La competencia había terminado, y el sol se había puesto en el pueblecito de Languecuisse. Yo, por mi parte, una vez acabado el concurso me había encaminado a la humilde vivienda de los Boischamp, donde, sin ser apercibida, pude treparme a la cama de la hermosa Laurita para tomarme un descanso sobre la delgada almohada sobre la que había ella reposado su dorada cabeza durante la víspera, sin la compañía de varón alguno. Aquella noche iban a cambiar las circunstancias. Ello no obstante, cualquiera de ustedes habría pencado, al verla tan apesadumbrada mientras su madre la llenaba de adornos, que se estaba preparando para ser ejecutada en la guillotina. Las lágrimas habían asomado a sus claros ojos azules, para escurrir luego por las redondas mejillas de mi dulce e inocente rostro. Sus rojos y rotundos labios temblaban de miedo ante los regaños de su madre que con solícita voz de contralto inquiría:
—¿Vas a controlarte, Laurita? ¡Ventre-Saint-Gris[6]! Monsieur Villiers se enojará si ve tus ojos enrojecidos por las lágrimas. ¿Acaso no te das cuenta, muchacha, de que es un honor que todas las doncellas de Languecuisse te envidian esta noche? ¡Imagínate! ¡Ser invitada a la casa del mismísimo patrón! Y piensa, además, que ganaste un mes de alquiler con tu excelente trabajo de esta tarde en la tinaja. ¿Y qué decir de estas botellas de vino? ¡Cómo las disfrutamos, tanto tu querido padre como yo!
—Todo eso está muy bien, chére maman[7] —suspiró Laurita en la más dulce y lánguida voz que jamás había oído yo en doncella alguna— pero sabes muy bien que detesto a monsieur Villiers, y que en modo alguno quiero ser su esposa.
—¡Eres una descarada exasperante! ¡Cuídate, si no quieres que te caliente las orejas! —gritó la madre, sumamente enojada—. El padre Mourier va a leer las amonestaciones desde el púlpito después de la misa mayor del domingo próximo, como sabes muy bien, y te casarás diez días después en la misma iglesia, con tu padre y tu madre locos de contento por verte ascendida desde la condición más humilde y baja, a la de mayor rango. ¿No piensas, criatura, que vas a ser rica? Tendrás costosas vestimentas, joyas y los más finos zapatos. Hasta es posible que vayas a París, que ni tu padre ni yo hemos visto jamás, y que nunca veremos porque somos demasiado pobres. ¡Y todavía te quejas, criatura desagradecida!
—Todo eso está bien para que lo disfrutéis tú y papá —repuso Laurita apenada— pero soy yo la que tiene que compartir la cama con el señor Villiers, y no vosotros.
La madre abofeteó la suave mejilla de Laurita al tiempo que le vociferaba a la desdichada doncella:
—¡Lo que ocurre es que eres una prostituta impertinente! Todavía no eres lo bastante mayor para que no pueda desnudarte el trasero y azotarlo, muchachita: de manera que déjate enseguida de lamentos estúpidos, o tendré que llamar a tu padre para que se ocupe de ti. ¿Y luego, cómo se verán tus ardidas nalgas, debajo de las más finas faldas y calzones, cuando vayas a casa del amo?
—¡Pero no lo quiero, maman! —protestó de nuevo inútilmente Laurita, retorciéndose las manos en su desesperación—. ¿No querías tú a papá cuando te casaste con él?
—Es deber de toda esposa cuidar de su marido en cualesquiera circunstancias, tanto de salud como de enfermedad —ordenó piadosamente su madre—. En cuanto a tu padre, aprendí a amarlo después de haberme casado con él, y como consecuencia de ello llegaste tú a mi matriz. Felicítate de tener la fortuna de poder proporcionar comodidades a tus padres, ahora que llegaron a viejos, después de todos los trabajos y muchos sous[8] que te han dedicado durante la infancia. Ganarás la redención en los cielos con esta buena obra. Por lo que hace al amor, ¡bah!, ¿qué es eso? Todos los hombres son parecidos en la oscuridad y bajo las sábanas, como también lo son todas las mujeres. Pronto lo descubrirás. Pero no tengo necesidad de explicarte tus obligaciones porque tu confesor, el padre Mourier, se encargará de exponerte cuáles son los compromisos que adquiere una joven cuando acepta el sagrado vínculo matrimonial. Y no olvides que al aceptarlo te habrás labrado un feliz porvenir, Laurita. Y ahora ¡vamos, que yo te vea sonreír de nuevo! Las cosas no son tan malas como parecen. Monsieur Villiers no vivirá para siempre, y si te comportas discretamente encontrarás la manera de proporcionarte gusto con otro amante. Pero cuida de no estropear tu matrimonio, o de arrojar vergüenza sobre tus padres.
