Por decir algo, la escena resultaba tragicómica. El rubio muchacho estaba de pie, recién apartado de Laurita, con los despedazados pantalones caídos hasta los talones, agarrando con ambas manos su turgente pene, con los ojos saltados por efecto de una mezcla de estupefacción y de lujuria. Laurita, la jovencita de dorada cabellera, abierta de piernas sobre el césped, con los calzones arrojados a un lado de sus blancos muslos, la falda y las enaguas enrolladas hasta la cintura, levantada la cabeza y sus dulces ojos azules dilatados, en tanto que con sus suaves manos protegía los dorados rizos de su coño, y frente a ellos, los brazos en arcas sobre sus caderas, vestido con la negra sotana sacerdotal, y tocado con la teja eclesiástica, se encontraba el iracundo cura de la aldea, boquiabierto ante el inicuo espectáculo que acababa de descubrir.
—¿Qué diabólica obra es ésta? —tronó airadamente—. ¡Mordieu[10]! ¿Es posible que sea la mismísima gentil Virgen Laurita Boischamp a la que he sorprendido en el acto de entregarse carnalmente a este detestable joven fornicador?
Ante el regaño, Laurita comenzó a hacer pucheros.
—¡Qué espantoso pecado habéis cometido ambos! —siguió diciendo el padre Mourier.
El sacerdote era bajo y obeso. Tendría alrededor de cuarenta y cinco años. Su rostro era rojo y su quijada fofa y caída. La nariz resultaba informe, y tenía labios pequeños, pero excesivamente carnosos. Era casi calvo, apenas si unas encasas matas de cabello cubrían la parte posterior del cráneo, dejando completamente al descubierto una ancha frente que le daba el aspecto de un temible inquisidor. Sus ojos estaban muy juntos y eran castaños, y tan sorprendentemente dulces como los de una mujer, protegidos por cejas grises, abundantemente pobladas.
—¡Vestíos inmediatamente! ¡Quitad de mi vista tanta abominación! —continuó—. Tú, Pedro Larrieu, ¿osas profanar a una virgen, al margen del matrimonio? Está prometida al bueno de monsieur Claudio Villiers. El próximo domingo tengo que anunciar el compromiso desde mi púlpito. Y, a pesar de ello, pretendes robarle a hombre tan humanitario, que procura por el bienestar de todos los vecinos del pueblo, aquello a que tiene sagrado derecho.
—Perdóneme, padre Mourier —pidió Laurita con voz trémula y apenas audible, en tanto que buscaba a tientas sus ropas, para voltearse púdicamente después, a fin de darle la espalda al sacerdote mientras enfundaba sus muslos en ellas y velar así una vez más su coño virginal—. Fue culpa mía, mío el pecado. ¡Castígueme, pero no le cause daño a mi querido Pedro! Si me fuera permitido me casaría con él, así de pobre como es, mil veces antes que con el amo.
—¡Criatura! ¡Chiquilla! —repuso el párroco, casi adulador—. Eres demasiado joven e inocente para saber lo que dices. Monsieur Villiers es un hombre honorable, y ha ayudado mucho a la Iglesia. Les ha proporcionado trabajo y buenos salarios a los habitantes de Languecuisse. Casarte con él te santifica. No debes pensar en hacerlo con este muchacho cuyo origen es espúreo. Ni siquiera como peón a las órdenes del patrono trabaja, entonces ¿con qué mantendría a una familia? No puede comprenderse cómo ambos os tomáis tan licenciosas libertades.
Llegados a este punto, Laurita se había ya bajado el refajo y falda, y se levantaba lentamente, apoyando su espalda contra el corpulento roble, rojo el rostro de encantadora confusión. Su joven amante, que acababa de ver frustrada la oportunidad de alcanzar su objetivo entre sus níveos muslos, se había subido los pantalones y mantenía avergonzadamente agachada la cabeza, mientras el sacerdote lo escarnecía.
—¿Acaso no se te había enviado, mi pequeñita, a casa del amo para recibir la recompensa tan merecida por el triunfo en de festival de esta tarde? —preguntó ahora amablemente el cura.
—Oui, mon pere —contestó Laurita temblando.
—¿Y ello no obstante, te demoras para sostener una entrevista pecaminosa con este vaurien[11], este don Nadie? —la emprendió de nuevo el padre Mourier, temblándole las mandíbulas de indignación.
—No, mon pere —intervino valerosamente el muchacho—. Fui yo quien la esperó aquí en el campo, acechándola. Le dije que una vez que se hubiera casado con el amo nuestra felicidad se habría ido para siempre, y le imploré que se acostara conmigo, aunque fuera una sola vez; ésta es la verdad, mon pere.
—Bien, bien, bien. No sé a quién creer. Lo que sí vieron mis ojos es que ambos estuvisteis a punto de cometer un pecado mortal. Pero, a cambio de la salvación de tu alma en el otro mundo, dime, Pedro ¿le acabas de arrebatar la virginidad?
