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LA EMBOSCADA DE JARAGUA

A las cinco de la mañana del seis de junio, o sea, dos días después del hundimiento del «Merrimac», las dos escuadras americanas de Sampson y de Schelley emprendían el tercero y más formidable bombardeo de la plaza sitiada.

Los cinco acorazados mayores, seguidos por otros quince navíos reunidos en dos grupos, se acercaron al canal y a la distancia de cuatro mil metros abrieron un fuego tremendo, intentando derruir el Morro y la Sopaca y desmontar las baterías de la Estrella y de Santa Catalina.

Las granadas, los obuses monstruosos y las bombas rompedoras, granizaban espesas por todas partes, poniendo a dura prueba el coraje de los artilleros españoles, que se encontraban embarazados para responder a tanta furia.

Sobre todo los cañones del 30 y del 33 del «Iowa», del «Oregón», del «Indiana», del «Massachusetts», del «Texas», del «New York» y del «Brooklyn», producían daños considerables, lanzando sus balas hasta la bahía interior.

El «Reina Mercedes» que se encontraba en el canal, ocupado en descombrar los restos del «Merrimac», cuya carcasa había sido hecha saltar durante la noche, fue obligado a abrir fuego con sus cañones Hontoria, ayudado por los dos contratorpederos «Terror» y «Plutón» y por el «Vizcaya» que había dejado el fondeadero del Níspero. En ciertos momentos la masa de los proyectiles era tan grande y las explosiones de las bombas tan tremendas, que parecía posible que el Morro y las baterías iban a ser desbaratadas y que estallasen sus polvorines.

Caían, sin embargo, sobre todo en la Sopaca y en la Estrella, como si los americanos, convencidos de la formidable resistencia que podía ofrecer el fuerte del Morro, hubieran decidido desmantelar las fortalezas menores, contra las cuales eran más efectivos.

Los españoles, a pesar del quebranto de sus baterías, no dejaban de responder, con creciente vigor, intentando maltratar, al máximo posible, las dos escuadras.

Mientras el bombardeo empeoraba, malas noticias llegaban de Aguadores y de Daiquiri. Nueve barcos separados de las escuadras, habían aparecido inesperadamente junto a la punta Cabrera para intentar un desembarco y juntarse con las bandas rebeldes del cabecilla García, descendidas de las montañas. El general Linares y el coronel Aldea, llegados de Aguadores habían ya empeñado un sangriento combate, oponiendo sus fusiles Máuser de pequeño calibre, llevados por los soldados de infantería, a los enormes proyectiles de los acorazados y a las ametralladoras Maxim de las chalupas de desembarco.

Se decía que ya tres mil americanos habían logrado tomar tierra para unirse a los insurgentes y atacar Santiago por la espalda.

Mientras estas poco agradables noticias, que hacían sangrar el corazón de la marquesa y enfurecer al buen Córdoba, llegaban al palacio del estado mayor, el bombardeo de la plaza continuaba con un crescendo espantoso.

Las escuadras enemigas, llegadas hasta setecientos metros del canal, batían ahora incluso la superficie de la bahía interior. Algunas granadas había caído sobre el muelle de Santiago, varias junto a los cruceros españoles, y una, lanzada quizá por los poderosos cañones del «Iowa», había ido a estallar sobre el embarcadero del Cobre, a cincuenta metros del «Yucatán».

A las diez, el fuerte de Santa Catalina estaba en llamas, destruido por las bombas y los shrapnells, mientras las baterías de la Estrella eran reducidas al silencio. Pocos minutos después una bomba del «Oregón» estallaba a bordo del «Reina Regente», sobre el que el coronel Ordenas, uno de los más valientes artilleros, apuntaba personalmente los cañones.

Parte de la obra muerta sobre cubierta quedaba destruida por la explosión del formidable obús, hiriendo al coronel y a treinta y dos marineros y matando otros siete entre los que se hallaba el capitán Aresto, segundo comandante.

A las once, también el contratorpedero «Terror», de trescientas ochenta toneladas, era tocado por una bomba, sufriendo desperfectos, mientras otras dos caían sobre la cubierta del acorazado «Vizcaya», pero sin gran daño.

En aquel momento, sin embargo, los acorazados americanos, algunos de los cuales habían sido seriamente dañados por el tiro de los españoles, suspendían el fuego, adentrándose en el mar. Habían lanzado aproximadamente dos mil proyectiles de grueso calibre, ¡una enorme cantidad de toneladas de acero!

