Capítulo XI

Se acostumbraba a decir que feliz es la novia a quien el sol ilumina, y a decir verdad, el miércoles de la boda de Laurita con el amo de Languecuisse fue un espléndido día de verano, dulcemente cálido, que atrajo a todos los habitantes del pueblecito a la iglesia para presenciar la ceremonia.

Laurita hizo su aparición del brazo de su padre, vestido con su mejor traje. Ella, con las dos trenzas doradas que le caían hasta la cintura, llevaba un humilde vestido de algodón, con una larga falda que tapaba los tobillos, y que se abría hacia abajo desde la especie de miriñaque que la sostenía, en forma que disimulaba todos los tentadores encantos juveniles escondidos debajo de ella. Sus adorables ojos azules estaban enrojecidos e hinchados, ya que había estado llorando. Todavía suspiraba por su amante Pedro Larrieu —y debo aclarar que amante espiritual únicamente, porque ya recordarán ustedes que el infortunado Pedro vio frustrados sus deseos en el momento crítico en que se disponía a robarle su doncellez al que se suponía tendría que ser su poseedor legal—. Sí, Laurita se había mantenido fiel a la orden que le habían impuesto los dos sacerdotes, el «Pere». Mourier y el «Father». Lawrence: no mantener conversación alguna con el golfillo, ni concertar ninguna cita con él, así como conservarse casta para monsieur Claudio Villiers.

Pude oír cómo su madre la regañaba por lo bajo en medio de la algazara y el vocerío que precedieron a la sagrada ceremonia. Madame Boischamp se sentía vejada porque su hija pusiera tan lastimera y lúgubre cara en el día más glorioso de toda su juventud. De un solo vuelo, la pequeña Laurita iba a elevarse al rango de gran dama, como consorte del salvador del pueblo, y sin embargo, lloraba. ¿Podía haber una mocita más irracional? Solamente su orgullo maternal, y, a decir verdad, también sus pensamientos codiciosos acerca de la forma y manera en que ella y su esposo podían beneficiarse con la nueva situación social que les correspondía como parientes políticos de monsieur Villiers, había impedido a madame Boischamp aplicar sobre el virginal trasero de Laurita una buena zurra antes de la boda.

La ceremonia no duró mucho tiempo, y después que los lugareños se hubieron diseminado por el atrio de la parroquia, el feliz patrón, que llevaba un desaliñado traje oscuro que acentuaba su aspecto de espantapájaros, proclamó a los cuatro vientos, lleno de dicha, que habría vino, pan recién horneado y queso para todos. Su capataz, Hércules, se ocuparía de ello. Todos podrían beber a su salud y a la de su esposa, y desearles larga vida y muchos hijos.

La generosidad del amo fue acogida con un clamor, pero motivó también numerosas mofas y bromas sangrientas de parte de las mujeres de más edad y de los agotados y explotados labradores que no le deseaban felicidad alguna a monsieur Villiers, cualquiera que hubiere sido su esposa, y que maliciosamente predecían, además, que dejaría intacta la virginidad de Laurita, por mucho que se esforzara aquella noche en abatirla.

Laurita Villiers, que tal era ya su nombre a partir de aquel momento, se despidió llorosa de sus buenos padres, y debe decirse en honor a la verdad y en su encomio, que madame Boischamp sintió ablandarse su corazón maternal, y suspiró profundamente al aconsejar a su hija que se alegrara, y que hiciera cuanto estuviese en su mano para convertirse en una esposa obediente y fiel.

Seguidamente el anciano vinatero ayudó a su ruborosa cónyuge a subir al pequeño coche, tomó las riendas él mismo, y azotó a la negra yegua que tiraba de él, para que los llevara al galope sanos y salvos a su elegante mansión. Laurita se volvió a ver a la multitud que quedaba atrás, y sus llorosos ojos azules dirigieron una última mirada a la cabaña donde había nacido, y en la que vivió hasta poco antes. Aquella noche dormiría en un espléndido lecho, y tendría incluso servidores que atendieran sus mandatos. Pero el corazón se le había metido en un puño, porque era indiscutible que pensaba en los instantes que iban a preceder a su reposo conyugal. De vez en cuando, durante el camino, el amo lanzaba furtivas miradas a su tierna y juvenil esposa, con los ojos entrecerrados para concentrar mejor sobre ella su centelleante y ávida mirada. Yo me había colgado de su chistera, y miraba con simpatía la dulce y entristecida faz en forma de corazón de la pobre Laurita. Y toda la compasión innata en el alma de una pulga me embargaba.

A la puerta de la suntuosa mansión de monsieur Villiers —que tal parece en comparación con las humildes cabañas en que vivían los aparceros y trabajadores del campo— fueron recibidos ambos por el ama de llaves. Ésta se llamaba Victorina Dumady, que los acogió cabizbaja, llena de despecho y de celos. Hacía cinco años que era el ama de llaves del patrón, y había alcanzado ya la cuarentena. Al ver a la encantadora esposa del amo se dio cuenta de que se habían desvanecido por completo sus esperanzas de poder atrapar en sus redes al mismo. Yo había oído ya bastante chismorreo de los lugareños relacionado con la astuta Victorina. Su rostro era bastante vulgar, con un asomo de bigote en el labio superior, pero su cuerpo resultaba tan voluptuosamente robusto como el de Désirée. Ya había recurrido a él muchas veces en repetidas tentativas de inducir al amo a casarse con ella. Según los rumores, él se había mostrado en esas ocasiones tan impotente como con muchas otras damiselas de tierna edad, con las que había intentado demostrarse a sí mismo que todavía tenía un miembro viril.

