EL ASALTO A AGUADORES Y EL CANEY
Después del descalabro sufrido por la caballería americana en Jaragua, por ambas partes se había concedido un poco de tregua. Aunque todavía seguían produciéndose pequeños encuentros, más bien escaramuzas de puestos avanzados que verdaderos combates.
Los americanos habían aprovechado para desembarcar completamente el cuerpo de operaciones, constituido por cerca de veintisiete mil hombres, fuerzas dos veces superiores a las de los españoles, que por su lado habían recibido muy poca ayuda.
Solamente el coronel Escario, comandante de Manzanillo, obtenido del mariscal Blanco el permiso para acudir en ayuda de la plaza sitiada, recogió unos cuantos centenares de combatientes y con una audaz y rapidísima marcha, logró entrar en Santiago, burlando al mismo tiempo la vigilancia de los insurrectos y de los americanos.
Pero esta tregua no debía durar mucho. El general Chafter comandante supremo de las fuerzas americanas, se preparaba para un golpe desesperado, con intención de tomar por asalto la plaza sitiada.
Ya hacia los últimos días de junio, importantes masas de tropas americanas se habían ido concentrando poco a poco, amenazando El Caney, pueblo situado a sólo siete kilómetros de Santiago y Aguadores, la llave de la plaza que defendía el fuerte castillo del Morro por el lado de tierra.
Doña Dolores, queriendo tomar parte activa en la campaña, después de la batalla de Jaragua se había apresurado, por consejo de Córdoba, a dirigirse a El Caney, que estaba ocupado por cuatro compañías de cazadores al mando de uno de los más valientes generales españoles, Joaquín Vara del Bey y Rubio.
El pueblo había sido fortificado a toda prisa con numerosas trincheras y empalizadas, mas estaba falto de artillería al no haber querido desguarnecer los muros de Santiago. El general Rubio, sin embargo, era un hombre en quien se podía tener absoluta confianza y compensaba en parte esta grave falta.
La marquesa, como en Jaragua, había solicitado el honor de hacer combatir a sus valientes marineros en primera línea y le había sido confiada la defensa de una de las más importantes trincheras.
Hasta la mañana del 1º de julio no llegó la noticia de que los americanos, en número de veinte mil, se preparaban para un ataque general contra El Caney y contra Aguadores, localidad defendida por otro valeroso general español, Linares.
La superioridad numérica de los americanos era enorme, puesto que a duras penas los españoles podían oponerles cinco o seis mil hombres. Con el agravante de que los primeros, frente a Aguadores, tenían el apoyo de los poderosos cañones de su flota.
El general Rubio, apenas tuvo noticia de los movimientos de los americanos como prudente caudillo, envió numerosos exploradores en todas direcciones para conocer el número de sus adversarios, disponiendo después a sus bravos cazadores, que debían más tarde cubrirse de gloria, tras las trincheras.
La marquesa, con Córdoba y sus marineros y media compañía de cazadores ocupaba firmemente una estacada, defendida por un profundo foso.
A las diez de la mañana, el general Rubio, sabía ya con qué formidable enemigo tenía que habérselas. Las fuerzas americanas estaban compuestas por una división, manda da por el brigadier general Lawton, y por la brigada mandada por el general Baters, además de algunos escuadrones de caballería ligera.
Era demasiado para las cuatro compañías que defendían El Caney, a pesar de que los españoles se habían preparado animosamente para la lucha, aunque no ignorasen la suerte que les esperaba, siendo absolutamente imposible sostener el choque contra tantas columnas.
—Doña Dolores —dijo Córdoba…, aquí se trata no de vencer sino de morir. Es imposible resistir a tantos yanquis.
—Está bien, mi valiente Córdoba, moriremos —respondió la intrépida mujer—, moriremos con el grito en los labios de: «¡Viva la patria!».
—¡Vos, tan joven y tan bella, morir…! Doña Dolores, dejadme a mi y a nuestros marineros la labor de salvar el honor de nuestro «Yucatán».
—No, Córdoba; no dejaré este puesto.
—Dentro de poco aquí se librará un atroz combate.
—Tanto mejor.
—Menudearán las balas y habrá montones de cadáveres.
—No tengo miedo.
¡Doña Dolores…!
—¡Basta, Córdoba! ¡En pie, mis valientes! ¡Vamos a combatir por la bandera de la vieja España! —gritó la marquesa.
Las columnas americanas entonces desembocaban del bosque, desplegándose rápidamente en orden de batalla. Sus baterías, tomando posición sobre una pequeña loma, habían empezado ya el fuego, martilleando las trincheras y los terraplenes.
En aquel momento supremo también se oía, hacia Aguadores, tronar el cañón furiosamente y, sobre el mar, retumbaban oscuramente las colosales piezas de los acorazados americanos.
También por aquel lado había empezado una tremenda batalla. Dieciséis mil americanos, conducidos por el general Shafter, atacaban a los tres mil españoles del general Linares atrincherados en aquella localidad.
