El día siguiente fue también festivo, virtualmente, porque la celebración de la vendimia había dado motivo a los campesinos para beber copiosamente el buen vino del lugar —cosa que algunos hicieron a brocal— y durmieron como muertos hasta cerca de mediodía. Además, —tengo la certeza de ello—, hubo verdaderas orgías de fornicación en cada una de las cabañas, y tales excesos físicos, sumados a la liberal indulgencia en la libación de vino, provocó un delicioso sopor, incluso entre los más jóvenes y vigorosos de los lugareños.
Como quiera que sea, el padre Mourier abandonó la rectoría después del desayuno, para visitar de nuevo a monsieur Claudio Villiers, a fin de asegurarse de que las amonestaciones sobre tan estimable varón y la virginal Laurita tenían que ser oficialmente leídas el domingo siguiente. También, conforme informó a Désirée, deseaba visitar a Laurita y a sus padres, después de haber visto a su patrón, a fin de que quedara perfectamente aclarado todo lo relativo a tan importante ceremonia.
El padre Lawrence, quien despertó un poco antes que el obeso sacerdote francés, compartió el desayuno con él, y excusó a éste de la visita a madame Hortense Bernard, diciendo que no era necesario que intercediera en su favor para asegurarle puerto y abrigo durante su estancia en Languecuisse:
—No quisiera que se influyese en la decisión de la noble viuda antes de que me haya visto, querido colega —le dijo al sacerdote francés—. Comprenderá que si va a verla es natural que ella me acepte, sin haber siquiera puesto sus ojos sobre mi persona, simplemente porque confía en usted. Y puesto que estoy en Languecuisse como simple veraneante, y no en misión eclesiástica, me agradaría saber que no le disgusta ofrecerme albergue.
—Esa delicadeza y ese tacto son admirables, ilustre cofrade —dijo alegremente el padre Mourier—. A decir verdad, me temo que las visitas a monsieur Villiers y a Laurita me lleven demasiado tiempo, ya que tanto una como otra demandan diplomacia y deferencia, y sé que está usted deseoso de aposentaros cómodamente, ya que aquí ¡ay!, nos encontramos demasiado reducidos y apiñados para poder brindarle la hospitalidad que merece. De todas maneras, mencione mi nombre cuando visite a la viuda Bernard, estoy seguro de que con ello bastará.
—Créame, padre Mourier, que no puedo tener sino grandes elogios por la amable hospitalidad que ya me ha concedido. Tanto es así, que si me viera obligado a abandonar este pequeño caserío hoy mismo para no regresar jamás a él, me llevaría conmigo el más cálido recuerdo de su albergue.
El padre Lawrence lanzó una maliciosa mirada sobre la frondosa ama de llaves, que en aquel momento estaba ocupada en verter otra dosis de café en la taza de su obeso amo. Su rostro se encendió, y estuvo a punto de derramar el contenido de la cafetera, accidente que pudo evitarse, por fortuna para el padre Mourier, ya que el líquido hervía, y al caer sobre su falda hubiera podido arruinarla para siempre, ya que le hubiera quemado su miembro.
—Perfectamente bien; esto es muy gentil de su parte —dijo alegremente el padre Mourier—. Mas espero que, puesto que estará alojado relativamente cerca de mi humilde rectoría, no va a olvidaros de nosotros una vez se haya aposentado en la morada de madame Bernard. Y ahora, perdóneme, pues debo ir a esparcir la buena nueva, y a informar a esa malévola zorrilla que es Laurita, y a nuestro santo protector de Languecuisse de lo que en breve plazo tiene que conducirles al altar.
Salió de la habitación, y Désirée se deslizó de inmediato junto al padre Lawrence, con sus osados ojos llenos de felicidad por el recuerdo de la noche pasada, para murmurar seductoramente.
—Me dejará desolada, reverendo padre. ¿Cómo podré soportar su ausencia durante un mes entero, sabiendo, además, que está expuesto a las tentaciones de esa impúdica atolondrada que es Hortense Bernard?
—Pero, hija mía —exclamó él, fingiendo alarma ante tal noticia— ¿quieres darme a entender que voy a alojarme en casa de una pecadora?
—Eso es exactamente lo que quiero decir, reverendo padre. Todos sabemos que su esposo se dio a la bebida a causa de las infidelidades de ella, y también porque no se sentía capaz de atender sus incesantes requerimientos lúbricos. ¡Sí, es verdad! La noche que tan infortunadamente cayó en el tonel de vino, había sido arrojado fuera de su casa por esa tunanta, a fin de poder recibir a un guapo calderero que pasó por el lugar aquel día. En busca de consuelo se encaminó entonces a la casa de Jacqueline Aleroute, una buena moza que está casada con el viejo panadero Henri. Y comenzaron precisamente a encontrar alivio entre sus acogedores brazos cuando, así lo quiso el azar, se le ocurrió a Henri regresar a casa antes de lo previsto, ya que tiene por costumbre detenerse en la taberna para beberse una botella de Chablis, después de acabar su tarea de amasar el pan para el día siguiente. Sorprendido precisamente en el acto de ponerle los cuernos al viejo panadero, el pobre Gervasio —que tal era el nombre del esposo de Hortense, reverendo padre— saltó por la ventana, pero como llevaba los calzones caídos hasta los pies, perdió el equilibrio y cayó dentro de la tina de vino.
—He ahí una trágica historia, hija mía. Pero tal vez mi presencia en la morada de madame Bernard ejercerá sobre ella una influencia benéfica. Con mis consejos y orientaciones es posible que se sienta capaz de arrojar lejos de sí el demonio de la tentación carnal.
—Tal vez, reverendo padre —dijo Désirée, aunque moviendo negativamente la cabeza—. Mas me temo que tratará de llevar a usted a su desvergonzado lecho. El mero hecho de la presencia de un hombre en la propia habitación donde se encuentra ella excita su lujuria. Y lo peor de todo… ¡Oh, me da vergüenza relatarlo ante usted, reverendo padre!
—Habla claramente, con toda franqueza, hija mía, pues no hay pecado mortal con el que no esté familiarizado. Y cuanto más sabe uno acerca de las sutiles formas de corrupción de que se vale el diablo, mejor se está preparado para hacer frente a ellas.