Pero era sólo una pausa. A mediodía, después del almuerzo de los oficiales, el bombardeo volvía a empezar, durando intensamente una hora más. Aunque al comprobar que este despilfarro de pólvora y acero no correspondía a los resultados, a la una de la tarde las dos escuadras se alejaron.

Al mismo tiempo, llegaba la noticia de que el general Linares, con sus valerosos soldados habían rechazado brillantemente a los tres mil americanos que intentaron desembarcar en Daiquiri, y obligado a los insurgentes del cabecilla García a refugiarse de nuevo en las montañas de las que habían bajado.

Esta victoria, una de las más gloriosas de la campaña, había elevado inmensamente la moral de las tropas, de las tripulaciones y de la población española, ya que, a pesar de las fanfarronadas de los yanquis, el bombardeo no había dado ningún resultado y el desembarco intentado no había tenido éxito.

También la marquesa y Córdoba, empezaban a tener esperanzas. La resistencia de Santiago podía cansar a las escuadras adversarias y decidirlas a levantar el bloqueo, dejando el paso libre a las naves de Cervera y al «Yucatán». Desgraciadamente debían perder pronto sus ilusiones. Siete días después de aquel formidable bombardeo, una triste noticia se extendía por Santiago.

La expedición americana concentrada en Tampa, en Florida, formada por dieciséis regimientos de tropas regulares, once de voluntarios, cinco escuadrones de caballería, seis baterías y dos compañías dé ingenieros, un total de veintisiete mil hombres, se había embarcado en veintinueve navíos de transporte y se aproximaba velozmente a las costas meridionales de Cuba, y Caimanera, situada al este de la plaza sitiada, después de un tremendo bombardeo había sido ocupada por la infantería de marina americana.

La noticia cayó como un rayo, ya que hasta el momento nadie había creído que los americanos se decidieran a una acción tan audaz.

—¿Córdoba, qué le ocurrirá a nuestro «Yucatán»? —preguntó la marquesa, cuando el general Torral le comunicó las graves noticias.

—No nos queda más que confiar en el valor de la guarnición —respondió el lobo de mar, con triste voz.

—¿Y si intentásemos salir? Empiezo a perder mi confianza.

—¡Salir! La fortuna puede cansarse de protegernos, doña Dolores, y una bomba de los grandes acorazados americanos bastaría para mandar a pique o por los aires a nuestro «Yucatán».

—Nuestro barco es pequeño y aprovechando una noche oscura podríamos salir inadvertidos de Santiago.

—Los americanos vigilan demasiado. No, no arriesguemos tanto; esperemos.

—¿Y qué podemos esperar?

—No lo sé, pero no tentemos a la suerte, doña Dolores. ¡Quién sabe! Puede sobrevenir algún acontecimiento imprevisto que nos permita alcanzar la libertad para nuestro valeroso «Yucatán»…

Desdichadamente, las previsiones algo más optimistas del bravo teniente, debían ser desmentidas en breve de una manera desagradable.

A la noche siguiente, las escuadras americanas estrechaban más el cerco y recomenzaban el bombardeo, no sólo de los fuertes de Santiago, sino también de la costa, intentando destruir El Caney, Aguadores y Guantánamo, localidad situada al este de la plaza asediada.

En este bombardeo, iniciado la noche del 15 al 16 de junio, se utilizaron por primera vez los cañones a dinamita, embarcados sobre el crucero americano «Vesuvius» y de los que los yanquis se prometían maravillas.

Esta pequeña nave no desplazaba más que trescientas setenta toneladas, casi igual que el «Yucatán»; ideada por el capitán Zalinski y construida en 1888, estaba armada con tres cañones del calibre 38, de dieciséis metros de largo, con la culata gruesa y el cañón, en cambio, delgadísimo.

Su munición consistía en obuses que contenían doscientas cincuenta libras de dinamita y eran disparados por medio de aire comprimido, para no anticipar la deflagración de aquella enorme cantidad de materia explosiva.

Las esperanzas de los sitiadores no correspondieron, sin embargo, a la expectación, a causa del poco alcance de estos cañones. No se lanzaron más que tres obuses y solamente uno cayó sobre las escolleras de la isla Smith, dentro del canal de Santiago, haciendo más ruido que daño, puesto que únicamente las rocas recibieron los efectos del horrísono estampido.

