Capítulo IX

La amazónica viuda había evidentemente adivinado en forma correcta los hábitos de su nuevo amo, ya que el padre Mourier no regresó a la rectoría hasta media hora después de la escena que acabo de describir. Estaba de buen humor, y le pidió a Désirée que le sirviera un buen vaso de brandy en su recámara, invitándola a que se tomara un petit verre[12] con él.

Cuando se lo hubo llevado, tomó el vaso de la bandejita en que se lo sirvió, apuró un sorbo que paseó bien por la boca, para saborearlo, antes de pasárselo. Después descargó un manotazo sobre el vientre de la moza con su rolliza mano, y declaró en tono boyante:

Morbleu[13]!, esa pequeña zorra no es tan inocente como pretende.

—¿Por qué lo dice, reverendo padre? —inquirió el ama de cabello castaño.

—Bueno, se mostró muy sumisa y deferente, madame Désirée —contestó el gordo padre después de beber otro sorbo de brandy—. Me prometió muy obedientemente aceptar al bueno del señor Villiers como esposo legal, y me dio su palabra de que no intentaría comunicarse con ese pillo del aprendiz. El regreso al hogar de sus padres nos tomó más tiempo del previsto porque, al parecer, a la pobre criatura le ardía la cueriza que le propiné, y por lo tanto no podía andar aprisa. Por tal razón tuvimos que detenernos varias veces durante la marcha, para ofrecerle respiro. Me interesé solícitamente sobre su dolor en las posaderas, y trató valientemente de tranquilizarme al respecto. Finalmente resolví asegurarme por mi mismo, y la hice alzar las ropas, en tanto que yo le bajaba los calzones, para poder echar un vistazo. No estaba muy lastimada. Le di masaje, lo que pareció proporcionarle algún consuelo. Pero, a pesar de sus rubores y protestas de que se moría de vergüenza, la pequeña picara meneaba su trasero de una manera que demostraba que mis caricias no le disgustaban demasiado. ¡Ah! Es una gran suerte que se case pronto y deje de constituir una presa al alcance de los corrompidos e inexpertos bribonzuelos de la comunidad, porque es demasiado ardiente para poder precaverse adecuadamente. Su esposo sabrá en qué forma cumplir sus deseos. No me cabe duda al respecto.

—¿Ese viejo calvo con cara de calavera? —estalló en risas la robusta beldad—. Si desea usted saber mi opinión, reverendo padre, no tendrá fortaleza bastante para arrebatarle ni un ápice de su virginidad.

—Cuide de no exponer tan impías opiniones, madame Désirée, dicho sea con todo respeto hacia usted —amonestó el pudre Mourier—. Con una virgen tan adorable en la tibia cama, el patrón sentirá bajo las sábanas despertar el apetito de su blanca y suculenta carne. Vamos, estoy seguro de que hasta una estatua de piedra recobraría la vida si la pusieran al lado de esa joven tunantuela.

—Pero una persona como usted, reverendo padre, debería saber que muchos hombres aborrecen esas tímidas jovencitas vírgenes, porque se deshacen en lágrimas y falso pudor, y además, no saben hacer el amor.

—Lo concedo —repuso el obeso santo varón— pero en su esencia el matrimonio es un sacramento, no un simple modo de fomentar la concupiscencia. La unión carnal es sólo incidental en una conjunción de esta clase. El buen amo desea tener una esposa que alegre su solitaria residencia, y que lo conforte con su presencia, así como que le proporcione un heredero a quien legar el día de mañana su fortuna. Ése será el deber de Laurita, sólo ése. Como el mío será instruirla en sus obligaciones una vez que esté debidamente desposada.

—No dudo que usted, reverendo padre, sea una verdadera autoridad en la materia —condescendió Désirée, con una mirada maliciosa en sus ojos—. ¿Puedo servirle otro vaso de brandy?

—Ahora no, hija mía. Sus encantos constituyen para, mí un tóxico suficiente por el momento —repuso el padre Mourier—. ¿Llevó usted a nuestro visitante inglés a su habitación y se aseguró de que tiene todo lo necesario para pasar la noche?