—¡Oh, no, mon pere! —contestó abruptamente el joven, enrojeciendo de vergüenza al recordar su fracaso.
—Menos mal. Algo es algo —concedió el sacerdote—. Sin embargo, ambos tenéis que ser castigados. Pedro Larrieu, volverás inmediatamente a tu choza, y antes de dormirte rezarás cien padrenuestros. Y rogarás por el perdón divino. No osarás volver a poner tus ojos sobre ninguna otra doncella de este pueblo, o se lo contaré todo al amo y te echarán de Languecuisse. ¿Entendiste?
—Sí, mon pere —gimió él.
—Pues ya te estás yendo —ordenó el cura alzando su puño en dirección al cielo.
Pedro Larrieu dudó unos instantes, renuente a abandonar a su novia a merced de aquel ogro, ya que tal debió parecerle al apasionado amante a quien le fue negada la entrada al paraíso después de haber llegado a la puerta del mismo.
—¿Verdad que no será muy severo en el castigo a Laurita mon pere? —balbuceó el muchacho.
—Soy el jefe espiritual de este pueblo, hijo mío —observó santurronamente el padre Mourier— y por ello soy tan responsable del alma de Laurita como de la tuya. No obstante, como sé que es una doncella inocente, y como tal susceptible de sucumbir a las lisonjas de bribones de tu calaña, alternaré la justicia con la lenidad, el castigo con el perdón. Y ahora vete, antes de que le diga al amo cómo estuviste a punto de robarle la novia esta noche.
Pedro Larrieu le envió un anhelante adiós a su abochornada y apenada novia, y echó a correr después rumbo al pueblo. El cura aguardó a que no se oyeran sus pisadas, y entonces se volvió hacia Laurita.
—Hija mía, el propio diablo acecha en la oscuridad para desencaminar a los fieles, pero tenemos que ahuyentar al demonio. Propiamente, debería informar al amo de lo que he visto. No, no hables —añadió alzando amenazadoramente su mano, al ver que Laurita iba a abrir sus adorables labios rojos—. Tienes que mostrarte sumisa, hija mía. Perdonaré tu pecado si aceptas el castigo dócil y humildemente. Si así es, sabré que obras de buena fe. Le enviaré un recado a monsieur Villiers de que has enfermado esta noche, y que por tal razón te ha sido imposible pasar a recoger tu recompensa. Después, desde luego, diré las amonestaciones, y dentro de quince días seréis marido y mujer. De esta manera no se habrá cometido pecado alguno y tu ofensa habrá sido perdonada, puesto que te habrás redimido sometiéndote a tu confesor espiritual. ¿Te sometes, hija mía?
La infeliz Laurita suspiró desconsolada, y aceptó con un movimiento de cabeza. Sin duda pensaba para sus adentros que incluso una sesión con aquel hosco hombre pío era infinitamente preferible a quedarse a solas con el odioso patrón. El padre Mourier la obsequió con una sonrisa, igual a la que ludiría reservado a un ángel caído que volviera al redil.
—Entonces, vámonos, hija mía —urgió secamente, asiéndola de una muñeca para asegurarse de su conformidad.
Me apresuré a brincar sobre un pliegue de su falda, curiosa por saber lo que iba a ocurrirle a ella. Me preguntaba si había escapado del fuego para caer en la sartén, como parecía. Si ello hubiera sucedido en Londres, estaría bien segura de tal cosa, pero todavía no conocía los hábitos de aquel corpulento y santo varón.
Camino de la morada del sacerdote, el padre Mourier adoptó un tono de voz más suave —aunque todavía resultaba sonoro— en una tentativa por lograr que Laurita se sintiera cómoda.
—Vamos hijita, deja ese aire de aflicción. Puesto que todavía eres casta, no has sufrido perjuicio alguno ante los ojos de nuestro honorable patrón, que me ha dado a entender que te adora, y se consume de impaciencia porque seas su legítima esposa. A decir verdad, hija mía, deberías pagar la falta que por debilidad cometiste al pensar siquiera en consumar acto tan lúbrico con Pedro Larrieu. Debes confesarme con toda exactitud lo que hiciste, mi pobre muchachita descarriada, para que pueda decidir cuál es el castigo más adecuado a tu conducta. Una vez que lo hayas soportado con fortaleza de ánimo y humildad, estarás en gracia, y podré disculparte ante el amo por no haber podido acudir a su cita.
—Oui, mon pere —murmuró Laurita, abatiendo su atemorizada cabeza, a la vez que emitía otro suspiro de lamentación, indudablemente al pensar en lo que se había perdido con su joven amante.
La iglesia, con su torre campanario, se erguía a cosa de un cuarto de milla al oeste de los viñedos, y frente a ella se alzaba la rectoría donde moraba el buen padre. Levantó el aldabón y golpeó con él hasta tres veces la puerta, que le fue franqueada apenas un minuto después por la hermosa viuda Désirée.
