchos favores, y a cambio de ellos me ha prometido, no sólo escondemos en este armario, y traemos vino y comida con qué alegrar nuestra larga espera, sino también, una vez que el honorable patrón comience a roncar, va a llevarle a su gentil esposa un mensaje de su ruin amante. Laurita volará hacia él, y en tal momento la sorprenderemos en el acto mismo de acudir a una cita adúltera. Entonces podremos poseerla, se lo prometo. Mas vea ahora: el coñac le ha proporcionado falsas fuerzas, y tratará de nuevo.
Era del todo cierto. Mientras Laurita se mantenía sumisamente acostada sobre sus espaldas, con el rostro todavía cubierto por el brazo con que lo protegía, el escuálido patrón volvió a la cama. Ahora estaba jugueteando con su menguado instrumento, jadeando y riendo como un orate escapado del manicomio, en una tentativa por proporcionarle a su pene la rigidez adecuada para el cumplimiento de la deliciosa tarea. Mas para él —¡ay!— resultaba más ardua que cualquiera de los trabajos de Hércules, y no me refiero al llamado vigilante quien, sin duda alguna, con un solo empujón de su arma sexual habrían acabado con la doncellez de Laurita.
Finalmente, confesándose derrotado, le suplicó enternecedoramente que le proporcionara una vez más el gusto de sentir su mano sobre sus partes íntimas. Lo hizo ella, resignadamente, a la vez que dejaba escapar un pequeño suspiro de desolación. Él se arrodilló ante ella con los oíos cerrados y la cabeza vuelta hacia atrás, totalmente entregado a la tan ansiada voluptuosidad. Los blancos y suaves dedos de ella enlazaron la alicaída arma y acariciaron y cosquillearon luego sus testículos, para acabar volviendo a sacudir y pellizcar suavemente la cabeza de aquella inútil protuberancia. Al cabo, entre gemidos, se encaramó él de nuevo entre las piernas de Laurita y se dejó caer contra ella. Sus manos atraparon los blancos y henchidos senos, con desesperada urgencia, al mismo tiempo que se daba a restregar su bajo vientre contra el Monte de Venus. Pero por mucho que trató ni la vista del desnudo cuerpo de Laurita, ni el contacto con el mismo, produjeron el menor efecto. Al cabo, dejando escapar un prolongado y triste gemido, que provocó una risa sofocada en los dos curas escondidos, tan dolorosos fueron sus lamentos y su renuncia, monsieur Claudio Villiers besó castamente a Laurita en la frente, y se tendió de espaldas al lado de ella cuán largo era. En pocos instantes quedó profundamente dormido. La fatiga y el coñac, encima de lo que ya había ingerido antes, lo habían dejado fuera de combate por el resto de aquella noche.
—Ahora no pasarán más que unos instantes antes de que Victorina traiga el falso mensaje —murmuró el padre Mourier, presa de la excitación.
Transcurrido un cuarto de hora se abrió suavemente la puerta, y Victorina introdujo la cabeza en la habitación. Al oír los ronquidos de su amo cobró aliento, y abrió un poco más la puerta para entrar y acercarse de puntillas a la gran cama. Levantó la mano para tocar el desnudo seno de Laurita. La joven virgen, que todavía no estaba dormida, estuvo a punto de lanzar un grito, pero Victorina llevó uno de sus dedos a los labios de ella murmurando:
—Chist! No vayas a despertar a mi amo, mi pequeña. Tengo un recado para ti de Pedro Larrieu.
—¡Oh. Victorina! ¿Es posible? ¡Cuánto he ansiado tener noticias de mi adorado! Pensé que me había olvidado, y hasta que se había ido del pueblo.
—No, mi corderita, no es así. Me ha encargado que venga a decirte que vayas a reunirte con él en la misma verdeante loma en la que se encontraron por última vez. Vamos, te llevaré a tu habitación, y allí podrás vestirte y correr en busca de tu amante.
Laurita se deslizó cuidadosamente fuera de la cama, como una juvenil diosa desnuda, y siguió a Victorina hasta su propia alcoba. Los dos curas se levantaron, desentumecieron sus piernas conteniendo el aliento, hasta restablecer la circulación sanguínea por todo su cuerpo, y en un dos por tres estuvieron listos y alertas para lo que pudiera seguir.
