Capítulo V

Apenas amaneciendo el día siguiente se vio a las claras que el día del apisonamiento de las uvas iba a ser de una serena belleza, por lo que concernía a la disposición de los elementos. No había viento, y el sol calentaba ya a temprana hora, cuando apenas comenzaba a ascender hacia el firmamento. Un cielo espléndidamente azul cubría el pueblecito de Languecuisse.

En cuanto a mí, eché una mirada hacia abajo desde mi rinconcito para contemplar cómo doña Margot y el buenazo de Guillermo estaban envueltos en un mutuo abrazo. Las sábanas se encontraban en desorden, arrugadas y muy manchadas por las numerosas ofrendas a Venus y Príapo hechas la noche anterior. Era evidente que ambos eran lujuriosos amantes, y se veía también que doña Margot estaba dotada de energía y celo suficientes para tener un desempeño venturoso en el torneo del apisonamiento de uvas, tal como acababa de hacerlo en el lecho de amor. Había sido jodida a satisfacción varias veces aquella noche, y cada vez había acudido a la nueva cita con renovado frenesí, como si fuera la primera vez. No cabía duda acerca de que su coño estaba ansioso de verga.

Decidí esperar la iniciación del festival, y examinar a las contendientes antes de decidir el papel que iba a desempeñar. Después de haber oído las conversaciones de Lucila y Margot con sus respectivos esposos, no sentía gran preocupación por sus alardes y apuestas. Ambas parejas veían las cosas de manera que hacía imposible hechos nefandos como resultado de los negros celos, aún en el caso de que uno u otro de ellos persuadiera a la mujer o esposo ajeno para una transferencia, temporal desde luego, de pleitesía carnal. Entre Lucila y Margot no había razón alguna para que yo mostrara preferencias. Lo que más me interesaba era aquella Laurita Boischamp, que Santiago Tremoulier había elogiado como un dechado de virtudes y bellezas femeninas. Si, conforme había oído, aquella exquisita damisela estaba destinada a ser casada con un viejo imbécil, sería tal vez oportuno que interviniera yo en su favor para proteger su tierna doncellez de los estragos y despojos de aquel detestable monsieur Claudio Villiers.

Salí de la quinta de los Noirceaux para deambular por el pueblecito, familiarizarme con él y disfrutar al mismo tiempo del calor de su magnífico sol. Alrededor del mediodía la multitud se había ya congregado a las puertas de un viejo edificio de escasa altura, donde se almacenaban las uvas después de la cosecha, y se embotellaba posteriormente el vino. El establecimiento era, desde luego, propiedad del patrón del pueblo, el mismo monsieur Villiers. Se alzaba como a un cuarto de kilómetro del primer viñedo, y a considerable distancia de la última de las casitas de campo, que ofrecían a la vista un panorama agradable. El capataz de los viñedos, una especie de supervisor, un fornido bruto de cejas prominentes, barba cerrada y grasienta y ojillos suspicaces, hacía sonar una campana invitando a todos los trabajadores a disfrutar de un desayuno con pan, queso y vino que les ofrecía su estimado y caritativo patrón. Había mesas corridas y bancos, y algunas de las mujeres de los campesinos hacían las veces de escanciadoras, modernas Hebes por así decirlo, que iban de un lado a otro con sus jarras para llenar las copas de aquellos que les tendían las brazos con osada familiaridad. Vi más de una mano introducirse descaradamente bajo una blusa o una falda durante la festividad, lo que hablaba bien a las claras del ardiente temperamento de aquellos lugareños de Provenza. El cálido sol, el dulce céfiro y las generosas exhibiciones de la tentadora carne femenina comenzaron a evocar una especie de orgía bucólica. Algunas de las parejas, después de haber comido y bebido a satisfacción, se alejaron de las bancas para encaminarse a un gran pajar que se encontraba a uno de los lados del almacén de uvas, o, con todo descaro, a los matorrales que circundaban el primer viñedo que encontraron a su paso, donde se echaron sin rodeos al suelo para entrelazarse ardientemente. Una vez aliviadas de esta suerte sus respectivas tensiones, compusieron sus desarregladas ropas para regresar a los bancos en espera de la ceremonia principal.