—¡Oh, sí, reverendo padre! Encontró el catre completamente satisfactorio, y manifestó deseos de acostarse enseguida para tomarse un buen descanso después de su larga jornada.

—Muy bien. Entonces nos encontramos solos ¿no es así?

—Así es, a mi entender, reverendo padre.

Esta información decidió al padre Mourier a prescindir de cualquier conversación inútil. Se levantó de su asiento y tomó a la buena moza por la cintura; llevó luego sus carnosos labios a la parte que sobresalía de su lujurioso seno, que se proyectaba hacia adelante por debajo de la delgada tela de la blusa, y depositó un sonoro beso sobre aquel lascivo bocado.

—Debo confesarle, madame Désirée —dijo ansioso— que esta tarde me robó usted el corazón con su gracia y agilidad dentro de la tina, y fue ello lo que me decidió a ofrecerle empleo en mi humilde rectoría. Y también me dije para mis adentros que era gran lástima que una moza tan guapa como usted languideciera de amor por haber permanecido tanto tiempo sin solaz.

Désirée dejó escapar una risita tonta, y se cubrió las mejillas con las manos, porque los gordos dedos del sacerdote se habían posesionado ya de su opulento trasero y estrujaban los elásticos globos del mismo por encima de la delgada falda.

—Usted, reverendo padre, es demasiado benevolente para con esta humilde viuda —murmuró ella mañosamente—. ¿Desea usted que le acompañe esta noche en la cama?

—¡Ah, mujer incomparable! Bien sabía yo que no me equivocaba al ofrecerle empleo en mi solitario hogar —exclamó el deleitado sacerdote, al tiempo que pegaba sus labios a los de ella, y la atraía fuertemente hacia sí. Sus manos acariciaban el voluptuoso trasero mientras su arma, salvajemente erecta, se alzaba debajo de la sotana de seda en dirección a la entrepierna de Désirée, apenas protegida por la delgada capa del vestido—. Claro que es mi más ardiente deseo, madame Désirée, puesto que, como no puede dudarlo ya en este momento, anhelo joderla.

—Será un gran honor para mí, reverendo padre, hacer lo más que pueda por satisfacer sus ansias. Mas de ésto precisamente es de lo que hablaba hace unos instantes. ¿No cree usted que una tímida doncella, como Laurita, se desmayaría si el digno patrón, o alguien más joven que él, o más cumplido caballero —como usted, pongamos por ejemplo— le diera a conocer sus deseos en la forma que usted acaba de hacérmelo saber a mi?

—Su buen humor me encanta, linda hija mía —dijo riendo entre dientes el obeso cura, mientras procedía a llenarle los labios y las mejillas de ella de húmedos y apretados besos, testimonio de su entusiasta aprobación a aquel parangón de pulcritud—, y trataré de ser digno de los cumplidos con que me ha obsequiado. A decir verdad, debo modestamente admitir que tengo mayor potencialidad amatoria que el digno patrón de este pueblecito. De prisa, pues, desvistámonos hasta quedar a pelo, y entonces me será posible demostrar mi vigor.

Soltó entonces al ama de llaves para quitarse rápidamente la sotana y los calzoncillos; luego, quedando allí de pie, desnudo toda su gordura, con el enorme carajo erguido en feroz impaciencia.

También Désirée se despojó en el acto de falda y blusa, para caer luego de rodillas, como rindiendo pleitesía a aquel imponente miembro.

—¡Qué verga tan formidable! —balbuceó, con los ojos abiertos y brillantes por efecto de la admiración—. Seguramente me lastimará, pero tengo que sentirla dentro. Hace tanto tiempo que no siento la espada de un hombre vigoroso hurgando en mi rendija, que estoy a punto de desmayarme de impaciencia. Pero ante todo tengo que besarlo, como muestra de gratitud a la gentileza de su dueño al darme este puesto de confianza en su hogar. ¿Puedo hacerlo, reverendo padre?