—Eso es cierto, reverendo padre. Bien, pues… más, realmente, es tan vergonzoso que me llena de vergüenza el sólo hecho de pensar en ello…
El padre pasó sus brazos en torno a la cintura de ella, y le obsequió con una benévola sonrisa, al tiempo que contestaba:
—Te perdono por anticipado y te felicito, además, por tu pudor, hija mía. Y ahora dime con toda franqueza cuál es esa terrible inclinación de madame Bernard que tanto te horroriza.
Désirée tembló al sentir el abrazo de él. Prestamente se inclinó hacia su oído y susurró algo, en tanto que su seno subía y bajaba por efecto de la emoción:
—¿Estás segura de que prefiere que la jodan por detrás, hija mía?
—¡Chist! No debe pronunciar tan horribles palabras, reverendo padre —murmuró la fornida ama de llaves, con el rostro encendido por el cosquilleo sensual.
—Nada hay de malo en las palabras, criatura. Sólo los actos son pecaminosos. Y bueno está. Levanta el ánimo, ya que puedes estar segura de que haré entrar en razón a esa desdichada mujer, después de reconvenirla debidamente. A fin de cuentas, no ha tenido la fortuna que tú tuviste al encontrar empleo como ama de llaves junto a un guapo sacerdote del Señor. Voy a dejarte ahora para ir a conocer a esa descarriada criatura, hija mía. Que las bendiciones caigan sobre ti una vez que me haya ido.
—Así será ¡ay de mí!, reverendo padre —dijo Désirée, al tiempo que un lánguido suspiro escapaba de su boca.
—¿Por qué te apenas? —dijo él, levantándose y acercándose para pellizcar los prominentes globos de sus estupendas nalgas por encima de la falda—. No debes tener secretos para mí, hija mía, como ya sabes.
—Yo… me sentiré… tan sola sin usted, reverendo padre, a mi lado para consolarme —se lamentó Désirée con el rostro cabizbajo.
—Animo, hermosa hija mía. Levanta esa adorable cara y dame un beso de despedida. Te prometo que no te abandonaré en mis oraciones, ni tampoco en mis pensamientos. Cada vez que sientas que se apodera la desesperación de ti, o que experimentes algún trastorno que tu digno patrón no pueda aliviar, te permito que vayas en mi busca a la morada de madame Bernard.
Diciendo esto, el sacerdote inglés acarició una de sus temblorosas mejillas con la mano, y pegó sus labios a los de ella, mientras la mujer se retorcía lascivamente contra él. La lengua del ama de llaves se proyectó por entre los labios de él mientras lo atenazaba entre sus brazos, renuente a dejarlo partir.
—¡Oh, por favor, re… reverendo! —murmuró ella temblorosa—. ¿No quiere dulcificar mi soledad por última vez antes de irse? Estoy segura de que una vez que vaya a vivir junto a esa descocada de Hortense Bernard, estará tan ocupado en expulsar los demonios de su cuerpo, que ya no tendrá tiempo para ocuparse de su humilde servidora Désirée.
—Tienes que aprender a ser paciente y disciplinada, hija mía —murmuró él—. No tengo tiempo para aliviar tu desazón por completo, pero proporcionaré un respiro momentáneo a tus inquietudes. Álzate para ello la falda y las enaguas hasta la cintura, y sígueme dando besos de despedida.
—Yo… no llevo enaguas… re… reverendo padre —tartamudeó Désirée.
—Tanto mejor, porque habrá menos pérdida de tiempo repuso él.
La aguerrida morena levantó rápidamente su falda, bajo la cual apareció completamente desnuda, y la mantuvo enrollada por encima del vientre con una mano temblorosa, mientras con la otra buscaba afanosamente bajo la sotana, precisamente en el punto donde se encontraba el arma sexual del sacerdote, pero el cura inglés sacudió la cabeza, deteniéndola:
—No, hija mía —le dijo con firmeza, aunque gentilmente—. Debes aprender la lección de la templanza. Voy a aliviar tus angustias únicamente, y por lo tanto debes contenerte en cuanto a otras actividades. Emplea esta mano para asirte a mis espaldas y encontrar apoyo, y dame luego tus apetitosos labios rojos.
Ella obedeció de mala gana. Una vez que hubo pegado sus labios a los de él, pasó el sacerdote su brazo izquierdo en torno a la elástica cintura de ella, y aproximó el índice de la derecha al oscuro y espeso bosque castaño que escondía los rosados labios del coño de ella. Delicadamente, con suma parsimonia, comenzó a masturbar a la bella amazona con el dedo rígido aplicado a los trémulos pétalos coral del agujero del coño, hasta que la joven viuda voluptuosa comenzó a suspirar, a jadear y a estremecerse, moviéndose de un lado a otro.
—No dejes caer la falda, hija mía, o me detengo en el acto —advirtió él—. Y sigue besándome con pasión para demostrarme tu pena por mi partida.
Sus ardientes labios se unieron con fervor a los de él, y la lengua de Désirée se introdujo vorazmente en la boca del sacerdote, acariciándole dientes y paladar, en tanto que le enterraba las uñas como garras en el vigoroso dorso. El dedo de él reanudó su friccionante caricia sobre los labios de su Monte de Venus, que inmediatamente comenzó a henchirse y a humedecerse, a crisparse y a enrojecer, inflamado por los deseos provocados por aquel cosquilleo. Sus ojos se dilataron enormemente, húmedos de pasión, en tanto que suspiraba:
—¡Ooooh!… ¡Aaaaah!… ¡Ah!, re… reverendo… ¡Oh…! Le ruego, reverendo padre, que no me torture de este modo, sino que entre en mi surco con su vara… ¡Lo deseo tan ardientemente, puesto que ha de serme negado en lo futuro!
—Consuélate con el recuerdo de la comunión que te di anoche, hija mía, ya que su vigor ejemplar no puede ser olvidado prontamente —fue su presuntuosa respuesta—. Y recuerda este precepto de valor incalculable: a veces, lo imaginado recompensa más que la propia realidad. Mejor aún, hazte la idea de que lo que sientes entre tus firmes muslos es aquello mismo que en tan alto grado estuviste disfrutando la última noche, teniendo en cuenta que lo que ahora me estoy dignando ofrecerte es también un miembro que forma parte de mi persona.