Finalmente, hacia las dos de la tarde, el capataz, que luego supe se llamaba Hércules Portrille, hizo sonar la campana una vez más para llamar la atención de todos los amodorrados espectadores. Anunció entonces con un vozarrón que se hubiera podido oír a una legua a la redonda, que su excelencia el señor Villiers quería hablarles a todos juntos para dar por abierta la competencia y bendecirlos.

Yo había encontrado lugar para esconderme cerca de una botella desechada y vacía, próxima, a su vez, de la pequeña plataforma sobre la que se había alzado el musculoso vigilante para dirigirse a sus subordinados. Cuando divisé al patrón todas mis simpatías corrieron de inmediato hacia Laurita, no obstante que hasta aquel momento todavía no la había visto. Excedía los sesenta años, era casi calvo, y un fleco de cabellos blancos sobre el huesudo cráneo le daba una apariencia repulsiva. Su rostro tenía un aspecto de astucia, pero desprovisto de todo rasgo de compasión o de amistad, hasta donde me fue dable observar. Una nariz sumamente aguda, delgados labios de asceta, lacrimosos ojos azules, que miraban suspicaces a sus trabajadores, como echándoles en cara su escasa caridad de obsequiarles comida y vino, así como tiempo de labores, a costa de sus propios intereses, completaban el cuadro. En pocas palabras: monsieur Claudio Villiers no era precisamente el tipo de amante por el que oran las doncellas: antes al contrario, más bien tendría que formar parte de sus jeremiadas.

Su voz resultó chillona y quebrada, como el sonido de flauta rota, cuando, tras de haber subido a la plataforma y dedicando una helada sonrisa a sus servidores, les dio la bienvenida a la competencia anual entre los vendimiadores de Languecuisse.

—Declaro abierto el concurso y os deseo a todos bonne chance[4] —terminó diciendo—. La ganadora, como ya ha sido anunciado previamente, recibirá una docena de botellas de mi mejor vino, y gozará también de un mes de alquiler gratis en la quinta que tenga la fortuna de habitar.

—Viejo loco —murmuró una hermosa matrona de negro pelo que se había sentado en el extremo de una banca, cerca de la botella a la que yo me había encaramado—. No ha hablado de que espera joder a aquella que apisone más uvas en su tina. Si lo hubiera hecho, estoy segura de que sólo habrían entrado al tal concurso las esposas más codiciosas, pues el precio por acostarse con monsieur Villiers es superior al importe de un mes de alquiler. Tiene que constituir una prueba bien dura el simple hecho de tratar de enderezar una verga tan marchita como la suya. Palabra de honor.

—¿No ha oído lo que dicen, doña Carolina? —comentó su vecina de mesa, una matrona corpulenta, aunque de cara agraciada, de pelo grisáceo pero de curvas todavía voluptuosas en el pecho y las caderas—. Tiene que ser la linda Laurita, porque el viejo chocho pretende casarse con ella. Le ha dicho a Hércules que ponga menos uvas en el tonel de Laurita que en los otros. Sin duda quiere saborear su presa antes de tiempo, y acostumbrar así a la desventurada muchacha a sus futuros deberes.

La matrona llamada Carolina hizo hacia atrás la cabeza y se rió, descubriendo una maciza dentadura blanca.

—En tal caso sería conveniente que la señorita Laurita le pida a su querida maman[5] que la instruya en el arte de ordeñar la verga de un hombre con los labios, porque de seguro que este cerdo, por mucho que se inspire, nunca podrá adquirir fuerza bastante para introducirse en un coño.

—Especialmente si, como estoy segura de ello, la muchacha conserva todavía su himen —fue la regocijada respuesta.

Ya estaban todos de buen talante, en espera de la competencia en la que iban a tomar parte quince concursantes, incluidas doña Lucila y doña Margot. Los espacios destinados a la trituración, para hablar literalmente, estaban situados al este de aquel amplio tribunal, a fin de que las concursantes no tuvieran que competir con la desventaja de que les diera el sol en los ojos, habida cuenta de que nos encontrábamos en una tarde de mediados de septiembre. Se había construido una larga plataforma no muy alta, sobre la cual se encontraban quince grandes barricas de madera, mayores que los barriles ordinarios, cada una de ellas con su correspondiente canal y grifo, por los que tenía que escurrir el zumo de las uvas rojas, moradas y verdes, a medida que lo fueran extrayendo los pies de aquellas competidoras languecuissanas. La plataforma se alzaba como a dos pies del suelo, y exactamente enfrente de la misma había quince tinas de piedra, en cuyo interior iba a verterse el líquido exprimido por las concursantes, a través de una especie de manguera de paño fuerte conectada al grifo de la canal. Esta disposición permitía al juez —que naturalmente no era otro que el patrón— pasear a lo largo de la plataforma para observar sobre la marcha el éxito o el fracaso de la concursante.