—Sí, claro que sí, hija mía. Pero date prisa porque estoy tan sobrexcitado a causa de las argucias de esa zorra de Laurita, que está a punto de desvanecerse mi poder de contención —la amonestó él con voz ronca.

Désirée llevó sus dedos a los informes y velludos testículos del cura, y los cosquilleó por unos momentos, en tanto que sus carnosos labios rojos le hacían mimos a la enorme ciruela que coronaba aquella masa de carne turgente. Ante tal improvisación, él dejó escapar un grito de deleite:

—Aprisa, aprisa, estoy ardiendo y necesito descargarlo dodo en el interior de su estrecho canal, madame Désirée —jadeó.

—Tan sólo un momento más, reverendo padre —musitó ella, echándole una mirada de adoración y deferencia—. Hace tamo tiempo que no veo un miembro tan magnífico, que no sería justo que me negara usted el placer de examinarlo, y de conjeturas acerca de cómo se sentirá cuando penetre entre mis piernas desnudas. Téngame un poco de paciencia, reverendo padre, pues éste es mi primer día como ama de llaves en su hogar, y es demasiado pronto para que haya aprendido ya todas sus costumbres.

Diciendo esto, la astuta viuda tomó sus magníficos senos, y cubrió con la parte inferior de los mismos la cabeza del enorme miembro del padre Mourier. Apretando firmemente sus manos contra los desnudos globos de amor, apresó luego por entero el palpitante miembro del santo varón, proporcionándole un canal cálido y aterciopelado, a la vez que exclamaba:

—¡Oh, reverendo padre! ¡Cuán caliente y duro está! Frótelo un poco hacia atrás y hacia adelante para que pueda sentirlo maravillosamente sobre mi piel, antes de que me lo meta.

El desnudo sacerdote se estremecía de fiebre sexual; hundió sus dedos en las trenzas de la rolliza y también desnuda ama de llaves, con la faz contraída por aquel tormento, y comenzó a actuar de acuerdo con los extraños deseos de ella.

Mas no bien hubo friccionado dos o tres veces el arma cuando, dejando escapar un grito ronco, disparó todo el semen.

—¡Qué el diablo te lleve, hija mía! Me hiciste perder el control —se lamentó.

El ama de llaves se levantó rápidamente, y corrió en busca de un pañuelo en el cajón de la cómoda, con el que enjugó el esperma que escurría de sus senos, su pecho y su garganta.

—Pido perdón a usted, reverendo padre, ya que realmente no traté de ofenderlo. Sin embargo, no tiene necesidad de ofrecerme ninguna otra prueba de que está maravillosamente dotado para satisfacer mis necesidades. Tendremos otras oportunidades, no tenga cuidado por ello, ya que será para mí un honor y un privilegio servirle por todos los medios a mi alcance.

En aquellos momentos, su miembro se veía desmayado y flácido. Una penosa visión, después de haberlo visto en su anterior estado de ferocidad.

El padre Mourier suspiró y meneó la cabeza:

—¡Ay de mí! Me temo que el momento no es propicio. No es decente que aniden en mí pensamientos carnales en relación con mi ama de llaves, ya que podría parecer que me habían sido inspirados por la compañía de esa joven bribonzuela, y que pensaba desahogar mis perversos deseos sobre indefensa persona. Me voy a acostar, hija mía.

Lanzó otro profundo suspiro mientras se dejaba caer sobre la cama, y no tardó en cerrar los ojos.

La bella y desnuda mujer se aproximó a la cabecera de la cama, y depositó un casto beso en la frente del sacerdote, murmurando:

—Que tenga un sueño feliz, reverendo padre. Prepararé mañana un delicioso desayuno para usted y su huésped.

—Mi mente no se ocupa en estos momentos en el comer —dijo en tono de triste burla el obeso sacerdote—. Pero cuenta con mis bendiciones de todas formas. Buenas noches, madame Désirée.

—Y también para usted, reverendo padre —repuso la desnuda beldad inclinándose cortésmente.

Después se puso rápidamente la falda y la blusa y abandonó el dormitorio.

