El padre Mourier, ya completamente recuperada la compostura, entró al salón de recibimiento de la rectoría para reunirse con el huésped invitado. Entretanto, la hermosa y robusta ama de llaves, la viuda Désirée, se apresuraba a procurarse una bandeja de pastelitos y una botella de buen Borgoña, para colocarla sobre una mesa que separaba a ambos sacerdotes. No se retiró de inmediato, sino que se quedó de pie junto a la puerta, mirando arrobada al recién llegado. Sin duda le había llamado la atención porque se trataba de un hombre maduro y bien plantado, al que se veía en la plenitud de sus facultades, y hasta sospecho que fue él quien le desarregló la blusa a la viuda.
El padre Lawrence era un hombre de más de seis pies de estatura, ya pasados los cuarenta, según cálculo mío, con abundante cabello castaño, sólo salpicado de gris. Tenía rasgos vigorosos y toscos, intensos ojos azules, cejas sumamente pobladas, nariz acusadamente romana y labios y barbilla firmes y autoritarios. Era tanto más atractivo que el padre Mourier, que no me cupo duda de que la hermosa viuda estaba ya arrepentida de su impulsivo ofrecimiento de convertirse en ama de llaves de este último en el momento en que hacía su aparición en escena un hombre con tanta vitalidad y tan robusto como el padre Lawrence.
—Sea usted bienvenido al pueblo de Languecuisse, padre —dijo obsequiosamente el gordo y santo varón, dirigiéndose a su cofrade, al tiempo que le extendía su regordeta mano, la misma que acababa de azotar las desnudas posaderas de la pobre Laurita—. ¿Puedo preguntaros a qué orden pertenece?
—A decir verdad, padre Mourier, lo que sucede es que un primo en tercer grado reside en una ciudad que dista alrededor de cincuenta millas de este pueblecito, y como estoy de vacaciones, decidí echarle un vistazo al resto de la comarca, particularmente a esta región, tan famosa por sus excelentes vinos.
—Eso es cierto, padre. Ha caído en el lugar indicado en cuestión de vinos. Este mismo día que acaba de transcurrir hemos efectuado un concurso de apisonamiento de uva para celebrar una vendimia tan excelente como la que sirvieron para producir este delicioso vino. Querida madame Désirée, ¿no quiere usted hacemos los honores?
La hermosa viuda estaba dichosa de ser llamada de nuevo a atenderlos, por la presencia de tan viril y espléndidamente vigoroso visitante. Al abrir la botella y escanciar el añejo vino tinto, sus ojos se posaron admirativamente en el padre Lawrence, al tiempo que su voluminoso seno se henchía por efecto del ardor. El padre Lawrence alzó su vaso para brindar a la salud del padre Mourier, y dijo, risueño:
—A su salud, mi digno colega de Francia, y también a la de esta atractiva ama de llaves. Y voy a contestar ahora la pregunta de que a cuál orden pertenezco. Iba a decir que, después de las vacaciones, tras de haber servido devotamente a mi pequeño rebaño en el distrito londinense de Soho, iré a una nueva parroquia. He sido destinado al seminario de San Tadeo, y tengo que estar allí de regreso dentro de un mes, aproximadamente. Pienso en mis nuevas obligaciones del futuro, padre Mourier, pero mientras llega el momento preferiría que se me tratara como a un visitante, a fin de poder disfrutar de mi ocio en esta maravillosa tierra de Provenza.
Acabado este galante discurso, alzó su vaso en honor del obeso padre primero, adelantándolo después hacia la propia Désirée, que bajó pudorosamente sus ojos y enrojeció, como corresponde en una viuda casta. Empero, yo recordaba el desenfado con que había exhibido sus encantos aquella misma tarde, cuando, metida en la cuba, había alzado falda y refajo, dejándolos todos de manifiesto porque no llevaba calzones.
Sin embargo, lo que más atrajo mi atención fue el recuerdo que despertó en mí la mención por parte del padre Lawrence de su nuevo punto de destino. Porque, querido lector, el seminario al que había sido enviado para iniciar sus deberes eclesiásticos era, ni más ni menos, que aquél al que habían acudido Julia y Bella en busca de reposo espiritual al quedar huérfanas, y en el que encontraron, en lugar de ello, un grupo de viriles y lascivos hombres que vestían hábitos, y que las convirtieron en sus criadas y concubinas.