En la mañana del 17 la situación de los sitiados no había cambiado; el bombardeo no había causado graves daños.

Pero se supo que un cuerpo de infantería de marina americano, apoyado por algunos acorazados, había logrado desembarcar en Guantánamo, después de que el pueblo y las obras provisionales de defensa construidas por los españoles quedaron destruidos por las granadas de los barcos.

Los defensores de esta localidad fueron obligados a retirarse ante la lluvia de obuses, y tuvieron que atrincherarse sólidamente en los bosques para impedir el avance de los enemigos y evitar el peligro de que se juntasen a los insurrectos.

Esta noticia produjo una profunda impresión en los sitiados, tanto más porque se esperaba de un momento a otro la llegada de la gran expedición americana que, al parecer, había partido ya de Tampa, para tomar Santiago por la espalda y obligarla a la rendición, así como a la escuadra española, reducida ahora casi a la impotencia.

Para aumentar los temores, durante el día, las dos escuadras americanas emprendían de nuevo el bombardeo con mayor violencia, sobre todo hacia Guantánamo y Aguadores, para impedir a las fuerzas españolas que acometieran y arrojaran al agua a los marinos desembarcados.

Más de mil granadas fueron lanzadas contra las baterías exteriores del canal de Santiago y sobre las playas de Aguadores, causando importantes daños. Esto no impidió, sin embargo, que las tropas españolas acampadas en los bosques rechazaran a la infantería de marina americana desembarcada en Guantánamo, obligándola a refugiarse bajo la protección de sus acorazados, después de dejar numerosos cadáveres alrededor del pueblo destruido.

Todo dejaba presentir el inminente desembarco de la gran expedición. La frecuencia de los bombardeos, la granizada explosivos, lanzados sobre las baterías de Aguadores y de El Caney, la obstinación de los acorazados en defender Guantánamo y la patita de Daiquiri para impedir a los españoles, que dominaban los bosques, la recuperación de estas posiciones, eran pruebas evidentes de que Sampson y Schelley preparaban el terreno para un importante desembarco.

A pesar de todo, transcurrieron bastantes días antes de que llegara alguna noticia sobre el arribo de la expedición americana. No pasó nada hasta la mañana del 21 de junio cuando, desde lo alto del fuerte del Morro, fue avistada una imponente escuadra, navegando en alta mar.

Se componía de más de treinta grandes barcos, escoltados por algunos acorazados y cañoneras. Al mismo tiempo, llegaba la noticia de que una parte de la escuadra de Schelley, apartándose de Santiago, bombardeaba furiosamente las baterías de Aguadores, Zuraguo, Siboney, Cabaña y la punta Derrace para desalojar a los españoles que defendían las playas.

La marquesa doña Dolores y Córdoba, viendo que no había nada que hacer por el momento en Santiago y que no existía la posibilidad de forzar el bloqueo, que se había estrechado más que nunca, decidieron dirigirse hacia las costas orientales de Cuba.

Obtenido el permiso del general Torral, de tomar parte en las operaciones bélicas con la tripulación del «Yucatán», que estaba impaciente por atacar a los odiados yanquis, la mañana del 22 partían hacia El Caney, acompañados por cien marineros y maestro Colón, con equipo de campaña.

Su plan era continuar la marcha hacia Siboney, donde se decía que las tropas americanas habían ya desembarcado, o hasta Daiquiri, otro punto elegido por el enemigo para emprender la marcha hacia Santiago.

Hasta el atardecer del 23 la pequeña columna no pudo llegar a las proximidades de Siboney, a causa de las dificultades que presentaban los espesos bosques que se habían visto obligados a atravesar.

Un furioso combate ocurrió en aquellos contornos entre las tropas americanas del general Shafter, ya desembarcado con la protección de los acorazados, y las tropas españolas encargadas de la defensa de la costa.

No obstante la lluvia de granadas lanzadas por los grandes acorazados, las columnas españolas, con un fuego nutrido, habían repelido brillantemente a las tropas americanas, después de haber abandonado Siboney y Daiquiri completamente destruidas e incendiadas por los obuses.

Únicamente a la izquierda de Daiquiri, los españoles oprimidos por el número y amenazados por un movimiento envolvente de otras columnas americanas desembarcadas a doce kilómetros del pueblo, se habían visto obligados a ceder, retirándose hacia las faldas de Sierra Maestra.