El patrón presentó su nueva esposa a Victorina con cierto dejo de superioridad, mezclado con desprecio, que parecía implicar la pregunta: «¿Ves qué sabroso bocado de carne fresca he traído para llevármelo a la cama? ¿Cómo osaste creer que iba a contentarme yo, que soy un exigente roué[15], con una mercancía averiada como la tuya?».

Pero Laurita, con ese séptimo sentido intuitivo con el que aparentemente están dotadas todas las mujeres, debió apercibirse del rencor que anidaba en el corazón de Victorina, puesto que de inmediato obsequió a la robusta matrona con un tierno beso en la frente, y le prometió que, dado que sus propios conocimientos en el manejo de un hogar eran muy superficiales, no tendría reparo en recurrir a los buenos oficios de ella para todo cuanto se relacionara con los problemas de la cocina y del mantenimiento del hogar. Después le preguntó si podía mostrarle su habitación, para ver si le era posible descansar un poco, ya que la ceremonia y la separación de sus padres la habían abrumado.

El duro rostro de Victorina se iluminó enseguida, y pasó tiernamente uno de sus brazos en torno a la espalda de Laurita, ofreciéndose a mostrarle el camino de su nuevo dormitorio. Echando una mirada atrás, dirigida a su patrón, agregó con cierta acritud:

—Tiene que concederle a madame algún tiempo para que se recobre, señor, de lo contrario su gozo irá al pozo esta noche.

La alcoba a la que Laurita fue llevada, y en la que aquella noche le tenía que ser arrebatada la virginidad, se encontraba al otro lado del salón. Había en ella una pequeña cama, una mesa con un espejo, un baúl para la ropa y un ropero espacioso, destinado a los vestidos que el patrón le había prometido a la desposada.

Laurita no dejaba de suspirar mientras examinaba aquella elegante habitación con persianas y finas alfombras, tan diferente de la humilde cabaña con piso de tierra en la que había venido al mundo. Después, embargada por sus emociones, se llevó las manos a la cara para sollozar en silencio. Victorina se conmovió.

—Vamos, señora, no será tan terrible, se lo garantizo —le susurró a la encantadora virgen—. Ahora que mi partida ya está perdida, voy a hablarle francamente, chiquilla mía. Ladra más que muerde, y sus esperanzas son también mayores que sus posibilidades, cuando llega a la cama con una mozuela. Le doblo a usted la edad, madame, pero ni siquiera conmigo pudo. Luego no tiene qué temer. Claro está que tendrá que mostrarle su adorable cuerpo completamente desnudo, pero apuesto que ello lo excitará tanto, que ya no será capaz de romperle el himen. Ahora repose y cálmese mientras le traigo algo tonificante.

—Es usted… muy… muy gentil, Victorina —murmuró Laurita desmayadamente.

—No por naturaleza, desde luego, madame Villiers —respondió cándidamente la robusta matrona, encogiendo bruscamente sus bien torneados hombros—, pero soy mujer práctica, y, como puede suponer, he tenido que hacer frente a sus debilidades durante largos años. Lo conozco tan bien como al dorso de mi propia mano, así que no se enoje usted, y hágase a la idea de que tendrá que hacer acopio de valor por un momento, cuando el huesudo viejo exija el debido pago por haberle dado su nombre en matrimonio.

Con estos alentadores consejos abandonó Victorina la alcoba, y Laurita se arrojó sobre la cama para llorar a sus anchas su separación de Pedro Larrieu, la que en aquellos momentos parecía ser definitiva.

Me creo dispensada de hablar de la cena de bodas que Victorina se había visto obligada a servir, así como de extenderme sobre el ridículo y risible comportamiento del patrón, que se vanagloriaba de ser un perfecto caballero para con las damas, y que se entregaba a toda clase de obscenas y lascivas bromas a medida que se aproximaba el momento en el que, por vez primera, iba a quedarse a solas con su esposa. Laurita, aunque virgen, era lo suficientemente lista, como creo haberlo dado a entender ya, para captar muchas de las impúdicas indirectas, si bien pretendía lo contrario. Se entretenía con la comida, no obstante ser el mayor festín de que jamás hubiera disfrutado antes, con la esperanza de ir retardando el momento inevitable. En cambio, se confortó apurando tres vasos de buen Borgoña, más dos copas de un excelente champaña que sirvió Victorina. No sé si su madre le había aconsejado que buscara alivio en el alcohol, como a los criminales condenados a la guillotina se les permite beber ajenjo para embotar sus sentidos, a fin de que no experimenten el terror de la ejecución. Pero de lo que no tengo duda es de que ella bebió dichos estimulantes con la esperanza de hacer angustiosa su obligación de cohabitar con el amo.