—Le daremos algún tiempo a esta desvergonzada mozuela para que se vista, y después entraremos en la habitación a sermonearla —decretó el padre Mourier.
Esperaron apenas tres minutos, según pude estimar, antes de abandonar el dormitorio del patrón para dirigirse a la puerta de la habitación de Laurita. El padre Mourier llamó dos veces, muy quedamente. Laurita, suponiendo sin duda que se trataba de Victorina, se apresuró a abrirla para retroceder después sofocando un grito de terror. El espectáculo que ofrecía a los ojos de los visitantes era hechizante, ya que no vestía más que calzones y camiseta. Había zambullido su adorable cara en agua fría, para borrar las lágrimas de repugnancia que el interludio con su detestado esposo le había arrancado, y se veía arrebatadoramente deseable, con sus dos largas trenzas de oro colgando hasta la cintura, y sus agitados pechos palpitantes de miedo a la vista de su padre confesor y de su colega británico.
—¿Qué… qué hace usted aquí, mon pere? —gimoteó, mientras el padre Mourier cerraba mañosamente la puerta y corría el pestillo.
El padre Mourier alzó un dedo grueso y amenazador para reconvenirla:
—¡Ah, mi pobre criatura! He llegado en el momento crítico de poderla disuadir de cometer el más perverso de los adulterios.
—Yo… no entiendo lo que usted dice, mon pere —balbuceó Laurita, deliciosamente roja de confusión.
—Y ahora cometes otro pecado: el de mentirle a tu padre confesor —increpó el obeso santo varón con su pomposa voz—. Le pedí al padre Lawrence que me acompañara esta tarde en mi ronda por la parroquia, y cuando llegamos aquí nos encontramos con que la buena de Victorina acababa de recibir un recado de un rapazuelo enviado por ese vaurien de Pedro Larrieu, dándote cita para una infame entrevista. Gracias a Dios tuvo bastante presencia de ánimo y devoción a su querido amo para informarme del tal mensaje, pues de lo contrario a estas horas te encontrarías en los brazos de aquel bribón. ¡Ah, hija mía! Has emprendido el camino de la perdición. Y mira esto… te adornas con los más frívolos ropajes para tentar a ese amante prohibido con el cuerpo que pertenece por entero al noble Claudio Villiers.
—¡Oh, mon pere, no puedo evitarlo! —sollozó Laurita—. ¡Si supiera usted cuán horrible me resulta tener que acostarme con ese vil anciano! Es cierto que mi Pedro es un bastardo, y por ello no puede casarse conmigo. Sin embargo, preferiría ser su amasia y yacer con él en los campos, que sufrir las humillaciones a que me somete monsieur Villiers a titulo de esposo. ¿Qué será de mí, mon pere?
Y diciendo esto la enamorada muchacha cayó de rodillas y juntó sus manos, elevándolas hacia el obeso sacerdote francés, mientras las lágrimas le escurrían por las abochornadas mejillas.
—Una cosa te diré, hija mía —tronó el padre Mourier—. Si das un solo paso más adelante, para salir de esta habitación a fin de encontrarte con ese bribón, te excomulgaré de nuestra Sagrada Iglesia. Y no sólo por ahora, sino por siempre. Y además le diré al patrón que te disponías a ponerle los cuernos apenas unos minutos después de que él se había aplicado con toda devoción y gentileza a poseerte.
—¡Oh, no, no! ¡Usted no se lo dirá! ¡Me moriría de vergüenza! Y no debe usted anatemizar a mi querido Pedro; es honesto, bueno y gentil. Su único pecado es quererme. ¡Por favor, padre Mourier, perdónelo y perdóneme a mí!
Levantó hacia él los ojos, inundados por las lágrimas, y se abrazó a los crasos muslos del padre, con sus lindas extremidades superiores, en la más exquisita actitud de súplica. Los voluptuosos efectos de la beldad acorralada se hicieron visibles instantáneamente en el enorme miembro del padre Mourier, que apuntaba hacia arriba por debajo de la sotana.
—Tal vez haya un modo, hija mía —dijo con voz ronca, al tiempo que dirigía una casi imperceptible mirada y una sonrisa al padre Lawrence, que estaba de pie junto a la arrodillada muchacha— por medio del cual puedes hacer penitencia y al mismo tiempo salvar tu matrimonio, sin cometer pecado mortal con ese joven tunante.