Cuando la marquesa y su tripulación llegaron a las cercanías de Siboney, la batalla había cesado poco antes.

El pueblo, derruido por las bombas e incendiado, ardía todavía, expandiendo una tétrica luz sobre las aguas del mar y los bosques vecinos. Densas columnas de humo y nubes de chispas que el viento transportaba hacia las plantaciones, escapaban todavía de las ruinas y los muros agujereados de las pocas casas que todavía permanecían en pie.

Los cadáveres, que yacían por las callejuelas, acababan de consumirse en medio de las vigas en llamas caídas de los techos y esparcían alrededor un hedor acre de carne quemada.

En la playa grandes fogatas indicaban los campamentos americanos, mientras a lo lejos, en el mar, los acorazados lanzaban haces de luz eléctrica hacia los bosques. Algún cañonazo retumbaba oscuramente y una gruesa granada, pasando sobre el campo americano, iba a caer en medio de las casas del pueblo causando nuevas ruinas o derribando, con ruido sordo, los muros que todavía quedaban en pie.

Triste noche de sangre, de fuego y de ruinas.

La marquesa y sus valientes pasaron de largo junto al desgraciado pueblo y se encontraron con las columnas españolas que ocupaban firmemente las faldas de Sierra Maestra, atrincheradas en los espesos boscajes.

El comandante de las columnas españolas hizo muy buena acogida a este refuerzo llegado tan oportunamente, especialmente porque se sabía que un importante cuerpo de caballería americana tenía el encargo de desalojarles de los bosques que ocupaban.

Habían sido pedidos refuerzos al general Linares, encargado de la defensa de la zona minera, pero la respuesta había sido negativa, ya que también por aquel lado gruesas columnas americanas amenazaban las posiciones importantes.

Pero no fue hasta la mañana del 25 cuando la caballería americana, después de desembarcar todo el cuerpo de la expedición, se decidió a adentrarse en el campo para abrir camino a la infantería y a la artillería.

Era un regimiento completo de rough-riders (caballería rural) compuesto de voluntarios pertenecientes a las más conspicuas familias de los Estados Unidos, armados de sable, revólver y un lazo de cuero, como si los españoles fueran bueyes o caballos salvajes del Far-West que hubiera que cazar a la carrera o hacer prisioneros.

Estaban mandados por el teniente coronel Roosevelt, que se había propuesto conducir decididamente sus voluntarios dentro de los muros de Santiago.

Los españoles estaban emboscados cerca de Jaragua, sabiendo que esta localidad debía ser el primer objetivo del regimiento enemigo.

La marquesa del Castillo, Córdoba y sus marineros reclamaban el honor de ocupar una densa espesura de mangles que se encontraba en la vanguardia de las tropas emboscadas, para ser los primeros en medirse con estos extraños caballeros.

—Doña Dolores, no os expongáis demasiado —dijo Córdoba, en el momento en que en lontananza se oían los relinchos de los caballos enemigos—. Si nos mantenemos todos escondidos, no sufriremos ninguna pérdida.

—Estoy impaciente por hacer fuego también yo contra los odiados yanquis —respondió la marquesa—. Intentaré devolver las balas que han arrojado contra mi «Yucatán»; serán balas infinitamente más pequeñas, pero matarán igualmente.

En aquel momento, algunos cazadores españoles que se habían adelantado hacia las márgenes del bosque para vigilar los movimientos de los rough-riders, pasaron junto a la espesura, corriendo.

—¿El enemigo? —preguntó Córdoba.

—¡Se acerca al galope! —respondieron los cazadores—. ¡Preparados para hacer fuego!

El regimiento avanzaba vociferando como si se dirigiera a una partida de placer. Aquellos jóvenes, la mayor parte bisoños en el combate, creían que pondría en fuga a los españoles con su sola presencia o, todo lo más, a golpes de lazo.

La tropa, dividida en dos gruesas columnas, se había ya metido entre los árboles, enredándose en medio de un verdadero caos de bananos, mangles y cedros enormes. Solamente unos pocos exploradores iban algo adelantados y parecía como si no dieran importancia a la proximidad del enemigo.

Córdoba y la marquesa se habían levantado, ocultándose tras un tronco enorme, mientras sus marineros estaban extendidos entre los matorrales, teniendo los fusiles apuntados.