Ante aquella nueva, el padre Mourier se mostró radiante de alegría:
—En tal caso, padre Lawrence —replicó zalamero (hablaba inglés aceptablemente)— en cumplimiento de su deseo, nada mejor puedo hacer, como líder espiritual de esta plácida y reducida comunidad, que invitarlo a permanecer aquí por todo el tiempo que le quede de vacaciones. Es cierto que no contamos con las diversiones de las grandes ciudades, pero tenemos muchas vistas interesantes, y un cúmulo de problemas filosóficos con que mantener alerta la mente, se lo aseguro. Vea: en el preciso momento en que he salido a recibirlo estaba empeñado en una lucha contra el mismísimo diablo, en una tentativa de sacarlo del cuerpo de una encantadora damisela, sin duda alguna la más hermosa del lugar.
Las pobladas cejas del clérigo inglés se arquearon con interés y sorpresa:
—Me haría feliz aceptar su invitación. Usted sabe que el país de donde vengo no es más que una isla con niebla y lluvia, de cielo nublado la mayor parte del tiempo. En cambio aquí, en esta hermosa Provenza, ya me he enamorado del sol, de las verdes campiñas y de sus gentes, que son las más sencillas del mundo. Desde luego, tendría que buscar un cuarto en alguna parte.
Mientras hablaba de esta suerte, echaba tórridas miradas a la amazónica ama de llaves, que se mantenía de pie ante él, lista a llenarle el vaso de nuevo. Sus llenos y rojos labios esbozaron una sonrisa de entendimiento al mismo tiempo que lo favorecía con una ardiente mirada, lanzada al través de unas pestañas caídas.
—No habrá problema —respondió en el acto el padre Mourier— ya que sé de gran número de familias que considerarían como un privilegio alojarlo como huésped suyo.
—No me agradaría causar molestias a nadie, de verás. La solución ideal, mi buen padre Mourier, sería encontrar un lugarcito cualquiera, y contratar una ama de llaves como la suya, por ejemplo.
El craso sacerdote frunció los labios, y arrugó el entrecejo meditabundo.
—Conozco un lugar así. Es una cabañita situada al otro lado del pueblo, bastante humilde. En ella mora una virtuosa viuda llamada madame Hortense Bernard. Estoy seguro que si hablo con ella se considerará feliz de tenerlo como huésped.
—Como es natural, pagaría por mis alimentos y mi alojamiento —dijo sonriente el padre Lawrence—. Más, dígame algo de esa alma de Dios. Sin duda es una de sus feligresas ¿no es así?
—¡Claro está! —dijo sonriendo el padre Mourier, añadiendo un guiño de buen entendedor, pues era evidente que se sentía ya enlazado por cierto vínculo de parentesco con aquel varonil clérigo inglés—. Es la personificación del alma devora. Pena desde hace dos años, desde que su esposo cayó por desgracia dentro de una tina de vino y se ahogó. Ocurrió en una noche negra, sin estrellas ni luna que guiaran los infortunados pasos de aquel hombre que, al parecer, dio un traspiés en lo alto de una ventana, perdió el equilibrio y cayó a la tina. Desde entonces madame Bernard no ha cesado de llorar su muerte. Desde luego, si por suerte yo no hubiera encontrado a madame Désirée en el momento en que ella buscaba empleo con urgencia, sin pensarlo un momento habría contratado a madame Bernard. Posee, ¿sabe usted?, unos cuantos acres de viñedos, y los dos últimos años el vecino de su esposo, el laborioso Julio Dulac, le ha hecho la gran caridad, ante los ojos del Señor, de cuidárselos. Sin embargo, por desgracia sus terrenos no son pródigos, y por lo tanto las cosechas no le han reportado a ella grandes utilidades. Le vendrán muy bien los francos que pueda pagarle por cuidarlo, buen padre Lawrence.
—En tal caso, le quedaría sumamente reconocido, padre Mourier, si quisiera interceder en mi favor cerca de dicha vecina, cual corresponde.