—¡Dígamelo, mon pere! ¡Haré cuanto me ordene! —admitió Laurita.
—He estudiado mucho la inquieta naturaleza del hombre y de la mujer —comenzó diciendo sentenciosamente el padre francés— y creo estar en condiciones de valorar debidamente tu caso, mi pobre e ignorante hija. El sagrado estado matrimonial debe ser considerado por una persona de tu baja condición social el de perfección. Pero en el caso particular tuyo, en el que he podido comprobar con mis propios ojos las muy lascivas inclinaciones de tu naturaleza interior —no trates de negarlo, hija mía, puesto que recordarás que os he sorprendido a ti y a ese Pedro Larrieu dispuesto a cometer adulterio— mi opinión es que una vez que hayas superado los complejos y timideces naturales en tu condición de virginidad física, dejaras de temer el contacto legal con tu ilustre esposo. Por tanto, una vez que hayamos disipado esos complejos y timideces, mi querida hija, verás cuán poco inclinada te sentirás a ir en busca de ese joven bribonzuelo y de placeres ilícitos, ya que estarás lo suficientemente instruida para compartirlos natural y honorablemente con tu propio esposo. Contéstame pronto; ¿te ha arrebatado ya la virginidad?
—¡Oh, no, no! —sollozó Laurita, escondiendo su abochornado rostro manchado por las lágrimas entre los pliegues de la sotana del obeso sacerdote.
—Esto viene, por consiguiente, g corroborar mi suposición y mi teoría, mi querida criatura —siguió diciendo el padre Mourier—. Interiormente tus lascivos deseos te hacen anhelar el coito, al mismo tiempo que tu virginal himen te impone un aborrecimiento y una frigidez contrarios a tu naturaleza. Una vez destruidos estos obstáculos, podrás proporcionarte grandes placeres con tu esposo legal. Y en ello se basa la penitencia que te impongo ahora y para inmediato cumplimiento, mi dulce Laurita.
Alzó ella sus ojos sumamente abiertos hacía el cura, sin acabar de descifrar sus malévolas y astutas intenciones.
—¿Qué… qué debo hacer entonces, mon pere?
—Disponte a entregarme tu doncellez, a mí que soy tu padre confesor; y que te he conocido desde que eras una tierna niña. Seré tu devoto iniciador, encantadora criatura, y te educaré acerca de cómo cumplir con tus deberes conyugales.
—¡Oh! No… no querrá decir… —tartamudeó Laurita al tiempo que se levantaba del suelo y se movía hacia atrás con ojos estupefactos.
—No me comprendiste bien, hija mía —interrumpió suavemente el padre Mourier—. No quiero decir que vaya a tomarte lujuriosamente, como lo haría ese infeliz de Pedro. No, hija mía, será un acto educador, simplemente esto y nada más.
Y quedarás absuelta de todo pecado, ya que te habré evitado cometer adulterio esta noche. ¿No es así, padre Lawrence?
—Dice la verdad, Laurita —asintió el clérigo inglés colaborando con su colega francés.
La adorable Laurita no sabía qué cara poner ante la situación, ya que todavía no podía dar crédito a sus oídos. Pero el obeso padre no perdió tiempo en ponerla al corriente de sus intenciones, ya que enseguida se quitó teja y sotana, y quedó en toda su velluda desnudez con su enorme carajo, ya salvajemente distendido.
—La naturaleza me ha dotado mejor, incluso, que a tu amante prohibido, hija mía —declaró—. Ahora, para comenzar tu penitencia, quítate la camiseta y los calzones, y acuéstate tranquilamente en la cama. Te atenderé solícitamente, y con todo celo te instruiré acerca de los deberes que tan remisa te has mostrado en cumplir con tu leal y devoto esposo.
—¡Oh, mon pere! No me diga que… que me va… seguro que no quiere decir que me va a hacer eso… —sollozó Laurita, incrédula.
—Ello está en tu mano, criatura. Si persistes en evadir tus obligaciones, si todavía te sientes atraída por ese adúltero don Nadie, Pedro será excomulgado, y tu esposo sabrá las razones de ello. Además, a causa de tu malvada obstinación, me veré lamentablemente obligado a azotarte, para expulsarte los malos espíritus y reprimir tu nefanda naturaleza. Puedes elegir, Laurita.