Cuando la cena tocaba a su fin me costó trabajo reprimir mi hilaridad, al oír decir repetidas veces a monsieur Villiers, con voz trémula:

—¿No estás fatigada, hijita? ¿No quisieras ir a acostarte ya?

Habida cuenta de su condición de amo y señor del pueblo, que le concedía el droit de seigneur sobre cualquier damisela o matrona de Languecuisse, no tenía obligación alguna de mostrarse galante y cortejador, ya que, a fin de cuentas, aquél no era más que un simple villorrio en el corazón de Provenza. Sin embargo, un niño hubiera podido deducir cuáles eran sus aviesas intenciones, y Laurita hacía todo lo posible por evadir el compromiso. Victorina fue una aliada eficaz al respecto, haciéndole ver que la nueva señora Villiers necesitaba la ayuda de un moscatel o de otra copa de menta, o de una taza de café, en tanto que el repulsivo rostro del patrón devenía cada vez más rudamente sombrío como un cielo tormentoso, a medida que su paciencia se esfumaba y crecía, por el contrario, su deseo de encontrarse desnudo, convertido en una sola unidad con aquel sabroso bocado que era su virginal desposada.

Más, al fin, no hubo remedio posible para ella. Laurita tomó el último bocado, y apuró el postrer sorbo de champaña que era capaz de resistir en el estómago, y llegó el momento en que tendría que resistir la náusea que le provocaba el amo.

Al cabo se levantó, encendido el rostro por la dulce confusión nupcial, y el viejo tonto echó atrás su silla para correr hacia ella y tomarla del brazo con sus huesudos dedos, al tiempo que declaraba, con voz chillona:

—Apóyate en mí, Palomita. Yo mismo te llevaré a la cámara nupcial. Verás con cuánta ternura me ocuparé de ti, mi adorada Laurita. ¡No puedes imaginar cuánto he ansiado la llegada de este momento!

Si hubiera dejado las cosas en este punto, tal vez habría despertado en Laurita un sentimiento de cierta tolerancia hacia su decrépito novio. Pero es difícil desterrar los hábitos de una vida ya larga, y, bien seguro ya de su presa, apenas hubieron traspasado el umbral del comedor buscó a tientas sus tiernas nalgas por entre la falda, el refajo y los calzones, para pellizcarla subrepticiamente con sus dedos pulgar e índice. Laurita, asustada, enrojeció de vergüenza, y dejó escapar un estridente grito que revelaba lo profundo de su embarazo. Miró a su esposo con aire de reproche, y dos grandes lágrimas asomaron a sus ojos azules, asombrosamente dulces. El amo de Languecuisse rió ahogadamente y con picardía.

—¡Je, je! ¿Verdad, hermosa, que no me considerabas tan ágil a mis años? Pues te repito que te sorprenderé esta noche, pichoncito mío. Te dejarás caer en tu almohada y pedirás piedad, te lo prometo. Te haré olvidar a ese bribón de Pedro Larrieu antes de que amanezca. Puedes estar segura de ello. Vamos, hermosa, vamos a la cama.

Laurita se dejó conducir hasta la cámara nupcial. Presa de una lujuria que no podía disimular, el patrón abrió de par en par las puertas, y con aire triunfal señaló hacia la endoselada cama de cuatro postes que se alzaba, imponente y amenazadora, ante los tiernos ojos de la linda virgen campesina.

—¿No es magnífica esta cama, mi querida Laurita? —alardeó él—. Tiene dos colchones cubiertos con edredones para acunar tus adorables carnes. ¡Ven, dame un tierno beso antes de desnudarte; un beso que me haga saber que al fin eres mía, mi linda palomita!

Laurita, obediente, le puso las manos en los hombros, cerró los ojos, y le dio una especie de picotazo en la mejilla que no satisfizo en absoluto al vejete.

—Eso no es un beso, zorrita traviesa —resopló—. ¿Acaso no sabes que soy tu marido ahora, y que tengo todos los derechos sobre ti? Tienes que obedecer mis menores deseos, Laurita. Ésa es la ley, y el padre Mourier te hará saber cuáles son tus deberes si no los aprendiste todavía.

Dicho esto pegó sus delgados y secos labios sobre los rosáceos de ella, mientras Laurita respingaba y se estremecía, deseando que un milagro la sacase de aquella odiosa alcoba, aunque fuera para llevarla a una hacina de heno, donde pudiera yacer desnuda y estrechamente abrazada a su robusto y adorado Pedro Larrieu.

Pero ¡ay!, ello no era posible.

Laurita, advirtiendo que había llegado al fin el espantoso momento, y que nadie podría introducirse ahí para salvarla, ni siquiera su adorado Pedro, solicitó ruborizada a su anciano marido que le permitiera desvestirse en privado. Pero el patrón no era hombre para ser engañado tan fácilmente.

—¡Oh, no, palomita! —repuso astutamente—. No permitiré que te alejes de mi vista hasta que te haya poseído, y gozado del tesoro de tu doncellez, lo que me corresponde por derecho, ya que eres mi esposa. Siempre fuiste una picara y conozco muy bien tus planes. Sí, muy bien, entiéndelo. Quieres que te permita ir a tu alcoba para, una vez que estés allí, cambiarte de ropa y emprender el vuelo para reunirte en el campo con ese bribón bastardo que quiere usurpar mis privilegios.