—Buenas noches, madame Désirée —deseó el fornido cura—. Como puede ver, he regresado con la oveja descarriada. ¿Puedo molestarla con el favor de encargarle un recado?
Después, volviéndose hacia la asustada doncella de los cabellos de oro, el obeso y santo varón añadió gentilmente:
—Madame Désirée fue lo bastante bondadosa para aceptar el puesto de ama de llaves en mi hogar, ya que soy un cocinero infame, y no tengo tiempo para dedicarme a las tareas hogareñas, porque tengo que ocuparme sin descanso de mi pequeño rebaño.
—¡Ah! —fue todo lo que Laurita acertó a decir.
—Pero después, tras de echar una mirada interrogadora a la hermosa amazona de cabellera de ébano, inquirió inocentemente:
—Creí…
—Sí, hija mía. Fue convenido esta misma tarde. Madama Désirée es viuda, como ya sabes, y en este pueblo acechan muchas tentaciones, ya que las pasiones son fuertes y la sangre hierve en las venas, a causa del sol y del buen vino. Así que, por su propia salvación, se consideró feliz de aceptar el puesto que le ofrecía. En cuanto a mí, no cabe duda de que he sido afortunado al encontrar una asistente tan capacitada y devota, que me librará de la carga de las irritantes pequeñeces de las tareas domésticas, dejándome más tiempo libre para poder ocuparme de arrojar el pecado lejos de Languecuisse.
Tras de esta sentenciosa introducción, le pidió a la amazona que fuera de inmediato a la casa de monsieur Claudio Villiers, para informar al digno patrón que la querida Laurita había sufrido un pequeño ataque, y le presentaba sus más humildes excusas por encontrarse incapacitada para acudir a presencia suya aquella noche. El padre Mourier le rogó a Désirée añadir que Laurita se estaba ya recuperando, y que pensaba en el domingo próximo, día en que su nombre seria pronunciado desde el púlpito como prometida de tan noble y caritativo varón. Por último le informó que tan pronto como hubiera dado cumplimiento al encargo, que le agradeció vivamente, podía acostarse sin pérdida de tiempo.
La hermosa amazona echó una mirada de menosprecio sobre Laurita, como si considerara sus virginales encantos y quisiera compararlos con los propios, que, como ya dije antes, eran por cierto considerables y espléndidamente proporcionados. Después, tras de haberse echado encima un chal con qué protegerse contra las ráfagas de frío, cruzó por entre los viñedos, rumbo a la residencia del amo. El padre Mourier se posesionó entonces de nuevo de una mano de Laurita para introducirla en su morada y, una vez en el interior, hasta el minino dormitorio. Ya dentro, y habiéndolo cerrado subrepticiamente, se volvió hacia ella y le ordenó que se arrodillara, entrelazara las manos e inclinara la cabeza para confesarse.
—Bueno, hija mía —comenzó— ábreme tu corazón y no temas confesarme tus pensamientos pecaminosos, como tampoco los actos que hayas cometido. Una confesión completa representa tener ganada la mitad de la batalla para la redención del pecador. Nunca lo olvides.
—Lo recordaré, padre —repuso Laurita dócilmente.
—Entonces, contéstame con la pura verdad. ¿Estás segura de que este gañán no te ha desflorado? Sé muy bien que eres una doncella inexperta, querida Laurita, pero puesto que estás ya comprometida para casarte dentro de quince días, es seguro que tus dignos padres te habrán proporcionado alguna información sobre los deberes que recaerán sobre ti como esposa del patrón. ¿Me entiendes, verdad?
Las lindas y blancas mejillas de Laurita se colorearon al rojo vivo mientras asentía con la cabeza. Dejó escapar un profundo suspiro y alzó ligeramente los ojos para articular desmayadamente:
—No… no me hizo eso, padre.
—Pero iba a hacerlo ¿no es así?
Otro asentimiento de cabeza, y un nuevo suspiro desconsolado. No había duda de que la pobre Laurita recordaba una vez más el prohibido instante de la proximidad del éxtasis que el digno párroco había detenido de forma tan inesperada.
—¿Y no luchaste para resistirte a ese violador? —inquirió de nuevo con dureza.
—No… no, padre. Le quiero tanto… y era la última vez que íbamos a vemos antes… antes…
—Antes de hacer los votos matrimoniales, me atrevería yo a decir. Bueno, hija mía, es un hombre compasivo el que te oye, y que entiende las flaquezas humanas de sus hijos. Es posible que comprenda tu debilidad. Pero no cabe duda de que no pensabas en casarte con Pedro Larrieu. El entregarte a un hombre fuera del matrimonio es un gran pecado. Esto lo sabes muy bien, tanto por mis prédicas como por las enseñanzas de tus buenos padres, ¿no es así?
La dorada cabeza de Laurita se abatió más profundamente al admitirlo.
