Capítulo II

Antes de que proceda a la descripción de las escenas conyugales que estaba destinada a presenciar en aquella mi primera noche en Francia, creo oportuno explicar a mis lectores algo relacionado con la naturaleza de mi especie. Nosotras, las pulgas, hemos sido muy difamadas al través de los siglos, principalmente porque se dice que somos las transmisoras de los brotes de la plaga bubónica. No trataré de desmentir a los sabios científicos y médicos que tal nos han imputado, diré solamente que hemos sido portadoras de tales gérmenes sin saberlo, como lo prueba el hecho mismo de que ellos no son mortales para nosotras. Y someto a la consideración general que si los mismos sabios procedieran al estudio de nuestra especie, encontrarían que en toda la historia de las pulgas nunca hubo una guerra civil y, mucho menos, internacional. Permítaseme opinar que nuestra moral es mucho menos sospechosa que la de aquellas especies que nos condenan. Pero ya basta de esto.

Pienso que quienes leyeron el primer volumen de mis memorias no encontraron en él referencia alguna que se saliera de tono, sino el perceptivo relato de los placeres y venturas amatorias de las que fui a la vez testigo y partícipe. Pero dejemos también esto aparte. Lo que vosotros os preguntaréis es cómo puede sobrevivir una pulga en un cuerpo humano sin correr riesgo permanente de exterminio. Pues bien, veamos qué es una pulga. En estos tiempos, en los que se lamenta la excesiva expansión de la población humana, con la consiguiente mengua de abastecimientos para nutrirla, ni yo ni mis congéneres contribuimos en modo alguno al agotamiento de los alimentos que hay en el mundo. Téngase en cuenta que una pulga adulta falta de alimento puede sobrevivir durante un año o más sin comer nada. En cierto modo puede decirse que nos parecemos al camello, por nuestra capacidad de sostenemos con un mínimo de alimentación. Nosotras, las pulgas, adultas, tenemos el cuerpo cubierto de lado a lado con un pellejo muy resistente y liso, a la vez que ligero, que nos permite deslizamos por el cabello o las plumas del animal en el que nos alimentamos. Y nuestras largas patas posteriores nos permiten brincar hasta trece pulgadas en sentido horizontal, y casi ocho hacia arriba. Además, poseemos un instinto que nos hace anticipamos a la menor amenaza contra nuestra seguridad, por lo que cambiamos incesantemente de escondite. No es preciso que permanezcamos siempre pegadas al adorable cuerpo de las jovencitas y señoras a las que nos hemos unido para admirar su energía y su celo amatorio. Por ejemplo, yo misma hubiera podido muy bien permanecer toda la noche encima de aquella viga. Fue sólo mi innata curiosidad —que es uno de los más poderosos de los instintos de la pulga— la que me decidió a seguir a la gentil doña Lucila hasta el interior de su quinta.

Por último, permitidme que os diga en defensa propia, que en tanto que hay por lo menos quinientas especies de pulgas, la mitad de las cuales tuvieron su origen en Norteamérica y las Indias Occidentales, sólo unas pocas son realmente molestas o peligrosas para el hombre, y yo, por fortuna, no pertenezco a ninguna de ellas.

Y ahora que tal vez me comprendéis mejor, dejadme que os cuente lo sucedido en el dormitorio de la pelirroja matrona, a cuya hospitalidad me acogí para pasar mi primera noche en Francia.

Como una hora más tarde el esposo de mi posadera regresó del trabajo en los viñedos. Tenía alrededor de cuarenta años, era cenceño, bronceado por el sol, carienjuto, de nariz larga y frente despejada. En su negro pelo abundaban las canas, y su expresión era hosca. Sin embargo, lo hubierais considerado el más bello de los Casanovas del mundo de haber juzgado por la acogida que le dio su amante esposa. Con arrumacos y risitas sofocadas, más propias de una colegiala, doña Lucila le salió al encuentro pasó sus exuberantes brazos en torno a su cuello, y estampó sonoros besos en su nariz, sus labios, sus mejillas, y sus ojos.

—¿Cómo te fue hoy, mon amour? —le preguntó, reteniéndolo junto a sí, mientras se arqueaba como una gata, de la manera más incitante.

—Bastante bien, ma belle —repuso él con voz áspera, en tanto que sus manos vagaban por la espalda y las caderas de ella, que comenzó a estremecerse con prolongado deleite—. Mañana por la tarde será todo un acontecimiento. El amo Villiers ha prometido que la ganadora del concurso, es decir, aquella que apisone más uvas en su tina, será premiada con un mes de renta gratis, y una docena de botellas del mejor vino.

