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LA LUCHA DEL «CRISTÓBAL COLÓN»

Mientras los tres acorazados de la escuadra española, rotos, deformes, desencuadernados, acababan de hundirse, el «Cristóbal Colón», el más pequeño, pero el más sólido de los cuatro cruceros, continuaba sólo la tremenda lucha. En vano el «Iowa», el «Texas», el «Oregón» y el «Indiana», intentaban abatirlo y mandarlo a pique. La nave resistía como una roca. Las granadas caían espesas sobre la cubierta, lanzando a proa y a popa chorros de fuego, y fragmentos de acero y gruesos proyectiles batían sus corazas, intentando abrir brecha, pero en vano. La rápida nave, con la bandera ondeando en el asta de popa, proseguía su carrera con la esperanza de huir, escapando a aquel cerco que aumentaba cada vez más; ya que otras naves acudían a cerrarle el paso. Era terrible la lucha que sostenía esta nave sola, última superviviente de la escuadra española. A pesar de estar en llamas no se detenía y disparaba con creciente vigor sus gruesos Hontoria y sus treinta y ocho piezas de tiro rápido, rociando y horadando los barcos enemigos. Bajo las descargas que recibía, se tambaleaba, pero en sus costados no se abrían vías de agua. Díaz Moreau, su valeroso comandante, no era un hombre que cediera fácilmente. Derecho en la torre de mando, impartía sus órdenes con voz calma y tonante, como si no se encontrara en medio de una batalla, sino en una revista naval. Desgraciadamente la última hora debía sonar en breve también para la única nave que quedaba de la escuadra española.

Acorralada por los cuatro acorazados y el «Brooklyn», no podía ya huir del cerco de hierro que la encerraba cada vez más. Sin embargo, durante una hora y media, se mantuvo firme frente a sus poderosas adversarios, intentando escapar a sus^ataques; sus cañones Hontoria estaban al rojo por las incesantes descargas y empezaba a debilitarse el vigor de los fogoneros que se tostaban ante las calderas. Díaz Moreau, al no poder evadirse e impotente para desembarazarse de tantos adversarios, tomó una decisión heroica. Amainada la bandera, dirige su nave impetuosamente hacia la costa. Las granadas americanas que han abatido y mandado a pique al «Infanta María Teresa», al «Almirante Oquendo», al «Vizcaya», al «Plutón» y al «Terror», no han podido hundir a la resistente nave, pero lo harán los escollos.

Un promontorio le corta el camino y más allá le esperan el «lowa» y el «Texas».

Díaz Moreau arroja su nave hacia la costa, a toda máquina, para sepultarla entre las olas del mar.

Un choque tremendo se produce en la proa. El «Cristóbal Colón», empujado por sus hélices, salta sobre las rocas como un descomunal cetáceo, con un fragor ensordecedor, con un estruendo metálico espantoso, mientras una llama gigantesca se eleva por los aires a más de trescientos metros.

Pero no, las rocas vencen la resistencia de sus corazas, ni el estallido de la pólvora abre sus costados. La nave italiana resiste a la piedra y al fuego; está hecha a prueba de escollos.

Una voz resuena en medio de los torbellinos de humo que escapan de las baterías y de las escotillas y entre los gemidos de los heridos y de los moribundos.

—¡Abrid las válvulas y que la nave se hunda!

Y la nave, inundada por el agua que irrumpe a través de las válvulas abiertas, empieza a sumergirse lentamente en las olas del mar Caribe, mientras los americanos, estupefactos, maravillados, aterrados por tanto desastre, detienen el fuego y echan al agua sus chalupas para recoger a los últimos supervivientes de la desgraciada escuadra.

Díaz Moreau, rodeado por sus marineros, llora. Los valientes que intentó conducir a la victoria y que han logrado escapar a las granadas enemigas, le abrazan con lágrimas en los ojos y forman un escudo como para impedirle que deje la nave que se hunde.

El no pronuncia más que unas pocas palabras con voz desgarrada, abraza a sus oficiales y baja a la chalupa americana, mientras el «Colón» que ni las rocas, ni los cañones de la flota enemiga han podido vencer, se va a pique en medio de un remolino espumeante.

