Capítulo IV

Apenas hube entrado en la casita de la morena aceitunada doña Margot, y de su hasta aquel momento para mí desconocido compañero, Guillermo, cuando los sorprendí entregados a la misma lujuria en que había dejado a Lucila y a Santiago. Sin embargo, había notables diferencias en el modo de hacer las cosas, que los distinguían de sus buenos vecinos. Para empezar, diré que su cama no era tan grande ni tan ancha, sino bastante más estrecha y baja. Esto, desde luego, tenía sus ventajas tácticas, puesto que estando cada uno de ellos desmayado en brazos del otro, no tenían sino que encogerse sin problemas para encontrarse suavemente entregados al reposo que sigue al coito.

Ahora que la veía completamente desnuda, podía afirmar que Margot era, de verdad, una buena moza. Parecía ser un poco más alta que la pelirroja Lucila —tal vez una o dos pulgadas— pero también podría ser que dicha estatura superior fuera ilusoria, puesto que no las había visto una junto a la otra para poder compararlas. Tal vez era una ilusión visual resultante de la esbeltez y longitud de sus bien moldeados muslos, y de unas sinuosas pantorrillas, situadas muy arriba de las piernas. Sus senos, hermosamente cónicos, se separaban poco uno de otro. Parecían dos sólidas peras en sazón que invitaban, con sus remates de coral oscuro, a la caricia de los labios y la lengua. Su cintura era tan sutil como la de una joven doncella. Encontré agradable el contraste entre el terso y cálido tinte olivo de su piel, y la palidez marmórea del de Lucila. Yacía sobre su costado izquierdo, volteada hacia su compañero, con el brazo izquierdo abandonado sobre el hombro de él, mientras la mano derecha estaba ocupada en acariciar lo que a primera vista me pareció que era un arma todavía más poderosa que la de Santiago. Su vulva estaba por completo fuera del alcance de mi vista (yo me había subido a la parte alta de la cabecera de la cama) porque estaba completamente rodeada por un verdadero bosque de espesos rizos negros, que corrían a todo lo largo del perineo en dirección ni ambarino canal que dividía unas nalgas de forma oval que se meneaban impúdicamente, y hasta casi alcanzar también el ombligo, ancho pero poco profundo que por sí mismo constituía un tentador nido para el jugueteo amoroso.

Guillermo era un tipo joven con una pequeña barba puntiaguda castaño oscuro, y bigotes de puntas volteadas hacia arriba y atiesadas con cera. Su oscuro pelo era ondulado como el de un muchacho, y sus ojos brillantes, así como sus labios carnosos denotaban su temperamento sanguíneo. Era un hombre robusto, de alrededor de treinta años, por lo que pude ver, de muslos y pantorrillas firmes, espaldas y pecho poderosos. Pero lo más vigoroso de todo era el objeto que merecía en aquellos momentos la atención manual de su esposa.

Parecía algo más corto que la verga de Santiago Tremoulier, pero hubiera apostado a que era cuando menos un buen cuarto de pulgada más grueso. Guillermo Noirceaux no había sido circuncidado, de manera que el prepucio formaba normalmente una capucha protectora del meato. En aquel preciso momento, gracias a los toquecitos con que le obsequiaba doña Margot, esta capa protectora se había hecho hacia atrás, y dejaba al desnudo la cabeza. Los labios contra los que su semen iba a fluir se abrían ávidos de deseo, mostrándose exageradamente amplios. Juzgando también por el tamaño y el peso de sus velludos testículos, pensé que doña Margot no tenía motivo para lamentarse en cuanto a la capacidad priápica del esposo que los dioses le habían concedido.

—Te juro, querida Margot, que si mi verga no estuviera tan ansiosa de introducirse de nuevo en este estrecho y cálido coño tuyo, me complacería permitirte que me extrajeras el semen con la magia de tus suaves y delgados dedos —comentó él con su voz ronca.

—Pero tenemos toda la noche por delante, mi querido esposo, y tienes virilidad bastante para volver sobre, mi amoroso coño sin necesidad de escatimar un chorro sobre mi mano —repuso ella burlonamente—. Además he alardeado tanto ante mi querida vecina y amiga Lucila, que siento la necesidad de que me confirmes todo lo bueno que he dicho de ti.