—Preferiría casarme con Pedro —asistió Laurita por última vez, con lo que se ganó un nuevo bofetón en la otra mejilla, el que dejó una marca rosa sobre la piel de azucena, y le arrancó un nuevo grito lastimero.
—¿Ese bastardo bueno para nada? ¿Qué futuro te espera con él, aparte de el de traer un montón de chiquillos a este mundo cruel? —vociferó su indignada madre—. Es sólo por el bondadoso corazón del amo que tiene trabajo ese infeliz jovenzuelo. No hace sino errabundear tristemente de un lado a otro, apenas si trabaja un día de vez en cuando, y me han dicho que en realidad lo que hace es perder el tiempo tratando de escribir sonetos dedicados a su amada. Si alguna vez me entero de que tu nombre se encuentra en estos sonetos, siendo ya la esposa del bondadoso patrón, he de decirle que te dé una buena azotaina por manchar nuestro buen nombre y el suyo. Y ahora empólvate con este polvo de arroz que conservo todavía desde el lejano año de mi boda, muy apropiado para la ocasión, y que Hércules te escolte hasta la casa del amo.
Mas en ese preciso momento quiso el azar venturoso que alguien llamara a la puerta de la vivienda de los Boischamp, y cuando la madre de Laurita la abrió se encontró con un zagal, heraldo del patrón mismo. Al parecer el capataz se había enfermado repentinamente, viéndose obligado a guardar cama, y por lo tanto la encantadora mademoiselle Laurita tendría que ir sola a la casa del patrón, tan pronto como le fuese posible, a fin de que aquél pudiera hacerle entrega de los premios que tan gloriosamente había ganado aquella tarde. La madre de Laurita no pudo ocultar que tal noticia no era de su agrado, ya que para mayor honor le hubiese gustado que la escoltara el vigilante. Pero, puesto que ello no era posible, lo importante era que Laurita se encaminara a la casa del amo para que pudiera cumplirse el ceremonial previsto, y recibiera los premios, primeros pasos en firme hacia el eventual matrimonio en el que había ella cifrado todas sus mercenarias esperanzas. En consecuencia, le dio rápidas instrucciones de que no perdiera tiempo por el camino, desviándose por el campo, sino instándola, por el contrario, a que fuera derecho a la casa de monsieur Villiers, que estaba situada en la cima de una colina, y a mostrarse, una vez en ella, respetuosa, obediente y humildemente agradecida por todas sus deferencias.
—Y quiero que recuerdes bien todo lo que te digo, descarada necia, ya que el patrono me dirá sin duda mañana cuál ha sido tu comportamiento esta noche en su lujosa residencia, y ¡ay de tu pobre trasero desnudo, Laurita, si el informe no es satisfactorio! Y ahora no te hagas más remolona y vete ya.
Llevaba Laurita su más linda ropa de vestir, blusa y falda azul, pero las pantorrillas quedaban al aire, y calzaba los únicos bastos zapatos que los campesinos pueden darse el lujo de llevar. Empezó a andar valerosamente por entre los viñedos de los alrededores. Sus padres salieron también a celebrar con una buena dotación de vino y sardinas el éxito que habían logrado con su única y virginal hija, pero su ansia los había hecho anticipar demasiado la celebración de los beneficios que pensaban obtener de aquella inmoral unión, si se consideran los peligros que su virginal hija podía encontrar en su solitaria marcha por entre los viñedos, bajo un cielo ya ensombrecido. Decidí acompañarla, a guisa de ángel de la guarda, porque ya había decidido que si tenía que ser encerrada con su senil amo, y éste pretendía joderla, yo evitaría la consumación de tal infamia, por lo menos hasta que estuvieran ambos legalmente unidos. Recordando lo que había leído en la historia respecto a la vieja costumbre del droit de seigneur[9], pensé que nada tendría de particular, en un individuo de tan baja ralea, que cortara la rosa de su virginidad, y la devolviera luego a sus padres alegando que aquélla estaba ya marchita, y por lo tanto no merecía Laurita ser su esposa.