—Ahora bien, si hubieras luchado en contra suya y pedido auxilio, hija mía —siguió diciendo el obeso sacerdote— el pecado no habría sido tuyo. ¿Y debo entender, asimismo, que le permitiste que desnudara tus partes íntimas de modo tan vergonzoso? Cuando os descubrí, palidecí de horror al ver que tus calzones yacían sobre la yerba frente a ti, y que tu falda y tu refajo estaban alzados más arriba de tu vientre. ¿Se hizo todo esto a la fuerza? ¡Dime la verdad!
—No… no fue a la fuerza —contestó con voz temblorosa Laurita, al tiempo que dos lagrimones asomaban a sus ojazos azules.
—¡Ay de mí! Lo que me has dicho llena mi corazón de congoja. Que una doncella pura permita tales licencias es cosa harto condenable, mi pobre criatura. ¿Me prometes que nunca más volverás a ver a ese zagal?
—Así lo haría, padre, mas ¿si es él el que se aparece, sin yo buscarlo?
—Cuidado, hija mía —repuso el padre Mourier con el entrecejo fruncido y la mirada agorera—. No trates de envolverme con una lógica diabólica. Si tal cosa ocurriese deberás pudorosamente recordar tu condición de casada, y no permitir que una mancha caiga sobre el buen nombre cristiano de Claudio Villiers. Y le harás saber a ese granuja que te resulta odiosa su presencia. Pero ya basta de ocupamos de este asunto. Ahora, hija mía, ha llegado el momento de tu castigo. ¿Estás preparada para que mi mano lo administre?
Laurita, que había enrojecido desde los temporales hasta la nívea garganta, dejó escapar un suspiro conmovedor, y asintió con la cabeza.
Quitándose la teja, el fornido sacerdote se encaminó hacia una cómoda situada junto a su estrecha y baja cama, alzó su tapa y extrajo de ella un látigo. Era de cuero color oscuro, con una fuerte asidera de la que pendían dos delgadas zurriagas de unos dos pies de largo. En las últimas seis pulgadas de estas zurriagas el cuero había sido partido a manera de formar dos puntiagudos látigos de alrededor de un cuarto de pulgada de ancho y de grueso. Cuando se volteó hacia ella, Laurita se hizo hacia atrás, con una mirada de terror, y se llevó las entrelazadas manos a su boca coralina.
—Sí, hija mía —dijo él en tono lastimero—. Se saca el pecado del cuerpo castigando aquella parte del mismo por donde entró o pensó entrar. Lo hago por la salvación de tu alma, hijita querida. Acepta el castigo con verdadera resignación por haber cedido, por muy cegada que estuvieras, a los impuros deseos de ese pícaro muchacho. Ojalá que este castigo también te haga reflexionar serenamente sobre los preceptos que debes observar para que tu matrimonio sea sano y esté santificado.
—Yo… trataré, padre —balbuceó la pobre Laurita.
—¡Magnífico! Tu docilidad y tu resignación me devuelven la grata esperanza de que la salvación de tu alma es aún posible, mi dulce Laurita. Ahora te mando arrodillarte junto a una silla, alzarte la falda y refajo hasta la cintura, y sujetarlos fuertemente mientras procedo a aplicarte el bien merecido castigo.
Señaló con su látigo una pesada silla de respaldo recto que se encontraba cerca de la ventana, cuyas persianas habían sido ya cerradas. La desdichada Laurita se levantó despacio y se encaminó renuentemente hacia el altar expiatorio. Lentamente se arrodilló en la dura silla de madera, y cuando se arremangó la falda y el refajo, brinqué yo hacia arriba hasta alcanzar la cima de su adorable cabeza. Poco a poco fue alzando las ropas protectoras hasta llevarlas a la altura de la cintura, y dejar expuestos los hermosos cachetes de sus nalgas, todavía enfundadas en los ajustados calzones que ya una vez había arrojado lejos, aunque en circunstanciéis bien diferentes.
El digno sacerdote avanzó con un anticipado centelleo en mis ojos. Se pasó el látigo a la mano izquierda para llevar los dedos de la otra a la pretina de los calzones de Laurita. La Infeliz criatura dejó escapar un grito de vergüenza, y volteó mi rostro carmesí hacia el sacerdote, en un llamamiento de desesperación.
—No desfallezcas, hija mía —la consoló gentilmente él, mientras aflojaba la presilla de la pretina que sujetaba los delgados calzones—. La humillación que vas a sentir es cosa sana, ya que cuando menos indica que todavía no te ha abandonado por completo el sentido del pudor. Si bien es cierto que el castigo te va a resultar doloroso y vergonzoso, hija mía, debes saber que todos tenemos que padecer en este mundo, no sólo por los pecados cometidos, sino también por aquellos otros que nos vinieron a la mente.
—Pero… pero, mon pere —dijo Laurita con voz temblorosa— ¿no… sería posible… castigarme con los calzones puestos? Son muy delgados, y no me protegerían gran cosa contra este espantoso látigo.
