Capítulo III

Durante todo este tiempo estuve reposando en la pequeña gruta situada en el bajo vientre de Lucila, al calorcito de aquel blando e intimo nicho, y disfrutando de mi reposo, en tanto que mis sentidos sentían el cosquilleo de la lasciva discusión entre aquel digno matrimonio. He de confesar que estaba intrigada por averiguar en qué forma difería el método francés de efectuar la cópula de la versión inglesa, con la que, como sabéis, estaba bien familiarizada.

La habitación matrimonial era amplia, y la mayor parte de la misma estaba ocupada por una enorme cama con cuatro postes, los que sustentaban un dosel. Confieso que la encontré más elegante de lo que cabía esperar en la morada de un humilde trabajador en los viñedos. Pero doña Lucila se encargó de satisfacer mi curiosidad casi en el mismo momento en que entramos, cuando, al tiempo que rodeaba con su brazo la cintura de su esposo, y pegaba una de sus mejillas a la de él, le dijo:

M’amour. Nunca le agradeceré bastante a mi querida fía Teresa este magnífico regalo de bodas. Tu amo, el señor Villiers, es, sin duda, el hombre más rico de toda la provincia, no lo dudo en lo más mínimo, pero no creo que posea una cama tan linda para joder. Su infeliz mujercita, estoy segura de ello, no contará con tanta comodidad como nosotros cuando le llegue el momento de ejercer sus deberes de marido.

—Como siempre, querida Lucila, hablas sabiamente —comentó él, mientras se volvía a verla y estrujaba sus nalgas con lujuria, sin que sus labios dejaran de posarse en sus mejillas, la nariz y los párpados. También pude advertir un prominente bulto que emergía de la unión de ambos muslos contra su camisón, y debo declarar que su formidable tamaño despertó mi admiración, no exenta de piedad hacia la pelirroja hembra, que se vería obligada a aceptar en toda su longitud aquella viga en el interior de su delicioso coño—. Pero no será la cama lo que ha de preocuparla, sino el tamaño del deplorable e inútil miembro de su esposo. Si tuviese la fortuna de poderse acostar con un hombre con unas medidas como las mías. Lucila, sólo experimentaría placer, como te sucederá a ti enseguida.

Diciendo esto, se detuvo para asir el salto de cama de ella por el dobladillo, y alzarlo hasta la cintura, donde lo atenazó con una de sus manos, mientras con la otra se levantaba su propia camisa de dormir. Fue entonces cuando pude ver el tamaño de su arma. La punta de la misma estaba notablemente henchida, como una ciruela que hubiera sido excesivamente estrujada al arrancarla de su tallo. El mango mismo estaba tumefacto, y unas venas color azul negruzco se contorsionaban bajo la piel fina y tirante. Los testículos se veían pesados, nudosos y prodigiosamente velludos. Tan impresionante arma había surgido como impulsada por un resorte de algún lugar escondido entre un vellón tupido y entrecano. Pero el arma en sí no aparentaba vetustez, como bien lo dio a entender Lucila instantáneamente, con sus miradas centelleantes y su ansia de asir la misma, mientras decía:

—¡Oh, es cierto que todavía me deseas, esposo mío! Y para mostrarte mi gratitud por ello voy a tomar todo lo que tengas, para no dejarles nada a doncellitas como la tal Margot. ¡Mira cómo mi ansiosa rajita espera tu garrote!

Al decir esto se llevó ambos índices a sus bien torneados labios de su orificio, que también estaba tupidamente bordeado de encamados rizos que casi escondían su apertura. Pero cuando los labios quedaron al descubierto, aparecieron deliciosamente rosados, suaves e implorantes; también me fue posible observar una sospechosa humedad que hacía suponer que la virtuosa esposa de Santiago gozaba ya de antemano las delicias de los placeres nupciales. A mayor abundamiento, la manera en que movía su trasero lentamente, ora hacia adelante, ora hacia atrás, hablaba elocuentemente de que ansiaba ser jodida por aquella enorme verga, y engullirla por completo al empujarla él hasta la raíz.