Como pueden ustedes suponer, la seguí. Porque entonces había comprendido ya lo que habían querido decir doña Lucila y doña Margot cuando aseguraron a sus respectivos esposos que había maneras de derrotar los lascivos propósitos del anciano patrón, si hubieran tenido necesidad de entregarse a él como parte del premio por haber vencido en la competencia del apisonamiento de las uvas. La beldad amazónica había ingeniosamente frustrado el propósito del padre Mourier de joderla, con la simple treta de extraerle el semen antes de que pudiera apuntarlo contra su matriz. Y en aquellos momentos se encaminaba a la pequeña alcoba ocupada por el padre Lawrence. Su argucia perseguía la finalidad de poder acudir a la cita nocturna con el vigoroso clérigo inglés, que había ya cautivado su imaginación y arado en su surco de modo satisfactorio para ella.

La puerta del cuarto del padre Lawrence no estaba cerrada, de manera que le fue bien fácil a la morena amazona llamar tres veces, entrar y correr luego el cerrojo para que nadie interrumpiera su sesión. En un santiamén se despojó de blusa y falda para quedar desnuda como Eva. Se pasó la punta de la rosada lengua por entre los labios rojos, se frotó los costados con las manos nerviosamente, y avanzó hacia el catre donde estaba acostado el cura inglés.

—¿Qué hermosa mujer me visita? —preguntó el padre Lawrence alzando la cabeza.

—Soy yo, reverendo padre. Mi amo se acostó ya, y no va a necesitarme en lo que resta de la noche. Y, de acuerdo con las leyes de la hospitalidad, vine con usted para proporcionarle comodidad —dijo zalameramente la bella moza.

Se arrodilló junto a la cama y se inclinó hacia adelante, de manera que las tentadoras formas de sus bamboleantes senos quedaron a su alcance. Alargó él una de sus manos y tropezó con una de aquellas sabrosas torres, y sus dedos se cerraron con placer sobre tan delicioso melón de amor.

—Tu hospitalidad es la más deliciosa que jamás se me haya brindado, adorable hija mía —murmuró con voz ronca. Pero deseo recordarte que no te obligo a este sacrificio.

—¡Oh, reverendo padre! Es por deseo y voluntad propios. Y no se trata de sacrificio alguno, sino más bien de mi propia satisfacción egoísta. Ansío sentir su gran vara introducirse en las profundidades de mi rendija —murmuró la hermosa viuda de cabellos castaños, la que, a su vez, avanzó una de sus suaves manos para descubrir que el padre Lawrence se había acostado tal y como vino al mundo. La rígida estructura de su órgano sexual, audazmente erecto, se alzaba entre sus muslos como un semáforo. Fue este edificio lo primero que tentó la encantadora moza. De inmediato se aferraron sus dedos a su presa, deseosa de no soltarla hasta que hubiese cumplido la noble tarea encomendada dentro de su amoroso recinto.

¡C’est incroyable[14]! —exclamó ella—. ¿Pues no está más grande que la primera vez? No cabe duda que sois más animoso que mi digno patrón, ya que éste, después de la primera emisión de su santo fluido, sintió saciados sus deseos.

—Es el resultado de la excelente carne inglesa, de las largas caminatas higiénicas matinales, de las muchas horas de meditación, y de cierta continencia para conservar el vigor hasta que se presenta una ocasión que vale la pena —contestó el sacerdote inglés—. Más me temo que este catre es demasiado estrecho para que nos acomodemos los dos en él durante el regodeo.

—Con permiso de usted, reverendo padre, ya que jamás osaría contradecir a tan eminente personaje, le diré que hay un modo de resolver el problema, y que le mostraré con su venia —murmuró Désirée seductoramente.

—Siempre estoy ansioso por aprender cosas nuevas y útiles, mi linda hijita —respondió el padre Lawrence.

Dicho esto la desnuda amazona se montó a horcajadas sobre él. A pesar de que en aquel rinconcito de la cocina reinaba la más absoluta oscuridad, su instinto de mujer la guió hacia donde deseaba. Agachándose sobre él, se apoderó de su terriblemente henchida verga con la mano izquierda, mientras con los dedos pulgar y medio de la derecha mantenía ávidamente abiertos los crispados labios color rosa de su libidinoso coño. Después, dejándose caer muy lentamente, fue introduciendo el meato del órgano hasta bien adentro del cálido corredor de entrada a su matriz.