—En el acto. Pero entretanto me hará usted el honor de quedarse aquí esta noche. Por la mañana iré a casa de madame Bernard y concertaré el arreglo. ¿Madame Désirée?
—Sí, reverendo padre —repuso tiernamente la hermosa amazona.
—Estoy seguro de que podemos encontrarle acomodo al padre Lawrence para que duerma aquí esta noche. ¿Quiere usted ver, querida?
—Nada me será más grato, reverendo padre —musitó Désirée, al tiempo que con un mirada daba a entender al padre Lawrence que su respuesta se la había inspirado él.
—Todo arreglado, pues —dijo con una risita el gordo sacerdote—. Y ahora, padre Lawrence, tal vez querrá prestarme ayuda espiritual conversando con la linda penitente de que le hablaba antes. El suyo es un caso verdaderamente penoso, y me temo que, a causa de su juventud e inocencia, todavía no se resigna al cumplimiento de su deber.
—Me será sumamente grato colaborar con usted, padre Mourier, en todo aquello que juzgue oportuno —repuso el vigoroso padre británico.
Como quiera que en aquel momento el padre Mourier no lo veía él, aventuró una mirada hacia la ama de llaves de pelo castaño, y fue una mirada que le dio a entender que la encontraba bien parecida. Se ruborizó ella hasta el bochorno bajo la misma, para decir solícitamente después:
—Si usted, reverendo padre, no me necesita más por el momento me retiraré para prepararle la cama al padre Lawrence.
—Hágalo, querida mía —aceptó el padre Mourier, acompañando sus palabras con un señorial gesto de su mano—. Venga usted, padre Lawrence, vamos a ocupamos de nuestra linda penitente. Acabo de aplicarle el castigo merecido para que pueda darse cuenta de lo errado del camino emprendido.
El padre Lawrence se levantó de junto a la mesa, y siguió a su colega francés. Y como quiera que Désirée no había abandonado aún el salón, se aprovechó subrepticiamente de su presencia para pasar su mano rápidamente sobre su magnifico trasero, y obsequiarle un familiar pellizquito. Ella se llevó una mano a la boca a fin de ahogar una exclamación de sorpresivo deleite, para asaetarle luego con un relámpago de amor de sus magníficos ojos, tras de lo cual se retiró sin pérdida de tiempo.
Camino a la habitación en la que había dejado a la desdichada Laurita, arrodillada todavía sobre aquella silla de respaldo recto, el padre le informó rápidamente de las circunstancias que habían motivado la presencia de ella allí. El padre Lawrence se acarició la barbilla con su acicalada mano, y suspiró:
—Sí, padre Mourier, me doy cuenta de su problema. Esta jovencita estaba ya influenciada por el diablo, y el joven bribón cuyo atentado impidió usted tan rectamente no fue sino su instrumento. Lo mejor será, pues, que hagamos cuanto esté en nuestras manos para encaminarla de nuevo por el sendero de la virtud. Desde luego, lo mejor será que se case lo antes posible.
—Soy de la misma opinión, padre Lawrence. Leeré las amonestaciones el próximo domingo. Cuando hable con monsieur Villiers veré si está de acuerdo en que la ceremonia nupcial no se retrase más de quince días después. No podré dormir por las noches hasta que Laurita Boischamp esté legalmente casada con este digno amo, que tantas aportaciones caritativas ha hecho a este pueblo y a mi propia humilde iglesia.
—Trataré de hacer entrar en razón a la muchacha, —dijo el padre Lawrence—. ¿Sabe usted? Tengo cierta experiencia en estos asuntos.
—Desde luego, padre Lawrence, —dijo con cierta tristeza el padre Mourier—. En cierto modo es una lástima que esta encantadora doncella no pueda ligarse a un esposo de una edad aproximada a la suya, pero ¿quién podría ser? Nuestro pueblo es humilde y pobre, y todos los viñedos pertenecen al patrón. Las gentes de aquí son simples arrendatarios de las tierras, no propietarios de ellas, y dependen por lo tanto de su caridad en cuanto al monto de los salarios y del alquiler de sus viviendas. Si no fuera por su empeño y su benigno humanitarismo, ninguno tendría un solo centavo ni trabajo, y se verían expuestos a entregarse a actividades nada recomendables Bien sabéis que el diablo encuentra trabajo para las manos ociosas.