—No temas, querido Santiago —ronroneó su esposa, al tiempo que se retorcía entre los brazos de él—, ganaré la recompensa para ti, mi querido esposo.

—No espero eso de ti, Lucila —contestó él, sofocando la risa, mientras acababa de deshacerse de su abrazo—. Sírveme la cena, que huele muy sabrosa. Con los debidos respetos, no puedo concebir que te desenvuelvas mejor que las doncellas que competirán contigo. Son más jóvenes y tienen más fuerza en sus miembros, y tú sólo tienes buenas intenciones. Sin embargo, estoy muy contento de ti.

Dicho esto le dio un fuerte manotazo en las posaderas, el que arrancó un grito de ella, y de muy buen talante corrió escaleras arriba para quitarse las ropas de trabajo en su dormitorio, sucias y manchadas por la labor de la vendimia.

Cuando regresó pude advertir, con gran sorpresa de mi parte, que no llevaba más ropa que su camisón de dormir. A primera vista parecía singular la cosa, puesto que el sol apenas se estaba poniendo, y por lo tanto no era hora de acostarse. Mas pronto adiviné que aquel honrado vinatero sentía los aguijonazos de dos hambres diferentes, y deseaba simplemente encontrarse a sus anchas para satisfacer ambas. Su pelirroja esposa rondaba en torno a él arrullando como una paloma cuando su marido se sentó a la mesa, sin que prestara atención a lo informal de su vestimenta para la cena. Primero le sirvió un tazón de sopa de lentejas, junto con una dorada rebanada de pan recién horneado y una botella de vino tinto. Amablemente se dignó él llenar dos vasos, uno de los cuales tomó para chocarlo con el de ella.

—Que tengas suerte mañana, ma mié —dijo amorosamente mientras pasaba su brazo en torno a la grácil cintura de ella para atraerla hacia sí.

Después de haber apurado un sorbo de vino llevó sus labios al corpiño de fina tela de su mujer para explorar con sus labios en torno a las exquisitas curvas de uno de sus magníficos senos.

—Aunque, por otro lado —añadió con un guiño burlón— tal vez no debería desear que ganaras, porque ya sabes es costumbre que el dueño de los viñedos en que todos trabajamos se joda en cada vendimia a la que haya demostrado ser la mejor trituradora de uvas. De manera, Lucila, que si mañana ganas me veré obligado a aceptar que me ponga los cuernos aquel que me paga el salario. Después de esto ¿seguirás diciéndome que deseas salir victoriosa en una cuestión que afecta mi honorabilidad marital?

Al oír esto la rolliza Lucila abandonó su lugar en el otro lado de la mesa para dirigirse a él, arrojarle al cuello sus hermosos brazos blancos y frotar amorosamente su mejilla contra la de él, al tiempo que murmuraba:

—Querido Santiago, ¿quieres decir que me consideras una mujerzuela infiel? Te garantizo que aun en el supuesto de que ganara, como pienso lograrlo, aunque sólo sea para encolerizar a esa arpía de Margot que tenemos por vecina, el señor Villiers no me arrancará mi flor, ni me robará la virtud marital. ¿Acaso ignoras que una mujer tiene forma de negarle a un hombre lo que éste busca entre sus muslos? Hay modos y maneras de excitar al buen patrón, a manera de hacerle perder todos sus jugos antes de derramarlos en el canal que la naturaleza ha proporcionado a las mujeres, para que sirva de receptáculo a la pasión del hombre.

Esta réplica lasciva dejó altamente complacido a Santiago, quien rio estruendosamente al tiempo que le daba a su mujer un sonoro manotazo en las prominentes nalgas. Partió en dos pedazos la hogaza de pan, para luego tomar un enorme trozo que empapó en vino tinto, mientras con ojos centelleantes analizaba detalle por detalle a su hermosa mujer, la que había regresado a su sitio.

Como es natural, tanto mi huésped como su esposo hablaban en francés, y además ese suave dialecto provenzal que se come las sílabas. Ello no obstante les entendía perfectamente bien. La erudición de una pulga se asimila tanto como su alimentación. Ésta es una ventaja que poseen las de mi especie, y que el hombre sólo puede alcanzar a base de arduo estudio. A la pulga le basta con mordisquear la carne humana para adquirir en el instante la comprensión del idioma en que acostumbra a hablar el aprovisionador de su alimento. Además, en Inglaterra, poco antes de mi encuentro con las lindas Bella y Julia, participé de la carne de una hermosa actriz parisiense que durante su estancia en Londres se convirtió en amante de un conde, a cuya persona me había yo sumado temporalmente.