—¡Oh! ¡Apenas lo tengo un poco adentro, y sin embargo me causa un placer indescriptible! —anunció ella casi sin aliento.

El padre Lawrence yacía cómodamente en decúbito prono, satisfecho de permitirle a la morena ama de llaves tomarse tan intimas iniciativas. Désirée se sumió un poco más, hasta que la cabeza del palpitante órgano varonil se alojó en su vaina vaginal. Entonces, estando ya segura de que estaba bien acomodado, se recostó encima de él, aplastando sus jugosos y grandes senos contra el distendido pecho del cura, cuyos brazos asieron fuertemente a la satinada espalda del ama. Después, deseoso de apresarla bien para que el goce fuera completo, el eclesiástico inglés abrió sus musculosas piernas, con las que sujetó decididamente los desnudos y rollizos muslos de la viuda. Las manos de ella se deslizaron hacia la espalda de él para atenazarlo, mientras gemía de placer al sentir la enorme masa de su órgano introducido hasta las raíces en su ardiente canal de amor.

—¡Aaah! ¡Cuán divino es! —gimió ella—. Me llena de tal manera que mi pobre coñito apenas puede respirar. ¡Oh!, permanezcamos así un largo rato para que pueda reunir fuerzas a fin de habérmelas con el monstruo que tengo dentro.

—Te lo daré a guardar todo con plena confianza, hija mía —jadeó él.

Manteniendo su brazo izquierdo en torno al desnudo y escultural torso de ella, el padre Lawrence alcanzó, a tientas la espina dorsal de Désirée, para deslizar el índice izquierdo a todo lo largo de la misma, hasta que alcanzó el extremo de la última vértebra, y luego la sombría hendedura entre los temblorosos cachetes de su culo. Désirée, que adivinó su propósito, se cimbró y retorció bajo el dedo, restregando contra el mismo el botón de rosa de su trasero. Una vez alcanzado el objetivo, el padre apartó los labios del mismo e introdujo su dedo hasta la última articulación, y dióse seguidamente a moverlo lentamente en el interior de aquel pasadizo.

—¡Aaaah! ¡Voy a morir de gusto, reverendo padre! —suspiró la hermosa viuda, al tiempo que fusionaba sus labios a los de él, e introducía en éstos su rosada lengua. Sus pezones eran como pequeños puñales, puntas de pedernal endurecido por la pasión, que parecían querer rasgar su anhelante pecho, y su cuerpo era una pura brasa de energía erótica. Lentamente alzó algo sus caderas, sintiendo el tronco retroceder de mala gana de las profundidades de su cálido y voraz coño. Un lamento delirante de ella se unió al gemido de placer del padre bajo los efectos de la fricción fornicadora, y su índice se hundió hasta el nudillo en el agujero del culo de ella. Así aguijoneada, el ama de llaves se sumió de nuevo, para empalarse hasta el vello del pubis. La lengua de él se introdujo por los entreabiertos labios del ama para encender el fuego de su furiosa lascivia. El catre gimió su protesta contra el peso combinado de ambos, pero ellos no tenían oídos para nada.

—¡Qué lástima, reverendo padre —murmuró Désirée en medio de sus trémulos transportes— que el padre Mourier me acabara de contratar precisamente poco antes de vuestro llegada! ¡Oh, qué divino resulta sentirlo al mismo tiempo en ambos orificios!…

—¡Ah, le ruego que no cese en su empeño! ¡Es realmente celestial! Con todos mis respetos hacia su santidad sea dicho, me hubiera gustado ser su ama de llaves en tu gar… ¡Aaaah! ¡Estoy llegando al final!