—Aprisa, ahora —resolló él— porque ansío ya sentirme apresado en el interior de tu delicioso coño.

Lucila no necesitaba de mayor aliento. Mientras con uno de los dedos índices mantenía abierta la ansiosa raja, se valía de la otra para cosquillear la enorme arma que él le ofrecía amoroso. Sus dedos eran pequeños y delicados, y por ello pude imaginar cuán dulcemente harían gozar a Santiago con sus toques sobre su asombrosamente distendida arma. Lo cierto es que él se quejó en el acto.

—La primera vez no me contengas ni juguetees demasiado, ma belle, ya sabes que mi poder de contención es mucho mayor en el segundo asalto.

Oui, c’est bien vrai[3] —aceptó Lucila, con una presuntuosa sonrisa en sus rosados labios, mientras avanzaba sin soltar el ariete, que guiaba hacia su hendedura color clavel, cuya entrada había sido franqueada por su dedo índice.

Él emitió otro quejido mientras se agarraba fuertemente a sus voluptuosas nalgas, para introducirse en la fisura de un solo y furioso golpe. Lucila dejó escapar un gemido de deleite y pasó sus brazos en torno a él. Así permanecieron, con sus camisones subidos hasta la cintura, unidos uno al otro por lo que el docto sabio griego Platón describió una vez como «la polaridad entre los sexos».

Desde mi percha, anidada en su bajo vientre, pude observarlo todo. Los bien torneados labios rojos de su orificio parecían retroceder cuando él se adentraba hasta el interior de la matriz, hundiéndose hasta los testículos en ella. Sus vientres se juntaban, al igual que sus muslos, y un estremecimiento de paroxismo se apoderó de ambos al tiempo que sus bocas se confundían en cálida comunión. Entonces, lentamente, se retiró él hasta dejar adentro sólo la cabeza, y se oyó un chasquido cuando las húmedas volutas de su matriz soltaban de mala gana su presa, aplicando cada uno de los hábiles músculos interiores de que la mujer está tan adorablemente dotada en un intento de hacerlo volver rápidamente a su morada.

Tengo que alabar su poder de autocontrol, no obstante su furioso anhelo, pues prolongó el momento del regreso hasta que Lucila comenzó a contorsionarse como un pez atrapado en el anzuelo —ya que tal parecía— tan hábilmente arponeada con su vigorosa pica. Con los dedos de él enterrados en las rollizas mejillas de sus posaderas se retorcía entre gruñidos de placer, y se arqueaba y contorsionaba con lascivia tan aparente, que acabó por embravecer a Santiago y hacer que éste se hundiera hasta los pelos en su interior. Su jadeante respiración se hizo ronca de placer, y sus ojos giraban vidriosos. Sus uñas se clavaron en la espalda del esposo rasgando frenéticamente su camisa, en tanto que su lengua se introdujo voraz entre los labios de él para entregarse a explorar y frotar en furioso abandono.

De nuevo se introdujo él hasta la cruz de su espada, pero en esta ocasión Lucila estaba demasiado ansiosa para permitirle retozar con su goce. Con un furioso jadeo de impaciencia se aplastó contra él, presa de la angustia del deseo, para empalarse en la espalda hasta arrancarle todo lo que contenía, y llevarlo a su cálido y húmedo canal. Él apretó los dientes ante las enloquecedoras caricias de aquella vaina, ya que estoy segura de que la funda vaginal estaba convulsivamente pegada a lo largo de toda su arma, como deseando nunca soltarla. Unos momentos después un repentino aceleramiento de sus movimientos reveló un estado de locura sexual. Ejecutó él cuatro o cinco devastadoras embestidas, cada una de las cuales arrancó un grito de éxtasis a su madura compañera en los juegos del amor. Y por último, dejando escapar un alarido final, se hizo hacia atrás por postrera vez para tirarse luego a fondo y verter todo su jugo en lo más profundo del acogedor canal amoroso de Lucila, cuyo cuerpo se enarcó y retorció, al tiempo que su propio efluvio daba respuesta al de él, para mezclarse como lo hacen dos ríos caudalosos. Así terminó su primera batalla.