Como puede verse, en ambos campos de batalla la lucha era desigual, pero, a pesar de todo, los hijos de la caballerosa España se preparaban para sostener intrépidamente el ataque del formidable y despótico adversario.
La división del general Lawton, apenas desplegada en orden de batalla, se arrojó sobre El Caney seguida por la brigada Baters y flanqueada por los rough-riders, segura de la victoria.
Las ametralladoras Maxim de setecientos disparos por minuto habían empezado a tronar sin descanso contra las trincheras de El Caney, pero los españoles no se atemorizaron por ello.
Cubiertos detrás de sus defensas, respondían valientemente con sus fusiles de pequeño calibre, hostigando a las columnas americanas con una precisión cada vez más mortífera.
Las balas de fusil y de cañón silbaban por todas partes, esparciendo la muerte. Algunas bombas incendiaron las casas del pueblo, que ardieron rápidamente arrojando al aire montones de chispas y nubarrones de humo.
Las potentes columnas americanas, que creían poder barrer pronto a aquel puñado de héroes con sólo mostrarse, se detuvieron. Los fusiles de pequeño calibre de los cazadores habían ya hecho estragos en la vanguardia. Montones de muertos y heridos se veían por doquier y también un gran número de caballos expiraban en las márgenes del bosque.
Empezaban a darse cuenta de que los soldados españoles no eran hombres que cedieran tan fácilmente el campo, a pesar de ser oprimidos por fuerzas superiores, y frente a una resistencia tan tenaz no sabían qué táctica emplear.
Sus generales, sin embargo, sabiendo que podían disponer de tropas frescas y considerándose seis veces más poderosos que los defensores del pueblo, decidieron intentar un golpe desesperado.
Tres mil hombres, reunidos en dos columnas de ataque, fueron lanzados contra El Caney con la orden de tomar por asalto las trincheras y desalojar a los defensores.
La situación se volvía peligrosísima. Córdoba, sufriendo por la marquesa, intentó un último esfuerzo para convencerla de que se retirara.
—¡No, yo permaneceré aquí mientras ondee la bandera de la patria!
Ésta fue la única respuesta que obtuvo de la intrépida capitana del «Yucatán».
El asalto fue tremendo. Los tres mil americanos se arrojaron con ímpetu irresistible contra el pueblo, intentando rebasar las trincheras, pero el fuego terrible de los cazadores los detuvo bien pronto.
Diezmadas las columnas, heridas casi a quemarropa, a pesar de que el número de combatientes era con mucho superior a los españoles, se derrumbaron antes de llegar a los fosos.
Completamente desbaratadas, se vieron obligadas a replegarse desordenadamente sobre la brigada del general Baters, dejando el terreno atestado de muertos.
La heroica guarnición había resistido admirablemente, venciendo además en aquel primer choque.
Pero la lucha no acababa aquí. Nuevas tropas de refresco sacadas de la brigada Baters entraban en acción.
El segundo ataque fue más tremendo y más obstinado que el primero y también esta vez los cuatro batallones de cazadores, a pesar de sus enormes pérdidas, consiguieron rechazar a los asaltantes.
Un tercero no fue más afortunado. Los americanos repetidos por todas partes, habían sufrido un descalabro completo.
Todo el campo de batalla estaba obstaculizado por muertos y moribundos; en algunos sitios había verdaderas montañas de cadáveres.
Eran entonces las cinco de la tarde; justamente en aquel momento llegaba la noticia de que el general Linares había resistido el ataque de los catorce mil americanos de Shafter infligiéndoles pérdidas gravísimas.
Aguadores estaba libre pero El Caney todavía no, su situación era todavía muy apurada. Sin un pronto socorro corría el peligro de ser tomado por asalto, ya que los cazadores no podrían aguantar mucho más. Las ametralladoras Maxim los habían diezmado en los tres asaltos que, aunque rechazados, habían costado sacrificios desastrosos.
A las cinco y cuarto las columnas americanas intentaron un último y más impetuoso ataque.
La división del general Lawton, la brigada del general Baters y los rough-riders, más de cinco mil hombres, se precipitaron sobre El Caney simultáneamente.
Los cuatro batallones no retrocedieron. Quemaron resueltamente los últimos cartuchos y se arrojaron después con la bayoneta calada, contra los yanquis, empeñando un combate cuerpo a cuerpo.
No eran más que quinientos o seiscientos, a pesar de ello la lucha fue larga y obstinada. Vencidos finalmente por el número, impotentes para hacer frente a tantos enemigos, a las cinco y media empezaron a replegarse.
El general Rubio, que combatía en primera fila como un simple soldado, viendo que la batalla estaba ya perdida y que El Caney iba a ser tomado, no quiso sobrevivir al deshonor de la derrota.
