El autor, en su prefacio, hace algunas reflexiones muy juiciosas sobre el origen de las artes y las ciencias, que consisten originalmente en teoremas y prácticas dispersas circulantes entre los maestros, y sólo son reveladas a los filii artis cuando aparece algún gran genio que reúne esas proposiciones desarticuladas y las reduce a un sistema regular. Tal es el caso del noble y útil arte de la mentira política, que en esta última época se ha visto enriquecido por varios nuevos descubrimientos, pudiendo reclamar con justicia un lugar en la Enciclopedia, especialmente en cuanto sirve como modelo para la educación de un político capaz. De modo que el autor se ofrece a sí mismo una cuota no pequeña de fama para las edades futuras, por ser el primero que ha acometido este proyecto; y por la misma razón espera que la imperfección de su obra será disculpada. Invita a todas las personas que posean algún talento o algún nuevo descubrimiento en la materia a comunicárselos, asegurándoles que hará honorable mención de ellas en su obra.
En el primer capítulo de su excelente tratado, el autor razona filosóficamente sobre la naturaleza del alma humana y de aquellas cualidades que la hacen capaz de mentir. Supone que el alma es de la naturaleza de un espejo plano-cilíndrico; que el lado plano fue hecho por Dios Todopoderoso, pero que el diablo labró después del otro lado una forma cilíndrica. El lado plano representa los objetos tal como son, y el lado cilíndrico, por las leyes de catóptrica[32], debe representar necesariamente los objetos verdaderos como falsos y los objetos falsos como verdaderos; pero el lado cilíndrico, al ser por mucho de la superficie mayor, refleja una cantidad mayor de rayos visuales. De modo que todo el arte y el éxito de la mentira política dependen del lado cilíndrico del alma humana.
En el segundo capítulo trata de la naturaleza de la mentira política, que define como el arte de convencer al pueblo de falsedades saludables con algún buen fin[33]. Llama a esto un arte para distinguirlo del hecho de decir la verdad, que no parece requerir ningún arte, pero esto él debería haberlo referido solamente a la inventada, porque verdaderamente hace falta más arte para convencer al pueblo de una verdad saludable que de una saludable mentira[34]. Entonces continúa mostrando que existen mentiras saludables, de las que ofrece muchos ejemplos, de antes y después de la Revolución. Y demuestra llanamente que no podríamos haber llevado la guerra tan lejos sin varias de esas saludables falsedades[35].
En su tercer capítulo trata de la legitimidad de la mentira política, que deduce de verdaderos y genuinos principios, indagando en los diversos derechos que tienen los hombres a la verdad. Muestra que la gente tiene derecho a la veracidad privada de sus vecinos y a la veracidad económica de la propia familia, y que no debe ser engañada por sus esposas, hijos y sirvientes; pero que no tiene ningún derecho a la verdad política, y que tanto puede pretender que se le diga la verdad en materia de gobierno como ser dueña de feudos y poseer grandes fortunas[36]. Con gran discernimiento, el autor formula las diversas divisiones de la humanidad en este asunto de la verdad, de acuerdo con las respectivas capacidades, dignidades y profesiones y demuestra que los niños no caben en ninguna división, en consecuencia de lo cual raramente se les dice verdad alguna.
El cuarto capítulo está dedicado enteramente a esta cuestión: «¿Pertenece sólo al gobierno el derecho de acuñar mentiras políticas?». El autor, que es un verdadero amigo de la libertad inglesa, se pronuncia por la negativa y refuta todos los argumentos de sus contradictores con gran agudeza: dice que, como el gobierno de Inglaterra posee ingredientes democráticos, el derecho a inventar y difundir mentiras pertenece en parte al pueblo, cuya obstinada adhesión a ese justo privilegio ha sido de lo más conspicua y brilló con gran lustre en los últimos años. Que muy frecuentemente sucede que al buen pueblo inglés no le queda otro remedio para demoler un ministro y un gobierno que lo tengan fastidiado que el ejercicio de ese indudable derecho. Que la abundancia de la mentira política es un síntoma seguro de la verdadera libertad inglesa, y que si los ministros usan a veces instrumentos para sostener su poder, no es sino razonable que el pueblo emplee los mismos medios para defenderse y derribarlos.
En su quinto capítulo divide las mentiras políticas en varias especies y clases, y da normas acerca de la invención, difusión y programación de los diversos tipos. Comienza con los rumores y libelli famoso concernientes a la reputación de los hombres en el poder. Los encuentra viciados por el defecto común de comprender sólo una clase: la detractora o difamatoria, cuando en realidad existen tres clases: la detractora, la sumadora y la translativa.
La sumadora da a un gran hombre una cuota de reputación mayor de la que le pertenece, con el fin de capacitarlo para servir algún buen fin o propósito. La detractora o difamatoria es una mentira que le quita a un gran hombre la reputación que justamente le pertenece, por temor a que pudiera usarla en perjuicio del público. La translativa es una mentira que transfiere el mérito de la buena acción de un hombre a otro que es en sí mismo más meritorio; o transfiere el desprestigio de una mala acción de su autor real a otra persona que es en sí misma menos meritoria. Da varios ejemplos de grandes rasgos de ingenio aplicados en los tres tipos, especialmente en el último, cuando fue necesario para el bien del público conferir el valor y la conducta de un hombre a otro, o los de muchos hombres a uno solo.