—¡Ay de mí, hija mía! Es simple vanidad la que te impele a hablarme así, a mí, a tu confesor, —suspiró el padre Mourier—. Además, vamos a hablar ahora de los grados dentro de la vergüenza. Si hace un rato no la sentiste en absoluto al exponer las partes más íntimas de tu cuerpo a las miradas del joven bribón ¿cómo puedes negarte ahora a desnudarte ante el látigo corrector que te extraerá la maldad? Resígnate, hija mía, ya que es costumbre que el padre que trate de enmendar a su hija —y yo al fin y al cabo soy tu padre espiritual— lo haga directamente sobre la misma carne. Inclina tu cabeza humildemente y ora por tu redención, querida Laurita.
La infeliz muchacha no osó desoír su consejo y, en su virtud, exhalando un profundo suspiro de temor y desesperación agachó la cabeza y se sometió.
Con ávida sonrisa el santo padre tiró de los calzones hacia abajo para bajarlos hasta las rodillas, con lo que dejó expuestos los magníficos, níveos contornos de sus desnudan posaderas, y unos suaves muslos espléndidamente contorneados. Al sentirse así exhibida, Laurita emitió unos sonidos entrecortados, y contrajo los músculos en un instintivo acto defensivo que, claro está, sólo sirvió para dar mayor realce a las nalgas. Los cachetes de las mismas estaban maravillosamente redondeados, y había una perfecta proporción armónica con las curvas de cintura y cadera. Estaban bastante próximos uno de otro, muy parecidos a la ambarina grieta que los separaba. Sus bien estructuradas cimas y las turgentes bases de tan magníficos globos hubieran tentado a cualquier santo. Dudo mucho de que el padre Mourier tuviera nada de santo, y por ello sospeché de inmediato que este modo de castigar era algo que formaba parte de su propia inclinación. Para que no hubiera dudas al respecto su rostro enrojeció todavía más, y sus ojos centellearon con una nada sacra satisfacción, al tiempo que las anchurosas aletas de las ventanas de su nariz se dilataban y encogían. Y no sólo esto, también advertí la repentina aparición de una protuberancia que se proyectaba contra la negra sotana, emergiendo de la unión de sus muslos.
No empezó el castigo de inmediato. En lugar de ello, pasó una torpe y corta mano lentamente por sobre la nívea piel tan literalmente abandonada a sus licenciosas caricias y miradas.
La desdichada Laurita se agitó, inquieta, en la silla de su penitencia durante todo el tiempo que duró el prolongado interludio. Sus deditos se retorcían convulsivamente sobre la ropa que sostenía alzada, en tanto que el buen padre se mantenía descuidadamente de pie a su izquierda, contemplando la hechizante desnudez que su penitente de dorada cabellera se veía forzada a mostrarle, tan contra su voluntad.
Los muslos de Laurita estaban maravillosamente construidos: ni demasiado gruesos, ni demasiado delgados, engrosaban gradualmente a medida que descendían hacia las rodillas, y emergían por detrás en graciosas redondeces. También sus Adorables pantorrillas eran dignas de admiración, como lo eran Igualmente los suaves hoyuelos de sus rodillas. El padre Mourier frunció el entrecejo y se aproximó a la silla, como si no estuviera conforme con la postura adoptada por su víctima.
—Inclina tu cabeza y tus hombros sobre el respaldo de la silla, hija mía —la instruyó con voz ronca por la lujuria—. ¡Muy bien! Ofrece tu pecador trasero al aguijón del látigo, ya que éste es otro acto de humildad que no debe olvidarse, ahora separa algo más tus rodillas. Eso es. Enseguida voy empezar, de manera que hazte fuerte, hija mía.
Se inclinó y bajó algo más los calzones, de ella, en su deseo de dejar al descubierto lo más posible aquella nívea carne aunque no se propusiera flagelarla toda. Sus ojos se regocijaban a la vista de los temblorosos cachetes de sus nalgas, que habían comenzado a estremecerse y a contraerse ininterrumpidamente, a medida que iba en aumento la agonía de su angustia.
Al fin, colocando la palma de su mano izquierda sobre la espalda de ella, de manera que pudiera solazarse con el contacto de su blanca y reluciente piel, alzó el látigo y descargó un suave golpe sobre lo alto de sus deliciosamente rollizas caderas. Más asustada por aquel inesperado contacto y por el miedo que por el dolor, la gentil Laurita gritó «¡ay!». Y sus desnudas caderas se bambolearon de un lado a otro. Apenas si un trazo tenue manchó la nívea carne besada por las zurriagas, pero el arma sexual del obeso sacerdote estaba ya terriblemente distendida, pugnando debajo de la delgada tela de la negra sotana por hendirla en busca de libertad.
Siguió un segundo latigazo, un poco más abajo. Los dos extremos de las zurriagas buscaron esta vez la tierna grieta de Laurita. Otro «¡ay!», escapó de la garganta de la adorable penitente, que cerró convulsivamente los muslos y los cachetes de sus posaderas.