—Conozco el proverbio —repuso fríamente el padre Lawrence—. En efecto, la naturaleza y el llamamiento de los sentidos (que demasiado a menudo no es sino el del diablo mismo) incita a que los jóvenes se junten. Pero la felicidad doméstica al lado de tan opulento y digno caballero (como me dice usted que es el tal monsieur Villiers, y no debemos olvidar que contribuye a la mayor gloria de la Santa Madre Iglesia) tiene virtudes que la recomiendan.
—Ésa es exactamente mi opinión —comentó el obeso y santo varón—. Y bien, voy a abrir esta puerta, y podrá usted ver a la deliciosa pecadorcita.
Esto diciendo le dio vuelta al pomo de la cerradura, y ambos sacerdotes entraron en la habitación. Laurita volvió la cabeza y lanzó un agudo grito de vergüenza y temor. El rostro se le encendió al vivo escarlata por verse obligada a permitir que un extraño la viera humillada en aquella forma, de rodillas sobre la silla donde había recibido la azotaina.
—No te apenes, hija mía —le dijo el padre Lawrence en magnífico francés—. Pertenezco a la misma fe que tu buen confesor, el padre Mourier, quien me ha contado muchas cosas sobre ti, y siento viva simpatía por ti, hija mía. Hemos venido para aconsejarte buenas decisiones para el futuro.
—Eso es, en eso estamos —secundó el gordo sacerdote francés.
No es necesario que traslade a mis lectores el tedioso y altisonante sermón con que ambos sacerdotes arengaron a la infeliz Laurita de cabellos de oro. Bastará con decir que la amenazaron con caer de la gracia, y hasta con la excomunión, si no juraba ser casta y fiel hasta que se efectuara el matrimonio con su prometido, para lo cual debería abstenerse de cruzar siquiera un conato de conversación con el pícaro de Pedro Larrieu. El padre Lawrence terminó por advertirle que si volvía a pecar el padre Mourier le haría sentir el látigo, y con mucha mayor severidad de la que había empleado aquella noche, sin duda alguna. A continuación el padre Mourier accedió a que Laurita regresara sana y salva a la morada de sus padres, y salió de la habitación llevándola del brazo.
El padre Lawrence se frotó las manos gozosamente y retomó al salón, donde, como había previsto, encontró a la amazona de pelo castaño esperándolo:
—Permítame que le muestre su dormitorio, reverendo padre —invitó Désirée. Sus ojos centelleantes prometían algo más que un simple acompañamiento hasta el lecho preparado en honor suyo. Podía yo aventurar ya que constituían una invitación a compartirlo con él—. Desgraciadamente no es más que un humilde catre, y está situado en una habitación al lado de la cocina. En modo alguno es digno de usted reverendo padre, pero es lo único que tenemos.
—No te excuses, hija mía —dijo sonriente el padre Lawrence—. A los ojos del cielo lo que cuentan favorablemente son las buenas intenciones. Llévame, pues, a ese agradable refugio donde podré encontrar reposo después de mi larga jomada.
Ella lo condujo de inmediato a la habitación, carente de ventana, húmeda y estrecha, que contaba sólo con un catre cubierto con un colchón bastante maltrecho.
Tan pronto como se encontraron juntos en aquel recinto (una vez más, llevado por mi curiosidad de pulga, había decidido seguirlos a ellos mejor que a Laurita y al padre Mourier) el padre Lawrence inspeccionó el catre sentándose sobre él.
—Sostendrá mi peso y es bastante bueno, hermana —aprobó—. Se nos ha enseñado humildad y pobreza durante nuestro paso por esta vida material, de manera que no soy partidario de paños finos. Pero dime, hija, me han dicho que eres viuda, como esa madame Bernard. ¿A qué se debe que nadie en este pueblo te haya pedido en matrimonio, siendo como eres robusta y bien parecida, y por lo tanto muy capaz de llevar la alegría al hogar de un hombre digno?
—El caso es, reverendo padre —repuso volublemente la amazona de castaños cabellos, no sin echar una picara mirada a su interlocutor— que no hay hombre alguno en Languecuisse que se sienta suficientemente dotado por la naturaleza para satisfacer las ansias de mi carne, y no quiero constituir una carga para ningún hombre, a menos que él me desee como amante y leal esposa.