—¡Aaaay!… ¡Oooh!… ¡Aaaah!… sí… sí… reverendo… —balbuceó la apasionada amazona, cuyo bajo vientre había comenzado a menearse y contorsionarse convulsivamente, por efecto de un dedo inteligente que la llevaba al paroxismo del placer—. Pero el otro…, mié… miembro era mucho más largo… y más grueso… ¡Aaaah!
—La ingratitud está a la orden del día en el mundo, hija mía —dijo él sentenciosamente, mientras seguía frotando los prominentes labios del coño de ella, en tanto que con la mano izquierda la atrapaba por la nuca para obligarla a besarlo sin cesar—. Puesto que estoy atendiendo a tus necesidades en un día como éste en el que tengo otras misiones que cumplir, quiere decir que te tengo alguna estima. De manera que confórmate. ¿Acaso no alivio algo tus ardores?
—¡Aaah…, oooouuu…, ahrrr…, sí… sí…! ¡Oooh!, re… reverendo —suspiró abandonadamente Désirée—, pero toma tanto tiempo con el dedo… ¡Ah, si tuviera dentro su gran vara, metida hasta las raíces, el recuerdo que guardaría de usted sería mil veces mejor… ahrrr…! ¡Ooooh!… aprisa, por favor, porque mi coño está ardiendo.
—Recompénsame con tus besos entonces, criatura, y te proporcionaré el alivio que ansias —murmuró él.
Cuando una vez más los febriles labios de ella, cálidos y húmedos, se pegaron a los del cura, y cuando de nuevo su ágil lengua se introdujo, serpenteante, entre los labios de él, el padre Lawrence buscó con el inquisitivo dedo hasta alcanzar el pequeño nódulo de su clítoris —deliciosamente escondido entre los pliegues de su suave y sonrosada carne de amor— en el que estaba almacenada toda la potencia de la fiebre sexual de aquella mujer. No bien hubo rozado allí con aquel simulacro de miembro varonil, cuando el clítoris endureció palpitante, y un grito sofocado comenzó a escapar de la temblorosa ama. Sus muslos fueron presa de estremecimientos, y le fue difícil sostener la falda levantada sobre el vientre, si bien la mano izquierda de él la ayudó a sostenerse aumentando la presión con que la había atrapado por la nuca.
Siguió el dulce martirio de frotar el botoncito de su erótica gruta, hasta ponerla fuera de si, y ocasionar que se apoderaran de ella incontrolables espasmos que la hacían apretarse y combarse sobre él empleando todos los recursos de que era capaz, incluso el de la adulación de una lengua que humedecía ávidamente sus labios, para inducirlo a joderla. Pero con heroica templanza el padre Lawrence resistió todas las tentaciones (por razones que pronto quedarán de manifiesto ante mis lectores) contentándose, simplemente, con menear su clítoris de un lado a otro hasta que, por fin, Désirée anunció haber llegado al éxtasis por medio de un ronco grito de placer, al tiempo que colocaba ambos brazos en la nuca de él, y su cuerpo se arqueaba y contorsionaba en loca respuesta. Extrajo él su índice copiosamente lubricado para secarlo en la falda de ella: la besó luego castamente en la frente, y le dijo que la recordaría en sus oraciones. Luego, en tanto que ella se retiraba hacia la cocina, anegada en lágrimas, para preparar los alimentos de aquella tarde para el padre Mourier, el padre Lawrence abandonó la rectoría.
La vivienda de la viuda, que el buen padre Mourier había recomendado como posible albergue, no estaba lejos de la rectoría. Bastaba un agradable paseo al través de campos verdeantes, cercados de setos, muy semejantes a aquél en el que Laurita Boischamp había sido sorprendida la noche anterior, con las funestas consecuencias que son ya bien conocidas de mis lectores. El padre Lawrence anduvo despacio, disfrutando del paisaje, del cálido verano y del azul del cielo, serenamente, a plena satisfacción de sus sentidos. Al cabo, llegó a la pequeña quinta, a cuya puerta llamó. La abrió una sorprendentemente bien conservada mujer, a la vista de la cual se alegraron de inmediato los ojos del buen clérigo.
—Oh, mon pere —exclamó la mujer llevándose una mano a la boca—. ¿Le ha ocurrido algo al padre Mourier, y viene usted a sustituirlo?
—Tranquilízate, hija mía —respondió en el acto el padre Lawrence en un francés bastante aceptable—. Tu preocupación por la salud de mi cofrade me habla de la alta estima en que lo tienes. Ël, por su parte, apenas anoche te llenó de elogios ante mí, prodigándote alabanzas por tu celo y devoción de feligresa.
—¡El buen sacerdote! —dijo tiernamente la viuda, al tiempo que elevaba sus ojos al cielo—. ¡Que Dios lo bendiga eternamente! Pero, entonces ¿es que han designado a dos sacerdotes para Languecuisse?
—No, madame Bernard, pues yo sólo estoy aquí de vacaciones, en espera de reintegrarme a mi seminario en Inglaterra, donde debo reanudar mis deberes —le informó sonriente—. Pero como quiera que aquí soy forastero, el padre Mourier fue lo bastante bueno como para sugerirme que tal vez aquí podría encontrar alojamiento y comida, desde luego previo pago de los servicios. Busco tranquilidad y aislamiento para mis meditaciones, y ten la seguridad de que no he de causarte la más mínima molestia.
En el curso de este pequeño discurso, la robusta mujer no cesó de observar abiertamente la viril naturaleza del clérigo inglés, mientras él hacía lo propio, discretamente, con los encantos de ella, a la vez que se le venían a la mente los recuerdos de sus debilidades carnales, de las que le había hablado Désirée. Hortense Bernard no era mucho mayor que Désirée, a lo sumo tendría dos años más; era morena clara, con una mata de cabello que caía lustrosa sobre sus hombros y poseía un simpático rostro redondo, en el que lucían dos grandes y dulces ojos profundos, muy espaciados, una nariz helénica de abiertas aletas que denotaban un temperamento sensual, y unos labios pequeños aunque maduros y rojos.