—No, no, hija mía —dijo él con voz ronca—. No te resistas al castigo. Sométete por completo, ya que es la única manera de escapar a la perdición. Vamos, ofrece de nuevo tus posaderas, y ábrete bien de piernas.
—¡Oh, por favor! ¡Apresúrese y póngale fin a esto, mon pete! —murmuró Laurita con los ojos firmemente cerrados y los dedos lívidos por la fuerza con que se apretaban contra la ropa que sostenían.
Pero ésta era una súplica que el padre Mourier no abrigaba el propósito de atender, ya que, como pude advertir, aquel digno sacerdote gozaba con sus inclinaciones flageladoras, y alcanzaba el máximo goce prolongando la ordalía indefinidamente para lo cual la interrumpía con toda clase de pausas y sermones. Se trataba, sin duda alguna, de una sabia práctica en el método de aplicar el castigo: cuanto más tiempo mantuviera a la desdichada Laurita arrodillada sobre la silla, tanto más podrían sus centelleantes ojos refocilarse con las contorsiones, flexiones y contracciones de las nalgas de la voluptuosa virgen que tenía enfrente, los que inflamaban su pasión carnal al grado máximo.
Afinó la puntería y descargó diestramente el cuero sobre el centro mismo de las redondeces de Laurita, de modo que los extremos de las zurriagas circundaran su tierna vulva. La semidesnuda y juvenil virgen emitió un grito de angustia, movió sus nalgas de un lado al otro, e imprimió así un movimiento deliciosamente lascivo a su níveo trasero. Este vaivén provocó la máxima distensión y rigidez del órgano sexual del padre Mourier, y era verdaderamente digna de verse la manera cómo él mismo apuntaba hacia arriba por debajo de la negra sotana de seda. Siguió otro zurriagazo, no más severo que los anteriores, que se enrolló en las sobresalientes protuberancias de su desnuda zaga y que la obligaron a hacer una involuntaria contorsión que vino a dar espléndido realce a la magnificencia de sus nalgas y sus muslos.
—Arrepiéntete, hija mía —dijo él con voz ronca y temblorosa— porque las puntas del látigo te purificarán librándote de perversidades. En verdad te purgarán de la nociva tendencia al pecado que se esconde precisamente en la región que estoy castigando. Considera para tus adentros, mi pobre criatura que cada azote que descarga mi brazo sobre tu impúdico y prominente posterior es un nuevo paso adelante en el camino que conduce a tu salvación eterna.
Después de este desahogo declamatorio, el buen padre atizó otro golpe sobre Laurita, esta vez con mayor fuerza, de modo que las escindidas puntas del látigo sacudieron con daño el dorso de ella, y rozaron, al mismo tiempo, el dorado vello de su coño virginal. Su grito de «¡Aaaay, sufro de veras, mon pere!», expresó virtualmente tanto como la frenética y lasciva pirueta que imprimió a sus desnudas caderas. Laurita volvió su rostro, manchado por las lágrimas, en una súplica dirigida a él, mientras retorcía febrilmente sus manos entre las ropas que mantenía alzadas. El padre le advirtió severamente que no debía dejarlas caer, bajo pena de mayor rigor en el tratamiento que le aplicaba. Dicho esto se corrió un poco a la izquierda, apartándose algo de su objetivo, pero sin retirar la palma de su mano izquierda de la parte más baja de su desnuda espalda, y aplicó dos o tres rápidos golpes sobre las curvas inferiores de su tierno trasero. Estos golpes le arrancaron a ella más suspiros y lágrimas, y nuevas maniobras de retorcimiento, que provocaron un brillo de feroz sexualidad en los ojos de él.
Hasta aquel momento la azotaina no había sido francamente dura. Es cierto que había dejado huellas desde lo alto de las caderas a lo largo de lo más sobresaliente de los muslos, pero no había en realidad señales de golpes crueles que Iludieran atormentarla. De todo ello concluí que se trataba de una flagelación voluptuosa, que perseguía el doble objetivo de atraer la sangre a la superficie de aquella blanda piel, y de inflamar, al mismo tiempo, el oculto ardor de la penitente para los fines que mis lectores pueden fácilmente adivinar.
—¡Por favor… se lo ruego, mon pere! —pidió Laurita anegada en lágrimas, mientras cambiaba de lugar las lindas rodillas desnudas en que se apoyaba sobre la dura madera de la silla de castigo—. No soy muy valerosa, y no podré soportar esto mucho más tiempo. ¡Por favor, póngale fin, y perdóneme! ¡Se lo ruego!
—Valor, hija mía. Tienes que sufrir todavía mucho más antes de haber purgado tus pecados —repuso él—. ¿Acaso quieres pactar con el diablo, pidiendo un castigo menor, simplemente porque tu carne mortal es débil y por ello abandonar la esperanza de ir al cielo? Hazte fuerte y aprieta los dientes, Laurita, porque ahora voy a azotarte con mayor dureza.