—No importa, vehemente hija mía —dijo entre jadeos el padre Lawrence, al propio tiempo que renovaba su celo, arqueándose para salir al encuentro de sus embestidas con su arma varonil, sin sacar por ello el dedo que tenía hundido en el tembloroso abismo inferior del ama—. Durante mi estancia en este encantador pueblo me dará gusto ser tu confesor en cualquier momento que lo desees, siempre, claro está, que mi digno colega y hermano de fe no te tenga ocupada en el momento que elijas para visitarme… Y ahora, hija mía, me ha llegado también el momento a mí, así que déjame sentir cuán fuerte es tu pasión.

Al tiempo que él hundía por última vez su dedo hasta el nudillo, y que se arqueaba a manera de sumir su henchido palo hasta lo más recóndito del recinto de Venus, Désirée dejó escapar un estridente grito de placer, que el buen padre se apresuró a sofocar cubriendo los labios de ella con los suyos propios. Sus cuerpos se contorsionaron y se estremecieron en un caos salvaje, hasta que por fin cayeron de lo alto del catre al suelo, donde expiraron ambos simultáneamente, entre gemidos y sollozos de mutuo éxtasis.

Prendida a uno de los bordes del hundido catre, pude ver, con gran admiración de mi parte, cómo el padre Lawrence, dueño de la situación, pues al rodar de la cama se las había compuesto para quedar encima y a caballo de su bella montura, comenzaba a joder a ésta de nuevo con una vehemencia todavía mayor que antes.

—¡Oh, reverendo padre! —suspiraba Désirée—. ¡Qué maravilloso es usted! A pesar de que sentí su cálida simiente en mis entrañas, su espada sigue maravillosamente firme… ¡Ah, cómo me profundiza, y halla en mi interior pequeños rincones que nunca fueron alcanzados hasta ahora!… ¡Oh!, ¿por qué no habrá querido la Providencia que me viera usted antes, esta linde, cuando estaba en la tinaja?

—No es cuestión de indagar sobre los designios de la Providencia, hija mía —la amonestó gentilmente el padre Lawrence, sin aminorar, empero, el vigoroso ritmo de sus incursiones por el interior de su bien lubricada vagina—. ¿No te basta que haya recurrido a tus excelentes servicios ahora? En esto estriban la mitad de los problemas del mundo; en que la gente suspira por fantasías, sin agradecer la realidad presente. Recuérdalo siempre, hija mía. Y ahora, retenme fuertemente entre tus lindos brazos y sube tus firmes muslos sobre mis posaderas, para que no pueda desensillarme cuando cabalguemos juntos hacia la dicha elísea.

Désirée lo complació en el acto, encerrándolo entre sus magníficos, robustos y satinados muslos, al tiempo que él aceleraba sus embestidas, hasta que ella volteó la cara hacia él ni acercarse el segundo éxtasis. Una vez más su boca anunció a gritos su profundo agradecimiento por la excitación que había llevado a sus entrañas, pero el buen padre la silenció otra vez en igual forma que lo había hecho la anterior. Sus labios y lengua se pegaron a los de ella, y rodaron ambos por el suelo mientras alcanzaban el paroxismo los dos a un tiempo.

Una vez que la calma invadió sus inflamados sentidos, fue la garrida ama de llaves la primera en pedir una tregua, para decir que le hubiera agradado pasar el resto de la noche entre los brazos de un patrón tan exigente, pero que le pedía humildemente un respiro, a fin de poder levantarse temprano en la mañana para preparar el desayuno del padre Mourier.

Cuando al fin abandonó aquella pequeña habitación para encaminarse hacia la suya, lo hizo con el retardado paso de quien está dichosamente fatigado. Sus apagados suspiros eran como ráfagas de brisa veraniega, reveladoras de que, por el momento cuando menos, las insaciables pasiones de la magnífica amazona estaban satisfechas.

El padre Lawrence, por su parte, volvió a subirse al catre, se acostó sobre sus espaldas, abiertas las extremidades, posó la cabeza sobre las manos, dispuestas a guisa de almohada bajo su nuca, y no tardó en dormirse con una sonrisa a flor de labios que denotaba, sin lugar a dudas, la satisfacción que la había causado la calurosa acogida que se le había dispensado en aquel pueblecito de Provenza.