—¡Oh, no, de ninguna manera, monsieur Villiers! ¿Cómo puede pensar tal cosa de mí? Soy una muchacha honesta, virgen y me muero de vergüenza al pensar que ahora… tengo… tengo que quitarme la ropa y… y permitir que me vea. Cuando menos, llame a Victorina para que me ayude a prepararme para ir a la cama.

—No es necesario, hermosa mía —se apresuró a rechazar el último ardid de Laurita—. Como esposo tuyo que soy, soy también tu amo. Y, además, no queda lugar para el pudor ahora, ya que somos marido y mujer. Vamos pronto, quítate la ropa. Anhelo ver tu hermosa piel blanca, porque todavía recuerdo cómo lucía en la tina cuando participaste en la competencia.

—¡Ah, monsieur! A propósito de la competencia; no me correspondería estar esta noche aquí, a su lado —repuso Laurita ingeniosamente, echando mano a todos sus recursos con el fin de impedir que se consumara el odioso acto—, porque no creo que en mi tina hubiera tanta uva como en las demás. Fue ilegal, y no debí haber sido declarada vencedora. En derecho, hubiera usted debido casarse con la que exprimió más litros.

—Ya basta de alegatos para perder el tiempo, hermosa —gruñó Villiers—. Si no quieres desnudarte tú misma, te haré trizas la ropa. Estoy en mi derecho, y no solamente esto, sino que te azotaré con un látigo si no te comportas como esposa obediente. Es la ley, Laurita.

Ésta elevó al cielo sus hermosos y húmedos ojos, y comenzó luego a quitarse con movimientos vacilantes la ropa, mientras su escuálido esposo contemplaba la operación frotándose las descarnadas manos con lujuria anticipada. Debajo de la blusa llevaba ella camisola, refajo y calzones, así como medias, a cuadros, aseguradas en lo alto de los muslos con jarreteras de satín azul. Sus lindos pies calzaban zapatos de hebillas relucientes. Claudio Villiers se humedeció los labios, y se le quebró la voz por efecto de una anticipación febril cuando ordenó seguidamente:

—Y ahora las enaguas, linda.

—¡Oh! ¡Por favor, monsieur Villiers! Nunca… nunca me he desnudado delante de un hombre… ¿No quisiera dejarme ir a la habitación de al lado para ponerme la camisa de noche? —tartamudeó Laurita.

—De ningún modo, palomita. Por otra parte, no tiene caso que te pongas la camisa de noche, ya que de todas maneras tienes que quitártela —afirmó riendo.

Y luego, con un guiño malicioso, añadió:

—Ya no pierdas más tiempo discutiendo conmigo, muchacha. ¡Las enaguas!

Los finos dedos de Laurita buscaron a tientas el cordón que sujetaba las enaguas a su delgada cintura, y por fin acertó a deshacer el nudo. La prenda cayó, deslizándose hasta los tobillos, y ella brincó por encima de la misma ofreciendo a la vista el encantador espectáculo de verla en camiseta, calzones y medias a cuadros.

—Ahora la camiseta —ordenó él, relamiéndose de nuevo los delgados labios, y brillándole los ojos con la impía luz de la lujuria desenfrenada.

—¡Oh, s… señor! —dijo Laurita temblorosa—. ¿No quiere usted, por lo menos, apagar las velas? Voy a morir de vergüenza si tengo que quedarme completamente… desnuda ante usted. Soy inocente… y tengo miedo.

—Eso es precisamente, lo que te hace tan deliciosamente apetecible, palomita mía —dijo Claudio Villiers—. Pues no estaría tan impaciente por gozar de tus encantos, ni la mitad de lo excitado que estoy, si tuviera conocimiento de que ya te habías acostado con otro hombre.

Esta declaración tranquilizó en cierto modo a Laurita, ya que había temido la posibilidad de que el padre Mourier hubiese informado al anciano patrón de lo que estuvo a punto de suceder entre ella y Pedro Larrieu, en la tupida loma la tarde anterior al día de la competencia entre vendimiadoras, y encontró en ello nuevo motivo de valor para formular otra súplica:

—¡Oh, señor! Precisamente porque nunca he conocido a hombre alguno en la intimidad, e ignoro por lo tanto lo que desea, es por lo que ruego a usted humildemente que se apiade de mi pudor, y no me obligue a cometer actos que mis buenos padres siempre me dijeron que son impúdicos y pecaminosos.

—Tus estimados padres dijeron bien, palomita. Es lo correcto que una señorita se conserve casta para llegar virgen a la noche de bodas. Pero debes tener en cuenta que ya llegó la hora y que, en méritos de la ceremonia que esta tarde nos ha convertido en una sola persona, yo soy el único en gozar del privilegio de contemplar todos tus hechizadores encantos y de disfrutarlos al máximo. Por lo tanto, tú, como esposa mía, debes obedecer el menor de mis antojos. De manera que ya puedes empezar a quitarte la camiseta inmediatamente, y sin mayores demoras.