Mientras la escuadra española, tras una lucha gloriosa, se abismaba con sus cadáveres en las vorágines del mar, el «Yucatán», más afortunado, al menos por el momento, proseguía velozmente su carrera.

Su extrema pequeñez y su poca elevación sobre las ondas, lo habían protegido hasta entonces, ya que ninguna nave había prestado atención a aquel caparazón que tenía toda la apariencia de un pecio abandonado entre las olas.

La marquesa, Córdoba y la tripulación, habían asistido impotentes y con el corazón oprimido por una angustia indescriptible a la hecatombe de la escuadra española.

Cuando también el «Colón», vencido por la enorme superioridad numérica de sus enemigos, se precipitó contra la costa, un verdadero aullido de desesperación salió de los labios de la capitana.

—¡Córdoba! —gritó, con exaltación—. ¡Vayamos también nosotros a morir junto a aquellos héroes!

A continuación, sin esperar la respuesta del lobo de mar, fuera de sí por la desesperación y la rabia impotente, había dado dos vueltas de rueda al timón para lanzar al «Yucatán» en medio de los colosos americanos e intentar una lucha desesperada o, mejor aún, buscar la muerte.

Pero Córdoba no había perdido su sangre fría, de un salto se había lanzado hacia la marquesa y tomándola entre sus robustos brazos la arrancó de la rueda, diciendo:

—¡No, doña Dolores, no debo permitir esa locura!

—¡Córdoba! ¡Ellos han muerto todos…!

—Estaba escrito en el libro del destino, doña Dolores —respondió el lobo de mar, sofocando un sollozo.

Depositó a la marquesa sobre un rollo de cordajes y agarró rueda del timón, fritando:

—¡A veintiséis nudos! ¡Más carbón en las calderas!

En aquel momento, el «Yucatán» pasaba frente a la bahía de Guantánamo, continuando su rápida marcha hacia el paso del Viento que separa Haití de Cuba. Desgraciadamente, frente a aquella bahía estaban estacionadas algunas naves americanas para vigilar los movimientos de la guarnición española y bloquear las cañoneras que estaban refugiadas allí.

Un trasatlántico equipado bélicamente, que se encontraba algo apartado, se dio cuenta de la pequeña nave casi enteramente sumergida, pero que sin embargo corría a una velocidad increíble, y pensando quizá que se trataba de un torpedero español escapado de la batalla naval, se puso a perseguirlo, disparando un tiro en blanco.

Córdoba, en lugar de obedecer a la intimación de detenerse, se contentó con alzar las espaldas y poner la proa del «Yucatán» hacia el sudeste para alejarse de las costas cubanas.

La marquesa, abatida por el dolor, parecía no haberse enterado de nada. Con el rostro escondido entre las manos, lloraba en silencio.

El trasatlántico, viendo que la pequeña nave no le obedecía, disparó un obús de grueso calibre con la esperanza de enviarla a pique de un solo tiro, pero la distancia era demasiado grande para que el proyectil llegase a su destino.

Aquella masa de hierro cayó a trescientos metros de la popa y se sumergió levantando un gran chorro de espuma.

El «Yucatán» seguía corriendo, brincando impetuosamente sobre las olas con un estremecimiento sonoro. Sus máquinas funcionaban rabiosamente, con sordos mugidos, aunque no lograba ganar gran distancia sobre el trasatlántico, que quemaba carbón alocadamente, con riesgo de saltar por los aires.

A mediodía, el «Yucatán» se encontraba ya en medio del paso del Viento, dirigiéndose hacia el golfo de Gonave, para introducirse en el canal de Saint Marc y huir a lo largo de las costas meridionales de Haití.

Ya Córdoba estaba seguro de engañar al trasatlántico y dejarlo atrás, cuando hacia el norte vio aparecer otra nave, que avanzaba a toda máquina.

Maestro Colón, que sostenía un anteojo para conocer su nacionalidad, lanzó un aullido de furor.

—¡Nave americana! —gritó.