Ésta seguía su solitaria marcha, cabizbaja, con sus finos dedos entrelazados, como en ruego y meditación. Un viento ligero acariciaba el dobladillo de su blusa, así como la apetecible carne blanca de sus tobillos y pantorrillas. La luna brillaba en todo su esplendor, y hasta las estrellas parecían cintilar de admiración a la vista de la dorada cabellera de la virgen que se encaminaba hacia el hogar del dueño de todo el pueblo, al propio tiempo que hacía un destino que, por muy Inocente que fuera, como lo era, seguramente no podía menos que inspirarle sospechas y aprensiones.
De repente, al doblar la curva de una alta y espesa cerca de zarzas que demarcaba el viñedo de uno de los terratenientes, para separarlo del contiguo, se alzó ante ella la sombra de alguien que se apoderó de su persona, y que antes de que pudiera gritar le tapó la boca con una mano para susurrarle:
—Chérie ¿no me conoces? ¡Soy tu Pedro!
Laurita articuló un grito de alegría, y echó sus bellamente con torneados brazos al cuello de su amado. Se abrazaron estrechamente, y intercambiaron un beso apasionado. En él no pude ver nada que denotara corrupción o mal alguno.
—¿A dónde vas sola y de noche, amorcito? —demandó Pedro con voz varonil y resonante.
—¡Ay de mí! Bien lo sabes —dijo Laurita, dejando escapar un suspiro de pena—. Se me envía a la casa del amo para recoger mis premios. Y lo peor de todo, querido Pedro, es que me ha ocurrido una catástrofe. Mi querida madre acaba de anunciarme que el padre Mourier leerá las amonestaciones de mis esponsales con el patrón el próximo domingo. ¡Dios mío!, ¿qué haré? Ya sabes cómo lo detesto. Bien sabes también cómo trata a todas las mujeres que laboran en sus campos. Las pellizca, Pedro.
—¿Te ha pellizcado a ti? Si lo ha hecho, te juro que voy a estrangularlo, Laurita.
—¡Chist! No deben oírnos. Tenemos poco tiempo. Si nos demoramos enviará otro emisario a la casa de mis padres para preguntar qué es lo que me retiene, y se descubrirá nuestro secreto. ¡Oh, Pedro! ¿Qué puedo hacer?
—Si tuviera bastantes francos para ello, me casaría contigo y te llevaría lejos de esta miserable aldea —repuso en voz alta el joven—, pero ya sabes que no tengo más que lo que la caridad del patrono quiere darme; ello a pesar de que sé muy bien que soy hijo bastardo suyo, no obstante que no quiere reconocerme. No es justo, Laurita, que quiera casarse contigo cuando estamos comprometidos tú y yo desde que ambos teníamos trece años.
—Lo sé —contestó ella moviendo tristemente la cabeza—. Siempre hemos esperado y rogado por un milagro que nos permitiera casarnos, y ni siquiera hemos podido disfrutar uno del otro. Para colmo, mucho me temo que esta misma noche reclame por adelantado sus derechos de esposo. Le aborrezco. El solo pensamiento de que pueda pellizcarme las carnes desnudas me llena de horror. ¡Ah! Si no me queda más remedio que rendírmele ¿por qué no me explicas querido Pedro, qué cosa es en verdad el amor, ahora que será la última vez que nos veamos antes de mi matrimonio?
—¿De veras lo quieres así, Laurita? —dijo anhelante el muchacho.
Ella asintió con la cabeza, y luego escondió su rostro encendido en el pecho de él, que lanzó un grito de triunfo.
—¡Oh, mi amor! ¡Mi bien adorado! Puesto que así lo quieres, ven conmigo. Conozco una loma junto a un árbol que está cerca de la parcela del viejo Larochier, donde podremos escondernos para que te enseñe, hermosa Laurita, todo lo que yo sé acerca del amor.