Menciono esto no por jactancia —ya que la naturaleza de la pulga no es pretenciosa, condición que está sólo reservada al género humano— sino para que mis lectores no duden de la veracidad de mi relato. Pienso incluso que mis lectores nos envidiarán, a mi y a mis hermanas, ya que no cabe duda de que es mucho más fácil y más agradable aprender un idioma sumiendo la trompa en el interior de la fresca carne del muslo, el seno o la cadera de una linda damisela, que rumiando bajo una vacilante vela e ir aprendiendo la lengua trabajosamente, palabra tras palabra.

Pero estoy divagando. No hay verdadera necesidad de relatar lo que sucedió durante el resto de la noche, en la que hubo mucha conversación obscena y risas cuando Santiago y Lucila Tremoulier arguyeron acerca de la competencia sobre el apisonamiento de uva, y las candidatas contra las que al día siguiente tendría que enfrentarse ella. Yo escuchaba con todo interés y muy divertida. Se dice que las mujeres son chismosas por naturaleza, y que hacen trizas hasta a sus mejores amigas una vez que se encuentran en el interior de sus recámaras. Empero, os digo que los hombres no las dejan atrás cuando se trata de denigrar a sus vecinos. El bueno de Santiago comentó arrobado y con cierta prolijidad lasciva los encantos de las mujeres del pueblo, y resultó evidente, por su exposición, que ya le había echado un ojo lascivo a doña Margot, aquella mujer morena de negro pelo que había apostado con Lucila.

Sin embrago, de todas sus observaciones no pude deducir a las claras si había realmente adquirido los conocimientos de que hablaba acerca de las bellezas de dichas mujeres, por haber tenido trato carnal con ellas, ya que, a fin de cuentas, también Lucila echó su cuarto a espadas al respecto, y estoy razonablemente segura de que no había tenido trato perverso con dichas damas. Al parecer en cierta ocasión ella y Margot se habían bañado juntas, desnudas, en un arroyuelo debajo del molino, y le había informado a su probo esposo que los muslos de Margot eran algo enjutos, y que tenía un lugar marrón de forma ovalada precisamente a la izquierda del bajo vientre.

Al final de la cena Lucila sirvió a su esposo un vaso de coñac con el café, y otro también para ella. El magnífico puchero, el vino tinto y el sabroso pan les habían puesto de excelente humor y, como consecuencia de ello, hablaban sin constreñir su lenguaje.

—Dime, chéri —musitó Lucila, después de apurar un sorbo de coñac—. Si pudieras escoger entre las mujeres del pueblo, con mi permiso ¿con cuál te gustaría más hacer el amor? (Aquí debo aclarar que ella empleó el vulgarismo echarle un palo, que traducido aproximadamente quiere decir «introducirle la verga»).

—Espero, ma belle —protestó Santiago, esbozando una sonrisa aduladora— que no me guardarás rencor si te hablo claro. Porque ya sabes que yo te soy tan fiel como cualquiera de los maridos de Languecuisse a su esposa.

Era un diplomático consumado, en verdad, pues que su respuesta implicaba que no era mejor ni peor que cualquiera de los demás hombres del pueblo, y tengo la seguridad de que la continencia y la castidad no debían ser cualidad sobresaliente en una tierra en la que el sol es cálido, el vino rojo y excitante, y en la que hay tanta carne blanca y tan liberalmente expuesta. Pero sin duda doña Lucila no trataba de bucear con segunda intención por medio de su inocente planteamiento, porque admitió, entre risas:

—Ya te dije que puedes hablar sin temor a provocar mi enojo como esposa, querido Santiago. Supón que eres el amo absoluto de un poderoso reino, y que tienes a tu disposición las más hermosas doncellas de cualquier parte del globo. En tal caso a ¿cuál escogerías para baiser? (Esta palabra, cuyo significado es «besar», quiere también decir «joder». He aquí por qué se suele decir que el idioma francés está lleno de palabras de doble sentido).

Él se acarició un instante la mejilla y arrugó el entrecejo, sumido en sus pensamientos. Luego, sofocando una risita, declaró:

—Bien. Si fuera amo y señor de cuanto abarca mi vista mandaría llamar a la linda Laurita Boischamp. Sin duda alguna es la más adorable del pueblo y, si no estoy equivocado, todavía no le ha sido arrebatada la flor. Eso es, la jodería a ella y te aseguro que la jodería como se debe.

—Por tu bien, Santiago, espero que tus intenciones sean buenas —repuso Lucila burlonamente— ya que si bien te he permitido que hables sin rodeos, si llegara a saber alguna vez que le habías robado su doncellez a esa encantadora picarona, te propinaría una buena zurra, amén de negarte el acceso a mi cama por todo un mes. Ten bien presente mi advertencia al respecto, pero, puesto que hablas en sentido imaginario, explícame por qué elegirías a Laurita.