—Esta actitud tuya es digna de alabanza, hija mía. Pero puedes hablarme con toda franqueza sobre tales cosas, ya que sé mucho de lo que sucede entre marido y mujer, al cabo de tantos viajes como he hecho, y que me han revelado las flaquezas del género masculino, y también las del femenino. ¿Quieres dar a entender que los hombres de este pueblo se asustan por tu estatura y tu espléndida belleza?
Désirée, abochornada como recatada virgen por el cumplido, entrelazó sus manos por delante y abatió los ojos.
—No es sólo eso, reverendo padre. Es cierto que soy tan alta como un hombre, pero pienso que lo que temen es que los canse debajo de las sábanas durante la noche. Le pido perdón por hablarle en forma tan grosera.
—¡Por Dios! No tienes necesidad de pedirme perdón, hijita —exclamó sonriendo el padre Lawrence—. El cielo ve con buenos ojos a las almas unidas en santo matrimonio, y que gozan una de otra una vez desposadas. Pero todavía no veo del todo claro, mi querida hija, y no acierto a comprender el significado exacto de tus palabras. ¿Quieres darme a entender que no hay hombre alguno en este pueblo que pueda dar satisfacción a tus anhelos físicos?
—Ninguno, después de que mi pobre esposo falleció, reverendo padre —replicó apesadumbrada Désirée, sacudiendo la cabeza de modo que hizo danzar su castaña melena por los aires para posarse sobre sus omóplatos—. Y, pidiéndole una vez más perdón, ni siquiera mi esposo me bastaba, aunque desde luego, sabía muy bien que habría sido pecado buscar en las camas de otros mientras fui su esposa.
—Bien hecho, hija mía. Pero ahora que no te encuentras ligada como antes, estás en libertad de buscar ese hombre. Y dime ¿este buen padre Mourier se te ha insinuado de algún modo?
Désirée enrojeció ante tan franca pregunta venida de un padre, para reírse luego de los irreverentes pensamientos que provocaba.
—Pienso que alguna idea abriga al respecto. Esta tarde me vio apisonando uvas en la tinaja, y no dejaba de mirar descaradamente mi vientre y mis piernas desnudas. Y fue inmediatamente después de esa observación, cuando salí de la tina, que me propuso que viniera aquí como ama de llaves. No me preguntó nada acerca de mis habilidades culinarias ni sobre otras cuestiones. Pero, desde luego, me conoció durante muchos años como esposa fiel, y una de sus feligresas.
—Eso explica su interés por ti —aprobó el padre Lawrence, después de lo cual puso sus manos en las caderas da ella, y apreció desenvueltamente los prominentes senos con ojos de conocedor—. Pareces muy joven, hija mía.
—¡Ay de mí, padre! Tengo veintiocho años, y en Languecuisse una mujer es ya casi vieja a tal edad. Los jóvenes no tienen ojos más que para las damiselas como esa pequeña Laurita que usted acaba de ver. Apenas tiene diecinueve años, y con todo ya es mucho mayor para casarse de lo que se acostumbra en esta región.
—Mayor razón para que se despose de inmediato, y desde luego se casará —replicó sentenciosamente el padre Lawrence, mientras sus manos se deslizaban sobre los salientes mofletes de las prominentes y maduras nalgas de la bella, qua estrujó por encima de la tenue falda—. A decir verdad, hija mía, no pareces mayor que la propia Laurita. ¿Y quieres decir que consideras que ningún hombre del vecindario es capaz de proporcionarte goce físico?
—No he ido tan lejos, reverendo padre —murmuró Désirée, y lo miró fijamente a los ojos, entreabriendo sus rojos labios para dar forma a una sonrisa maliciosa, al tiempo que se le aproximaba más para permitir que las manos de él vagaran por donde quisieran. Entonces lanzó ella una exclamación.
Entre sus dos cuerpos se había producido ya casi una atracción de polos, y la sotana del buen padre se abultaba tremendamente a la altura del bajo vientre. Furtivamente, la hermosa amazona pelicastaña deslizó una de sus manos hacia aquel punto para averiguar qué significaba aquello, y sus dedos se cerraron sobre la protuberancia:
—¡Oh, reverendo padre! ¡No puedo creerlo! —exclamó con voz trémula.