En el sexto capítulo trata de lo milagroso, que entiende como cualquier cosa que exceda los grados comunes de probabilidad. Con respecto a la gente, divide las mentiras en dos clases: mentiras terroríficas, y estimulantes o envalentonadoras, siendo ambas extraordinariamente útiles en las ocasiones apropiadas. En lo que concierne a las primeras, da varias reglas, una de las cuales dice que los objetos terribles no deberían ser mostrados frecuentemente al pueblo para que no se vuelvan familiares[37]. Afirma que es absolutamente necesario que el pueblo de Inglaterra sea asustado con el rey de Francia y el Pretendiente una vez al año, pero que los cucos deberían ser encadenados nuevamente hasta que pasen esos doce meses. La falta de observancia de este precepto tan necesario, trayendo a luz la cabeza despellejada y los huesos sangrientos en toda insignificante ocasión, ha producido en los últimos tiempos una gran indiferencia entre el vulgo.
El séptimo capítulo está completamente dedicado a un interrogante: ¿cuál de los dos partidos cuenta con los más grandes artistas de la mentira política? Reconoce que a veces es más creído un partido y a veces el otro, pero que ambos tienen muy buenos talentos entre ellos. Atribuye el poco éxito de uno y otro partido a que han atiborrado el mercado, colocando demasiada cantidad de una mala mercadería simultáneamente. Propone un proyecto para la recuperación del crédito de cualquiera de los partidos que verdaderamente parece ser algo quimérico y no hace favor al juicio sólido que el autor ha mostrado en el resto de la obra. Sugiere que el partido podría avenirse a no desembuchar otra cosa que la verdad durante tres meses seguidos, lo que le daría crédito para mentir durante los seis meses siguientes; admite que cree casi imposible encontrar personas adecuadas para ejecutar ese proyecto. Hacia el final del capítulo lanza una severa filípica contra la locura de los partidos al contratar a bribones y hombres de genio módico para colocar sus mentiras, como lo son la mayoría de los gacetilleros actuales quienes, excepto una fuerte vocación por el oficio, parecen totalmente ignorantes de las reglas de la pseudología[38] y absolutamente descalificados para una función tan importante.
El octavo capítulo es un proyecto para unir las varias corporaciones de mentirosos más pequeñas en una sociedad. Sería demasiado tedioso dar cuenta completa de todo el proyecto; lo destacable es que esta sociedad debe integrar a los líderes de cada partido; que siendo ellos los mejores jueces de las exigencias actuales y de las clases de mentiras por las que hay demanda, ninguna falsedad pasará como buena sin su aprobación; que en esa corporación habría hombres de todas las profesiones; que la decencia y la probabilidad deben ser tan observadas como sea posible; que además de las personas arriba mencionadas, esta sociedad integraría a los talentos prometedores de esta ciudad (muchos de los cuales pueden ser tomados en abundancia en los diversos cafés), viajeros, virtuosos, cazadores de zorros, jockeys, abogados, viejos marinos y abogados salidos de los hospitales de Greenwich y Chelsea. A esta sociedad, así constituida, le debe ser confiada la administración exclusiva de la mentira. De este modo, en su sala de espera habría siempre algunas personas dotadas de una gran cuota de credulidad, especie que medra prósperamente en ese suelo y clima.
El noveno capítulo trata de la duración y velocidad de las mentiras. En cuanto a la rapidez de sus movimientos, el autor dice que es casi increíble: da varios ejemplos de mentiras que han viajado más velozmente que un correo a caballo. Vuestras mentiras terroríficas viajan a una velocidad prodigiosa: cerca de diez millas por hora. Vuestros cuchicheos se mueven en un vórtice estrecho, pero muy raudamente. El autor dice que es imposible explicar diversos fenómenos relacionados con la velocidad de las mentiras sin la suposición del sincronismo y la combinación.
Gasta todo el capítulo undécimo en una cuestión simple: ¿una mentira será mejor contrarrestada por la verdad o por otra mentira? El autor dice que, considerando la vasta extensión de la superficie cilíndrica del alma y la gran propensión a creer mentiras que caracteriza a la generalidad de los humanos en los últimos años, cree que la contradicción más apropiada para una mentira es otra mentira[39]. Por ejemplo, si se informara que el Pretendiente estuvo en Londres, uno no debe desmentir esto afirmando que nunca estuvo en Inglaterra, sino que debe asegurar, como testigo presencial, que el Pretendiente no llegó más lejos de Greenwich, y que de allí se volvió. De ese modo, si se divulgara que una gran persona está muriendo de alguna enfermedad, usted no debe decir la verdad: que está sana y nunca tuvo semejante enfermedad, sino que se está recobrando lentamente de ella. Así, hubo no hace mucho un caballero que afirmó que el tratado con Francia para importar la pobreza y la esclavitud a Inglaterra fue firmado el 15 de septiembre, a lo que otro respondió muy juiciosamente, sin oponer la verdad a esa mentira, no que no había tal tratado, sino que, para su seguro conocimiento, todavía quedaban en ese tratado muchas cosas que arreglar.