—Sírveme otro vaso de coñac del fuerte, ma belle, y te diré por qué —repuso él con una sonrisa ahogada.

Una vez que Lucila hubo dado cumplimiento a sus deseos, apuró un gran sorbo del potente coñac y exclamó:

—¡Ah! Si alguna vez no respondo a tu llamado a tu cama, querida Lucila, bastará con que me des coñac de éste para que mi sangre adormecida entre en ebullición, ¡mon dieu! Y ahora te diré, por lo que hace a Laurita Boischamp, por qué razones la convertiría en la reina de mi harem, si yo fuera un rajá. Sólo tiene dieciocho años, es inocente, su cabello es dorado y abundante, y cae sobre dos de los más hermosos y erectos pechos de toda la cristiandad. Puedes abarcar su cintura con ambas manos, y a pesar de ello sus muslos son redondos, firmes y robustos, lo bastante amplios —estoy seguro de ello— como para soportar las embestidas de la más osada de las vergas que haya en el mundo. En estos calurosos días de verano, durante los cuales no siempre lleva calzas, he podido verla en el arroyo, lavando la ropa de sus estimados padres, y debo confesarte, Lucila, que su piel es tan blanca y pura como la leche fresca. Sus tobillos son delicados y graciosamente torneados, y sus pantorrillas finas y delgadas, pero con curvas que se insinúan ardientes más arriba.

—Confío en que no hayas visto más que eso —interrumpió abruptamente Lucila, observándolo con sus verdes ojos de gata— porque de otro modo, no obstante que te he concedido permiso para hablar, tu verga no tendrá trabajo esta noche. ¿Es su piel más blanca que la mía, entonces?

Él tosió para refugiarse después en su vaso de coñac, a fin de ganar tiempo para pensar su respuesta. Al cabo, la aplacó, zalamero:

—Haz de tener en cuenta, ma mié[2], que no hablo más que por conjeturas, ya que sólo vi los comienzos de sus pantorrillas cuando se agachaba hacia el arroyo para hundir en él las sábanas de su casto lecho, y golpearlas luego con una piedra. Cuando se inclinaba hacia adelante apenas si pude divisar el tentador valle entre dos globos de nieve, pero puedo asegurarte que los tuyos están más llenos, son más maduros y jugosos, más sólidos bajo la presión de mis dedos, y los prefiero a los de una doncella inexperta. Sin embargo, es propio de la naturaleza del hombre desear aquello que no posee, y a pesar de que te soy fiel y que te deseo de todo corazón, como sabes muy bien, debo admitir, mi querida Lucila, que hay momentos en los que cierro los ojos e imagino que es la tierna Laurita la que gime debajo de mí mientras te estoy jodiendo a ti.

—Está bien. No voy a enojarme demasiado contigo, mi digno esposo, porque lo dicho constituye una observación cierta, y dejarías de ser hombre si no te sintieras tentado por esa picaruela encantadora. Además, está fuera de tu alcance, ya que sus padres han pensado en casarla con su amo, el bueno del señor Claudio Villiers.

—Lo sé muy bien, y es una verdadera lástima. El señor Villiers se aproxima a los sesenta, y su galanteo se reduce a acechar a la doncella para pellizcarle las nalgas. Te apuesto a que cuando finalmente la lleve a la cama matrimonial su verga estará arrugada e inservible.

—No dudo nada de todo eso, pero cuídate de no tratar de proporcionarle a ella el carajo que se le negará —repuso Lucila con acritud—. Además, aunque tú no lo sepas, ya tiene ella un joven enamorado, llamado Pedro Larrieu, de su misma edad. Trabaja como aprendiz con el propio señor Villiers, y se dice que es un bastardo. No le será posible casarse con ella en este pueblo, pero si Laurita fuese lo suficientemente avispada para decidirse a gozar los placeres de la carne antes de acostarse con este avinagrado viejo «pellizcanalgas», de seguro que preferiría al joven Pedro a ti, por muy competente que seas cuando jodes entre los muslos de una mujer.

Santiago Tremoulier se levantó de la mesa, le dio un manotazo en el muslo entre risotadas, y bramó:

—Mujer. Con tanto hablar de vergas, muslos y pieles blancas, me has hechizado. Es hora de ir a la cama. Desnúdate, pues, y ven a mí en camisa de noche para que disfrutemos el torneo del amor, en el curso del cual te demostraré que te sigo siendo más devoto, incluso, que la noche de nuestra boda.