Y dio cumplimiento a sus palabras. El cuero del látigo voló con mayor ímpetu, para descargar golpes sobre todas las partes de las desnudas asentaderas de Laurita, en tanto que la infortunada beldad suspiraba y gemía, sin cesar de mover sur caderas de un lado a otro en un afán de evadir los ardientes besos del látigo. En un momento determinado, un latigazo muy punzante descargado sobre la base de su retorcido dorso hizo que se le cayera la ropa, que de inmediato cubrió el área condenada. Mas el sacerdote estaba tan locamente entregado a la tarea de salvar su alma, que no la regañó por su negligencia, sino que se limitó a alzar la vestimenta por sí mismo, valiéndose de su mano izquierda. Insatisfecho, empero, dejó caer el látigo al suelo para decirle con dureza que debía tener cuidado de mantener alzada la ropa, sin dejarla caer antes de que el castigo hubiera llegado a su término. Una vez hecha la advertencia, se aproximó a ella y pasó sus mano a acariciadoramente por sus muslos y caderas, dilatándose largo rato en hacerlo, hasta que por fin levantó la falda y el refajo hasta por encima de la cabeza de ella, para dejarlos caer luego sobre su rostro, que así quedó oculto, mientras dejaba al descubierto las desnudeces de la muchacha, libres del cubrecorsé, que no era sino una especie de camiseta que apenas alcanzaba hasta la mitad de su nívea espalda.
Seguidamente, tras de decirle a Laurita que debía asirse de los travesaños de la silla que tenía enfrente, a fin de sostenerse, tomó de nuevo el látigo y dióse a azotarla con renovado brío. Moviéndose de un lado a otro, para poder abarcar el trasero de la muchacha en su totalidad, aplicó primero un latigazo horizontal, seguido de otro en sentido diagonal, mientras Laurita, fuera de sí por efecto del dolor y la vergüenza, gritaba, se retorcía, se arqueaba y se contorsionaba del modo más excitante.
—¡Toma! —dijo él en tono apaciguador, a la vez que descargaba un golpe final que enrolló las dos bifurcadas extremidades del látigo en torno al vientre de la desdichada penitente, arrancándole un grito desgarrador—. Pagaste el precio que correspondía por tu licenciosa conducta, muchachita. Ahora, arrodíllate piadosamente y ora en silencio para que aquel que ha de desposarte legalmente te acepte en su seno como una virgen pura y sin mácula. Entretanto, calmaré el ardor de los azotes.
Arrojó a lo lejos el látigo para aproximarse a la silla sobre la que la semidesnuda virgen de cabellos de oro estaba sollozando y retorciéndose todavía.
Sus regordetas manos, cuyo dorso estaba cubierto de espesa pelambre negra, se posaron anhelantes aunque livianamente sobre el desnudo trasero de la muchacha, para tentarlo y estrujarlo. Laurita se quejó entrecortadamente, en el mismo momento en que sintió que aquellos profanadores dedos se permitían tales libertades, si bien no osó proferir una protesta abierta por temor a que le fuera aplicado otro vapuleo. Empero, atadas como tenía las ropas por encima de su cabeza, no podía ver cómo él se había arremangado la sotana hasta la cintura, asegurándosela en ella por medio de dos alfileres de seguridad, que tomó de encima del aparador, dejando al descubierto toda su gruesa, peluda y masiva masculinidad. Porque, a decir verdad, el pene del padre Mourier era realmente enorme, desde luego de mayor circunferencia que el de Guillermo Noirceaux, y tan largo como el de Santiago Tremoulier. La cabeza era una obscena masa, de gruesos labios crispados por la impaciencia por descargar su vómito.
Un repentino temblor que acometió a Laurita cuando se bajaba de la silla del tormento, la obligó a proyectar los desnudos y lacerados mofletes de sus nalgas en dirección al buen padre. Y cuando, al cabo de un rato, descubrió que los dedos de él no lastimaban sus cardenales, sino que más bien acariciaban y mimaban benévolamente los temblorosos globos de sus posaderas, disminuyó su cuidado y su terror. Los suspiros todavía sacudían su lindo cuerpo, pero ahora eran deliciosa música en sordina para los oídos del flagelador.
El sacerdote se agachó un poco a fin de poder examinar mejor la inflamación provocada por los latigazos en aquellos adorables cuartos traseros. Cuando ya estaba por terminar la azotaina, los extremos del látigo habían lacerado las partes más internas de los mofletes de las nalgas, que presentaban pequeñas ronchas de color rojo subido. Los dedos del cura palparon primero aquellas señales; después, ladina y lentamente, se fueron deslizando hacia las curvas más bajas de su trasero, para examinarlas separándolas, a fin de dejar al descubierto el arrugado capullo de su virginal ano.
—¡Por Dios!, ¿qué hace usted, mon pere? —protestó ella, al tiempo que los músculos de su trasero se contraían fuertemente para esconder la más íntima de todas las partes del cuerpo.