La buena de doña Lucila dejó escapar un largo suspiro de satisfacción. Una vez que se hubo librado de él estampó un sonoro beso en la boca de su esposo, para decirle después:

—Fue un buen principio, adorado esposo, pero necesito mucho más para saciar mi pasión, de manera que podríamos desnudamos por completo para sentir la piel de uno pegada a la del otro, y así disfrutar mutuamente a lo largo de la noche.

Él la contradijo con aire burlón:

—De buena gana accedería a lo que sugieres, querida esposa. Pero ¿no temes que este juego te deje exhausta para mañana? No me gustaría ver cómo cualquier chiquilla descarada, tal vez la misma Laurita gana la competencia, y los espectadores se burlan de tu fracaso.

—Todavía estaré apisonando uvas cuando los muslos de Laurita hayan abandonado la lucha, anhelantes de reposo en la blandura de su lecho virginal —rió la pelirroja matrona, que, dicho esto, le desabrochó el camisón de noche para arrojarlo lejos de su larguirucho cuerpo, en cuyo momento pude advertir yo en su pecho una enmarañada mata de pelo que constituía un lugar ideal para refugiarme en ocasión del siguiente asalto. Porque, a juzgar por el fuego que despedían los ojos de ambos, no había duda de que se proponían aquella noche gozar hasta el máximo los deleites de la vida conyugal. Iba a ser la suya una fragorosa lucha, y una cálida bienvenida para mí, después de las nieblas londinenses.

El bueno de Santiago le devolvió el cumplido, y en un santiamén Lucila quedó tan desnuda como cuando vino a este pícaro mundo. Por primera vez tuve ocasión de admirar sus bellezas, que eran muchas. Sus senos eran verdaderamente espléndidos: parecían melones en audaz prominencia, y provistos de adorables aureolas, con firmes y turgentes pezones. Indudablemente el ritual recién concluido había proporcionado a aquellos encantadores pimpollos una insolente ampulosidad, denunciadora de su ansia por reanudar tan viejo deporte. Su piel tenía la magnificencia del marfil, excepto en aquellos puntos en los que el sol había bronceado las pantorrillas y los bien contorneados hombros y antebrazos. Como es natural, el contraste hacía resaltar más la nívea belleza del resto. La contemplación de tales encantos por parte de su esposo no tardó en determinar que su desmayado pene se irguiera de nuevo en homenaje a tan espléndido reclamo.

Una cosa había aprendido ya en el curso de mi viaje de uno a otro país: que en tanto que la rigidez erótica del inglés suele depender del estímulo táctil, a aquel campesino francés le bastaba con ver a su esposa desnuda para que se restablecieran en su totalidad sus instintos animales. Sumergió un paño en un jarro que se encontraba junto a la cama, y lavó con él su verga y el boscoso orificio de su esposa, operación que pareció excitarlos considerablemente, como lo denotaban las contorsiones de los anchurosos muslos de doña Lucila, y sus contracciones musculares.

Seguidamente, con la galanura propia de un cortesano, pasó él su mano en torno a la satinada cintura de ella, para escoltar a su bella y garrida esposa hasta el lecho conyugal y depositarla sobre él, alzarle las rodillas y mantener éstas bien abiertas. Se dio entonces un agasajo visual con la contemplación del espectáculo de los espesos rizos encamados por entre los cuales asomaban los deliciosamente henchidos labios color rojo clavel de su coño. Se arrodilló al pie de la cama, hundió su cabeza entre aquellos curvilíneos y blancos muslos, y depositó un ruidoso y succionante beso en la rendija de ella.