Laurita se mordió los labios y se sonrojó vivamente, en tanto que los ojos del amo se posaban sobre su cuerpo con mirada lúbrica. Finalmente se plegó a las circunstancias, y volviendo la mirada a un lado con timidez, se quitó torpemente la prenda aludida, pasándola por encima de su cabeza para dejarla caer luego al suelo. Enseguida se cubrió el níveo seno con ambas manos, mientras un trémulo y anhelante suspiro denunciaba que su pensamiento estaba junto al amado ausente, Pedro Larrieu, a quien sí hubiera sacrificado de buena gana todo lo perteneciente a su adorable persona.

Jadeante de excitación a la vista de la tierna jovencita, vestida sólo con calzones y medias, el viejo amo comenzó a su vez a desvestirse, para quedar a fin de cuentas totalmente desnudo. Sus piernas esqueléticas, su pecho hundido —cuyos secos pezones quedaban escondidos tras mechones de pelo blanco— sus huesudos brazos, y la casi obscena calvicie de su cráneo, hicieron que los dulces ojos de Laurita se volvieran hacia un lado con repulsión. Pero lo que por encima de todo le hizo patente de modo más fehaciente su impotencia, fue la vista de su consumido y arrugado miembro, y de los atrofiados y velludos testículos en forma de huevo que pendían debajo, aparatos que no resistían la comparación con la recia virilidad juvenil del rubio muchacho que estuvo a punto de arrebatarle la flor de la virginidad.

—Vamos, pásame tus níveos brazos en torno al cuello, palomita mía —dijo él jadeante—, y besa a tu esposo como es debido y decente en esta noche de nuestras nupcias. Es comprensible tu virginal confusión, y con ello das fe de castidad, pero ahora que estamos solos, sin que ningún intruso haga peligrar tus dulces secretos, prepárate para desvanecer esos temores virginales, y piensa que es deber sagrado de toda mujer dar cumplida satisfacción a su esposo.

Me compadecí de Laurita con todo mi corazón cuando la vi acercarse tímidamente al grotesco y desnudo vinatero, que mostraba los dientes a través de una sonrisa de satisfacción. Y cuando sus bien torneados y titubeantes brazos se posaron sobre el macilento cuello de él, pude captar las gloriosas y firmes redondeces de sus virginales senos, y los almibarados dardos color coral de sus dulces pezones. Resultaba odioso pensar que tales encantos tenían que ser sacrificados ante un altar tan indigno. Monsieur Claudio Villiers era lo bastante viejo para ser, no ya el padre, sino el abuelo de la doncella. Aquel matrimonio, todavía no consumado, más bien parecía un incesto. Y no obstante que los níveos senos de la muchacha se apretaban ya temblorosamente contra el enjuto pecho de él, el menguado miembro no parecía rendir el menor tributo de admiración a tan voluptuosa como juvenil belleza.

—¡Cuán suave y dulce eres, palomita mía! —dijo jadeante él, mientras sus temblorosas manos vagaban sobre la desnuda y suavemente satinada y blanca piel, para perderse después por los suculentos hemisferios de sus seductoras nalgas, que yo había visto ya desnudas una vez bajo el látigo del padre Mourier.

—No puedes imaginar cuánto he anhelado verte y sentirte desnuda, Laurita. Cuando la noche de la competencia el buen padre me dijo que te habías indispuesto, me sumí en una horrible pesadumbre. Me sentí tan solo que estuve a punto de invitar a esa descarada mala pécora de Désirée a que se quedara a consolarme. Y así lo hubiera hecho, de no haber sabido que el buen padre que te confiesa acababa de contratarla aquel mismo día como su ama de llaves.

Después de este fanfarrón discurso, que no podía ser de peor gusto, yo sentía más y más aversión por aquel viejo. Sin embargo, comprendía las razones de su comportamiento: temía la falta de vigor sexual, y en aquellos momentos en que estaba enfrentado a tan voluptuosa beldad quería impresionar su alma inocente imprimiendo en ella la idea de que era un apetecible amante, a cuya alcoba acudían las más apasionadas mozas de Languecuisse. Me prometí proteger la tierna doncellez de Laurita hasta el máximo, mientras ello estuviera dentro de mis pocos alcances.

—Se… señor —dijo Laurita, temblorosa—. Yo quisiera que me excusara esta primera noche… Le prometo que haré cuanto pueda por ser una esposa fiel… pero me siento tan sola y abatida a causa de la separación de mis padres, que me es imposible encontrar en el fondo de mi corazón la manera de proporcionarle lo que anhela de mí.

Monsieur Claudio se rió burlonamente ante esta poética y conmovedora declaración. Sus huesudos dedos se habían posesionado para entonces de los redondos y prominentes hemisferios del elástico y virginal trasero de Laurita, y en modo alguno estaba dispuesto a abandonar su presa:

—¡Ca, de ningún modo, palomita mía! Esta noche seré para ti ambos, padre y madre. Y todavía algo más. ¡Je, je, je!

Después, con el rostro encendido y consumido por el ardor del deseo, ordenó:

—Ahora quiero verte sin calzones, amor. Todo lo que tienes es ahora mío para que lo vea, lo tiente, lo sienta y lo acaricie a gusto. ¡Vamos aprisa!