—¡Ay de mí! Moriría si le causara usted perjuicio a mi Pedro, y no podría soportar que el amo supiera que lo aborrezco —dijo Laurita retorciéndose las manos ante el dilema—. Pero, cuando menos, ahórreme una vergüenza mayor, y pídale al padre Lawrence que no sea testigo de lo que se propone hacer.
—Pero, hija mía, si él está aquí es precisamente para atestiguar que el mío no es un acto de lujuria, sino de simple adiestramiento —fue la taimada respuesta del gordo sacerdote.
Viéndose bien atrapada, y considerando que, el sacrificio de su doncellez a su propio padre confesor sería menos oneroso para ella y para Pedro que la otra alternativa, Laurita, entre sollozos contenidos y de modo indeciso, se quitó la camiseta y, al fin, dejó caer al suelo los calzones, para pasar luego sobre ellos. Ambos sacerdotes dejaron escapar murmullos de admiración ante la deslumbrante blancura del ágil cuerpo juvenil, estatuariamente desnudo ante ellos. Como quiera que su pudor virginal era todavía muy grande, Laurita se llevó ambas manos al coño y bajó la cabeza.
—Hiciste bien, hija mía —declaró el padre Mourier, con voz enronquecida por la pasión— y ello es prueba de buena fe. Ahora accede a mi otra orden, la cual es que te subas a la cama y te pongas de espaldas, dispuesta a recibirme como tu santificado iniciador.
Laurita obedeció renuentemente. De espaldas sobre la cama, con una mano sobre los ojos y la otra firmemente contraída en un puño pegado a su desnudo muslo, aguardó el terrible momento. Con ojos que brillaban de ávida concupiscencia, el gordo y velludo cura trepó a la cama y se arrodilló entre los muslos de su desnuda y temblorosa penitente. Sus crasas y velludas manos vagaron pausadamente por sobre el blando regazo de ella, sus jadeantes pechos, por el valle que los separaba, por sus tiernos costados y por los declives de sus deliciosas caderas. Sabía que me sería imposible salvar a Laurita de aquellos dos lascivos cortejantes, y confieso, por otra parte, que sentía curiosidad por presenciar cuál sería la respuesta exacta de la tierna doncella cuando se produjera la destructora brecha en el precinto de su virginidad. Prendida del otro lado de la almohada sobre la que descansaba su dorada cabeza, observé los procedimientos del clérigo francés.
A pesar de lo acuciante de su deseo, no se apresuró, cosa que tengo que acreditar en su haber. Sus manos acariciaron los temblorosos muslos, costados, regazo y senos de la desnuda virgen, hasta que también de él se apoderó un estremecimiento. Ella mantenía su brazo firmemente pegado a los azules ojos para no ver, ya que puedo garantizarles que si Claudio Villiers no era apetecible, el padre Mourier no era más deseable para una desposada que por una sola razón: su palpitante y abultado miembro. Además, puesto que era solamente este parte de su anatomía la que tenía que «instruir» a Laurita, en realidad nada importaba que él fuese velludo, gordo y de feo rostro.
Delicadamente hizo que Laurita se abriera de piernas, y mientras con su gorda mano derecha palpaba y acariciaba la parte interna de sus muslos, con el índice izquierdo jugaba con los adorables rizos dorados de su pubis, y cosquilleaba los regordetes labios color coral de su coño. Ella mantenía su cuerpo tenso y en esquiva actitud de defensa. Sin embargo, cuando la punta de su dedo rozó la suave parte interna de su virginal coño, no pudo evitar un trémulo suspiro y un inconsciente arqueo de su regazo, como si estuviera ansiosa de sentir más aquella exquisita fricción que la estaba poniendo a tono. El padre Mourier lanzó una mirada triunfal al padre Lawrence, como preguntando: «¿No le dije que era de naturaleza lasciva?», y aceleró el cosquilleo. Con la yema de su dedo comenzó entonces a frotar en un pequeño movimiento circular, alrededor de su graciosa hendidura. Los adorables rizos dorados parecían encresparse, permitiendo ver al través los rosados pétalos de la rosa que monsieur Claudio Villiers tanto había ansiado desflorar, y que todavía continuaba incólume. Los desnudos senos de Laurita comenzaron a agitarse con ritmo espasmódico, y su cabeza a oscilar de un lado a otro incesantemente, aunque todavía mantenía la vista apartada del florido rostro de su padre confesor, contraído por la pasión.