Las damiselas y matronas que iban a tomar parte en el concurso estaban de pie y un lado, en espera de que el fornido capataz les asignara la barrica que les correspondía, cada una de las cuales llevaba un número pintado en rojo. A doña Margot le correspondió la primera, y a doña Lucila la segunda.

Observé con interés cómo el ceñudo Hércules acompañaba a cada competidora a la tina que le era destinada. A causa de su tremendo tamaño y su cara de pocos amigos, a esta misión de vigilancia se debía, sin duda, no sólo la concentración en el trabajo en los viñedos, sino también la rendición forzosa a su viril miembro cada vez que su patrón demandaba alivio entre los cálidos muslos tostados por el sol de aquellas hermosas mujeres. Era un rufián de los capaces de acusar a una trabajadora de no haber vendimiado la cuota de uvas correspondiente, y de amenazarla con el despido o la retención de su salario, a menos que como compensación le brindara su húmedo coño. Y en cuanto le espié en forma que me permitiera ver la manera cómo ayudaba a las concursantes a encaramarse a las tinas manoseando un pecho, o estrujando una nalga, cuando no pasándoles audazmente la mano por la entrepierna con el pretexto de ayudarlas a alzarse las faldas, me prometí darle una buena mordida donde más pudiera dolerle, como modo de arrancar de su mente lasciva los pensamientos sin duda orgiásticos que proliferaban en su torvo cerebro.

Al fin le llegó el turno a Laurita, a la que se le destinó la tina número quince. Y pude observar que a ella la tomó de la mano, y la encaminó de la guisa que suele hacerlo un galán cuando lleva a una damisela en los primeros pasos de un vals, en el curso de un baile. Claro está que este comportamiento se debía a que Laurita era la prometida del patrón, el amo del pueblo. Les aseguro a mis lectores que no intentó con ella ninguna de sus lujuriosas tretas.

A causa del calor todas las concursantes exhibían generosamente sus carnes. Llevaban faldas de algodón blanco que les bajaban hasta la altura de las rodillas; las blusas dejaban al desnudo los hombros, y se abrían de manera que permitían a los espectadores darse un festín visual del fruto preferido, que unas veces era redondo y otras había adquirido forma de pera, de manzana o de melón. Sí se hubiera juzgado por las ardientes miradas de los varones que contemplaban el espectáculo desde sus bancos, nueve meses más tarde esos frutos de amor amamantarían a algún infante en aquel pueblecito de Languecuisse.

Todo lo que se decía de Laurita Boischamp apenas si le hacía justicia. Tenía una suave piel blanca que atraía las miradas, y las partes de sus desnudos hombros y brazos que había besado el sol presentaban un tinte dorado, como suave y tentador satín. Aterciopelada y reluciente carne en el esplendor de las diecinueve primaveras. Su cabello descendía en dos abundantes trenzas casi hasta la cintura, dorado, abundante y lustroso. También ella llevaba la corta falda de muselina y la blusa descotada y, como las demás, sus pies estaban desnudos. Dos piecitos delicados, como tallados a cincel, que se antojaban demasiado frágiles para la dura tarea que tenían que realizar. Mejor se los imaginaba uno caminando dulcemente hacia el lecho nupcial, como anticipo de un buen coito, que exprimiendo el jugo de las vides.

Una vez que todas las concursantes se hubieron acomodado en sus respectivas tinas, Hércules tomó el cencerro y dio la señal del comienzo, obedientes a la cual damiselas y matronas procedieron a alzarse las faldas hasta la altura de la cintura. Un rugido de admiración partió de los bancos que albergaban a los espectadores, arrancado por la encantadora vista que se les proporcionaba. Porque seis cuando menos de las concursantes no llevaban ropa interior de manera que el adorno velludo entre sus ágiles y flexibles muslos se hacía audazmente ostensible. Laurita, empero, cual correspondía a una doncella de sus pocos años, llevaba unos coquetos calzones color de rosa. Sin embargo, se le ajustaban de tal modo, que daban la impresión de una segunda piel, y contorneaban los hermosos cachetes de sus nalgas, revelando en la parte delantera un exquisito y regordete Monte de Venus. El propio patrón se dignó examinarla con vehemente deseo, lo que hizo enrojecer a Laurita, que escondió su encantadora faz en forma de corazón tras la curva de uno de sus hermosos brazos desnudos.