—¿Qué es lo que no puedes creer, hija mía?
Su voz había enronquecido visiblemente en aquel momento, como el lector habrá imaginado, y sus dedos se volvieron más audaces al acariciar y estrujar los lascivos contornos de las posaderas de Désirée por encima de la delgada tela de la falda.
—Que… que sea usted tan hombre como el que el cielo me envió hace ya tiempo —murmuró ella descocadamente, con mirada que penetró en lo hondo de los ojos de él, en tanto que sus rojos labios, húmedos y entreabiertos, constituían una evidente invitación.
—Pero las cosas no son absolutamente como parecen, hija mía —replicó él, burlón—. Tal vez sería mejor juzgarlas en su realidad que meramente a base de suposiciones.
—Es que no quisiera ofender a usted, reverendo padre —se disculpó Désirée.
—Lo que se hace sinceramente, no ofende, mi querida hija —repuso él sonriente.
Llegado este instante la desenvuelta y joven viuda se agachó, alzó el vuelo de la sotana, y recogió la tela de seda hacia su cintura, sosteniéndola con una mano, para escudriñar expertamente en sus pantalones. En un dos por tres puso en libertad la anatomía de su arma sexual, y sus ojos se agrandaron absortos en su contemplación.
El padre Lawrence estaba prodigiosamente dotado. En plena erección al contacto de la mano de ella, —ya que Désirée no perdió tiempo en asirlo por la mitad con sus fuertes dedos, para comprobar que aquello era realidad y no apariencia— su pene debía medir cuando menos siete pulgadas de longitud. Para estar de acuerdo con este tamaño era extraordinariamente grueso, y la cabeza, que asomaba fuera de un estrecho surco de circuncisión, tenía forma oval y ligeramente alargada. Sus labios se veían delgados y estrechamente cerrados, pero crispados ya por efecto de la irritación camal provocada por la fuerte presión de aquella linda mano.
—No puedo darle crédito a mis ojos, reverendo padre —exclamó ella con voz ligeramente temblorosa—. De veras que no lo hubiera imaginado.
—¿Te apetece probar su tamaño, hija mía? —inquirió él por lo bajo.
—¡Oh, sí, si es que usted quisiera hacerle tal honor a una pobre viuda! —suspiró ella.
—Entonces harías bien en asegurar la puerta, para evitar que nos sorprenda tu nuevo patrón.
—Lo haré inmediatamente, reverendo padre. Pero no tenga cuidado por el padre Mourier. Él y la virginal Laurita emprenderán un largo y tortuoso camino antes de llegar al hogar de ella, porque el padre desea imprimir bien en su mente la necesidad de mantenerse casta. Además, cuando se haya acostado podré volver con usted de nuevo, y dispondremos de más tiempo… es decir, si no le causa enojo mi pecaminosidad.
—Pero si no has cometido pecado alguno, hija mía. La tuya es curiosidad que a un tiempo me inflama y deleita.
Ella se dirigió a la puerta para correr el cerrojo. Luego se despojó rápidamente de la delgada falda y la blusa, quedando desnuda como aquella tarde en la tina con las uvas. Quedó de pie ante él, con las manos a ambos lados de la cintura, y se inclinó hacia atrás, deliciosamente ruborizada y orgullosa de ver que los ojos de él erraban sobre sus hermosos senos, los hoyuelos de su suave vientre, el espeso y lujurioso jardín de ensortijado pelo castaño oscuro que cubría su Monte de Venus, y aquellos dos robustos aunque bien proporcionados muslos, que daban la impresión de poder triturar las costillas de un hombre bajo su terrible presión.
El padre Lawrence emitió un grito de admiración, y se quitó la sotana para colgarla de un clavo que había en la puerta de la habitación que debía darle albergue por aquella noche. Se quitó los zapatos y los pantalones para quedarse desnudo como ella, dejando ver un cuerpo delgado, aunque vigoroso, que no ofrecía señal alguna de los estragos provocados por la edad. Por el contrario, las formidables proporciones de su henchido tronco constituían un mentís al aspecto de flacidez que se observaba en hombres de su edad. Désirée no pudo ocultar una mirada de admiración a medida que se aproximaba a él, temblándole los pechos a cada paso que daba. Los pezones eran ya unos puntos color coral, turgentes por el gozo anticipado, en tanto que voluptuosos estremecimientos recorrían sus muslos y sus pantorrillas al pensar en lo que le esperaba.