—¿Te lastima mucho así, hija mía? —requirió solícito.
—… no, mon… mon pere —dijo Laurita entrecortadamente.
En aquel momento un estremecimiento recorrió sus blancos muslos, partiendo de las rodillas para morir en su anhelante gruta, y pude ver cómo los capullos de sus rosados senos se habían endurecido y proyectado hacia adelante con firmeza, señal de que por vez primera, despertaba por entero al deseo carnal, que invadía todos sus sentidos.
—Ya ves chiquilla, que poco había que temer —dijo él mientras su dedo buscaba su virginal clítoris.
Habiéndolo al fin alcanzado, dióse a menearlo a uno y otro lado, hasta que Laurita empezó a contorsionarse y a mover convulsivamente sus muslos de uno a otro lado. Suspiros y gemidos entrecortados surgían de sus labios entreabiertos; sus pies se retorcían y crispaban, y los músculos de sus adorablemente blancas pantorrillas se flexionaban temblorosas a medida que la enervación amorosa se contagiaba a todos los nervios y fibras de su lascivo cuerpo desnudo.
Fue entonces cuando pude ver la encantadora cueva rosada que formaban dos sabrosos, bien delineados y abiertos labios, cual flor ofreciendo sus pétalos al sol. Su cosquilleo había encontrado la llave de la caja fuerte donde se escondían los deseos de Laurita, y la sospechosa humedad que apareció en aquellos adorables labios probaba que la astuta ciencia del licencioso santo varón había logrado imprimir mayor tumescencia a los virginales órganos de la tierna doncella, que cuando Pedro Larrieu estuvo con ella sobre el césped de la colina.
—¡Oh, qué coño tan deliciosamente rosado y suave! —suspiró él, presa de un rapto de admiración—. Vea, padre Lawrence, cómo ansia verse liberado de la torpe barrera que constituye el único obstáculo que impide a nuestra dulce Laurita el cumplimiento de sus deberes maritales. Animo, hija mía, no tardará en llegar el momento en que se descorra el velo del misterio ante tus ojos, y en que sientas en toda su gloria la unión camal. Y así, imbuida del nuevo fervor que vas a adquirir por medio de mis enseñanzas, podrás darle a tu noble esposo la bienvenida en la cama con brazos ansiosos y piernas abiertas.
Dicho esto el padre Mourier apartó con sus pulgares e índices los apetitosos labios rojos de la gruta virgen de Laurita, y bajando la cabeza aplicó a los mismos un sonoro beso, depositado en el centro mismo de ellos. Laurita se combó, deliciosa y lascivamente, aunque estoy segura que el movimiento se debió a un impulso de su subconsciente, lascivo por naturaleza, conforme había adivinado el sacerdote.
Enseguida me fue posible oír el ruido peculiar de su lengua al introducirse en lo hondo del cáliz, lo que obligó a Laurita a emitir un agudo grito, que anunciaba la cercanía del éxtasis, al mismo tiempo que sus dedos se hundían en las sábanas, y sus ojos, extraordinariamente abiertos, se fijaron en él, en tanto que las ventanas de su nariz se dilataban y aleteaban tempestuosamente.
—¡Oh, mon pere! ¿Qué hace usted? ¡Ay de mí! ¡No puedo soportarlo!… ¡Voy a desmayarme!… ¡Me está usted enloqueciendo, mon pere! —balbuceaba ella.
—Ahora, hija mía, ya estás lista para la iniciación. Siento cómo mi verga palpita como una máquina bajo los suaves labios de tu coño virginal —comentó lentamente el padre Mourier—. Tu regazo tiembla y se estremece, y tu piel está cálida y húmeda de deseo. Prepárate, hija mía, para el momento de la consumación.
Una vez hubo dicho esto, sin dejar de mantener los labios del sexo de ella bien abiertos, apuntó la gruesa cabeza de su garrote entre ellos y empujó luego un poco, para asegurar las siguientes tentativas de derribar la obstinada barrera.
Laurita sollozante, volvió el rostro a un lado y cerró los ojos, pero los latidos de sus erectos senos, y los espasmódicos temblores que recorrían sus muslos traicionaban su creciente impaciencia por saber, al fin, qué era lo que un hombre hacía con una doncella.