Recogiendo una bandera caída de las manos de un alférez desplomado a su lado, el general se abalanzó en medio de los escuadrones de rough-riders que lo cargaban de frente, gritando:
—¡A mí, mis valientes! ¡Viva España!
Aquel héroe fue visto cuando derribaba, con su sable, a bastantes caballistas enemigos, cayendo después bajo una granizada de golpes para no levantarse más.
El sentimiento magnánimo que se encuentra siempre en un enemigo valeroso y verdaderamente fuerte, debía ser desconocido a la caballería americana, que prefirió matar a aquel valiente antes que hacerlo prisionero.
La muerte del defensor de El Caney puso fin a la sangrienta batalla.
Los españoles, incendiado el pueblo, se salvaron en los bosques, después de haber hecho pagar al enemigo bien cara la victoria, puesto que más de mil quinientos americanos quedaron sobre el campo.
La marquesa y Córdoba, seguidos por sesenta y cuatro marineros, por haber caído los otros detrás de las trincheras durante el último ataque a la bayoneta, para servir de escudo a su capitana, abandonaron el pueblo después de ver a los americanos escalar los terraplenes e irrumpir a través de las brechas abiertas en las empalizadas.
La marquesa iba a caballo, al haber encontrado uno que huía por las calles del pueblo, y los otros a pie; la retirada se realizaba rápida, a pesar de que los americanos no se sintieron en situación de molestar a los valerosos defensores de este puesto avanzado.
A las once de la noche, la patrulla, después de haber dado muchas vueltas en medio de los espesos bosques, llegaba a Aguadores.
Allí se ofrecían a cada paso horrendos espectáculos, por haberse debatido en aquellos contornos los más ásperos combates.
Los caseríos estaban en llamas o iluminaban siniestramente el campo de batalla. Cúmulos de cadáveres, formados en su mayor parte por americanos, se alzaban por doquier. Había hombres y caballos confusamente mezclados, amontonados, yaciendo entre charcos de fango sanguinolento.
Gran número de urubú, los cuervos del golfo de México, revoloteaban por encima de aquella carnicería, descendiendo aquí y allá para regalarse con los miembros todavía calientes de aquellos desgraciados, muertos por el plomo enemigo.
Terribles escenas se sucedieron también en Aguadores, no menos sangrientas que las de El Caney. Se habían realizado furiosos asaltos, tremendas cargas de las espesas columnas americanas; pero allí los españoles, más afortunados, a pesar de los estragos horrendos producidos por los cañones de tiro rápido y no obstante la enorme superioridad numérica de los adversarios, habían vencido, cubriéndose de gloria.
El general Linares, su comandante, era el héroe de la jornada y estaba herido gravemente en un brazo; sus dos ayudantes habían muerto, pero dos mil americanos quedaron sobre el campo de batalla, entre muertos y heridos.
Cuando la marquesa llegó a Aguadores, los españoles mantenían todavía fuertemente sus posiciones, pero esta localidad parecía transformada en un inmenso hospital.
Centenares de heridos, que eran recogidos en el campo a la luz de las antorchas, llegaban a cada instante, reducidos a un estado miserable, mutilados, con tajos de sable, cubiertos de polvo y de sangre.
¡De cada tienda, de cada cabaña, detrás de las trincheras, se oían aullidos estremecedores, roncos lamentos o estertores de moribundos y esta horrible recolección no había acabado aún! ¡Bajo montones de cadáveres, otros heridos imploraban ayuda o morían, solos, en medio de la pavorosa oscuridad, entre un verdadero baño de sangre!
La marquesa, con el corazón contristado, oprimida por una angustia inexpresable, había ya atravesado las trincheras para dirigirse al puesto del general Linares y ponerse a sus órdenes, cuando fue requerida por un capitán de cazadores, al que ya había visto cerca del general Torral.
—Señora del Castillo, os estaba buscando por orden del general.
—¿Sabíais pues que había escapado a la muerte?
—SU marquesa, lo he sabido por algunos cazadores que han tomado parte en la batalla de El Caney.
—¿Y qué deseáis?
—Si os importa salvar vuestro «Yucatán», no tenéis un minuto que perder.
—¿Qué queréis decir?
—Que la escuadra del almirante Cervera se prepara para abandonar Santiago.
—¡Van a zarpar! —exclamó la marquesa, en el colmo del asombro—. ¿Y los buques de Sampson y de Schelley?
—Mejor morir combatiendo sobre el mar, que rendirse más tarde sin lucha, señora —dijo el capitán—. Santiago está perdido para España y acaso también Cuba.
—¿Y la victoria de hoy?
—Será una derrota mañana. Partid, señora, si queréis intentar la salvación de vuestro «Yucatán».
La marquesa lo miró durante algunos instantes sin responder, como si se sintiera oprimida por una inmensa angustia, y después dijo lentamente, volviéndose hacia Córdoba:
—Vamos a morir, amigo mío… Nuestra misión ha terminado.