Más lo que llamaba mayormente la atención era su cuerpo. Ni siquiera la amplia falda que llevaba alcanzaba a disimular las curvas realmente armoniosas de sus apetitosas caderas, de sus robustos y firmes muslos, bien dotados para soportar más de una violenta carga de la poderosa arma de un macho en celo. Las finas y bien torneadas pantorrillas estaban desnudas, y su piel tenía el lindo matiz de un clavel, capaz de despertar el apetito sexual hasta de un exigente filósofo de las debilidades femeninas como el padre Lawrence había demostrado serlo. En cuanto al busto, diremos que lo acentuado del escote exageraba sus admirables tesoros: eran los suyos dos apretados y redondos melones muy prominentes que, si uno atisbaba por la abertura de la blusa, dejaban ver en sus centros unos anchos círculos de color coral pálido, de los que emergían dos botoncitos adorables color naranja, que deleitaron al padre Lawrence, a juzgar por la mirada de sus ojos cuando se posaron sobre aquella mujer.
Yo descansaba sobre su hombro izquierdo, conservando mis fuerzas, pues también yo estaba de vacaciones. El cálido sol y lo lánguido del clima, habían ejercido efectos somnolientos sobre mí casi desde el momento mismo de mi llegada. Por lo que hace a mi nutrición, había cenado ya poco después de mi arribo a Languecuisse, de manera que podía dominar la necesidad que, de vez en cuando, me asaltaba de chupar un poco de sangre. Lo que más me interesaba, querido lector, era el desenlace de aquella complicada relación entre el obeso padre francés, la tierna Laurita, el infeliz enamorado de ésta, la amazónica Désirée y el padre Lawrence. Algo —me decía— tenía que suceder antes de que este último abandonara el pueblo, y que constituiría un divertido y dramático episodio digno de incluirlo en mis memorias, y recordarlo en mi vejez. Porque también las pulgas van perdiendo fuerzas, como menguan las de los hombres, y queda relegada, por tanto, a sustituir sus urgencias primordiales con los tiernos recuerdos del ayer.
—¡Oh, reverendo padre! Será un gran honor para mi acogerlo en mi humilde casa —remarcó la viuda de Bernard con un exagerado aleteo de sus largas y rizadas pestañas, y el rostro encantadoramente encendido por un rubor digno de una quinceañera—. Desde que falleció mi pobre esposo, hay en mi hogar un cuarto vacío, que ensombrece mi corazón cada vez que paso por él, ya que era la alcoba donde mi marido Gervasio y yo vivimos ¡ay!, nuestras dichas conyugales.
Suspiró varias veces encantadoramente, al mismo tiempo que bajaba los ojos con recato. Pude observar que el padre Lawrence estaba excitado, y bien dispuesto a olvidar los clandestinos deleites que le había proporcionado Désirée, presa del ansia apremiante de disfrutar los de la viuda de Bernard.
—Es muy generoso de tu parte, hija mía, y el cielo te colmará de bendiciones por ello —dijo él, con una sonrisa—. He aquí diez francos para el pago de mi primera semana de alojamiento. Pienso que bastarán para comprarme también algo de comida.
—¡Oh, reverendo padre! ¡Con tanto dinero puedo dejarlo ahíto de ganso rostizado y de pato tierno! —exclamó feliz la viuda—. Hágame el honor de entrar en mi humilde morada para que pueda mostrarle la habitación. Ningún hombre ha entrado en ella desde que el pobre Gervasio abandonó este mundo para recibir su recompensa eterna, la que de cada día ruego con todas mis fuerzas haya alcanzado ya.
—Amén —repuso el padre Lawrence—. Pasa por delante, Hortense Bernard, para indicarme el camino.
La rolliza viuda inclinó la cabeza deferentemente, y abrió el camino seguida por él. Los ojos del padre iban fijos en el balbuceo de las amplias caderas de ella, observando las ondulaciones de su notable trasero, que la falda hacía resaltar a cada uno de sus pasos. Y recordando lo que Désirée le había confiado íntimamente al viril sacerdote inglés sobre las predilecciones de la viuda de Bernard, yo misma podía atestiguar que ésta estaba soberbiamente dotada para satisfacer la lujuria contra natura de cualquier hombre que pretendiera emular las perversas prácticas sexuales asociadas con la infame ciudad de Sodoma en los tiempos bíblicos.
La viuda abrió una estrecha puerta e inclinó de nuevo la cabeza mientras entraba. El mobiliario consistía en una cama baja, un baúl para la ropa, una banqueta y una silla sólida, de respaldo corto. Una pequeña ventana se abría más o menos a la altura del hombro de una persona. El padre Lawrence se dirigió a ella y echó un vistazo afuera. Después se volvió con una sonrisa a flor de labios:
—Una alcoba realmente exquisita, madame Bernard. Todo es intimidad aquí, y eso es lo que buscaba. Le quedo agradecido.
—No faltaba más. Yo soy la agradecida, reverendo padre. ¡Diez francos!… Es una dádiva de los mismos cielos —dijo efusivamente, al tiempo que se apoderaba de la mano del padre para llevarla a sus labios y besarla.
Benévolamente le dio él unos golpecitos en la cabeza con la otra mano y contestó:
—Me ensalzas demasiado, hija mía. ¿Qué es el dinero, sino un simple objeto de cambio que se debe compartir con aquellos que lo necesitan? Y ahora, con tu permiso, voy a disfrutar de una pequeña siesta que necesito para recobrar mis fuerzas.
—Claro está, reverendo padre, claro está… —asintió la vigorosa viuda con voz dulce y en tono bajo, mientras se inclinaba servilmente al retirarse de la habitación con marcada cortesía, para cerrar la puerta tras ella.
El padre Lawrence abrió la maleta que había traído de la rectoría del padre Mourier, y buscó lugar en el baúl para su escasa vestimenta. Una vez encontrado, se quitó la sotana y la teja, las colocó encima del baúl, y se acostó de espaldas sobre la cama sin más ropa que los calzoncillos. El tiempo era todavía sumamente caluroso, y por ello no había necesidad de otros paños menores. Apenas había cerrado los ojos y dejado escapar un suspiro de satisfacción, cuando me fue posible advertir una gradual hinchazón en la bragueta de sus calzoncillos, y no tardó en entrar en gigantesca erección su viril aparato. Tal vez estaba soñando en su cita con Désirée, o quizá con una eventual reunión con la virginal Laurita. Me sería imposible precisarlo, pero fuese la causa que fuese, su órgano había endurecido en tal forma que sería capaz de abatir cien virginidades.