Tenía los ojos grandes y muy separados, de tinte azul celeste. Cualquier hombre podía perderse en su contemplación. Su nariz era de lo más exquisito, con una levísima insinuación hacia abajo. Añadid a ello un par de rotundos labios rojos en sazón, como ideados para besarlos o para rodear la cabeza de un vigoroso miembro, y creo que ningún robusto varón en el mundo entero hubiera podido pedir más bellezas o atractivos en una novia. Desde luego que yo, una humilde pulga, puedo comprender perfectamente el deseo que una moza así es capaz de encender en cualquier hombre. E incluso puedo comprender que una persona senil y depauperada, como lo era el patrón, no merezca llevarla a su cama, por muy acaudalada que sea.

Cuando todo estaba ya listo pude también ver que las lindas competidoras se hundían en las tinas hasta la parte inferior de sus muslos, ya que las uvas llenaban aquéllas hasta la altura anunciada a los espectadores. En el extremo de la plataforma había un reloj de arena que monsieur Villiers tomó con su huesuda mano, en cuyo momento Hércules anunció que la competencia duraría exactamente una hora. Al término de dicho lapso aquella concursante cuya tina contuviera mayor cantidad de líquido exprimido con sus pies desnudos sería declarada vencedora y recibiría el premio.

Claro está que a medida que avanzara la competencia iría disminuyendo el nivel de las uvas, y los lascivos cuerpos de las concursantes quedarían cada vez más al descubierto. Tal vez por ello las más atrevidas decidieron presentarse al concurso sin ropa interior. Pude ver cómo muchos de los hombres les hacían guiños o gestos a algunas de las competidoras, sin ningún género de dudas con el propósito de convenir algún arreglo copulatorio cuando cayeran las sombras de la tarde.

El reloj de arena fue invertido; Hércules hizo sonar de nuevo la campana, esta vez estruendosamente, y la competencia dio principio.

Pude entonces advertir que había algo de verdad en el rumor que oí acerca de que el viejo vinatero se las había ingeniado para facilitar la tarea de Laurita poniéndole menos uvas en su tinaja, puesto que apenas había dado principio la prueba y ya su cuerpo sólo quedaba expuesto hasta más o menos a la altura de las caderas, mientras que de las otras apenas eran visibles los torsos, más o menos desnudos o cubiertos. De todas formas, el espectáculo era divertido. Margot y Lucila, una frente a la otra, con ojos que despedían llamas, los pechos jadeantes y los brazos en jarras, estaban entregadas de lleno a la tarea de bombear con sus pantorrillas, arriba y abajo, como si fueran pistones, para aplastar la pulpa bajo sus pies, y el vino comenzó a escurrir hacia las tinas. Empezaron a menearse placenteramente, a manera de imprimir a sus senos un bailoteo lascivo, al que no eran ajenos sus nalgas y sus muslos. Como es natural, el espectáculo llevó a los espectadores más lujuriosos a lanzar gritos de aliento, en su mayoría demasiado procaces para que pueda permitirme su reproducción aquí. El sentido de los mismos, empero, era que todos los varones que presenciaban aquello hubieran dado de buen grado un mes de su paga por poder montarse entre los muslos de cualquiera de ellas —Lucila o Margot—, prometiéndoles al propio tiempo un coito tan vigoroso como para dejarlas postradas en cama una semana cuando menos, y, desde luego, inutilizadas para el uso natural por parte de sus esposos.

Santiago y Guillermo, sentados uno al lado del otro sobre el banco que quedaba frente a la plataforma donde se afanaban sus respectivas esposas, intercambiaban cuchufletas y consejos obscenos con sus adorables medias naranjas, de manera que llegué a la conclusión de que, con mi ayuda o sin ella, la victoria de cualquiera de aquellas dos hermosas hembras estaba asegurada, puesto que no iba a pasar mucho tiempo antes de que ambos esposos probaran las prohibidas delicias de la esposa ajena, sin temor a recriminación alguna.

