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LA RETIRADA DE CERVERA

La noche del 3 al 4 de julio, después de un breve consejo de guerra la escuadra española, que desde hacía muchos días asistía impotente al bombardeo de Santiago, dejaba silenciosamente sus fondeaderos para intentar un golpe supremo.

Iba a desafiar a la muerte, segura de sucumbir, pero la marina española no quería rendirse sin combate, ni amainar sus banderas, ondeantes en la cima de los mástiles, sin haber gastado todas sus municiones.

La victoria de Aguadores y el heroísmo de los soldados españoles no habían sido suficientes para liberar la plaza asediada por un cerco de hierro.

Santiago estaba ahora destinado, pronto o tarde, a caer por falta de defensores. Las ayudas prometidas por el mariscal Blanco no habían llegado a tiempo y el general Pando con sus siete mil hombres era demasiado poca cosa para resistir mucho tiempo los nuevos ataques de las fuerzas de tierra y de mar de los yanquis.

Por otra parte, órdenes telegráficas se recibían de España y decían claramente que la flota debía salir del puerto a cualquier precio para acudir en defensa de La Habana, y el almirante Cervera, como buen soldado, esclavo del deber, no creyó oportuno responder ni una sílaba. Iría al encuentro de una muerte segura, ¿pero qué le importaba a aquel valiente? El honor de la bandera española, ante todo.

A medianoche todo estaba dispuesto para la fuga. Las máquinas estaban encendidas, las tripulaciones reunidas a bordo de las naves, las luces apagadas, los polvorines abiertos, los cañones cargados, todos los hombres en su puesto de combate para la suprema lucha.

Una rayo de esperanza entró en el corazón de aquellos valientes. Se sabía que la mayor parte de las naves americanas se habían dirigido hacia Aguadores para repetir el bombardeo al día siguiente, así que existía la probabilidad de no tener que enfrentarse con todos los barcos de las dos poderosas escuadras mandadas por Sampson y Schelley.

A las dos de la mañana, mientras el almirante Cervera abandonaba el «Cristóbal Colón» y se embarcaba en el «Vizcaya», haciendo desplegar sobre este barco la enseña del mando supremo, el contratorpedero «Furor», mandado por el almirante Villamil, fue enviado a la salida del canal para espiar a los buques americanos.

El «Yucatán» lo había ya precedido. La marquesa y Córdoba, sabiendo que no podían afrontar la lucha, lo sumergieron hasta la línea de flotación y replegaron los mástiles.

Impotentes para seguir a los grandes navíos por el camino del honor, esperaban al menos poder escapar sin ser vistos, aprovechando la confusión que seguramente se produciría.

La oscuridad era todavía bastante espesa, pero observando atentamente la negra línea del horizonte, la marquesa y el almirante Villamil pudieron comprobar que sólo poquísimas naves americanas navegaban fuera del canal.

Mientras el almirante comunicaba a Cervera esta agradable nueva, Córdoba se había dirigido a la marquesa^ diciéndole:

—No cometáis ninguna locura, doña Dolores. Apenas las naves españolas hayan salido, ciñámonos a la costa e intentemos ponemos a salvo hacia Santo Domingo.

—¿Y deberemos huir así, como ladrones, sin combatir, mientras nuestros compatriotas van al encuentro de la muerte? —dijo la marquesa, con voz dolorida.

—Pensad que una sola granada americana puede mandamos a todos a pique. Nuestra nave es un barco de carreras y no de combate. ¿Prometéis obedecerme? No tenéis el derecho de sacrificar a nuestra tripulación.

—Te obedeceré, Córdoba —murmuró la valerosa mujer, con un suspiro.

Después agregó, con un sollozo sofocado:

—¡Dios proteja a la escuadra española…!

En aquel momento la flota de Cervera, en el más profundo silencio, avanzaba por el canal, soslayando la carcasa del «Merrimac».

Iba delante el «Cristóbal Colón», imponente, con sus dos chimeneas, la bandera española colocada en el asta de popa, la bandera que le había sido dada por las bravas mujeres de la ribera ligur, cuando descendía al mar de los diques de los astilleros de Ansaldo, entre los aplausos de los italianos.

La poderosa nave, honor y alarde de la industria italiana, desplazaba solamente seis mil toneladas, pero era la más sólida de toda la escuadra española y debía dar pronto pruebas de su excepcional robustez y confirmar plenamente la famosa frase: «a prueba de escollos».