—¡Ah! ¿De manera que tú y doña Lucila han estado discutiendo sobre secretos de alcoba? Ten cuidado, Margot, porque una lengua demasiado desatada merece a veces una buena zurra. Dime por qué razón no puedo negarte los placeres que te pide con tal ansia tú palpitante y ardiente coño, para asestarte en cambio una buena sarta de palos en tus impúdicas nalgas.

—No te enojes conmigo, querido Guillermo —contestó Margot, zalamera, al mismo tiempo que estrechaba más con su brazo izquierdo la espalda del esposo, mientras su otra mano se entretenía en acariciar una verga que para entonces había adquirido una turgencia tremenda—. Ya sabes que ella y yo nos hemos inscrito para la competencia sobre quién apisonará más uvas mañana, y ella está tan segura de ganar que me hizo una apuesta que no tuve más remedio que aceptar.

—Bien, dime en qué consiste la apuesta.

—Con todo gusto, querido Guillermo. Pero primero dame un beso de amor, y frota fuertemente la punta de tu verga contra mi ardiente coñito, para que pueda deleitarme por anticipado con el gusto que piensas darte conmigo —instó ladinamente Margot. El bueno de su esposo accedió de buena gana a su requerimiento, y estrujó con su mano las prominentes nalgas de ella, que se retorció apasionadamente contra él, con los labios reunidos en un largo y apasionado beso.

A esas alturas yo había ya advertido el delicioso lunar, como un diminuto huevo, que Margot tenía a la izquierda de su bajo vientre, exactamente tal y como Lucila se lo había descrito a su esposo Santiago. Pero también pude darme cuenta de que doña Lucila, en la forma acostumbrada por las mujeres chismosas, había puesto malicia en su afirmación de que las piernas de Margot eran «algo arqueadas». Las encontré todo lo contrario: largas, esbeltas, hermosas y bien musculadas. Soberbios portales por los que un hombre podría entrar al paraíso soñado.

—Bueno, mi adorado Guillermo —dijo lisonjera Margot después del beso y del frotamiento de la punta de la verga contra su coño—. Presumía tanto de que iba a ganar, que llegó a decirme que me enviaría a su esposo a la cama para que pudiera apresar su verga firmemente entre mi coño si no vencía; de manera que a mi vez tuve que darle mi palabra de que te permitiría ir a su dormitorio, listo para prestarle todos los servicios que demandara, si ella era la vencedora en la competencia de mañana.

—Muy bien, pero no veo en qué forma va envuelta en la apuesta mi honra de esposo —comentó él con ceño adusto.

Pero la morena era tan astuta como amorosa, y le hizo saber las burlas contenidas en las observaciones de Lucila.

—No te irrites, querido esposo. Pero ¿sabes lo que esa picara ha tenido la osadía de proclamar? ¡Qué te dejaría exhausto e inutilizado en su cama una hora antes de que su esposo pudiera quedar en tales condiciones entre mis piernas!

—¿Eso dijo? —exclamó Guillermo con voz encolerizada, al tiempo que sus ojos despedían chispas de indignación ante la afrenta—. Bien, entonces estoy de acuerdo con las condiciones de la apuesta, pero esfuérzate por ganar mañana, porque de lo contrario recibirás una paliza que no olvidarás jamás. Además, están en juego una docena de botellas del mejor vino, y también un mes de renta de la casa si sales vencedora.

—Sé todo eso muy bien, querido esposo, y estoy tan segura de ganar, que le daré dos de esas botellas a doña Lucila para que pueda beber a tu salud, y oírla decir que tú eres el mejor jodedor de todo el pueblo de Languecuisse.

—¿Y no te molestará que me acueste con esa puerca pelirroja? —preguntó Guillermo ansiosamente.

—De ningún modo, querido esposo. De la misma manera que no te enojarás tú si demuestro que ese Santiago Tremoulier tiene menos resistencia y poder en comparación con tu espléndida verga.

¡Ah, la casuística femenina, en especial la de aquella moza morena de piel olivácea de la bella Provenza! Así fue como, con una simple treta, obtuvo permiso para entregarse a los placeres del adulterio —que estoy segura anhelaba en secreto gozar desde hacía mucho—, al mismo tiempo que imbuía en su cándido esposo la idea de derrotar a su vecina y amiga doña Lucila. Podría aplicarse al caso el proverbio inglés que habla de comerse el pastel propio y el ajeno, ya que tal era el astuto propósito de doña Margot al concebir tal apuesta, y al exponérsela a su propio esposo.