La loma era, en efecto, un lugar ideal como escondite. Estaba situada detrás de una breve depresión del terreno, y convenientemente resguardada por un corpulento roble, a guisa de torre, de ramas frondosas que oscurecían el estrellado cielo, como deseoso, por compadecido, de poder proporcionar a aquel par de jóvenes un rato de solaz en privado.
Pedro Larrieu arrojó lejos el sombrero, extendió su chaqueta sobre el tupido césped, con un gesto que hubiera envidiado cualquier caballero andante, y dijo:
—Recuéstate aquí, Laurita; así no mancharás con la hierba tu preciosa falda.
La dulce muchacha obedeció ruborosa, volteando la cara a un lado para cubrirla con ambas manos. Él se arrodilló, con el semblante rígido por efecto del ardor y la pasión juveniles, al fijar la vista en su adorable y virginal novia.
Una vez que se hubo acomodado ella, el dobladillo de la falda al recogerse, reveló las dos más adorables rodillas que hubiera yo contemplado jamás. Él se inclinó, y con sus dedos se posesionó de sus deliciosamente redondeadas y desnudas pantorrillas para prodigarles caricias, mientras sus labios estampaban un prolongado y ardiente beso en uno de los adorables hoyuelos de sus rodillas.
Laurita dejó escapar un grito de miedo fingido en el que más bien podía adivinarse un oculto fondo de exquisita ansiedad por saber del contacto carnal.
—¡Por Dios, Pedro! ¿Qué haces?
—Me dijiste que debía enseñarte a amar, querida. Si sólo hemos de disponer de esta hora para el resto de la eternidad, déjame dar gusto a mis deseos por primera y última vez.
Ella no podía oponer una negativa a tan elocuente argumentación. Por tal razón, tímidamente, al tiempo que escondía otra vez su rostro entre sus delicadas manos, murmuró con ternura:
—Esta noche no puedo negarte nada. Cada vez que pienso que dentro de poco estaré sola junto a ese viejo detestable, que anhela pellizcarme las nalgas y los pechos y todas las partes de mi cuerpo, ¡fingiré que eres tú el que está allí, en lugar de él, mi querido, leal y adorado Pedro!
Estando así las cosas, pude ya advertir un bulto sospechoso en la parte alta de los andrajosos y remendados pantalones de Pedro. Lo que era explicable después de tan excitante declaración de aquellos virginales labios. Tal vez Pedro, al que se acusaba de escribir sonetos en lugar de atender a las más difíciles tareas que se le encomendaban, poseía inesperada experiencia como amante, pero, desde luego, tenía conciencia de que el tiempo apremiaba. Además —y de ello no tengo la menor duda— si hubiera revelado toda su ciencia amatoria le habría dado a Laurita la impresión de ser un libertino, y no un devoto enamorado. Cualquiera que fuese la razón, Pedro tomó el dobladillo de su falda y se lo alzó hasta la cintura pura dejar al descubierto unas sencillas enaguas de estopilla, que sin duda habían pertenecido a la madre, puesto que habían amarilleado por efecto de los años. Laurita emitió otro suspiro, mas no hizo movimiento alguno, dándole así a él carte blanche para actuar. Lo que Pedro hizo sin pérdida de tiempo. Alzó las enaguas hasta juntarlas con la replegada falda, permitiendo que un indiscreto rayo de luz lunar, filtrado al través de las espesas ramas del corpulento roble, llenara de manchas luminosas la tierna carne de Laurita, desnuda como había quedado desde los tobillos hasta el dobladillo de sus ajustados calzones.
Pedro llevó sus manos a los muslos de la joven, los que estrujó amorosamente hasta provocar la contracción espasmódica de los músculos, y que el seno de ella comenzara a alzarse y a bajar en agitada respuesta.
—¡Oh, amorcito! ¿Qué vas a hacerme? —susurró, temblorosa.
—Deseo joderte, Laurita. Quiero meter mi verga en la dulce grieta de tu coño virginal. Permíteme que lo haga. No tendremos otra oportunidad para ello… bien lo sabes. De ahora en adelante tendrás que soportar la verga del patrón, y lamentarás que no esté allí tu Pedro para consolarte dándote lo que tu lindo coño merece —le dijo él osadamente.