Medía cien metros de eslora y dieciocho de manga, llevaba cuatrocientos cincuenta hombres a las órdenes de uno de los más intrépidos lobos de mar de España, el capitán Díaz Moreau, y su principal armamento consistía en dos gruesos cañones Hontoria del 254 y un gran número de piezas de tiro rápido de varios calibres.

Seguían, uno detrás de otro a causa de la angostura del canal, el «Almirante Oquendo», acorazado de siete mil toneladas, tripulado por quinientos hombres a las órdenes del capitán San Lázaro, después el «Vizcaya», el más poderoso, luego el «Colón» de 104 metros de largo y tripulado por quinientos hombres, mandados por el capitán Antonio Eulate, seguido del «Infanta María Teresa», de igual tamaño y mandado por el capitán Víctor Conca.

Finalmente iban los dos contratorpederos «Furor» y «Plutón», naves muy rápidas que alcanzaban veintiocho nudos y que llevaban tres tubos lanzatorpedos, gobernados por el almirante Villamil, el capitán Carlier y el capitán Vázquez; seguía después el «Yucatán», guiado por la marquesa.

El quinto acorazado, el «Reina Mercedes», demasiado dañado durante el bombardeo de Santiago, había sido dejado en el puerto para hundirlo en el canal en el caso de que las escuadras americanas intentaron forzar el paso.

El instante era supremo, terrible, ya que todos sabían ahora que iban a jugar una partida desesperada. La muerte estaba frente a aquellos valerosos marinos, escondida entre las tétricas aguas del mar Caribe y tendía ya hacia ellos sus brazos descamados. ¿Qué les importaba a estos audaces? ¡Adelante siempre por la gloria de España!

Todos estaban preparados para la lucha monstruosa. Los comandantes, dentro del alcázar, espiaban ansiosamente al enemigo que se ocultaba entre las tinieblas; los marineros, tras las enormes piezas de artillería de la cubierta o tras los cañones de tiro rápido, con la mano en el disparador, esperaban la orden para desencadenar huracanes de hierro contra el formidable enemigo; maquinistas y fogoneros, sepultados en las profundidades de la bodega, frente a las ardientes calderas, esperaban impávidos el estruendo de la artillería, anunciador de la victoria o la muerte.

Ya el «Cristóbal Colón» pasa el último trozo del canal y se lanza sobre las ondas del mar Caribe, detrás de él avanzan los otros navíos.

De repente un formidable y ensordecedor trueno estalla sobre el mar. Los barcos americanos se han dado cuenta de la fuga de la escuadra española y se preparan para precipitar masas terribles de acero contra el minúsculo enemigo.

Un traidor o la casualidad les ha advertido de la audaz tentativa del almirante español, y toda la escuadra de Schelley compuesta por doce de los más monstruosos acorazados, corre a toda máquina hacia los cuatro navíos para destrozarlos, mientras la de Sampson deja precipitadamente Aguadores para tomar parte en el desigual combate.

Un grito escapa de las torretas de los comandantes españoles:

—¡A toda máquina! ¡Fuego a discreción!

¡La lucha ha comenzado, lucha tremenda, inexorable, atroz!

La flota americana acude de todos los puntos del horizonte y cae sobre la escuadra española para cerrarle el paso o para enviarla, destrozada, quebrantada, a los abismos del mar Caribe.

El potente acorazado «Indiana», mandado por el capitán de navío Foyler, que se encontraba más próximo al canal, es el primero en abrir fuego vomitando granadas de grueso calibre y nubes de proyectiles menores. Las gigantescas piezas de sus torres y sus numerosos cañones de tiro rápido truenan furiosamente, sin pausa, barriendo el mar y la costa y enfilando la cubierta del «Almirante Oquendo».

El «Brooklyn», uno de los más fuertes cruceros americanos, y el «Texas» se le unen para batir en brecha los costados de la pobre nave.

El «lowa», el más monstruoso de los acorazados de los Estados Unidos, el «Oregón» y el «Massachusetts» se arrojan sobre el «Cristóbal Colón» que se dirige veloz hacia el mar, mientras los otros atacan de cerca al «Vizcaya» y al «Infanta María Teresa», cubriéndolos con una lluvia de acero y un ciclón de granadas.