—Voy a untar tus heridas con algún óleo que mitigue el dolor, hija mía. No tengas miedo, y abandónate, ya que esto forma parte de tu penitencia —replicó él con voz ronca y trémula, agobiada por el incontenible deseo.
—Me… me abandonaré —suspiró Laurita, casi desfalleciendo de vergüenza—. Pero, por favor, dese prisa en poner fin a mi castigo, mon pere. Mi trasero me arde espantosamente, y me muero de vergüenza de verme así ante usted.
—Esta humillación es parte del castigo —observó él sabiamente—. Ahora, adelanta un poco más tus nalgas, hija mía ¡Eso, eso! ¡Magnífico! No te alarmes, ni te muevas hasta que yo te lo ordene.
Diciendo esto adentró sus regordetes dedos en las tiernas profundidades de las curvas más recónditas de sus posaderas y las distendió a su máximo. Antes de que Laurita pudiera emitir ningún grito por lo agudo del dolor en su sensible ano, había ya adelantado él la redonda cabeza de su enorme verga hacia la arrugada escarapela de color ámbar rosado. Aquella cabezota y la rigidez de la lanza arrancaron a Laurita otro grito, a la vez que sus músculos se contraían de nuevo, lo que motivó un acre regaño de parte de él.
—Si no dejas de menearte hasta el momento en que yo te lo mande, lamentaré mucho verme obligado a aplicarte otra zurra. Y esta vez será en la parte delantera de tus muslos, con lo cual, dicho sea de paso, aplicaré el castigo precisamente a la parte más pecadora de todas. Eso es lo que merecerías por yacer con ese miserable aprendiz.
Dejando escapar un suspiro desgarrador, Laurita se resignó. Una vez más el obeso sacerdote apuntó la cabeza de su miembro salvajemente distendido hacia el orificio posterior de la muchacha, y estaba a punto de ensartarlo en aquellos labios virginales cuando se oyó un martilleo en la puerta.
El padre volvió la cara, enrojecida hasta el púrpura por efecto de la rabia de la frustración. Se mantuvo un momento indeciso, pero se repitió el repiqueteo. Murmurando quién sabe qué entre dientes, desprendió los alfileres de seguridad que sujetaban su sotana con toda rapidez, y tras una desesperada búsqueda en torno suyo de algo que sólo él sabía, tomó por fin un misal, el que colocó en la unión de sus muslos para esconder el henchido impío. Laurita emitió un grito de desesperación.
—¡Por Dios, mon pere, no permita que nadie me vea así!
Había ya andado la mitad del camino hacia la puerta, cuando el grito de ella le recordó lo impropio que, en efecto, sería que ojos extraños la vieran como estaba. Gruñendo ahora algo más, le bajó las enaguas y la falda para cubrir su desnudo trasero, y luego murmuró:
—Quédate donde estás, y no digas una sola palabra.
Después, componiendo lo mejor que pudo su apariencia, para afectar un aire de benigna serenidad, el padre Mourier se llegó al fin a la puerta y la abrió:
Era su amazónica ama de llaves, Désirée, sin aliento, roja la cara y brillantes los ojos. Advirtió que el corpiño de su blusa estaba desordenado, y dejaba al descubierto bastante más de su suntuoso seno de lo que era propio exhibir en la rectoría. Pero antes de que el párroco hubiera tenido tiempo de reconvenirla por esta falta de pudor, ella estalló:
—¡Oh, mon pere! Acababa de llegar de casa del amo, a quien le dije lo de la pequeña Laurita. Lo sintió mucho, pero me encomendó que la atendiera de modo que pudiera encontrarse bien de salud para el día de las amonestaciones. Apenas estuve de regreso, mon pere, me vi obligada a franquear la entrada a un visitante que preguntó por usted. Se trata del padre Lawrence, procedente de Londres, mon pere. ¿Debo hacerlo pasar?
—Iré a reunirme con él en el saloncito, madame Désirée —dijo el padre Mourier con voz ya compuesta—. ¿Me quiere hacer el gran favor de traerme vino y algunos pastelillos, de esos que preparó usted, según dijo, para celebrar su primer día de estancia aquí como ama de llaves? Sin duda que mi huésped tendrá sed y hambre, puesto que viene de tan lejos.
Y le dio a la amazónica beldad una paternal palmadita en una de sus opulentas caderas, abandonando su mano sobre ella más tiempo del necesario.
En aquel momento lo vi todo claro. Como quiera que el patriarca del pueblecito de Languecuisse había, sin duda, asistido a la competencia entre las apisonadoras de uva, y que con toda seguridad tuvo ocasión de ver la lasciva exposición de sus intimidades que en ella hizo Désirée, metida en el tonel, enardecido por la visión de su trasero y de su velluda hendidura, decidió incuestionablemente dulcificar la soledad de su pequeña y escasamente amueblada rectoría con los abundantes encantos de ella.