Dio él otro empujón, y Laurita respingó y emitió un grito estridente.
—¡Ay! ¡Me lastima usted, mon pere!
—Ello prueba tu castidad, hija mía Animo ahora, ya que el dolor desaparecerá pronto, y entonces, todo consumado ya, te encaminarás hacia esa felicidad que tanto has anhelado.
A continuación, dejándose caer cuidadosamente sobre ella, y aplastando con su craso vientre el suave y blanco regazo de ella, deslizó sus manos hacia las posaderas, para asirse al par de satinadas redondeces a fin de poder gobernarse mejor hacia la consumación de su «instrucción». El padre Mourier apretó los dientes y dio un poderoso empujón hacia adelante. El cuerpo de Laurita se contorsionó y se puso rígido, apiñó las manos fuertemente, inició un retroceso, debatió sus rodillas hacia uno y otro lado, las apartó lo más que pudo del cuerpo de él, y luego las golpeó contra los costados del padre, todo ello como manifestación de airada protesta. Al propio tiempo un estridente chillido, como de animal sacrificado, salió de su garganta. Pero la hazaña estaba consumada.
—¡Ah! ¡Estoy dentro de ella hasta los testículos, padre Lawrence! —aulló alborozado el padre Mourier—. ¡Cuán apretado es este encanto! Siento las paredes de su matriz apresar y besar mi verga de la más tierna manera. ¡Qué deleite! ¡Qué arrobo! ¡Nunca en mi vida jodí un bocado tan sabroso, tan juvenil, tan apetecible! ¡Nunca en mi vida sentí un apretón tan firme como el de la vaina de Laurita!
Ella había vuelto el rostro hacia un lado, y con sus puños golpeaba todavía, fútilmente, la sudorosa masa de carne que era la espalda de él. Pero el arpón había penetrado hasta lo más profundo de ella y Laurita se encontraba imposibilitada de moverse bajo el peso de él y la fuerza con que sujetaba sus nalgas. Bien ensillado, comenzó él a joderla con lentas pero profundas y desgarradoras estocadas de su impotente arma. A las primeras embestidas ella sollozó, se contorsionó y gritó: «¡Aaayyy, ahrrr, mon pere… mon pere, me está haciendo mucho daño!». Pero cuando él comenzó a establecer un suave y melifluo ritmo de entrada y salida, de atrás hacia adelante, sacando su mazo casi hasta los labios de su distendida hendedura, para meterlo después por completo, hasta mezclar sus vellos con los de Laurita, ésta empezó a gemir y a arquearse para salir al encuentro de sus profundos envites.
El padre Lawrence lo contemplaba todo, aunque no creo que fuera desde un punto de vista científico, porque la seda negra de su sotana mostraba una prodigiosa prominencia en el regazo. Algunas veces los velados y sumamente dilatados ojos de Laurita se posaban en él, mas sin verlo, ya que toda su vida estaba en aquellos momentos concentrada en el abierto canal de su trepidante coño. Sus puños no golpeaban ya a su violador, sino que sus uñas se habían clavado en las espaldas de él, como garras, a medida que salía al encuentro de sus cargas. Y en un momento determinado sus desnudas pantorrillas se aferraron a los velludos muslos de él, como para no soltarlo, y resignada, ya que la pérdida de la doncellez no era en realidad más que el primer paso hacia la voluptuosidad que su «instrucción» se proponía alcanzar.
—¡Cómo se aferra a mí y cómo me aprieta, esta preciosa zorrita! —informó el padre Mourier, con su voz bronca al expectante colega—. ¡Oh, cuán deliciosamente apretada es, no obstante que le he metido el pitón hasta la cepa, y que he dilatado su matriz con todas mis fuerzas! Cada vez que retire mi pene lo siento atrapado por los estrechos muros de su coño, como rogándome que vuelva adentro; así, Laurita, mi apasionada hija, ¡y así y así! ¿Me sientes ahora en el interior de tu coño? ¿Te hace saber mi carajo, por fin, lo que es ser mujer, hija mía?