Una vez que hube llegado a tal conclusión, me sentí con libertad para dedicar mi atención a la bella Laurita, y al hacerlo así, aunque desde luego yo misma lo ignoraba en aquel momento, alteré mi propio destino. Laurita no daba la cara a la multitud, sino que estaba volteada hacia un lado, y mantenía la vista fija en el cielo, como para conservarse impermeable a las impúdicas miradas de los ardientes hombres de Languecuisse. Sus hermosos y desnudos muslos se flexionaban temblorosos a medida que sus pantorrillas subían y bajaban en movimiento acompasado. Y lo mismo hacían las dos tentadoras redondeces de su seno, que estoy segura estaban sueltas bajo su blusa.

La chica de la tina número nueve era una de esas mozas que nunca se han ceñido unas pantaletas. Tenía alrededor de veintiocho años, por lo que pude apreciar, con un abundante pelo castaño, que caía como voluptuosa cascada sobre sus hombros. Era un marimacho de cuando menos seis pies y cinco pulgadas de estatura, con un magnífico par de senos grandes como melones, embutidos uno junto al otro en una blusa que llenaban. Su cintura era sorprendentemente menuda, pero sus ancas eran amplias, y los cachetes de sus nalgas eran voluminosas redondeces que bailoteaban locamente cada vez que sus piernas se alzaban o hundían en la asidua tarea de aplastar las uvas bajo sus desnudos pies. Se llamaba Désirée (que significa Deseada), nombre que le venía como guante a la mano. A juzgar por la conversación que medio pude oír, me enteré de que era viuda, y de que su esposo había fallecido de un ataque al corazón en ocasión de la vendimia anterior. Se dijo también que la muerte fue consecuencia de un exceso de pasión camal mientras cabalgaba entre las piernas de ella. También oí decir que era una bella manera de morir. Fueron varios los hombres que le gritaron: «¡Eh, ma belle Désirée: de buen grado me casaría contigo hoy si me prometieras que podría sobrevivir hasta mañana!». A cuyos osados gritos había respondido, sin perder el ritmo de su apisonamiento: «¡Infelices! ¡No llegaríais ni a quitaros los pantalones, porque la vista de mi coño os haría veniros antes de que pudierais meter vuestra verga entre mis piernas!».

Pensé que ganaría la contienda, a causa dé sus poderosas y magníficamente contorneadas piernas. Sus pantorrillas eran sólidas, firmes, bronceadas por el sol, y hacían juego con unos muslos igualmente tostados y bien musculados. Pero lo más deslumbrante de todo era la abundante melena de rizos castaño oscuro, que tapaban por completo los rollizos labios de su vulva. Hasta el viejo marchito de monsieur Villiers contemplaba ávidamente aquel espléndido alojamiento para un miembro viril.

La arena del reloj seguía bajando, y las contendientes comenzaron a cansarse. Ya no podían sostener el paso implacable con que iniciaron la competencia. Doña Margot fue la primera en cansarse, y gotas de sudor le corrían por las mejillas. De vez en cuando se asía al borde de la tina para sacudir la cabeza y cobrar aliento, y luego volvía a la tarea. Lucila, esbelta y flexible, comenzó a mofarse de ella, diciéndole: «Apenas ha apisonado medio litro. Más le sacaré yo esta noche a la verga de Santiago si no ha mejorado la marca cuando suene la hora».

En la periferia de la multitud de espectadores, muchos de los cuales estaban de pie para poder observar mejor, porque habiendo ya bajado el nivel de la uva en el interior de las tinas los cuerpos de las lindas concursantes eran menos visibles que al comenzar la justa, pude divisar un hermoso joven rubio que parecía olvidado. Llevaba un sombrero de pastor, una tosca chaqueta de paño y un pantalón tan parchado, que mejor pedía ya ser sustituido que remendado de nuevo. Un hombre calvo, que estaba bien sentado en el último banco de la parte posterior, alzó su copa de vino, y volteándose hacia el muchacho soltó una carcajada:

—¡Échale una última mirada a Laurita, pobre Pedro! Ya falta poco para que se lean las amonestaciones en la iglesia por boca del padre Mourier. De manera que solaza tus ojos contemplándola, ya que no podrás gozarla con tu cuerpo ¡desdichado bastardo!

