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EL BOMBARDEO DE SANTIAGO

Santiago es la segunda ciudad de Cuba por el número de habitantes, por su importancia y también por las fortificaciones.

Está situada en la costa Sudeste de la isla, a corta distancia de las primeras estribaciones de la Sierra Maestra, a unas cuatrocientas cincuenta millas de La Habana yendo por tierra, y a quinientas veinticinco si se toma el camino del mar, trayecto este que los vapores de la compañía «Sobrinos de Herrera» realizan normalmente en dos días.

Colocada en el fondo de una de las más bellas y seguras bahías de la isla, capaz de contener una flota numerosa, tiene una población de cincuenta mil almas aproximadamente, la mayor parte negros y mestizos, que se ocupan casi exclusivamente del tráfico del azúcar.

Tiene muchos edificios notables, tanto públicos como privados, entre los que destacan la residencia del gobernador y la del arzobispo, y abundantes iglesias, en su mayor parte grandiosas, por ser rico el clero urbano.

Pero su mayor importancia reside en el puerto que es, como se ha dicho, uno de los más bellos y de los más seguros. Es una bahía bastante profunda, de forma muy irregular, con más de seis kilómetros de anchura y uno y medio de largo; contiene dos pequeñas islas, la de Smith y la del Ratón y un pequeño río, el Gascón.

El acceso era difícil, por ser preciso recorrer un canal de una milla de largo, con una anchura de cerca de trescientos metros y que, en ciertos puntos, se estrecha hasta ciento ochenta e incluso menos.

Las defensas del puerto están situadas, puede decirse, todas sobre el canal, haciendo extremadamente peligrosa la entrada a cualquier escuadra enemiga.

En la boca exterior descuella el fuerte del Morro, situado sobre una altura, maciza construcción de forma irregular, cuya longitud sobrepasa los cuatrocientos metros, armado con gran cantidad de cañones. Hay además, en el interior del canal, otros dos fuertes o, mejor dicho, dos blocaos de piedra, reforzados con hierro: la batería de la Estrella y el castillete de Santa Catalina.

En la orilla derecha se encuentra el fuerte de la Sopaca, situado en muy buena posición, casi en la mitad del canal, de manera que domina el mar y puede ayudar bastante al Morro.

Por la parte de tierra, en cambio, antes de la guerra no había más que unos pocos terraplenes armados con pequeñas bocas de fuego, bastantes para mantener quietos a los insurrectos, y una batería, llamada del Blanco. Sin embargo, después del estallido de las hostilidades, los españoles se habían apresurado a montar nuevas baterías, no sólo en las cercanías de la ciudad, sino también más lejos, en El Caney y en Aguadores.

Una inmensa explosión de entusiasmo había saludado la llegada de la pequeña nave, gobernada por la intrépida marquesa del Castillo.

Mientras los navíos de Cervera proyectaban sobre el valeroso yate todos sus focos para hacerle más cómoda la entrada en la bahía, desde la explanada de la batería de la Estrella, del glacis de la Sopaca y del fuerte de Santa Catalina, los soldados españoles saludaban con estrepitosos vivas a los audaces violadores del bloqueo, mientras las tripulaciones del «Cristóbal Colón», «Reina Mercedes», «Infanta María», «Almirante Oquendo» y «Vizcaya», lanzaban hurras formidables.

La poderosa artillería del Morro, como si quisiera participar en el entusiasmo, mezclaba su potente voz a la de los hombres, tronando contra las naves americanas que navegan por delante del canal.

Doña Dolores, erguida frente a la rueda del timón, con el rostro fulgurante de gozo, inmersa en aquel mar de luces proyectados por los focos eléctricos de los cruceros, guiaba el «Yucatán» a través del canal, mientras sus marineros, poseídos por un verdadero acceso de delirio, la aclamaban y saludaban a los barcos españoles con salvas de fusilería.

La pequeña nave, después de haber pasado ante las baterías y los fuertes y haber costeado la islita de Smith y la del Ratón, fue a echar el ancla delante de la ciudad, a proa del «Cristóbal Colón» y del «Vizcaya».

Una chalupa destacada de la nave almirante fue a abordarla. La tripulaban dos marineros mandados por el capitán de navío Carlier, comandante del contratorpedero «Furor», un héroe que debía más tarde pagar con la vida su insuperable coraje.