Sopesó con una de sus suaves manos las velludas y grandes esferas de él, sobrecargadas de esencia de amor, y dejó escapar otro suspiro. Entretanto el padre Lawrence, lejos de permitir que fuera aquél un examen unilateral, le pasó el brazo izquierdo en torno a la cintura, mientras avanzaba el dedo índice de la mano derecha hacia el espeso matorral de su pubis, y comenzaba a tentar los suaves labios rosados del Monte de Venus. La risa de ella, y el lascivo retorcimiento de los redondeados cachetes de sus estupendas nalgas le hicieron saber que había alcanzado su objetivo. Comenzó a recorrer los carnosos, blandos y ya húmedos bordes de los labios de su coño con deliberada lentitud, que me reveló enseguida, experta como era ya en el asunto, que él no era ningún novato en los dulces juegos de Cítera.
A continuación recurrió ella a ambas manos para sopesar, frotar y comprimir su órgano, que parecía una columna ancha, caliente y surcada de gruesas venas, lo que hizo que se elevara su pecho, y que se sintiera presa de un loco torbellino al imaginar cómo se sentiría aquella arma en el interior de su coño.
—¡Es tan grande, tan gruesa, tan dura y tan caliente, reverendo padre! —susurró ella —voulez-vous bien me baiser? (lo que traducido significa: «¿Quiere usted realmente joderme?»).
—Una vez desenvainada, una espada debe derramar sangre, o ser envainada tras de haber recibido satisfacción —dijo burlonamente—. Y puesto que me has dicho que eres viuda, no eres ya virgen, lo que quiere decir que mi cuchilla no te hará sangrar, hija mía. Vamos a envainarla tras una completa satisfacción tuya.
—¡Oh, si, reverendo padre! —exclamó Désirée.
En ese momento le había llegado a él el tumo de emplear ambas manos, y sus dedos estaban atareados en buscar los prominentes y palpitantes labios del coño de Désirée, para abrirlos. Entretanto la amazona de cabellos castaños llevó delicadamente los índices de ambas manos a los dos lados del miembro del padre para encaminarlo hacia su orificio. La larga y rosada punta de la espada comenzó a abrirse camino a través de los rizos que todavía protegían su secreta morada. Después empujó hacia adelante, y ensartó la mitad del sable en el canal de ella. Désirée emitió un grito de felicidad:
—¡Oh, reverendo padre! ¡Siento que me ensancha y me penetra! ¡No se detenga, métalo todo de una vez!
—Con el mayor de los gustos, hija mía —dijo él posesionándose del desnudo trasero de Désirée, asiéndose a la base de los cachetes del mismo con dedos que se clavaban voraces en aquella suculenta carne tibia, para hundirse luego hasta los nudillos y mezclar los vellos de uno y otro. No obstante lo vigorosa y aguerrida que era ella, la desnuda amazona tuvo que asirse a él, cerrando sus brazos en torno a su dorso, ya que a la primera embestida de aquel ariete había comenzado a mecerse y a temblar. Con los ojos cerrados, dilatadas las ventanas de la nariz, y apretándoselo furiosamente a medida que el deseo camal recorría todos sus miembros, gimió ella, arrobada:
—¡Oh, me llena por completo! ¡Me siento tan deliciosamente llena y penetrada!
Los labios del cura se posaron en el nacimiento de la garganta de la mujer al comenzar a joderla con embestidas profundas. Ella dejó caer la cabeza hacia atrás, y hundió sus uñas en las desnudas espaldas del padre, arañándolo en su delirio.
—Eres muy estrecha, hija mía, a pesar de que hay allí una humedad que delata una ansia de satisfacción —declaró sin interrumpir el deliberadamente lento ritmo del coito.