El fuerte del Morro entra entonces en acción, intentando proteger desesperadamente a la escuadra española. Sus cañones Krupp truenan sin descanso, apresuradamente, con un estruendo ensordecedor, lanzando repetidamente sus masas de acero, pero con poca fortuna, ya que la distancia aumenta cada vez más.

Los cuatro acorazados españoles, con el gran estandarte de España izado en el asta de popa, escapan a toda máquina para evitar el cerco de hierro que intenta encerrarlos. Sus cañones disparan en un crescendo espantoso. De las torres de la cubierta y de las bordas salen sin interrupción torrentes de proyectiles, mientras los comandantes, impávidos ante el estallido de las enormes granadas americanas, ordenan fríamente la maniobra.

Por todas partes surgen nuevas naves, por doquier nuevos adversarios. Delante, detrás, en los flancos, el enemigo, cuatro veces más poderoso y más numeroso acude a cercarlos y a enviarles tempestades de mensajeros de muerte. Pero ¿qué importa?

—¡Adelante siempre, por el honor de España!

En medio de aquel enorme estruendo, de aquel embrollo de barcos, de aquella confusión horrenda, el pequeño «Yucatán», guiado por la marquesa, se ha arrimado a la costa y huye desesperadamente, pero los dos contratorpederos, el «Furor» y el «Plutón» no lo siguen.

Los dos pequeños barcos se arrojan animosamente en medio de los colosales adversarios, intentando al menos hacer saltar alguno con los torpedos.

Son dos juguetes en comparación con los gruesos acorazados americanos, pero tienen gente intrépida a bordo.

El «Furor» se lanza hacia el «Indiana», intentando torpedearlo. Dos barcos, el «Gloucester» y el «Corsair» cortan el camino a los dos contratorpederos abrumándoles de proyectiles.

Mil cuatrocientos disparos son lanzados contra los dos barquitos en pocos minutos, hundiendo sus flancos, destrozando la cubierta, abatiendo palos y chimeneas.

Villamil, Carlier y Vázquez no pierden el ánimo y descargan, de un solo golpe, toda la artillería. Es la maniobra de la desesperación, pero una maniobra sin efecto, o muy leve, contra tan grandes navíos.

El «Plutón», acribillado por los proyectiles del «Gloucester», se hunde. Sus calderas estallan con un ruido infernal y la pobre nave desaparece en las simas del mar Caribe, con todos*sus valerosos marineros.

El «Furor», aunque gravemente tocado por los proyectiles, resistía aún y disparaba desesperadamente, intentando llegar junto al «Gloucester» para descargarle sus torpedos.

La sangre corre copiosamente por la cubierta y los mue& tos y heridos se acumulan a proa y popa. Ahora la muerte está próxima; la pérdida es inminente.

El almirante Villamil, viendo la partida perdida, lanza la pequeña nave hacia la costa para encallarla y salvar a los últimos supervivientes.

En medio de aquella tremenda granizada de balas, llama al capitán Carlier y le ordena botar las chalupas y salvarse junto a los pocos marineros escapados a la horrenda masacre.

El valeroso oficial, en vez de obedecer, le responde:

—Perdón, almirante, el responsable de la nave soy yo y me quedaré en mi puesto hasta el final, sea cual sea la suerte que nos espera.

—Entonces preparaos a morir, ya que dentro de pocos minutos nos iremos al fondo —responde el almirante.

—Estoy dispuesto —replica Carlier.

Un instante después, una enorme granada americana estalla a bordo del «Furor» y el contratorpedero desaparece bajo el agua con Villamil y su capitán.

—¡Honor a los heroicos vencidos por un enemigo cien veces superior!

Mientras los dos pequeños barcos se hundían en los abismos del mar, los cuatro acorazados españoles proseguían la titánica lucha.

La escuadra americana circundaba ahora a la española y la cubría con una tremenda tempestad de proyectiles. Las gruesas granadas de los grandes acorazados, caían densas sobre los puentes de los cruceros, causando furiosos incendios que era imposible extinguir.

Al cabo de un cuarto de hora, la mayor parte de los cañones del «Almirante Oquendo» y del «Infanta María Teresa» eran un montón de hierros retorcidos o estaban tan ardientes que no podían ser usados.

Los gruesos obuses americanos atravesaban ya las corazas de los dos cruceros y estallaban, con espantoso estrépito, en las baterías, haciendo estragos entre marineros y artilleros.