—¡Aaaahrr! ¡Oh, sí, sí, mon pere! —sollozaba Laurita al tiempo que, en su delirio, su cabeza se bamboleaba de un lado a otro, y se asía cada vez con mayor fuerza a la espalda de su violador, para entrelazar luego sus hermosos muslos encima de las gruesas y velludas nalgas de él—. No me tenga compasión. ¡Adminístreme una buena penitencia mon pere! ¡Ay de mí! ¡Me estoy desmayando bajo sus embestidas; me dilata y llena allí! ¡Oh, mon pere! ¡De prisa! ¡Más! ¡Ya no puedo soportar mi penitencia!
—Un momento más, hija mía, y lavaré tus heridas con mi cálido semen. Es un antídoto infalible para las desgarraduras del himen, como pronto vas a sentir. Mantente pegada a mí hija mía, y esfuérzate lo más que puedas conmigo para alcanzar tu condición de mujer —dijo él, jadeante.
Sus dedos se aferraron a los ardientes cachetes de las nalgas de ella, y comenzó a acelerar sus golpes en el interior de su bien ensartado coño, haciendo jadear y respingar a ella cada vez que su espada se enfundaba hasta la empuñadura en la estrecha vaina de Laurita. Al fin su cabeza cayó hacia atrás, con las pupilas en blanco y aleteantes las ventanas de la nariz. Castañearon sus dientes, y sus rojos labios se humedecieron, entreabiertos y temblorosos. Una tempestad bullía en sus entrañas y había llegado el momento de calmarla. Dejando escapar un profundo suspiro, el padre Mourier se lanzó una vez más a la carga, enredando sus vellos entre los rizos dorados del coño de Laurita. Luego su cuerpo se sacudió y vibró, alcanzando el clímax. Laurita emitió un bronco grito al sentir el cálido diluvio en el interior de su distendido canal. Sin embargo, no se vino todavía, pues es sabido que una virgen rara vez alcanza el paroxismo en las embestidas iniciales, debido no sólo a las lastimaduras de la destrozada virginidad, sino también a que la prolongada abstinencia que le han impuesto sus padres le impide desahogarse debidamente en dicha ocasión.
Retiró él su ensangrentada espada, y el padre Lawrence le entregó solícito un paño con el cual pudiera borrar las irrefutables evidencias de la virginidad de Laurita. El clérigo inglés había conseguido un jarro con agua, con la que empapó otro paño para secar con él, en la frente de Laurita, las gotas de sudor, sin dejar un solo momento de fijar su mirada en la mujer yacente allí desnuda con las extremidades extendidas en cruz.
—¿Ya… ya terminó mi penitencia? —murmuró Laurita, con voz desmayada.
Había doblado las rodillas hacia arriba y las había juntado, pero sus senos se mantenían todavía erguidos, plenos de fervor erótico. El padre Mourier lanzó un suspiro de saciedad.
—Dejaré que mi colega diga la última palabra sobre tu penitencia, hija mía —dijo, al mismo tiempo que tomaba asiento sobre una silla, y pasaba por su pecho y su rostro sudorosos otro paño empapado en agua.
—¡Oh, le ruego que la diga, mon pere! —suspiró Laurita, bajando sus piernas y abriéndolas inconscientemente, con lo que permitió a los ojos del clérigo inglés una nueva ojeada a sus dulces tesoros—. Nunca antes había sentido tales sensaciones; me desmayaré, lo sé. Y sin embargo, todavía el tormento se agita en mi interior.
—Entonces me corresponde a mí, hija mía, ayudarte a superar este tormento —declaró con voz altisonante el padre Lawrence, mientras se quitaba la sotana para acudir junto a ella, desnudo, viril, todo fibra, y subirse a la desarreglada cama.
La volteó hacia sí y la besó con ternura en la boca, mientras su mano izquierda estrujaba sus desnudas y temblorosas nalgas.
Laurita lanzó un suspiro, cerró los ojos y se estremeció, pero no se apartó de él. No obstante, cuando su poderoso tronco aguijoneó su tierno regazo, entre jadeos y bajando la vista murmuró ruborosa:
—¿No querrá decir que también eso forma parte de mi penitencia, reverendo padre? Jamás podrá entrar dentro de mí.
—Todo lo contrario, hija mía; será fácil puesto que mi cofrade ha allanado muy bien el camino. Vas a ver como te acomodas a sus dimensiones. Ahora sujétate fuertemente de mí con tus brazos blancos y bésame apasionadamente, mientras nosotros elevamos juntos nuestras oraciones para convertirte en una buena y amante esposa.