Cerca de diez minutos más tarde llamaron discretamente a la puerta, pero el padre Lawrence no dio muestras de haberse enterado de ello. Su respiración era regular, sus ojos estaban cerrados, y su enorme órgano se mantenía erecto como la estaca de un tótem.
Al rato la puerta se abrió cautelosamente, y la viuda de Bernard asomó la cabeza. No oyendo ruido alguno que hiciese su huésped, entreabrió algo más la puerta y se introdujo en la alcoba. De inmediato advirtió la gran protuberancia, y sus ojos se abrieron cuán grandes eran, al mismo tiempo que un delicioso color rosado asomaba en sus mejillas. Se aproximó a la cama de puntillas y se inclinó para admirar aquel símbolo de virilidad con los labios abiertos en forma de asombro. En ese preciso momento el padre Lawrence abrió los ojos y los dirigió hacia ella.
—¿Sucede algo, madame Bernard? —preguntó.
Los colores que encendían el rostro de la viuda se acentuaron, al tiempo que se apresuraba a llevar la mirada de la bragueta al pecho y tartamudeaba:
—Oh…, no…, no…, re…, reverendo padre… sólo vine para ver si se le ofrecía algo para comer cuando despertara Como no sabía que iba usted a alojarse aquí, tengo muy poca comida en mi despensa, sólo la suficiente para mí, de manera que tengo que ir al mercado para procurarme algunos bocadillos para su cena de esta noche. Y… y me proponía preguntarle qué prefería.
—Comeré lo mismo que usted, madame Bernard. No se tome la menor molestia al respecto, se lo ruego.
—Como… como usted desee, reverendo padre —volvió a tartamudear la señora Bernard.
Pero no hacía intención de marcharse, y una vez más, como hipnotizada, sus ojos se vieron obligados a volverse hacia la sobresaliente estructura que pugnaba bajo la fina tela de los calzoncillos de él, enardecida al máximo.
Él mantenía la mirada a nivel normal, tumbado como estaba con la cabeza apoyada en los brazos flexionados detrás de la nuca:
—¿Quería decirme algo más madame? —preguntó cortésmente.
—No… no… reverendo padre —repuso ella con voz temblorosa.
Tenía los brazos en jarras y su prominente seno subía y bajaba, perdido el ritmo. El rojo vivo de su bochorno se le había corrido hasta la garganta, y encendía también sus lindas orejitas.
Para sacarla del curioso estado de estupor que le impedía moverse del lugar en que se encontraba, al padre Lawrence le dirigió una mirada significativa, para agregar en tono calmado:
—No cesa usted de mirar mi vara, madame Bernard, como si se tratara de un fenómeno único. No trato de ofender su castidad, pero sí considero necesario explicarle que esta condición es natural en mí cuando me encuentro completamente a mis anchas, y, sobre todo, cuando estoy entregado al reposo. No quisiera en modo alguno que pensara que ello puede significar un designio de atentar contra su indiscutible virtud.
—¡Oh, re… reverendo padre! Yo no… no pen… no pensaba en nada de eso —dijo entre jadeos la avergonzada viuda—, ya que sin duda alguna un hombre de las cualidades de usted, reverendo padre, jamás iba a dignarse advertir la presencia de una persona de tan baja alcurnia como la mía, pero su… su vara… su vara es tan… tan… gorda, que no pude menos que verla.
—No debe menospreciarse a sí misma, hija mía —repuso él melosamente—. Su gentileza al proporcionarme cobijo durante mi estancia en Languecuisse la eleva de inmediato por encima de muchos de los habitantes de este encantador pueblecito. Además, es usted bien parecida y agradable de cara y cuerpo, y me maravilla que ningún hombre de bien haya tratado de remplazar a su difunto esposo.
Hortense Bernard agachó la vista y repuso desmayadamente:
—Traté… de encontrar un hombre que pudiera ocupar el lugar de mi pobre Gervasio, pero hay muy pocos que puedan comparársele, reverendo padre. Desde luego… también tenía sus debilidades…
—Como las tenemos todos, hija mía.
—Sí, reverendo padre. Como decía, mi pobre Gervasio no se acostaba conmigo con tanta frecuencia como yo deseaba, aunque era tan hombre como usted, reverendo padre… Yo… yo quise decir…
Se hizo a un lado, sumamente apenada por haberse manifestado tan torpemente, pero el padre Lawrence, lejos de enojarse por su franqueza, la alentó a continuar:
—No me ofende, hija mía al compararme a un noble consorte que la llevó hasta el cielo. Por el contrario, es agradable saber que marido y mujer se dan satisfacción mutua, porque los buenos matrimonios proceden del cielo, y es satisfactorio que hombre y mujer se gocen mutuamente.
—Yo… yo estoy segura de ello, reverendo padre. Sólo que Gervasio… bueno, no se daba satisfacción siempre que se ofrecía el caso, y a menudo peleábamos por esta razón. Cuando ahora miro hacia atrás me arrepiento de mi pecaminosidad, yo… yo le pedía… que me hiciera cosas que él juraba no eran propias de marido y mujer. Y por ello comenzó a darse a la bebida y a abandonar mi lecho.
—Nada de lo que un hombre y una mujer hagan bajo el amparo del amor puede ser impropio, hija mía. Es lástima que él no comprendiera esta gran máxima.
¡—Así es! —suspiró ella retorciendo nerviosamente los dedos, y apartando de nuevo su rostro escarlata de la mirada de él.
—Quizá proporcionaría alivio a su trastornado corazón revelarme los motivos de la disensión entre usted y su difunto esposo, madame Bernard —insinuó él.
—¡Oooh, re… reverendo padre! ¡Jamás me atrevería! —exclamó ella.
—Pero si no sé las causas, me es imposible proporcionarle el remedio, hija mía. Vamos, ya le dije que estoy de vacaciones en mi orden por todo este mes, de manera que puede verme como a un amigo que simpatiza con usted, y no como un Gran Inquisidor —repuso él amablemente.
—¿De veras… no me regañará… no me sermoneará? —murmuró ella.
—En modo alguno, se lo prometo. Vamos, hable ya, dese prisa —instó él, sentándose en el borde de la cama y tomando su trémula mano.