El «Oquendo», ahora en llamas, no podía resistir más. Remolinos de humo y nubarrones de chispas lo envolvían de proa a popa, mientras la sangre corría a torrentes por entre las baterías despanzurradas, y los muertos y heridos aumentaban continuamente.

A pesar de todo, la valerosa nave, envuelta completamente por las llamas, no cedía y disparaba alocadamente sus piezas de tiro rápido, intentando todavía sembrar la muerte sobre los acorazados americanos.

Su capitán, Lazaga, impávido en medio del estampido de las granadas, seguía ordenando la maniobra. Su potente voz se oía a intervalos entre el horrendo chaparrón de los proyectiles explosivos.

—¡Fuego! ¡Muchachos! ¡Fuego!

Pocos minutos después, el soberbio crucero estallaba con horrible trueno, por la explosión de la santabárbara y se hundía en medio de una nube de metralla, entre los hurras de las tripulaciones americanas.

Apenas había desaparecido el «Oquendo», cuando también el «Infanta María Teresa» casi convertido en una antorcha, destrozado por los tremendos cañonazos del «Massachusetts» y del «Brooklyn», ayudados por otras naves menores, saltaba por los aires, mientras su capitán, el intrépido Conca, no queriendo sobrevivir a la derrota, se volaba los sesos en la torre de mando.

De la escuadra española ahora no quedaba más que el «Vizcaya» y el «Cristóbal Colón», los más poderosos.

No obstante tener en contra a la escuadra entera de Schelley, proseguían animosamente la desigual lucha, dirigiendo sus tiros especialmente contra el «Indiana», el «Iowa» y el «Venus» que los acosaban ferozmente.

El «Vizcaya», rodeado por cuatro de los más grandes acorazados americanos, tronaba horrendamente. Parecía el cráter de un volcán en plena erupción, tantas eran las llamas y el humo que lo envolvían. Las granadas americanas caían espesas sobre su puente y desgarraban sus costados masacrando marineros y artilleros; sin que por ello dejara de huir y de defenderse.

Esta espléndida nave que los americanos habían admirado un año antes en el puerto de Nueva York, ahora ya no era mis que un montón de ruinas humeantes, pero continuaba avanzando, avanzaba siempre hacia su destrucción, total.

Su ruta estaba bloqueada por las naves americanas que se le echaban encima por todas partes. Vira de bordo en el sitio y se lanza hacia la costa decidida a embarrancar sobre las rocas antes que caer en manos de los odiados yanquis.

Corre, brinca, acosada, sacudida por el continuo estallido de las bombas enemigas, dejando tras de sí una inmensa columna de llamas y de humo, y va a estrellar su casco sobre los escollos, mientras sus máquinas hacen explosión con un ruido espantoso.

Las chalupas americanas acuden de todas partes para recoger a los supervivientes.

El almirante Cervera, herido en un brazo, es embarcado sobre una chalupa del «Gloucester» y conducido a bordo de esta nave. Pálido, deshecho, y con lágrimas en los ojos. Apenas llega al puente de la nave enemiga, el comandante americano, el capitán Warmoright, va a su encuentro y tendiéndole la mano, le dice con voz conmovida:

—Me congratulo con vos, almirante. Habéis combatido valerosamente y tan gallardamente como nunca se había visto sobre estos mares.

El infortunado almirante, petrificado por el dolor, no respondió. Se quitó la espada y la entregó al capitán enemigo, rompiendo después a llorar.

Luego, tras algunos instantes, agregó tristemente:

—Hubiera preferido perder la vida combatiendo, antes que rendirme.

El capitán Eulate, comandante del «Vizcaya», era recogido por una chalupa del «Iowa» y conducido a bordo de este acorazado sobre unas angarillas, por estar herido.

El valiente comandante fue recibido con honores militares por un pelotón de marinos americanos. Se incorporó lentamente, saludando con dignidad, se desabotonó después el cinturón, besó la espada y la rindió al capitán del acorazado, pero éste se negó a recibirla, mientras la tripulación entera prorrumpía en frenéticos hurras. En aquel momento el polvorín del «Vizcaya» estallaba, haciendo saltar por los aires el puente del crucero. El capitán español, oyendo esta explosión, dijo con voz desgarrada, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas:

—Adiós, «Vizcaya».

Y volviéndose hacia el comandante americana, agregó:

—¡Se va mi hermosa nave!