Era un crucero de segunda clase que venía quizá de la Florida y que llevaba probablemente tropas de desembarco para el general Shafter.

Los dos barcos habían cambiado ya señales y corrían en dirección al pobre «Yucatán» para cogerlo en medio y anonadarlo con un par de tremendos cañonazos.

Córdoba se enjugó algunas gotas de sudor frío que le humedecían la frente y volviéndose después hacia la marquesa, le dijo:

—Vos no dejaríais al «Yucatán» caer en las manos de los americanos, ¿es cierto, doña Dolores?

—Entonces ya sé qué debo hacer. ¡Maestro Colón!

—¡Señor Córdoba! —respondió el maestro.

—Prepara mechas en la santabárbara y establece la comunicación eléctrica con el torpedo.

—¿Volaremos…?

—¡Será el «Yucatán» el que irá por los aires! ¡Atención! ¡Firmes en sus puestos!

La costa de la isla de Gonave no estaba más que a trescientos metros. Córdoba ordenó marcha atrás y lanzó resueltamente a la pequeña nave hacia la playa, mientras los dos barcos enemigos empezaban a cañonear con furor.

Movida por su propio impulso, la pequeña nave remontó algunos metros la orilla arenosa de la isla que ascendía suavemente en aquel lugar, cayendo después con un sordo ruido, elevando una cortina de espuma.

Córdoba tomó a la marquesa entre los brazos y se dejó caer sobre la playa, seguido por todos los marineros. Maestro Colón había, sin embargo, encendido la mecha y llevaba la cajita eléctrica cuyo hilo estaba unido al torpedo.

Los dos buques americanos estaban entonces a una distancia de mil quinientos metros y hacían tronar sus piezas artilleras de tiro rápido.

Córdoba, sin abandonar a la marquesa, se detuvo en las márgenes de un bosquecillo.

—¡Colón, fuego! —exclamó con voz vivamente conmovida.

Un instante después, el «Yucatán» desgarrado por el tremendo estallido del torpedo y por la explosión del polvorín, volaba en pedazos. La marquesa lanzó una mirada lacrimosa a la humeante carcasa y murmuró, con un suspiro:

—¡Nuestra misión ha terminado! ¡Cuántos desastres, pobre patria mía!

Quince días después de la destrucción de la escuadra española, Santiago, estrechada por mar y por tierra, llena de heridos y exhausta de víveres, se rendía con honor, luego caían sucesivamente Guantánamo y Caimanera.

Hacia finales de julio, los americanos, bombardeando nuevamente San Juan, emprendían la conquista de Puerto Rico, apoyados por la población.

Poco después, se iniciaban los tratados de paz, con Francia como intermediaria, mientras Manila, capital de las Filipinas, tras cuatro meses de obstinada defensa, se rendía a los americanos, prefiriendo hacerlo así antes que ceder frente a los rebeldes.

El 1º de noviembre, tras largas discusiones, la paz era definitivamente firmada en París, después de una violenta protesta por parte de Montero Ríos, presidente de la delegación española.

Los Estados Unidos, inexorables hacia la pobre España que había intentado salvar, aunque sin recursos y diez veces más débil, el honor de la propia nación cobardemente pisoteada por una potente y poco generosa adversaria, se apropiaban de Cuba, de Puerto Rico y de las Filipinas, a cambio de la irrisoria compensación de cien millones. El derecho de gentes fue completamente bollado por los negociantes de América del Norte y sin que Europa diese el alto a las pretensiones exageradas de aquellos hombres sin escrúpulos.

Envuelta en tantos desastres, la nación española no olvidó a su intrépida hija, que tantas pruebas había dado de valor extraordinario y de sublime amor patrio. En efecto, un mes después de la paz, una bella mañana, la marquesa del Castillo, vuelta a su palacio de Mérida, recibía una gran placa de plata, finamente cincelada, en medio de la cual, en alto relieve, se veía una pequeña nave que reproducía exactamente las airosas formas del «Yucatán», y que alrededor, en letras de oro, llevaba el siguiente texto:

La patria reconocida, a la marquesa DOLORES DEL CASTILLO capitana del «Yucatán».