Inclinó ella la cabeza, como muchachita sorprendida en una falta, y por fin se soltó hablando abruptamente, aunque con voz temblorosa:
—A veces… a veces… deseé que Gervasio me jodiera…, me jodiera… por detrás… tal como he visto hacerlo a los animales en el campo.
—¿Qué tiene ello de malo? No hace uno más que seguir el ejemplo sentado por la naturaleza.
La robusta y joven viuda apartó la vista, temblorosa, al mismo tiempo que intentaba retirar la mano que él le tenía asida, pero el padre Lawrence se la retuvo tenazmente e insistió:
—Debe ser franca conmigo, hija mía. Una vez que me haya revelado los secretos que la trastornan porque los ha escondido en su mente, desaparecerán para siempre los motivos de zozobra.
—Sí…, sí… reverendo padre —tartamudeó Hortense, cada vez más embarazada—. Lo que ocurre es que… es que… no era sólo a joderme por detrás… a lo que mi esposo se oponía…, ¿sabe usted?
—¿Cómo he de saberlo? Lo ignoro por completo. Sea más explícita.
—¡Oh… Dios mío! Me resulta tan difícil hablar de cosas tan delicadas a… a un hombre como usted… que viste hábitos.
—Eso es lo que precisamente puede ayudarla a revelar sus problemas, hija mía, ya que los hombres de mi clase son mucho más conocedores de las cosas de este mundo, y comprenden mejor las dificultades que abruman a los ignorantes. ¡Hable, por favor!
—Yo… quería que… que él me metiera su… miembro en el otro lugar, re… reverendo padre.
—¿En el otro lugar? —fingió ignorar el padre Lawrence lo que la viuda trataba de dar a entender—. ¿Por qué no me enseña cuál? Nada mejor que una demostración práctica para entender mejor. Quítese la falda y señáleme cuál es el otro lugar a que se refiere.
Ya para entonces su vara había alcanzado todo su largo y su grosor, y se ofrecía todavía más formidablemente rígida ante los dilatados y húmedos ojos de Hortense Bernard. Ésta dejó escapar un largo y trémulo suspiro y luego, con la vista baja, se despojó temblando de la falda, que dejó caer hasta sus bien torneados tobillos. Enseguida se pudo ver que bajo la falda no llevada nada, ya que quedaron expuestas las suaves curvas de la encamada piel de su vientre, marcado por el ancho pero poco profundo orificio del ombligo, y, más abajo, una mata de rizos castaño claro que florecían más abundantemente en las proximidades de un coño sabrosamente regordete. Antes de que él pudiera mostrar su asombro ante tal revelación, se volvió ella de espaldas y, llevándose un dedo tembloroso al estrecho y sombrío agujero que separaba dos hemisferios magníficamente sazonados, murmuró:
—Era… era aquí… reverendo padre… donde… donde yo pedía a Gervasio que metiera su… su… cosa, y él decía que era perversidad hacerlo. Yo le suplicaba que lo hiciera, como una demostración de su afecto de esposo, ya que yo siempre me ofrecía de buena gana, o mejor, con verdaderas ansias, a que él me poseyera en la forma regular. Sin embargo, cada vez que le imploré esta dádiva me la negó.
Los ojos del clérigo brillaron de concupiscencia a la vista de aquellas hechizadoras nalgas que se ofrecían proyectadas hacia él, y no tardó en extender su mano para palpar y acariciar las aterciopeladas redondeces. Hortense Bernard se sobresaltó y abrió desmesuradamente los ojos ante aquellas gentiles caricias, y, sin duda en un acceso de falso pudor, ocultó con su mano su velluda rendija.
—No tenía razón para negarle lo que le pedía, hija mía —dijo él, por fin, con voz ronca y vacilante—. Y mucho menos desde el momento que usted no eludía el cumplimiento de sus deberes conyugales. Pedía únicamente una muestra especial de cariño que él le negó sin piedad.
—Así es, reverendo padre —musitó la semidesnuda mujer.
—¿Todavía abriga tales deseos, hija mía? ¿Aún anhela ser jodida por ahí?
Hortense Bernard cerró los ojos, y un voluptuoso estremecimiento recorrió su dorso mientras decía desmayadamente:
—Sí… sí… reverendo padre.
—En tal caso me ofreceré yo mismo para apaciguar sus necesidades, criatura. A menos que mi ofrecimiento la ofenda.
—¡Oh, no! —exclamó la viuda de negra cabellera, echando una nueva mirada a aquel enorme palo, a la vez que se relamía las comisuras de los temblorosos labios en anhelante espera del inesperado don, prometido por el nuevo huésped, que por su condición de dignatario espiritual iba a honrar su humilde morada.
—Entonces, tengo ante todo que preparar el terreno. Tiéndase sobre mi regazo, hija mía —instruyó.
Tan pronto como ella hubo obedecido, con el rostro encendido por el rubor, el cura le pasó el brazo izquierdo en torno a la cintura, alzó la otra mano y le dio una sonora palmada en la madura cima de uno de los cachetes de su aterciopelado y desnudo trasero, golpe que dejó una sonrosada marca.
—¡Oh! —jadeó ella, volteándose temerosa a mirar hacia atrás y preguntándose, sin duda, qué relación tenía aquel preludio con el placer sodomítico tan largamente anhelado.
—No se mueva, hija mía —ordenó él, asestando un nuevo y rudo golpe sobre su trasero, que dejó otra marca más visible en la fina piel de sus posaderas—. Un pequeño vapuleo le calentará las nalgas, y despertará la sangre adormecida y aflojará los músculos, preparándola mejor para lo que, de otro modo, se asemejaría algo a un suplicio.
Así instruida. Hortense Bernard cerró los ojos, apretó sus pequeños puños, y se sometió a aquella «preparación». Su bajo vientre se retorcía de un modo lascivo sobre la terriblemente abultada bragueta del padre Lawrence, que indiscutiblemente tenía que hacer máximo uso de sus hercúleos poderes de autocontrol, sin por ello interrumpir la atormentadora distracción de aplicar vigorosos manotazos sobre aquel par de suculentos hemisferios, hasta colorearlos de escarlata, mientras ella sollozaba, pateaba y se contorsionaba tratando de eludir los golpes de manera por demás excitante.
—Ahora creo que podemos ya proceder a satisfacer sus secretos deseos, hija mía —remarcó él con una voz ronca, trémula por la lujuria—. Quítese la blusa y póngase boca abajo sobre la cama, con las piernas bien abiertas, para facilitar la introducción.
