Quizá mis lectores me juzgarán inconsistente y voluble por el hecho de emprender la redacción de este segundo volumen de mis memorias, particularmente al recordar mi afirmación de que no me proponía reanudar mi familiaridad con ninguna otra Bella o Julia, aquellas dos suculentas damiselas de blanca piel, con las que entablé conocimiento en el curso de mis actividades profesionales de chupadora de sangre. Se impone, por lo tanto, una breve explicación al respecto.
Al final de mis memorias dije también que emigraba, a fin de poner muchas millas de por medio entre yo y aquellas dos lindas jóvenes y el seminario en el que finalmente se refugiaron, si es que el someterse a los apetitos sexuales de catorce viriles sacerdotes puede considerarse un refugio. Todo ello es cierto. Abandoné Inglaterra y, a impulsos de vientos favorables que soplaban hacia al sur, encontré mi propio refugio en un pueblecito de Provenza, adecuadamente llamado Languecuisse, nombre cuyo significado tendré que traducir para los astutos lectores que no están familiarizados con la lengua francesa, y que es el de «lengua muslo». Tengo que aclarar que no escogí el lugar de mi siguiente aventura con conocimiento previo del picante sobrenombre de aquel pueblo. Me limité, simplemente, a dejarme arrastrar por el viento, a donde éste quisiera llevarme. El otoño no estaba ya lejos, y el frío clima de Inglaterra no me atraía en lo absoluto. Hubiera tenido que vivir escondida, o en hibernación, con lo cual se hubieran visto limitadas mis oportunidades de alimentarme, y también de mantenerme en contacto con una diversidad de gentes interesantes. Porque, no lo olviden, ustedes, incluso una pulga puede abrigar aspiraciones culturales.
El pueblo de Languecuisse se extendía por viñedos pictóricos de grandes racimos de uvas que generan los vinos generosos. En conjunto, puedo decir que aquel encantador lugar contaba con alrededor de doscientos residentes, pues la naturaleza había dotado a Languecuisse con el género de bellezas que deleitan a quienes las contemplan. Estaba situado en un pequeño valle, casi totalmente circundado por ondulantes colinas, quedando así protegido contra los vientos de borrasca que pueden, no sólo arrasar las tiernas vides, sino acabar con mi propio género. La tierra era maravillosamente fértil, como debe serlo para producir las suculentas uvas blancas y púrpuras, de piel próxima a estallar, que sirven para producir los Borgoña, Sauternes y Chablis que, al decir de los enterados, hacen las delicias de quienes acostumbran escanciarlos. Además de los viñedos, había jardines bien cuidados y cercados con setos y numerosas parcelas con legumbres. Todo ello me dio a entender enseguida que los habitantes de Languecuisse no pasaban hambre, y que, en consecuencia no iba a desmerecer ni enflacar por falta de nutrición, ya que si la raza humana está constituida por oportunistas, nosotros, las pulgas, que formamos parte del divino ordenamiento de las cosas, lo somos también. De ello podrá deducir el lector, lógicamente, que una pulga prefiere mejor atacar a una persona de buenas carnes que a otra enjuta y anémica.
Llegué, al parecer, en el tiempo de la vendimia septembrina, a juzgar por los comentarios de las comadres que pude oír al descender del amistoso céfiro que me había llevado desde el Canal de la Mancha hasta el delicioso valle situado en el corazón de Francia.
Encontré alojamiento temporal en una de las trabes de la puerta de una agradable quinta, no lejos del mayor de los viñedos, en la que una bien plantada mujer pelirroja, que vestía delantal y se tocaba con un gorro, estaba entregada al chismorreo con su vecina, una matrona de pelo negro y ojos y senos grandes, que pugnaban por escapar del escaso corpiño de su vestido de muselina.
—Mañana, doña Margot —decía la bien plantada— nos podremos dar gusto pisando las hermosas uvas. Porque yo misma pienso tomar parte en la competencia.
—Entonces confío, doña Lucila, en que su aliento y su vigor no decaerán. Sus intenciones son buenas, pero permanecer en una tina bajo el sol veraniego para apisonar la fruta por más de media hora, agota a una doncella de algunas primaveras menos que las suyas —se mofó la morenita en su respuesta.
—¡Bah! —dijo despectivamente la pelirroja matronal—. No sabe usted lo que dice. Todavía soy capaz de obligar a mi buen Jacques a pedir clemencia tras de unos cuantos combates conmigo en la cama, de manera que no tenga miedo de que me canse de apisonar uva. Les he exprimido el jugo durante la noche a muchos viñateros que sé vanagloriaban de sus proezas, y hubiera podido joder hasta a su guapo marido, junto con una media docena más.