Doña Lucila emitió un quejido de felicidad, y apretó convulsivamente los muslos para atrapar a su esposo como dulce prisionero de amor en su secreta morada. Santiago, nada renuente, comenzó a palpar con sus manos los cachetes del voluptuoso trasero de ella, vueltos hacia arriba, a los que prodigó sus atenciones, ora pellizcando, ora estrujando aquellos globos de marfil, hasta que por fin aventuró audazmente uno de sus índices por el interior de la sombría gruta que escondía aquellas bellezas ninfáticas, hasta llegar a la grieta que constituía la última entrada al paraíso, y que según he podido observar, muchos hombres prefieren a la que Venus consagró a los ritos del amor. Santiago hundió profundamente el dedo hasta la articulación superior, mientras cubría su Monte de Venus con apasionados besos.

De inmediato me pude dar cuenta de que el arte gálico de la cópula estaba lleno de una admirable inventiva. Incluso aquel simple viticultor tenía noción del principio básico del placer de la fornicación, el cual dice que dar proporciona mayor felicidad que recibir, y que, como compensación, a la larga proporciona al donante mayor goce.

Pues es cierto que si toda la conexión entre los sexos se redujera a que un pene vagara por el interior de una vagina, mi narración resultaría en realidad redundante. Pero experimentos como el que Santiago estaba efectuando en aquel segundo embate, tenían que hacerme dar gracias al buen viento que me llevó a Provenza.

Llegado aquel momento consideré mejor trasladar mi escondite a las trenzas de doña Lucila, desde las cuales podría contemplar todo el espectáculo desde un punto de vista panorámico. Enseguida pude darme cuenta, por los espasmos del vientre de la pelirroja matrona, que ésta respondía a los dulces besos de su esposo sobre su velludo surco. Sus rodillas estaban todavía enarcadas, y sus hermosos y níveos muslos le tenían aún atrapado a él por las mejillas, para mantenerlo en el gozoso cautiverio por ella ordenado. Empero, los músculos de aquellos rollizos muslos temblaban espasmódicamente en forma por demás voluptuosa, al igual que sus nalgas. Porque, desde luego él, no dejaba de trabajar con ahínco con su dedo, el que introducía y sacaba de la delicada rosa del canal inferior. Así estimulada por doble conducto, se encontraba ya en el vestíbulo del séptimo cielo, como lo indicaban la emisión de sus gritos y el entrecortado suspirar que llenaban de encantadora música aquel humilde dormitorio.

Al fin no pudo resistir más aquella tortura que recordaba a la de Tántalo, el amplio balanceo de sus rodillas constituía una dulce invitación a poseerla de inmediato. Su esposo no necesitó que se la repitiera. Cuando se levantó, pude ver que su mazo estaba impresionantemente tieso y tumefacto, con renovada ansia de ponerla a ella a prueba. Miró hacia las palpitantes torres de sus senos, y posó su otra mano sobre uno de aquellos deliciosos globos, el que dióse a amasar calmadamente, sin abandonar el suave vaivén del sondeo de su índice. Después nuestro buen viticultor avanzó sobre sus rodillas, y, agachándose hábilmente, llevó tan sólo la punta de su henchido instrumento sobre los húmedos y palpitantes labios de la ardorosa rendija de doña Lucila. Seguidamente se dio a frotarlo, describiendo círculos alrededor del Monte de Venus, llevando al frenesí el ansia de su esposa. Su cabeza se revolvía sobre la almohada, sus ojos se dilataron enormemente y adquirieron aspecto vidrioso, y las ventanas de su nariz se ensancharon y contrajeron como las de una yegua en espera del ataque del garañón.

No pude menos que aplaudir sus preparativos para una cópula que prometía ser muy armónica. Y todos aquellos preparativos me recordaron la admirable máxima que debe formar parte del credo de todo amante que se precie de serlo: cuando la persona amada es apasionadamente codiciada, el macho debe desahogar prontamente sus deseos por medio de un acto rápido, ya que la naturaleza le obsequiará luego con mayor poder de resistencia para poder disfrutar de un segundo acto de duración satisfactoria. Hay hombres de poca fe que habiendo eyaculado prematuramente, llevados de su entusiasmo por las bellezas de su compañera femenina, deploran su fracaso y abandonan el campo de batalla. ¡Pobres de ellos! El verdadero amante debe encontrar ejemplo en el relato de lo sucedido entre doña Lucila y su digno dueño y señor, Santiago, en aquel escondido pueblo de Provenza. No debe olvidar que de la misma manera que el corazón pusilánime no conquista dama hermosa, a la verga caída no se le concede oportunidad de mostrar las proezas de que es capaz.