La viuda se deslizó lentamente del regazo de él, después de frotarse enérgicamente sus ardientes nalgas desnudas, se despojó de la blusa, y quedó tal como el día en que vino al mundo. Subida en la cama, con la cabeza inclinada y las palmas de las manos sobre el cobertor, ampliamente abierta de rodillas, le presentó el espectáculo de un terriblemente inflamado trasero frente al que la boca se hacía agua. Por contraste, unas pantorrillas y unos muslos que no habían sido tocados relucían con un suave satinado de clavel, era una gloria ver.
También él se levantó y se quitó los calzones, para dar libertad a su enorme falo. Durante unos instantes estrujó y masajeó las rojas nalgas de ella con dedos sabios, en tanto que la hermosa viuda caracoleaba y se retorcía. Por fin, entreabrió ambas colinas para dejar a la vista la arrugada rosa del agujero de su culo. Los delgados labios se contraían con natural pudor, cosa que no hacía más que enardecer los deseos del padre Lawrence, a juzgar por las palpitaciones de su engrosado miembro. Manteniendo los globos separados por medio de los dedos índice y pulgar de la mano izquierda, aproximó el índice de la derecha a la suave roseta y le prodigó algunas caricias, lo que hizo suspirar y murmurar incoherencias a madame Bernard. Después introdujo suavemente apenas la punta en el estrecho conducto de aquella furtiva hendidura destinada a las perversidades de Sodoma.
—¡Oh, reverendo padre! —suspiró ella, agitando convulsivamente las caderas como resultado de aquella tentativa preliminar.
—Paciencia, hija mía —la amonestó él—. Tengo lo necesario con qué satisfacer sus deseos, y lo único que le pido es una decidida colaboración para producir el resultado tan apetecido por usted.
Dicho esto retiró su dedo, lo humedeció con abundante saliva y untó luego con ella el fruncido lugar, lo que hizo que ella se balanceara sobre sus rodillas para imprimir a sus caderas el más lúbrico movimiento de rotación que quepa imaginar. A continuación, tras de escupir de nuevo sobre los dedos índice y medio de la mano derecha, llevó la saliva a la fulminante cabeza de su rígido y desafiante pene, y seguidamente a lo largo de la dura columna surcada por gruesas venas.
—Ahora, hija mía, vamos a intentar un acoplamiento de medidas —dijo él—. No se retire cuando comience a sentirme dentro de esta apretada alcoba. De lo contrario el buen trabajo que he realizado se echará a perder, y habrá que repetirlo.
—¡Oh, no… no… reverendo padre! —gimió ella, al tiempo que un estremecimiento de erótico fervor sacudía todo su cuerpo.
Acto seguido aplicó él ambas manos a trabajar sobre las temblorosas masas del inflamado trasero de ella, las abrió sin comedimiento, hasta distender lascivamente el incitante nicho, y las dejó boquiabiertas, listas para intentar la aventura. A continuación introdujo la nuez de su órgano en el orificio, empujándola hacia adelante con dos o tres embestidas, hasta que, por fin, los labios cedieron de mala gana ante una fuerza superior, y aceptaron la cabeza de aquella formidable vara. Un sofocado gemido de felicidad escapó de la desnuda paciente, la que inclinó todavía más la cabeza y sumió sus dedos en la colcha para encontrar en ello fuerzas con qué resistir lo más rudo del ataque.
—Ahora viene el verdadero trabajo —murmuró él, al tiempo que empujaba vigorosamente.
Hortense Bernard apretó los dientes, pero soportó la carga con espíritu heroico, y la verga de él profundizó lentamente en el interior del estrecho canal. Por lo que le había contado Désirée, sin duda no era virgen de este orificio, pero lo conservaba virtualmente tan estrecho como el de una doncella, circunstancia que aumentó considerablemente el goce del padre Lawrence al hacer uso de él. Tras de este esfuerzo una pulgada de su rígido miembro se había adentrado en aquella cálida y estrecha caverna, y visibles contracciones sacudían y estremecían los cachetes de sus posaderas bajo la presión de las manos que las apresaban a fin de que su dueña no pudiera escapar, echando a perder lo que tanto trabajo había costado alcanzar.
—Sujétese bien de nuevo, hija mía, voy a remprender la tarea —jadeó él.
Y con una embestida de su bajo vientre introdujo más adentro su vara, en tanto que ella sofocaba un grito en unos labios jadeantes. La mitad del turgente instrumento del eclesiástico inglés estaba ya enterrado en el canal del recto.
Se detuvo otra vez, temeroso de no poder contener el derrame de las gotas de semen, no obstante el máximo esfuerzo de autocontrol que estaba haciendo, por la espasmódica presión del bárbaramente distendido pasaje en el que estaba sumido su órgano, sujeto a una serie de convulsivas presiones.
—¿La lastimo, hija mía? —preguntó él con solicitud y voz trémula y ronca, que denotaba la terrible lujuria desenfrenada en su interior.
—¡Oh, re… reverendo padre! —jadeó Hortense Bernard—. Ya no puedo aguantar más. Ningún hombre me ha forzado de tal manera, y tan agradablemente… ¡Aaaay! Concédame un instante para recobrar fuerzas y poderlo así recibir todo entero en mi interior.
—Con todo gusto, hija mía —replicó él—. A decir verdad, yo también necesito un respiro. Ahora bien; podría inclinar todavía más la cabeza sobre la cabecera; ello le permitiría ofrecer su posterior en un ángulo más favorable para mis embestidas.
La linda viudita accedió de inmediato a este requerimiento, al tiempo que sus muslos eran presa de un estremecimiento y amenazaban con fallarle antes de llegar al éxtasis. El padre Lawrence se agachó hacia adelante, y extendió su mano izquierda hasta dar alcance y envolver con ella uno de los melones en sazón, que estrujó amorosamente, todo ello a la vez que introducía el índice derecho con intención de alcanzar la piedra imán de su clítoris. Cuando llegó a él. Hortense Bernard profirió un sollozante grito de indescriptible deleite:
—¡Aaaay! ¡Aaaa! ¡Ooooh! ¡Va a matarme de placer, reverendo padre! ¡Juro que nadie había excitado antes mis órganos vitales en la forma que lo está usted logrando! ¡Bendita sea la hora en que se le ocurrió venir a buscar alojamiento en mi pobre cabaña!