—Siempre me ha divertido la petulancia de los mortales, pues parece que en todo momento están deseosos de mostrar la superioridad de uno sobre otro, lo que, desde luego, es cosa de relativa importancia, ya que el tiempo se encarga de borrar las hazañas de una generación. Por el contrario, nosotras las pulgas tenemos una vida tan corta que no pretendemos demostrar nada, excepto nuestro derecho a vivir. Si se considera que tenemos más enemigos que los que nunca tuvo la raza humana, opino modestamente que ya es bastante milagro que podamos sobrevivir. No sólo los elementos están formados en orden de batalla en contra nuestra, sino también los pájaros e insectos extraños y todo el reino animal, desde el perro de raza indefinida hasta el rey de la selva, el león mismo. Pero también abrigamos ambiciones, al igual que los hombres, y ellas son las que nos atraen a su especie para proporcionarnos alimento. Para una pulga buscarse el sustento como lo he hecho yo, en el cuerpo de un macho o de una hembra, presupone además de ingenuidad, valor, y hasta un poco de heroísmo. Y esto dicho, que sean los propios lectores quienes ponderen la importancia y el significado del problema planteado.
Volviendo al escenario de la acción, os diré que la hermosa matrona de atractiva cintura y abundantes trenzas rojizas, que llevaba el nombre de doña Lucila, atrajo mi interés al declarar a su vecina que era sumamente competente entre las sábanas. El alarde que hizo de sus proezas despertó en mí el nostálgico recuerdo de los apasionados abrazos en los que participé, tanto en calidad de observadora imparcial como, según recordaréis, a título de agente catalizador. Os vendrá a la memoria la forma en que desperté en el señor Verbouc el incestuoso deseo de poseer a su sobrina Bella, cuando, valiéndome del simple expediente de hundir mi trompa en las partes sensibles de su escroto, lo induje a eyacular con vigor antes de que él pudiera alcanzar el cáliz de amor de su adorable sobrina. Me dije para mis adentros que sería divertido una estadía en el cuerpo de doña Lucila para descubrir, en primer término, si no eran exageradas sus presunciones en cuanto a sus poderes amatorios, y en segundo lugar, si merecía la pena de que comentara sus habilidades desde mi punto de vista como pulga. A decir verdad, puesto que me encontraba en clima nuevo y en circunstancias extrañas, el instinto primario de supervivencia anidaba en mi mente; era esencial que encontrara una fuente de alimentación, puesto que estaba casi desfallecida de hambre como resultado del largo viaje en alas del viento, y el espectáculo de aquella plenitud de carne blanca y fresca parecía prometerme un festín.
Mientras me preparaba para dejarme caer del punto en que me encontraba en la cruz de la puerta, doña Margot, la mujer de negra cabellera y mirada audaz, se llevó las manos a sus esbeltas caderas para mofarse de su interlocutora:
—Por lo que hace a eso, diré que es muy fácil darle gusto a la lengua cuando no hay nada que ganar. Usted sabe muy bien que tiene tan pocas probabilidades de atraer a mi Guillermo a su cama, como yo de probarle a su Santiago que puedo dejarlo exhausto en la mitad del tiempo que necesita usted para ello. De manera, querida Lucila, que reserve sus energías para la prueba de mañana.
—¡Bah! —exclamó la matrona de pelo castaño en tono de burla—. Siempre me ha gustado añadir la acción a las palabras. De buen grado haría un intercambio de esposos con usted, para demostrarle que no alardeo en vano, si no supiera que su Guillermo le tiene tanto miedo hasta a su propia sombra, y a sus regaños, que no osaría llegarse a mi dormitorio para un buen coito, una jodida como nunca la disfrutó en su vida.
Resultó evidente que tal sarcasmo hirió en lo más hondo el orgullo de mujer casada de doña Margot, pues su rostro enrojeció de cólera y repuso de inmediato:
—Le tomo la palabra, presumida, y le demostraré que no es más que una vil mentirosa. Si mañana por la noche gana, le doy mi palabra que mi Guillermo irá a su dormitorio listo a ponerse a sus órdenes cada vez que se le antoje. Pero no veo la manera de que su Santiago se preste a permanecer de pie junto a la cama contemplando cómo le ponen los cuernos.
—Acepto la apuesta —declaró mi pelirroja huésped (lo era porque ya había yo decidido vincularme a ella hasta que llegara el momento de determinar mi destino)— y me mostraré igualmente generosa. Si gano, enviaré a Santiago a su cama, y le ordenaré que me hable escuetamente de su capacidad una vez que su elaborador de vino se encuentre bien comprimido dentro de su matriz. Le garantizo que su Guillermo quedará lacio e inutilizado sobre mi cama una hora antes de que Santiago quede fuera de concurso entre sus largos y enjutos muslos.