Las lágrimas escurrían por las mejillas de Laurita, al tiempo que lo rechazaba con repugnancia, y volvía a esconder su jadeante seno desnudo.

—Señor. Sé que debo obedecerlo, pero ¿no quisiera apiadaros algo de mí, y cuando menos apagar las velas? Yo… yo lo besaré tan dulcemente como me sea posible, y dormiré a su lado, pero concédame algunos días para acostumbrarme a lo que de mí desea. ¡Se lo ruego humildemente!

Inútil es decir que tales súplicas no lograron otra cosa que encender todavía más los libertinos deseos del viejo. La asió por la cintura y la empujó hacia el enorme lecho, vociferando:

—¡Harás algo más que dormir, muchachita! ¡Me perteneces, toda entera, todas las partes de tu cuerpo son mías, y lo que quiero es gozar de lo que me corresponde! ¡Quiero joderte gloriosamente esta noche!

Dicho esto la echó sobre la cama, y agarrando los calzones por el dobladillo se los quitó como quien despelleja a una liebre, y arrojó la pecaminosa prenda al suelo, con lo que la hermosa Laurita de cutis níveo y cabellos de oro quedó completamente desnuda, excepción hecha de medias y zapatos. Después también la despojó de unas y otros, y se quedó contemplándola, con ojos que semejaban brillantes puntas de alfiler de ardiente lujuria, en tanto que la tierna doncella rompía en llanto, tratando de esconder su coño virginal con una mano, mientras con la otra intentaba hacer lo mismo con las redondas torres de sus tetas.

—¡Ay de mí! ¡Tened piedad, monsieur Villiers! —sollozó.

El anciano se subió a la cama a un lado de ella, y la virgen se apresuró a rodar hacia un lado para evadirlo, volviéndole su hermosamente esculpido y satinado dorso, y los aterciopelados cachetes de sus nalgas.

Jadeante, comenzó él a acariciarla, deslizando su mano derecha sobre sus muslos y su virginal coño, cuyo montículo aparecía adornado con una mata de oro, y que ella trataba de proteger aplicando la temblorosa palma de su mano sobre aquella diadema de castidad. Excitado por el calor de su satinada piel y de su palpitante carne, el viejo réprobo comenzó a frotar su marchita verga contra los bien torneados hemisferios de las trémulas nalgas de ella. Pude ver a Laurita con los ojos cerrados, al mismo tiempo que una mueca de disgusto aparecía en su dulce rostro en forma de corazón.

—Me estás encolerizando, muchacha, con tu testarudez —advirtió él—. ¡Cuídate, no vaya a ser que te dé una azotaina para enseñarte cuáles son tus deberes para con tu marido!

—¡Ay de mi, piedad señor! —balbuceó Laurita, acurrucándose con todas las fuerzas de sus músculos, a fin de evitar que los inquisitivos dedos alcanzaran el sacrosanto orificio de su coño virginal—. Tiene… tiene… que darme tiempo para que pueda saber lo que pretende de mí… ¡Oh, no me forcé, se lo ruego, si quiere que le tenga algún afecto!

Pero la fricción de aquel desnudo y voluptuoso trasero contra su desmayado miembro había obrado un verdadero milagro. Monsieur Claudio Villiers se encontraba en aquellos momentos en estado de aceptable erección. Su miembro no tenía más allá de cinco pulgadas, y la larga y delgada cabeza del mismo parecía inclinarse ligeramente, mas pude darme cuenta, por las espasmódicas contracciones de sus testículos que se encontraba en estado de excitación erótica.

Como quiera que ella no diera señales de querer voltearse hacia él, sino que continuaba agazapada en forma de feto, con una de sus manos sobre las henchidas tetas, y la otra aplicada al turgente monte de su coño, el patrón arrojó por la borda todo sentimiento de compasión, y, al tiempo que soltaba una imprecación de enojo, la sujetó por la espalda y la forzó a quedar con la misma sobre la cama. Luego, jadeando febrilmente, se arrodilló entre sus palpitantes piernas y dióse a restregar la caída cabeza de su pene contra los dorados rizos que adornaban el coño de la joven, y que en aquellos momentos constituían ya su única defensa contra la tentativa de violación. Laurita dio un grito de alarma, y trató de apartarlo con sus suaves manos, pero era evidente que se encontraba en desventaja, ya que él se las había ingeniado para montarse en la silla.

Había llegado el momento en que yo acudiera en auxilio de la sitiada virgen. Atenta a mi oportunidad, brinqué desde la colcha —en su desbordada furia por conquistar el dulce orificio virginal de su coño, él ni siquiera se había molestado en apartar las sábanas— y trepé ágilmente por entre los cuerpos de ambos, en el preciso momento en que la desdichada Laurita había conseguido hacerse algo a un lado de su anciano violador. Me encaramé sobre su testículo izquierdo y apliqué mi trompa a él. Emitió un estridente grito de dolor, ya que mi mordisco fue profundo, y se apartó de la sollozante doncella, frotándose la picadura. Yo, desde luego, previendo que así iba a ser, ya me había alejado de él en busca de lugar más seguro.