De repente se oyeron algunos toques de trompa, después una fanfarria atacó vigorosamente. Debía ser la señal para la carga.

Tras un instante doscientos o trescientos caballos se lanzaron a lo loco, desordenadamente, por entre los árboles.

Los voluntarios cargaban llevando el lazo en la mano derecha y el sable en la izquierda.

Una descarga imprevista partió de la espesura ocupada por la marquesa y los marineros del «Yucatán». Los exploradores que galopaban delante del grueso del escuadrón oscilaron sobre la silla de sus caballos, cayendo después a derecha e izquierda.

Los rough-riders que venían detrás se arrojaron hacia adelante, pero de todas partes partieron furiosas descargas. De cada matorral, de cada zarza, de cada haz de hierba, detrás de cada tronco de árbol los disparos retumbaban.

Los americanos que creían que iban a barrer a los adversarios como si fueren simples conejos o caballos salvajes de las grandes praderas del Far-West, se detuvieron de golpe, disparando al azar con sus revólveres, desbandándose a continuación desordenadamente, mientras las descargas de los marineros del «Yucatán» y de los españoles continuaban cerradas, espesas, implacables.

Pero tras este primer escuadrón quedan otros más numerosos. El teniente coronel Roosevelt se pone a su cabeza y los conduce hacia adelante al galope, mientras ordena que truenen los cañones de tiro rápido que han sido conducidos hasta allí.

Esta orden no tiene ningún éxito por el simple motivo de que los artilleros, tras las primeras descargas de los españoles, se habían escapado valerosamente, dejando a los rough-riders el trabajo de arreglárselas solos.

Mientras la confusión llegaba al máximo, una densa descarga truena en el flanco de los caballistas.

La marquesa y Córdoba, creyendo que llegaba un nuevo refuerzo de españoles, se habían levantado. Ante su sorpresa oyeron a las trompas de los soldados de caballería el toque de «cesad el fuego».

Estas descargas habían sido hechas por un escuadrón de americanos mandado por el capitán Capron. Habiendo equivocado el camino, al ver a estos hombres, hacía fuego contra los escuadrones del coronel Roosevelt, creyéndoles enemigos emboscados.

—¡Bueno…! —murmuró la marquesa—. Los yanquis se matan entre ellos.

—Atención, doña Dolores —dijo Córdoba—, el ataque vuelve a empezar.

Los rough-riders animados por su coronel volvían a la carga alocadamente.

Los escuadrones pasaron como un huracán frente a la espesura ocupada por los marineros del «Yucatán», recibiendo de lleno las descargas de fusilería e intentaron, con un esfuerzo desesperado, meterse en el bosque para desalojar a los españoles.

Vano intento. Las descargas de fusilería se repiten con mayor furia, cada vez más mortíferas.

Los españoles no retroceden un solo paso y no abandonan sus matorrales. Disparan a quemarropa contra caballos y caballistas, decididos a exterminar a unos y otros si no retroceden.

Era demasiado para los rough-riders. El teniente coronel Roosevelt, tocado por una bala rebotada contra un árbol, había caído gravemente herido en los ojos y en las orejas por las heridas de plomo; el capitán Luna estaba liquidado, el capitán Mac-Glintok herido en una pierna y el mayor Crosbice tenía un brazo roto.

A un lado y otro un buen número de caballos y de soldados yacían sin vida entre las ramas y las raíces.

Un último esfuerzo y la derrota de los rough-riders sería completa.

La marquesa se había abalanzado valientemente hacia adelante, gritando:

—¡A la bayoneta, mis valientes!

Los cien marineros del «Yucatán», oyendo la voz de su capitana, saltaron del matorral y cayeron en medio de los escuadrones desorganizados destripando caballos y caballeros, mientras los españoles salen de todas partes fusilando a las primeras columnas.

Los rough-riders, acribillados de frente y cargados por los flancos, no resisten. Espolean furiosamente a sus caballos y huyen desordenadamente a través de la floresta, abandonando a unos sesenta camaradas sobre el campo de batalla.

—¿Y bien, amigo Córdoba? —preguntó la marquesa, que oprimía el fusil todavía humeante—. ¿Qué me dices?

—Que les hemos zurrado bien a estos fanfarrones, pero ¿y después?

—¿Qué quieres decir?

—Digo que no sé si podremos zurrarles siempre, doña Dolores —dijo el lobo de mar, con un suspiro.