GULLIVER[48] INFORMA SOBRE LA LEY
Dije que había entre nosotros una sociedad de hombres educados desde su juventud en el arte de demostrar, mediante palabras intencionalmente multiplicadas, que lo blanco es negro y lo negro es blanco[49], según como se les pague. De esta sociedad, el resto de la gente es esclavo.
Por ejemplo: si a mi vecino se le antoja mi vaca, contrata un abogado para demostrar que tiene derecho a sacármela. Yo debo entonces contratar a otro para que defienda mi derecho, porque va contra todas las reglas de la ley que a un hombre se le permita hablar por sí mismo[50]. En este caso, yo, que soy el verdadero propietario, cargo con dos grandes desventajas. La primera, que habiendo practicado mi abogado casi desde su cuna la defensa de la falsedad, se halla completamente fuera de su elemento cuando debe abogar por la justicia; como si se tratara de un oficio antinatural, lo intenta siempre con gran torpeza, cuando no con mala disposición. La segunda desventaja consiste en que mi abogado debe proceder con grandes circunloquios[51]: de otro modo sería reprendido por los jueces y aborrecido por sus colegas, como si rebajara la práctica de la ley. Por lo tanto, tengo sólo dos métodos para conservar mi vaca. El primero consiste en sobornar al abogado de mi adversario mediante una doble paga: entonces traicionará a su cliente insinuando que este tiene la justicia de su lado. El segundo medio consiste en que mi abogado haga aparecer mi causa tan injusta como le resulte posible, admitiendo que la vaca pertenece a mi adversario; si esto se hace con habilidad, comprometerá verdaderamente el favor del tribunal.
Ahora, Su Honor debe saber que esos jueces son personas designadas para decidir en todas las controversias de propiedad y en el juicio de criminales; son escogidos entre los abogados más diestros que se hayan vuelto viejos u holgazanes. Y habiendo ejercido todas sus vidas contra la verdad y la equidad, se hallan bajo una necesidad tan inexorable de favorecer el fraude, el perjurio y la opresión, que he sabido de algunos que han rechazado un generoso soborno de la parte que tenía razón, con tal de no agraviar al gremio haciendo alguna cosa indigna de su naturaleza o su oficio.
Es una máxima entre esos abogados que cualquier cosa que ya haya sido hecha, puede legalmente ser hecha de nuevo, y por consiguiente toman especial cuidado en registrar todas las decisiones adoptadas en tiempos pasados contra la justicia y la razón de la humanidad. A estas, bajo el nombre de jurisprudencia[52], las exhiben como autoridades para justificar las opiniones más inicuas; los jueces nunca dejan de guiarse conforme a ellas.
En los alegatos, evitan estudiadamente registrar los méritos de la causa, pero son ruidosos, tediosos y violentos para detenerse en todas las circunstancias que no tienen que ver con el asunto. Por ejemplo, en el caso ya mencionado, nunca querrán saber qué derecho o título tiene mi contrincante sobre mi vaca; pero sí si esa vaca es roja o negra, si sus cuernos son largos o cortos, si el campo en que la apacentó es circular o cuadrado, si es ordeñada dentro o fuera de la casa, qué enfermedades padece, y así. Tras lo cual consultan la jurisprudencia, levantan la sesión de una a otra vez, y en diez, veinte o treinta años llegan a una decisión.
Debe observarse, además, que esta sociedad tiene un peculiar dialecto o jerga de su propiedad[53], que ningún otro hombre puede entender, y en el cual escriben sus leyes, que tienen especial cuidado en multiplicar; con lo que han confundido totalmente la mismísima esencia de la verdad y la falsedad, de lo justo y lo injusto, de modo que les tome treinta años decidir si el campo que me legaron mis seis generaciones de antepasados me pertenece a mí, o a un extraño que vive a trescientas millas.
En el juicio de personas acusadas de crímenes contra el estado, el método es mucho más breve y recomendable: el juez envía primero a sondear la disposición de los que están en el poder, tras lo cual puede colgar o salvar cómodamente al reo, preservando estrictamente todas las formas de la ley[54].
Aquí mi señor me interrumpió, diciendo que era una lástima que personas agraciadas con tan prodigiosas habilidades mentales como esos abogados —como debía verdaderamente ser por la descripción que le di de ellos— no fueran estimuladas a convertirse en instructores de otros en sabiduría y conocimientos. En respuesta, aseguré a Su Honor, que en todos los puntos ajenos a su propio comercio, eran usualmente la generación más ignorante y estúpida entre nosotros, la más despreciada en la conversación común, enemigos declarados de todo conocimiento e instrucción, y tan dispuestos a pervertir la razón humana en cualquier otra materia de raciocinio como en su propia profesión.
GULLIVER INFORMA SOBRE MINISTROS
Le dije que un primer ministro, o ministro de estado, al que intenté describir, era una persona totalmente ajena al júbilo y la aflicción, el amor y el odio, la piedad y la cólera; y que no ejercita otra pasión que un violento deseo de riqueza, poder y títulos; que destina sus palabras a todos los fines, excepto al de expresar sus pensamientos; que nunca dice una verdad si no es con la intención de que se la tome por una mentira, ni una mentira, sino para que se la tome por una verdad; que aquellos de quienes peor habla a las espaldas, se hallan en la más segura vía de progreso, pero el día que él comienza a elogiarlo a usted ante otros o ante usted mismo, usted está perdido. La peor señal que se puede recibir es una promesa, especialmente cuando es confirmada por un juramento; después de eso, todo hombre sabio se retira, y abandona toda esperanza.