Mi intervención se produjo en momento oportuno. Su miembro se veía ya flácido y completamente abatido entre sus arrugados y huesudos muslos. Echó una mirada furiosa a Laurita, que volvió a encogerse sobre la anchurosa cama, con los ojos cegados por las lágrimas, como si fuera culpa suya que él hubiera quedado temporalmente hors de concours[16].

—¡Ventre-Saint-Gris! —juró él aviesamente, sin dejar de frotarse el dolorido testículo—. ¡Ya me hartaron la paciencia tus tontas lágrimas y tus aires de castidad, palomita! ¿Quieres obligarme a que llame a mi guardián Hércules para que dé una paliza a tus impertinentes nalgas, y que te sujete después mientras yo hago uso de mis derechos?

—¡Oh, no… no, señor! ¡No me trate con tal crueldad! ¡Estoy sola en el mundo, y tan avergonzada! ¡Sea usted gentil conmigo, monsieur Villiers! —lloriqueó ella.

—No tengo que hacer más que llevar mi mano al cordón de la campana que está junto a la cama —advirtió él señalándolo con la mano que le quedaba libre— y voy a hacerlo de inmediato si no te sometes dócilmente.

Él hizo ademán de irlo a alcanzar, lo que le arrancó a Laurita un grito de angustia:

—¡No, por Dios! ¡Deténgase…! Me… someteré.

—Será mejor que así lo hagas —gritó él, jadeante por la dura lucha iniciada por la posesión de la delicada joya dorada escondida entre los níveos y redondos muslos de Laurita—. Apoya la cabeza entre tus dulces manos, palomita, abre tus adorables muslos y prepárate para recibirme.

Cerrando los ojos y apartando su rostro a un lado, la infeliz Laurita obedeció de mala gana. El vil y lascivo viejo se subió otra vez sobre la temblorosa muchacha. ¡Puf! Era como ver una sanguijuela dispuesta a profanar un lirio. Sus huesudos dedos comenzaron a trabajar pellizcando y estrujando los desnudos pechos de ella, y con sus delgados y secos labios comenzó a vagar por el valle que se abría entre los dos redondos y orgullosos globos juveniles, mientras restregaba su dormido falo contra las frondosidades de su virginal monte, todo ello en un esfuerzo por recuperar aquel feliz y accidental vigor que le había acompañado en los comienzos de la sesión.

Su boca puso sitio luego al coralino pezón de uno de los temblorosos senos, y comenzó a chuparlo como si de tal manera pudiera extraer alimento bastante para fortificar su pueril virilidad. Grandes lágrimas asomaron a los ojos de Laurita ante aquella profanación.

Los huesudos dedos del patrón alcanzaron luego las ondulantes posaderas de ella, y los pasó por la suculenta ranura de aquella carne fresca, al mismo tiempo que aceleraba la frotación de su desmayado miembro contra el sedoso coño de su virginal esposa, en un desesperado esfuerzo por darle el vigor necesario para proceder a la desfloración. La encantadora muchacha había volteado el rostro a un lado, y las cuerdas de su suave y redonda garganta se mantenían rígidas y prominentes bajo la piel blanca como la leche, evidenciando la patética aversión que le inspiraba su violador. Así, gradualmente, una vez más, y gracias al dulce calorcito provocado por el contacto del monte de la doncella contra el atrofiado órgano de él, monsieur Claudio Villiers consiguió una segunda erección, aunque ya no tan violenta como la anterior. Y una vez más llegó el momento de que volviera yo a intervenir en ayuda de la muchacha. En el instante en que se alzaba sobre sus vacilantes y huesudas rodillas, con el rostro encendido ante la vista de sus turgentes senos desnudos, brinqué yo a su escroto y le di un violento mordisquito que le arrancó un gran alarido, y lo hizo invocar la ayuda del mismo Satanás, a la vez que fijaba su abyecta mirada en su nuevamente alicaído miembro, completamente inutilizado para la refriega planeada.

—¡Por Dios! ¡Acabe… acabe de una vez, señor… se lo ruego! —dijo Laurita con voz desmayada— antes de que muera de vergüenza.

—¡Qué mil diablos se lleven esta noche desdichada! —juró él—. Será el embrujo de tu blanca piel o su suavidad lo que me aniquila, pero lo cierto es que no puedo terminar mi obra y joderte como mereces, mi adorable palomita. ¡Le vendería mi alma a Lucifer si él fuera capaz de darme el vigor necesario para reducir a astillas tu casta fortaleza! ¡Ah, pero hay otro modo de que le pruebes tu lealtad a tu amor y señor ante la ley, y por Dios que vas a emplearlo de inmediato!

Dicho esto se bajó de encima de ella para quedar de espaldas sobre la cama, junto a la muchacha, y tomando su barbilla con su descarnada mano, le ordenó:

—Arrodíllate sobre mí, lleva tus sabrosos labios rojos a mi verga, y chúpala para extraer la esencia que he ahorrado para ti desde hace tanto tiempo, y que tenía el mejor destino de ir a parar a tu coñito, lo que alguna fuerza demoníaca ha frustrado.

Estuve tentada de darle una tercera mordida ante tal insulto, ya que yo no estoy ni estuve nunca ligada a ningún ente diabólico, aunque a algunos escolares mal instruidos se les cuente que a Job se le envió una plaga de pulgas para apestarlo en una de las muchas pruebas a que fue sometido.