Como quiera que fuese, éste se mostró encantado con la perspectiva, ya que se hundió hasta la raíz en el coño de ella, y sumió su dedo medio en la furtiva rosa situada entre las mejillas de su suave y elástico trasero, con lo que le proporcionaba a ella el arrebatador goce provocado por la noble fricción en los dos orificios con que la naturaleza la había dotado, para la satisfacción del priápico placer del macho y la apasionada aquiescencia de la hembra.

Sus bocas se unieron en frenética conjunción, y pude oír el chasquido de sus lenguas al trenzarse una y otra presas de ferviente ardor. Doña Margot cerró sus gráciles brazos en torno a las musculosas espaldas de su esposo, y se entregó gozosa a la lid. Por lo que hace a Guillermo Noirceaux, tenía que considerarse entre los más afortunados de los maridos por poseer tan adorable y complaciente esposa, que llegaba incluso a permitirle que abandonara su propia cama para ir a la de la hermosa vecina, doña Lucila. Tal vez la idea de poder joder a ésta imprimía mayor vigor a sus violentas embestidas, sin dejar de tomar en consideración la influencia de la firme presión con que la vaina vaginal de doña Margot atrapaba su verga. Fuese cual fuese el motivo inspirador, puedo reseñar únicamente que su segundo encuentro duró cuando menos un cuarto de hora, en cuyo lapso su morena consorte alcanzó el clímax tres veces cuando menos. Al cabo expelió él una copiosa emisión en la voraz matriz de su esposa.

Mi viaje había sido largo, habiendo ya visto muchas de las costumbres de aquella nueva tierra. Era llegado, pues, el momento de buscar algo de reposo, en espera de la famosa competencia del apisonamiento de uvas al día siguiente. Tenía el presentimiento de que, aunque fuera en una mínima parte, podría yo intervenir en el resultado final de la contienda.

Como quiera que fuese, cuando Guillermo y Margot se disponían a entregarse por tercera vez aquella noche al frenesí amoroso, el respetable vinatero refunfuñó:

—Sin embargo, hay algo en esta competencia que no me gusta, querida Margot, esposa de mis entrañas.

—¿Qué es lo que no te gusta?, m’amour; dímelo, por favor.

—Se trata de que, como sabes, la tradición de este pueblo pide que el patrono se acueste con la ganadora de cada vendimia. Y no me agrada nada la idea de que ese flacucho, tonto, rico y presuntuoso viejo tenga derecho a solazarse con los tesoros de tu desnudez, y a envolverlos entre sus descarnados brazos, cosa que sucederá si tú eres la vencedora el día de mañana.

—¡Por Dios, Guillermo! ¡Cuán poco has aprendido, después de tantos años de matrimonio! —murmuró amorosamente Margot, mientras inclinaba su cabeza hacia él a fin de depositar un tierno beso sobre su claudicante miembro, y comenzaba a mimarlo entre las palmas de sus manos hasta que dio muestras de recuperación, para agregar—. Conozco la tradición tan bien como tú, pero cualquier mujer sabe simular ante no importa cuál amante inoportuno, y excitarlo hasta impedir que pueda consumar sus propósitos. Te doy mi palabra de honor, como esposa fiel que soy, que si me llevan a la cama de monsieur Claudio Villiers, ni una sola gota de su viejo semen llegará a mi matriz. Me comportaré con él de tal forma que, te lo garantizo, su semen se derramará por el suelo antes de que su verga se haya aproximado a una yarda de distancia de la pequeña grieta que tengo reservada para tu poderoso instrumento.

Este discurso inflamó de tal modo al bueno de Guillermo Noirceaux, que rodó hasta quedar de espaldas sobre la cama a fin de atraer a su desnuda y donosa mujer sobre sí, dejarla montársele encima y permitirle que llevara la iniciativa, de manera que le fuera posible acariciar sus apretados y juguetones senos, sin dejar de pellizcar y azotar cariñosamente las convulsas nalgas, mientras ella se alzaba y dejaba caer sobre el rígido pene. Estaba yo tan divertida con esta feliz solución a su hipotético problema, que opté por abandonar las trenzas de ella para colgarme del borde superior del tocador colocado frente a la cama, con lo cual podía gozar del bien merecido descanso, y aguardar al festival de la vendimia, lista para intervenir en el momento oportuno, y, según mi imaginación de pulga, modificar los destinos de la humanidad, comprendiendo en ella tanto a los varones como a las hembras.