Pero aquel par no necesitaba de mi, en cierto modo, sentenciosa filosofía, pues parecía haber nacido ya con ella innata en su naturaleza. Doña Lucila extendió al fin su suave y blanca mano para hacerse cargo del henchido miembro de su esposo, el cual, a mi modo imparcial de ver, estaba más crecido que cuando iniciaron el primer coito. Por unos instantes se entretuvo él en atormentarla paseando su ardiente y roja cabeza en torno a la grieta que aparecía entre su Monte de Venus, a modo a hacerla presente en todos los rincones de sus ávidos, regordetes y rosados labios. Después, jadeando ella de ansia, y al tiempo que adelantaba las nalgas, la guió hacia los palpitantes pétalos de su flor, mientras, alzada a medias la cabeza de la almohada para poder envolverlo con una amorosa mirada, lo invitó, suplicante:

—¡Oh, mon amour, baise-moi le plus fort que tu peux!

Estoy segura de que ningún esposo en toda la cristiandad oyó jamás un llamamiento más ardiente, ya que la lasciva matrona demandaba, y lo traduciré de una vez para mis lectores, ser «jodida tan duramente como él pudiera».

Él se dejó caer lentamente, acomodándose sobre el lindo y blanco vientre de ella, aplastando con su pecho las orgullosas redondeces de sus anhelantes senos. Ella le pasó ambos brazos en torno a la cintura para mantenerlo junto a sí, al mismo tiempo que montaba sus desnudas piernas sobre la espalda de él, todo a manera de poder ser cabalgada rumbo al paraíso.

Santiago le pasó la mano izquierda por la nuca, mientras con la derecha merodeaba por la parte baja de las nalgas, hasta conseguir introducir de nuevo su índice en el estrecho y misterioso canal que anteriormente había exacerbado en el preludio de amour. Doña Lucila acogió esta implantación con un suspiro de inefable gozo, y pegó sus labios a los de su cónyuge. Entonces comenzó él una penetración deliberadamente lenta en sus tiernas entrañas, con tanta parsimonia como si pensara que estaba cabalgando una yegua que marchaba al paso por un camino sin fin. Ella acompasó su marcha a la de él, sin apresurarla lo más mínimo, pero resultaba evidente, por la flexión de sus músculos, que saboreaba cada una de las embestidas contra su ranura. Con el dedo introducido entre las posaderas de ella, Santiago llevaba el mismo ritmo, elevando así la felicidad de la pelirroja matrona a sublimidades mayores que las experimentadas en la primera incursión por los dominios de Cítera. Ella comenzó a balbucir palabras incoherentes: sus ojos brillaron de lujuria; sus dedos se atenazaron sobre la robusta espalda que se inclinaba sobre ella, mientras sus bien torneados y marfilinos muslos se agitaban sin cesar sobre el dorso de él de manera a que cada escondrijo de su laberinto interior pudiera sentir el rudo aguijonazo de su arma, al introducirse en el canal.

Comprendí que ambos se encontraban en soberbia condición para poder retardar la emisión, y también tuve la seguridad de que doña Lucila se desempeñaría tan bien en el apisonamiento de las uvas como lo hacía en aquellos momentos al exprimir el jugo de su esposo entre sus marmóreos muslos. Así que, para mejor entender las inclinaciones amorosas de su rival, doña Margot, abandoné de mala gana aquella honorable pareja, y volé hacia una resquebrajadura del vidrio de una ventana para visitar la quinta contigua, donde Margot y su tan alabado Guillermo estaban, sin duda, entregados a sus propios goces carnales.