Laurita accedió, temblorosa, pero confiadamente, y el padre Lawrence comenzó a acariciar y estrujar sus senos con la mano derecha, mientras maliciosamente pasaba su exuberante carajo por el abdomen de ella, y luego por el recién desflorado coño. Laurita se contorsionaba y estremecía pegada a él, con los brazos bien enlazados tras las espaldas del cura, y devolviendo cada uno de sus besos con otro no menos apasionado, aunque manteniendo los ojos pudorosamente cerrados, cual corresponde a una doncella que apenas empezaba a dejar de serlo.
—No quiero obligarte contra tu voluntad, hija mía —dijo él gentilmente—. Así que con tu manita puedes tú misma guiar a este ansioso peregrino hacia el interior de tu suave nido. Tú misma podrás determinar la extensión de lo que puede entrar.
Arrullada por estas amables instrucciones, y con los sentidos ya inflamados por la buena labor realizada por su iniciador, el padre Mourier, Laurita se apoderó vergonzosamente de la enorme vara del buen padre. De primera intención la frotó suavemente contra los ansiosos labios rojos de su raja de amor, jadeando y retorciendo por ligeras punzadas, que le recordaban el momento en que le fue arrebatada la castidad. Entre tanto, la mano izquierda del padre recorría las nalgas de ella, y finalmente su dedo índice se desliza hacia abajo, por la sinuosa grieta de color ámbar que separaba los suculentos hemisferios, hasta alcanzar la sabrosa y arrugada fisura del ano. Una vez allí dióse a aguijonear suavemente los labios del mismo, arrancándole a Laurita gemidos de fiebre sexual a medida que tales caricias despertaban todas sus innatas tendencias libidinosas.
Al cabo, entre jadeos, consiguió ella enterrar la cabeza del miembro entre los suaves labios de su coño, y presa del frenesí, pasó entonces sus brazos por la espalda de él, aferrándose al padre a manera de infundir a éste confianza de que podía seguir adelante.
Lentamente, el padre Lawrence hundió su espada en el orificio abierto para él por su colega francés. Laurita contuvo el aliento al sentir aquel turgente mazo en el interior de las temblorosas volutas de su canal de amor. Alzó su muslo derecho para atrapar la pierna de él, y se hizo arco contra el padre. En aquel momento el índice de éste se introdujo en el agujero del culo de ella, lo que hizo que Laurita pegara su boca a la de él, y que sus desnudos senos se aplastaran contra su pecho, totalmente rendida. De un solo y furibundo golpe, se metió el padre dentro de ella, hasta la misma raíz silenciando su largo quejido de éxtasis con un apasionado beso.
Seguidamente comenzó a joder a la hermosa doncella de los cabellos de oro o, para hablar propiamente, a la joven esposa, ya que si queremos ajustarnos a la realidad debe decirse que Laurita conservaba todavía dos virginidades, y Laurita respondió febrilmente.
El padre Mourier lo contemplaba todo con ojos llenos de envidia. Tal vez hubiera podido contentarse con el pensamiento de que había sido él quien había despertado aquella exquisita respuesta. Pero ¡ay!, era su cofrade quien iba a aprovecharse de ella. Sin embargo, asomó a sus labios una sonrisa de consuelo al pensar que habría otras penitencias y otras expiaciones que le permitirían, una vez más, saborear las delicias de la muchacha de los cabellos de oro, adorable piel blanca y espléndido cuerpo.
En aquel momento el padre Lawrence pasó su índice derecho por entre el cuerpo de ambos, para atacar al ya turgente clítoris de ella. Frotó y removió arteramente el botoncito, mientras con el otro dedo profundizaba poco a poco hasta lo más hondo del agujero del culo. Sincronizados ambos movimientos con sus rítmicas entradas y salidas, no tardó en llevar a Laurita al éxtasis la que, al cabo, enterrando las uñas en los costados del cura, echó atrás la cabeza, ululando de arrobo inefable al sentirse inundada por el violento chorro de semen, y estrechando su cuerpo desnudo contra el del padre, derramó su propio jugo para mezclarlo con el de él. Así fue como, por vez primera, alcanzó su éxtasis de mujer.