—Soy virgen, como sabes, Pedro —murmuró ella, volviendo una vez más su rostro, para protegerlo detrás de su mano— pero le he oído decir a papa y a mamman, cuando hablaban con la convicción de que yo estaba dormida, que jodiendo se hacen los niños, y el amo no se querrá casar conmigo si tú me haces uno.
—Inocente criatura: si ha de casarse contigo dentro de una quincena, nunca sabrá de quién es el niño que lleves en el vientre —aseguró Pedro, riendo.
Sus dedos habían comenzado a extraviarse por debajo de los calzones de Laurita, cosquilleando sus ingles y las partes internas de las satinadas carnes de sus muslos, arrancándole a ella pequeños chillidos y contorsiones de emoción.
—Es cierto —admitió al fin ella, volviendo su rostro al otro lado, aunque ocultándole todavía la cara.
—Entonces, déjame que te quite los calzones para joderte. Laurita. Mira lo que tengo para ti, querida —dijo jadeante, al mismo tiempo que se desabrochaba la bragueta para extraer un tronco vigorosamente erguido.
Estaba circunciso, y una profunda raja partía en dos la gran cabeza de aquel robusto dardo juvenil de gruesas venas. Al cabo, Laurita se atrevió a apartar las manos de su rostro, y a llevarlas a ambos lados del cuerpo de Pedro, mientras miraba con fijeza aquel fenómeno. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, y de sus labios escapó una exclamación de inquietud.
—¡Mon dieu, querido Pedro! ¡Nunca hubiera sospechado que un hombre pudiese tener algo tan grande como eso! ¿Y dónde vas a meter ese monstruoso objeto? Espero que no sea dentro de mi rajita.
—Vamos a averiguar si se puede o no, amorcito —urgió con voz ronca.
—¡Me da tanto miedo!… Espera, espera… No me quites los calzones todavía —dijo ella entrecortadamente cuando los dedos de él se habían deslizado ya bajo el dobladillo—. ¿Qué pasará si el patrón descubre que he perdido mi virginidad? Estaré arruinada para él, y me echará de su lado. Después mi padre me azotará con su correa y me repudiará. ¿Quieres que le ocurra esto a tu pobre Laurita?
—Te aseguro que el amo no podrá cumplir con sus deberes maritales. Su verga está demasiado vieja y exhausta. Hace dos semanas, en ocasión en que él ignoraba que lo estaba espiando, atisbé por entre las persianas de su dormitorio y lo vi acostado con Désirée, la viuda que ha de ser la nueva ama de llaves del buen padre Mourier. Ambos estaban desnudos, y él se había arrodillado sobre Désirée, la que con ambas manos trataba de infundir vida a su desmayado miembro para que la jodiera. Te juro que todo fue inútil, hasta que, por fin, ella se lo llevó a la boca. Y aun así no se pudo aguantar lo bastante para meterlo entre las piernas de ella, sino que arrojó mu semen en la boca de la viuda.
—¡Pedro Larrieu! Eres un pícaro y un pecador. ¿Habrase visto? ¡Contarle a una virgen como yo cosas tan abominables y lascivas! —dijo azorada. Pero seguidamente, al igual que todas las doncellas que tienen gran curiosidad por conocer detalles sobre el singular fenómeno del coito, lo alentó a seguir:
—Entonces ¿quieres decir que esa Désirée llevó realmente sus labios a… esa cosa del patrón?
—Lo juro por la salvación de mi alma, queridísima Laurita. Y es precisamente por ello que puedo asegurarte que tu doncellez no corre peligro. Nunca podrá saber si la conservas o no, porque no es capaz de entrar en tu coñito, a menos que lo haga con los dedos. ¡Oh, Laurita! ¡Estoy que ardo en debeos por ti! ¡Déjame joderte! Además, estás perdiendo mucho tiempo, y el amo andará ya en busca tuya.
—Sí, eso es cierto, amado Pedro. ¡Muy bien! Prefiero mucho más que me jodas tú ‘que monsieur Villiers. Te quiero tanto que me aflige pensar que pueda ser el patrón el que me quite los calzones antes que tú.
Dejando escapar un grito de alegría desgarró el joven los calzones de Laurita, dejando a la vista el suave y lindo monte de su coño. Los ricitos dorados que se ensortijaban para proteger unos labios deliciosamente carnosos resultaban tan adorables, que provocaron el deleite del mancebo, que dióse a pasar las puntas de sus dedos sobre aquel sedoso pelo. Entretanto, Laurita había volteado de nuevo su cara hacia un lado, cubriéndosela con ambas manos, como si de esa manera no supiera lo que pasaba y no incurriera en pecado mortal.