—¡Aaaah! Es cierto, reverendo padre. Han pasado muchos meses desde que sentí un mazo tan magnífico como el suyo en mi interior. ¡Oh, me hace tanto bien cuando lo mete despacito, de modo que pueda sentir cómo me invade cada pulgada, dilatándome ahí, reverendo padre! —dijo jadeante.
De pronto comenzó ella a adelantarse hacia él para salir al encuentro de sus cargas con un ondulante retorcimiento de sus robustas caderas, demostrativo de cuán furiosamente se sentía arrastrada hacia el cénit del éxtasis camal. Sus uñas se hundieron en la carne de él hasta hacerlo casi sangrar, a cambio de que, en venganza, los dedos de él estrujaran y pellizcaran los temblorosos cachetes de las nalgas de ella. Desde luego, por medios táctiles estaba él en condiciones de comunicarle una especie de señal indicadora de en qué momento se proponía hundirle la espada. Cuando con sus pulgares y sus dedos medios estrujara las partes inferiores de ambos rollizos hemisferios, quería darle a entender que iba a meterse dentro hasta los testículos, mientras que cuando aflojaba la presión significaba que iba a iniciar la retirada.
Yo podía oír el ruido característico de la succión que producían el émbolo de él, y el bien lubricado canal de ella en esta maniobra de vaivén. Los suspiros, sollozos y jadeos de Désirée iban en aumento:
—¡Aaah! ¡Oh, reverendo padre, nadie me había jodido tan bien! ¡Por favor, no se detenga! ¡Es tan delicioso!… ¡Oooh! ¡Más aprisa! ¡Métamelo hasta descuartizarme! ¡Soy lo bastante fuerte para soportar la penitencia! ¡Aaayyy! ¡No puedo aguantar más, reverendo padre! ¡Hágame venir… así… ahora… al fin… ahora!
Tras de esta última exclamación, ronca y casi como un sollozo, aplastó sus exuberantes senos desnudos contra el jadeante pecho de él. Los dientes del padre mordieron los satinados hombros de Désirée, en tanto que uno de sus índices se abría paso entre las nalgas de ella para acabar introduciéndose dentro de la estrecha, rosada y arrugada escarapela del agujero del culo. En ese mismo instante se metió él hasta que sus testículos chocaron contra el pelo castaño oscuro que cubría el pubis de ella, al tiempo que con un grito de deleite anunciaba su propio éxtasis.
—Eso es… ahora, hija mía… tómalo todo.
Pude ver el enorme cuerpo estremecerse y sacudirse, al sentir en sus entrañas el latigazo del torrente de cálida esencia. Gritaron ambos al unísono, como gozaban sus cuerpos también, y fue así cómo la más ardiente viuda de Languecuisse dio la bienvenida al viril eclesiástico. No abrigo la menor duda acerca de que la otra viuda, madame Hortense Bernard, no necesitaría estar superdotada para ser capaz, no ya de superar, sino siquiera de igualar el apasionado fervor de esta frondosa y denodada amazona de cabello castaño.
Después que todo hubo terminado, el padre Lawrence limpió sus partes íntimas y las de ella con un pañuelo de Holanda, que se llevó después a las ventanas de la nariz para aspirar el aroma con los ojos entornados, arrobado por el recuerdo.
Désirée se puso rápidamente la falda y la blusa, y se apresuró a poner en orden las cobijas del viejo catre, para que se pudiera dormir mejor en él aquella noche. Después descorrió el pasador de la puerta, volvió hacia el cura su cara radiante y susurró:
—Daré tres golpes, reverendo padre, una vez que el padre Mourier haya comenzado a roncar. Sé que una vez que empieza a hacerlo, ya no despierta hasta el alba.
—¡Ah! —bromeó el padre Lawrence—. ¿De manera que ya aliviaste también sus pasiones, hija mía?
—¡Oh, no, reverendo padre! Lo sé por conducto de doña Clorinda, que fue su ama de llaves anteriormente, la última que tuvo y la que dejó de prestarle sus servicios hace unos meses para casarse con un rico viudo del pueblo de Mirabellieu. Pero estoy segura, reverendo padre, y de nuevo le pido me perdone si mi rudeza le ofende, que aún en el caso de que me llevara a su cama, no lo considero tan capaz como usted de hacerme olvidar mi viudez. No le digo adiós, reverendo padre, sino au revoir.