—Amén, mi hospitalaria hija —aceptó el padre Lawrence, arrobado—. Y ahora que he recuperado mis fuerzas, prepárese a sentir hasta su último centímetro de mi espada dentro de esta maravillosa y estrecha raja suya.
—¡Oh! Estoy lista, aunque ello me cueste la vida —dijo ella jadeando.
Así alentado, el clérigo inglés apretó los dientes y empujó vigorosamente, sin dejar de distraer la mente de su huésped con renovadas caricias dadas a su anhelante seno y sin cesar tampoco de friccionar el turgente clítoris. Hortense Bernard se retorcía lascivamente, emitiendo un sollozante gritito tras otro, aunque soportaba con heroísmo su vigorosa carga, hasta el punto de que aún le quedaron fuerzas para hacer hacia atrás las nalgas, a fin de que él pudiera ensartarla hasta llegar al pelo. De esta suerte pudo él sentir contra su bajo vientre los trémulos globos de las opulentas nalgas de ella, y su rostro se encendió por efecto de la lujuria, al mismo tiempo que tuvo que hacer acopio de todos sus poderes de contención para retardar la efusión de su jugo de amor, que pugnaba por salírsele sin mayor demora.
Su índice aceleró su lucha con el delicado nódulo, encontrando cada vez una más furiosa respuesta en Hortense Bernard. Los dedos de ésta estaban hundidos en las sábanas; su cabeza movíase como devanadora de uno a otro lado, y el padre sintió que el pecho que apresaba con su mano lanzaba el aguijón de su endurecido pezón contra la palma de aquélla, evidenciando su febril estado.
Fue entonces cuando comenzó a meter y sacar su poderosa arma en el canal, que se contraía como en protesta, y la desnuda y joven viuda se retorcía y contorsionaba de uno a otro lado, como si quisiera sacarse aquel venablo que le destrozaba las entrañas. Pero en verdad ésta era la última de las cosas que hubiera deseado, por lo menos a juzgar por las súplicas que balbuceaba, y los lloriqueos que se le escapaban.
—¡Aaaarrr! ¡Oh, más aprisa, reverendo padre! ¡Ay! Vuestro dedo va a provocarme un desmayo… ¡Oh! ¡Oh! ¡Conténgase, reverendo padre, hasta que yo esté a punto también! ¡Más adentro! ¡Más adentro de mí! ¡Se lo ruego…! ¡Oh, qué felicidad, qué goce me proporciona!
Su índice aplastaba la endurecida masa de su clítoris contra la exquisita bóveda de carne rosada que lo cobijaba, para dejarlo luego enderezarse en toda su turgencia y frotarlo de uno y otro lado, aplastarlo de nuevo y volverlo a soltar. Por medio de tan astutos procedimientos la llevó a las proximidades del abismo pasional en el que la cálida y firme presión que los espasmos de las paredes del recto de ella mantenían sobre su verga amenazaban con hundirlo a él a cada momento. Por fin, sintiendo por los acelerados espasmos y el incesante meneo de sus aterciopeladas y desnudas caderas, que estaba a punto de alcanzar el clímax, lo instó a él a que la acompañara en el vuelo empíreo. A continuación, con dos o tres violentas y desgarradoras estocadas de su ardiente arma, inundó las entrañas de ella con un verdadero diluvio de cálido y viscoso líquido, al mismo tiempo que el musgoso escondrijo de Hortense llenaba el dedo cavador con la cremosa libación de ella.
En aquel espasmo los brazos y las piernas de la hembra cedieron, quedando boca abajo y abierta de extremidades sobre la cama, con el buen padre firmemente pegado a ella, jadeantes ambos en el éxtasis.
Así fue como el padre inglés tomó posesión de su nuevo domicilio, y consoló al mismo tiempo los ardientes deseos de la frustrada y hermosa viuda Bernard.
Fiel a su promesa, el domingo siguiente el padre Mourier leyó las amonestaciones anunciando el próximo matrimonio entre Laurita Boischamp y monsieur Claudio Villiers.
Laurita y sus padres se sentaron en una de las bancas de la iglesia. La tierna virgen de los cabellos de oro mantenía la vista baja e inclinada la cabeza, en actitud tan inocente, que hubiera podido conmover hasta a sus estrictos e inconmovibles padres. En cuanto al honorable patrón, sentado en una banca opuesta a la de los que debían ser su esposa y sus parientes legales, lanzaba furtivas miradas a la apetecible virgencita que estaba destinada a su cama. No tenía que esperar más que diez días para que se consumara la boda, señalada para ocho días a contar del miércoles siguiente.
Me prometí a mí misma acompañar en dicha ocasión a aquella adorable virgen que era Laurita y a hacer cuanto estuviera en mi mano a fin de protegerla en su hora de mayor peligro. Sentía una viva simpatía por ella, compadeciéndola por verse atada tan pronto a aquel huesudo, avaro y colérico viejo.
También estaban aquel domingo en la iglesia, sentadas en la misma banca, doña Lucila y su buen marido Santiago Tremoulier, y doña Margot y su fiel Guillermo Noirceaux. Durante el sermón del padre Mourier, que versó sobre la máxima de San Pablo de que es mejor casarse que arder en deseos, sorprendí a ambas esposas mirando a hurtadillas, de vez en cuando, a los dos fornidos maridos. Observé que Margot y Santiago intercambiaban miradas significativas, y que Lucila y Guillermo hacían lo mismo, de lo que saqué en conclusión que, en el tiempo que había transcurrido desde que les había visitado en sus quintas, ambas parejas se las habían arreglado para intercambiar consortes y esposas, de modo que les permitiera seguir siendo buenos vecinos y mejores amigos. Por ello colegí también que no me necesitaban para nada en la tarea de trazar su propio destino.
Pero ellos eran hombres y mujeres maduros y de mente abierta, en tanto que la pobre Laurita había sido despojada de su joven enamorado, con quien hubiera debido acostarse, y que le hubiera proporcionado el calor que la naturaleza reclama, para verse, en cambio, obligada a aceptar la huesuda y sin lugar a dudas impotente momia del patrón como compañero de cama legal.