—¡Oh, Laurita! ¡Mi adorada noviecita! —exclamó él con voz entrecortada, al tiempo que inclinaba su cabeza para depositar un beso interminable en aquella maraña de rizos dorados que protegía el coño virginal de la muchacha.
Laurita daba gritos agudos, a la vez que, instintivamente, se arqueaba hacia arriba y separaba las rodillas para permitir el acceso a sus entrañas.
Así alentado, Pedro Larrieu llevó sus ardientes dedos a los desnudos muslos de ella para desembarazarla diestramente de los calzones, desechando de tal suerte el último velo. Enderezó seguidamente su dorso para llevar la punta de su verga al adornado nido situado tras el adorado montículo. Laurita emitió un quejido:
—¡Ay! Con cuidado, querido. No creo que quepa en mí interior. ¡Es tan grande!
Ella le echó los brazos al cuello, en tanto que el joven pasaba los suyos por debajo de las espaldas de Laurita, a fin de sostenerla mientras se fusionaban los muslos de ambos. La muchacha se estremeció exquisitamente al sentir la punta de la verga contra los suaves labios rosados de su virginal coño. Yo estaba muy cerca, sobre una mata de césped, desde la cual podía presenciar cuanto ocurría, y no tuve corazón para interrumpir a los jóvenes amantes interponiéndome en ocasión tan angustiosa.
Pedro avanzó un poco, lo preciso para introducir la punta de su arma en los prominentes labios de la vulva de ella, y Laurita dejó escapar otro gritito, mezcla de miedo y deleite.
—¡Por Dios, Pedro! Despacio. Te lo ruego. ¡Cosquillea tan agradablemente! No me lastimes.
—¡Amor mío! Por nada del mundo quisiera lastimarte. ¡Es maravilloso joder contigo, Laurita! ¡Tus muslos son tan redondos, firmes y blancos! ¡No puedes imaginar cuánto he ansiado poder hacerlo durante todos estos años! —declaró él.
Empujó cuidadosamente un poco más, hasta introducir la cabeza de su verga en el pórtico del orificio virginal. Ella se asió a él al propio tiempo desesperada y tenazmente, con los ojos cerrados, el rostro deliciosamente encendido, en espera del acto que tenía que unirlos inseparablemente, cualquiera que fuese el resultado.
—Ahora tengo que meterlo algo más, querida, y tal vez te haga un poco de daño —advirtió él galantemente, mientras cobraba fuerzas para la refriega—, pero cuando desaparezca el dolor, te prometo que vas a gozar como nunca. ¡Oh, querida Laurita! ¡En qué forma tan deliciosa los labios de tu coño besan mi verga, como invitándome a meterla dentro por completo!
—¡Oh, sí! Los siento temblorosos alrededor de tu cosa —aventuró ella cautelosamente, al tiempo que hundía sus convulsivos dedos en las espaldas de él—. Sí, jódeme querido ¡hazlo, por favor!
Él dejó escapar un profundo suspiro, y después se lanzó hacia adelante, embravecido. Al mismo tiempo, Laurita, impelida por los vestigios de miedo que todavía quedan en toda virgen, aun en los instantes de éxtasis, se retorcía y apretaba los muslos. El resultado fue hacerlo errar a él el tiro contra el himen, aunque sin duda lo alcanzó algo, puesto que ella gritó:
—¡Ay… a… y… y…! He sentido una punzada, querido. ¡Oh, amor! Sé que va a dolerme, pero seré valiente por consideración a ti… ¡Tómame! ¡Jode a tu pequeña Laurita!
—¿Quién habla de joder bajo el cielo, la luna y las estrellas, cuando el propio Creador puede mirar hacia abajo y contemplar tanta perversidad? —tronó repentinamente una voz encolerizada.
Pedro Larrieu y Laurita Boischamp lanzaron un simultáneo grito de terror, al tiempo que el muchacho se apartaba, rodando, de la anhelante y semidesnuda virgen.
Allí, contemplándolos desde arriba, estaba el cura de la aldea, el padre Mourier.