Existen tres métodos mediante los cuales un hombre puede llegar a primer ministro: el primero, sabiendo cómo disponer de una esposa, una hija o una hermana con prudencia; el segundo, traicionando a su predecesor o minándole el terreno; y el tercero, demostrando en las asambleas públicas un furioso celo contra las corrupciones de la corte. Pero un príncipe sabio preferirá emplear a los que practican el último método, porque esos fanáticos resultan siempre los más obsequiosos y serviles ante la voluntad y las pasiones de su señor.
GULLIVER INFORMA SOBRE LA ARISTOCRACIA
Un día, mi amo, habiéndome oído mencionar a la nobleza de mi país, me hizo un cumplido que yo no pretendería merecer: él estaba seguro de que yo debía provenir de alguna familia noble, porque superaba por mucho en aspecto, color y compostura a todos los Yahoos de su nación, aunque parecía fracasar en cuanto a fuerza y agilidad, lo que podría achacarse a mi medio de vida, diferente del de aquellos otros brutos. Además, yo no sólo estaba dotado con la facultad del habla, sino, también, con algunos rudimentos de razón, hasta un grado que, para lo que él sabía, resultaba prodigioso.
Le agradecí a Su Honor la buena opinión que había concebido de mí, pero le aseguré, al mismo tiempo, que provenía de la clase baja, de padres sencillos y honestos que apenas fueron capaces de darme una educación tolerable. Le dije que la nobleza[55] era entre nosotros una cosa totalmente distinta de la idea que él tenía de ella: que nuestros jóvenes nobles son educados desde la niñez en la haraganería y la lujuria; que tan pronto como la edad se lo permite, consumen su vigor y contraen odiosas enfermedades entre mujeres lascivas; y que cuando ya están casi arruinados, se casan, solamente por amor al dinero, con alguna mujer de cuna humilde, personalidad desagradable y constitución enfermiza, a la que odian y desprecian. Que los productos de semejantes uniones son generalmente niños escrofulosos, raquíticos o deformes, razón por la cual la familia raramente se prolonga por más de tres generaciones, a menos que la esposa se cuide de proveerse de un padre sano entre sus vecinos o domésticos, con el fin de mejorar y prolongar la casta. Que un cuerpo enclenque y enfermo, un magro continente y una complexión cetrina son las verdaderas señales de sangre noble, y una apariencia saludable y robusta resulta tan oprobiosa para un hombre de calidad, que el mundo deduce que su padre real fue un mozo de cuadra o un cochero. Las imperfecciones de su mente corren parejas con las de su cuerpo: se trata de una mezcla de mal humor, somnolencia, ignorancia, capricho, sensualidad y engreimiento.
GULLIVER INFORMA SOBRE LAS CAUSAS DE LA GUERRA
Me preguntó cuáles eran las causas o motivos usuales que hacen que un país vaya a la guerra con otro. Contesté que eran innumerables, pero que mencionaría unas pocas entre las principales. A veces, la ambición de los príncipes, que nunca creen tener bastante tierra o pueblo para gobernar. A veces, la corrupción de los ministros, que comprometen a su señor en la guerra con el fin de ocultar o distraer[56] el clamor de los súbditos contra su maligna administración. La diferencia de opiniones[57] ha costado millones de vidas. Por ejemplo: si la carne es pan, o el pan es carne; si el jugo de cierta baya es sangre o es vino; si el silbido es un vicio o una virtud; si es mejor besar un poste o echarlo al fuego; cuál es el mejor color para un saco: si negro, blanco, rojo, o gris; y si debe ser largo o corto, estrecho u holgado, limpio o sucio; y muchas más. No hay ninguna guerra tan furiosa y sangrienta, ni de tan larga duración como las que ocasionan las diferencias de opinión, especialmente si se produce alrededor de cosas indiferentes.
A veces, dos príncipes disputan para decidir cuál de ellos despojará a un tercero de sus dominios, a los que ninguno de ellos tiene ningún derecho. A veces, un príncipe pelea con otro por miedo a que el otro pelee con él. A veces, una guerra se emprende porque el enemigo es demasiado fuerte, y otras porque es demasiado débil. A veces, nuestros vecinos quieren las cosas que tenemos[58], o tienen las cosas que queremos; ambos luchamos, hasta que ellos toman las nuestras o nos dan las suyas. Es justificable invadir un país después que su pueblo ha sido devastado por el hambre, destruido por la peste o embrollado por las facciones internas. Es justificable entrar en guerra contra nuestro aliado más próximo, cuando una de sus ciudades resulta conveniente para nosotros o uno de sus territorios redondeará nuestros dominios.
Si un príncipe envía fuerzas a una nación cuyo pueblo es pobre e ignorante, puede legítimamente matar a la mitad y esclavizar al resto, para civilizarlos y reducirlos de su bárbaro sistema de vida. Es una práctica muy regia, honorable y frecuente, cuando un príncipe necesita la asistencia de otro para evitar una invasión, que el asistente, una vez que ha echado al invasor, se apodere de los dominios, asesinando, encarcelando o desterrando al príncipe en cuya ayuda vino. La alianza de sangre o casamiento es suficiente causa de guerra entre los príncipes; cuanto más cercano es el parentesco, mayor es su disposición a la pelea.