El joven crispó sus puños, y, semienloquecido, estuvo a punto de lanzarse sobre el grosero hablantín, pero pudo hacer un esfuerzo por contenerse. Miró ansiosamente a la hermosa Laurita de cabellera dorada. Se trataba de Pedio Larrieu, de los mismos años de Laurita, infortunado aprendiz a las órdenes del patrono que era dueño de todo el pueblo, y que en breve había de serlo también de las tetitas de Laurita, de su coño virginal y de todos sus demás encantos. Debo confesar que despertó mis simpatías, aun cuando no acostumbro estar del lado de Cupido. Pero comparándolo con el marchito y caduco vinatero, pensé que de alguna manera debería permitírsele poseer a la bella Laurita, aunque no pudiera esperar casarse con ella. Además, formaba parte de mi propia naturaleza disfrutar con las intrigas y complots, y vengarme al propio tiempo de aquel monsieur Villiers, aunque de modo que no pudiera de mi acto derivar perjuicio para aquellos campesinos sometidos a él. No hay que olvidar que si alguno de ellos hubiera osado hacerle frente, su represalia habría sido inmediata e inmisericorde, en tanto que si era yo —un invisible e infinitamente pequeño insecto sin ideas ni personalidad (pues que tal es el concepto que el hombre común tiene de mi especie)— quien se vengara de él, le sería imposible echarle la culpa a nadie.

Al cabo la hora llegó a su término, y Hércules hizo sonar la campana por última vez. Los espectadores se sentaron en los bancos para ver pasar a sus mujeres entre ellos, vertiendo más vino del menester para brindar a la salud de ellas y del propio patrón, aunque el empleado para esto último fuere en realidad un desperdicio de buen vino. Monsieur Villiers, en el ínterin, acariciándose una huesuda mejilla con una mano no menos escuálida, pasaba despacio frente a la plataforma, sin dejar de echar de vez en cuando una furtiva mirada hacia arriba, dirigida especialmente a aquellas mozas que se habían mostrado lo bastante vergonzosas para no descubrir sus coños. Por último se detuvo ante la tina de Laurita, alzó la mirada y esbozó en sus secos labios lo que se suponía era una amplia sonrisa. Después se volvió hacia la multitud y anunció con su voz apagada y chillona:

—Declaro vencedora a la señorita Laurita Boischamp, puesto que su tina es la que contiene más vino que ninguna otra. Hércules la llevará esta noche a mi casa para reclamar su premio.

Estallaron mofas y silbidos, pero quienes los dejaban escapar tenían buen cuidado de que el patrono no los descubriera, pues habrían pagado caro el desacato a quien les cubría los salarios y cobraba las rentas de sus humildes viviendas.

En cuanto a Margot y Lucila, se enzarzaron en ruda discusión sobre cuál de las dos había quedado en segundo lugar, y llamaron ambas a sus respectivos esposos para que lo decidieran ellos. Ambos honrados agricultores, después de observar detenidamente las tinas, llegaron a la conclusión de que era la de doña Margot la que contenía más zumo.

Guillermo ayudó entonces a Lucila a bajar, mientras Santiago, con una sonrisa de satisfacción que le iba de oreja a oreja, ayudaba a Margot a salir de la tina, aprovechando para pasar sus manos sobre las saltarinas redondeces de los cachetes de sus nalgas. Sí, no tenía la menor duda de que aquella misma noche habría un cambio de maridos entre ambas parejas, y que todo iba a realizarse en perfecta armonía, tal como había sido convenido.

Por lo que hace a la linda Laurita, fue el fornido capataz quien, a una orden del amo, la ayudó a emerger de la barrica. Mostraba la mayor circunspección en el manejo de los lujuriosos encantos de la muchacha, porque si bien era probablemente el terror de las mujeres que quedaban a su alcance, y sobre las que dejaba caer todo el peso de su autoridad, no podía arriesgarse a ofender a su amo.

Laurita se veía avergonzada, con los ojos fijos en el suelo, sabedora de lo que le aguardaba aquella noche en la casa del patrón.

Sus progenitores le salieron al encuentro para felicitarla. El padre era un hombre flaco, de anteojos, que parecía un cura; su madre, por el contrario, era una mujer corpulenta, algo de aspecto varonil. No cabía duda de que era la influencia de esta última la que había obligado a la infeliz Laurita a aceptar un marido tan esmirriado.