—¡Hecho! —exclamó la morenita, dando una patada en el suelo, al mismo tiempo que sus ojos denunciaban una airada determinación—. Pero ¿y si no es usted la vencedora en la contienda de exprimir el zumo, Lucila? ¿Qué prenda pagará usted, mujerzuela presumida?
En tanto que doña Lucila pensaba la respuesta, aproveché la pausa para avanzar a brincos desde su hombro a su blanco cuello, tras de trepar escondida entre las abundantes trenzas rojizas que descendían como cascada hasta cerca de su cintura. Su piel era deslumbradoramente blanca, y su cuello redondo y deliciosamente suculento. Habiendo ya adquirido alguna experiencia al respecto, pude deducir que su edad rondaba alrededor de los treinta años, en pleno goce de su estado de mujer casada. Evidentemente me sintió, puesto que se llevó la mano a la garganta para rascarse, al tiempo que meneaba sus voluptuosas caderas.
Pero como quiera que yo me había anticipado a su maniobra, conseguí arrastrarme diestramente desde la garganta hasta el seno, para alojarme entre dos jugosos, redondos y sólidos globos, donde permanecí inmóvil, por lo que no pudo sentir ahí mi presencia. El suave calor y el delicado aroma de su piel desnuda me deleitaron. Aunque no era más que una campesina, era más limpia de lo que yo había supuesto. Yo siempre fui una pulga discriminadora, y lo que más me ha interesado es el reto al que tanto yo como mis cofrades tenemos que enfrentarnos en nuestra lucha por la supervivencia. Con ello quiero decir que es bastante fácil pegarse al cuerpo de un hombre o de una mujer que no gustan mucho de la higiene, pero cuando una pulga consigue permanecer sobre alguien que no le teme al jabón y al agua, tengo que declarar que ha demostrado verdadera agudeza de sentidos.
Quedé en espera de la respuesta de Lucila, la que no se hizo esperar:
—Si pierdo, doña Margot, le prometo que podrá joder con mi Santiago siempre que le plazca sin que yo me enoje por ello.
—He aquí una apuesta hecha como es debido, y la acepto de buen grado —dijo la mujer de negro cabello, asintiendo con la cabeza—. Y ahora que ambas hemos hablado con toda franqueza, no tengo reparo en confesarle que desde hace tiempo he suspirado por su esposo, y me he preguntado cómo se comportaría encima de mí. Porque pienso que como yo soy más joven que usted, forzosamente debo poseer en mi rendija jugos más abundantes que usted en la suya. Y, como debe saber, no basta con ser un bacín donde el hombre escupa, sino que una debe unírselo con su propio flujo amoroso. Le deseo buenos días, pero no suerte para mañana. Y diciendo esto, al tiempo que inclinaba la cabeza, se retiró a la quinta contigua, para cerrar la puerta de un golpe.
Mi pelirroja huésped dejó escapar un bufido de indignación, y se quedó contemplando el sitio por donde la otra había desaparecido, todavía con los brazos en jarras y con los ojos encendidos por la ira.
—¡He de humillar a esta descocada tunanta aunque sea la última cosa que haga en mi vida! Si gano la apuesta, como lo haré, no sólo voy a joder con su Guillermo a mi entera satisfacción, sino que me las ingeniaré para que cuando mi Santiago se acueste en la cama de ese pobre jamelgo no le queden fuerzas para darle gusto, porque se las habré quitado antes. Con mis treinta y una primaveras soy más joven que ella, que ya cuenta treinta y siete, y por ello poseo más calor y jugo entre mis muslos que ella.
Llegado este momento, decidí probar aquel manjar, y le di un mordisco en la blanca carne que había entre sus dos grandes y firmes pechos. Era cierto: resultaba de lo más apetitosa, y su sangre era tan dulce como la de una muchachita. El chillido que se le escapó fue igualmente juvenil. Me dije para mis adentros que, como quiera que fuese, resultaría divertido ver por unos días cómo vivía y amaba una francesa. Siempre había oído decir que éstas eran más apasionadas que las inglesas, de manera que mi emigración podría resultar instructiva.
Cuando doña Lucila se dio una palmada para mitigar la ardiente comezón provocada por mi rápido mordisco, yo ya había escapado hacia el profundo y estrecho escondite situado en el ojal de su vientre, y cuando ella cerró la puerta de su quinta, no sabía que me había dado hospedaje por una noche, cuando menos.