—¡Oh, monsieur… yo… apenas puedo entender qué es lo que quiere usted obligarme a hacer! —tartamudeó la tierna doncella.

Pero yo pude advertir muy bien cómo un delator rubor se extendía no sólo por las lindas orejitas, sino hasta su garganta.

—¡Morbleu! ¡No es posible que seas tan inocente! —gruñó él. Y luego, señalando a su desmayado miembro, ordenó claramente:

—Tomarás mi verga entre tus labios y me la chuparás hasta extraerme los jugos. ¿Comprendiste al fin, palomita mía?

—¡Oh, no!… ¿Cómo es posible que me pida que haga una cosa tan vil? —preguntó Laurita entrecortadamente.

—Porque tú, criatura enloquecedora, tienes que darme satisfacción esta noche de un modo u otro, y ya que la mala suerte ha impedido que introduzca mi verga en tu coño, tus labios sustituirán a éste. ¡Obedéceme, o te juro que te haré azotar rudamente por Hércules!

—¡Cielos! —sollozó Laurita—. Estoy desamparada, señor. No puedo resistir tanta fuerza bruta. Muy… muy bien, entonces… trataré… de obedecerlo… pero estoy segura de que voy a desmayarme. ¡Estoy segura!

—Tonterías. Esto no hizo desmayarse a Désirée —jadeó él, al tiempo que se arrastraba hacia la muchacha, disponiéndose de manera que su regazo quedara justamente en frente de la roja faz de ella, cubierta de lágrimas, mientras que él, a su vez, quedaba frente a las cimbreantes columnas de sus redondeados muslos, y el adorable y dorado rincón escondido entre ellos. Agachándose un poco, cepilló la punta de su linda nariz con la arrugada y marchita cabeza de su falo, y gritó:

—¡Pronto, abre tus labios y ríndele homenaje a tu esposo!

Laurita suspiró con desesperación, al tiempo que se resignaba. No pude leer su mente virginal, pero estoy segura de que pensaba que era relativamente menos penoso para ella cometer tal aberración, que sufrir el asalto de su doncellez por su senil pene. A fin de cuentas, de aquella manera podría conservar su virginidad para su verdadero amado, Pedro Larrieu, sin dejar de serle fiel ni aun después de haberse desposado con aquel anciano y detestable vinatero.

Manteniendo, pues, sus ojos firmemente cerrados, abrió de mala gana sus rosados labios, y absorbió la diminuta cabeza de su senil esposo, quien de inmediato dejó escapar un grito de éxtasis.

—¡Ah, es divino, palomita mía! Ahora chúpalo suave y lentamente, y entrecruza tus suaves dedos detrás de mis muslos… sí… de ese modo… ¡Oh, estoy en la misma entrada del séptimo cielo! Y así descubrirás, mi bella de blanca piel, que a su debido tiempo podré joder tu coño como se merece, una vez que hayamos intimado ambos como verdaderos esposos, tal como debe ser.

Los hermosamente torneados muslos de ella estaban tan juntos uno a otro, que le impedían a él el menor acceso, pero monsieur Claudio Villiers no sentía impulso generoso alguno durante la satisfacción de su lujuria, y por lo tanto ni siquiera intentó acariciar su coño con los dedos; mucho menos recompensar con su lengua sus ejercicios orales. Cada vez lo detestaba yo más, y debo confesar que los dos picotazos que le di me proporcionaron muy poca sangre y menos alimento, ya que estaba tan seco y desprovisto de fuentes vitales para mí, como incapaz fue de darle gusto a aquella dulce virgen cuando la tuvo yacente junto a él, sin más vestimenta que sus medias, sobre su señorial lecho.

Sus quejidos y retorcimientos atestiguaban, empero, que se aproximaba al clímax. No sabría decir si la gentil Laurita estaba suficientemente dotada de intuición femenina para tener conciencia de que era inminente la emisión de su viscoso semen, pero consideré que el derrame del mismo en tan lindo orificio era mucho más de lo que merecía el senil patrón. Así que, en el preciso momento en que sus ojos comenzaron a rodar, y que su pecho comenzó a henchirse denunciando la inminencia del momento, brinqué desde la almohada hasta el mismo centro de su pene, y le infligí mi tercera y más dolorosa mordida, la que lo hizo proferir un espantoso grito y rodar a un lado de la desnuda muchacha para agarrarse con fuerza el palpitante miembro con ambas manos, con lo que sus propios dedos se llenaron con la infamante esperma que se disponía a vomitar sobre los labios todavía vírgenes de Laurita.

Derrotado y maltrecho, monsieur Claudio Villiers trató malhumoradamente de buscar descanso, y se acostó junto a la temerosa doncella, la que, sin embargo, no tenía ya nada que temer aquella noche, pues que sus ronquidos anunciaban, como me lo decían a mí, que ella seguía siendo una esposa sin mancha.

Empero, los dulces suspiros de ella, y sus contorsiones durante el resto de la noche me hicieron suponer que en el curso de sus radiantes sueños Pedro Larrieu estaba realizando con ella lo que su propio esposo no había podido consumar.