Él capitán subió velozmente a bordo del «Yucatán», se acercó rápidamente a la marquesa y, quitándose el gorro y tendiéndole la mano le dijo:

—Señora marquesa, habéis bien merecido el reconocimiento de la patria. Recibid los saludos y el agradecimiento del general Torral, comandante de la plaza, y del almirante Cervera. ¡Señora, sois una heroína!

—Gracias, capitán —respondió doña Dolores, con voz conmovida—. Yo, mi teniente Córdoba y mis marineros hemos hecho cuanto hemos podido y estamos contentos de haber llegado en tan buen momento a Santiago. Decid al general Torral que nuestro cargamento está completo y que lo ponemos a su disposición.

El capitán se inclinó y tendiendo nuevamente la diestra a la valerosa mujer, le dijo:

—Hasta mañana, señora marquesa. Vos y vuestros intrépidos marineros debéis tener necesidad de descanso.

—Es verdad, capitán; hace dos noches que nadie osaba cerrar los ojos.

Acompañó al comandante del «Furor» hasta la escala de babor, volviéndose luego hacia los marineros, que habían permanecido formados sobre la toldilla del «Yucatán», les dijo:

—Amigos, os doy las gracias por vuestra cooperación, vuestra audacia y vuestro patriotismo. Nuestra empresa parecía imposible de llevar al éxito, pero nosotros la hemos cumplido. España guardará eterno reconocimiento a sus valerosos hijos.

Un grito inmenso escapó de los poderosos pechos de los ciento diez hombres:

—¡Viva España! ¡Viva nuestra capitana!

Del puente de los acorazados españoles anclados a corta distancia salió en último y más potente «¡hurra!» en honor de los violadores del bloqueo y de su capitana, a continuación las luces se apagaron y el silencio volvió a reinar en la amplia bahía, roto sólo de vez en cuando por el retumbar de un gigantesco Krupp que, desde lo alto de los muros del Morro, disparaba contra las naves americanas.

Cuando los marineros del «Yucatán» se hubieron retirado a la cámara común de proa o a la crujía del entrepuente, doña Dolores se acercó a Córdoba que permanecía todavía sobre el puente, fumando plácidamente un cigarrillo y, apretándole vigorosamente las manos, le dijo con voz conmovida:

—¿Y qué debo decirte a ti, mi buen Córdoba, a ti que me has rescatado de las manos de los insurgentes y que has conducido a salvo mi «Yucatán»? ¿Qué deberá hacer tu alumna por ti?

—¡Oh! Cómo corréis, doña Dolores —dijo Córdoba—. ¿Quién os asegura que yo, o mejor, que nosotros dos, hemos conducido el «Yucatán» a salvo?

—¿No estamos acaso en Santiago, bajo la protección de los fuertes y de los acorazados españoles?

Córdoba la miró sin responder y, tras algunos instantes, dijo con voz pausada:

—¿Y cómo saldrá de Santiago nuestro «Yucatán», doña Dolores? ¿Lo sabéis vos?

—Córdoba…, ¿qué quieres decir?

—Nada por ahora.

—¿Tú no tienes confianza en la resistencia de Santiago?

—Pienso, doña Dolores —dijo Córdoba coa voz melancólica—, que mientras que aquí hay cinc o acorazados y dos cazatorpederos, fuera de la bahía hay cuatro veces más y no pocos de ellos más formidables que los españoles.

—¿Y qué temes? —preguntó la marquesa, con ansiedad.

No temo nada por ahora; lo sabremos mañana, cuando haya recogido todas las noticias de la guerra. Id a reposar, doña Dolores; tenéis mucha necesidad. Al amanecer iremos a visitar al general Torral, comandante de la plaza, después desembarcaremos la carga.

Estrechó la mano de la marquesa y, luego, en lugar de descender al espejo para dirigirse a su cabina, fue a sentarse en proa, sobre un montón de cordajes y, después de encender el trigésimo cigarrillo, se sumió en profundos pensamientos, mientras una gruesa pieza Krupp del Morro trepaba, a intervalos de un cuarto de hora, hacia el mar con lúgubre estruendo.

Al día siguiente, la marquesa y Córdoba, poco después del amanecer, desembarcaban en Santiago junto al capitán Carlier, puesto a su disposición por el almirante Cervera, y se dirigían a saludar al general Torral, comandante de la plaza.

A la recepción asistía también el general Linares, uno de los héroes de la defensa de Santiago, y numerosos coroneles y oficiales. La acogida no podía ser más entusiástica y la marquesa recibió las más calurosas felicitaciones por su audaz acción y por el feliz éxito de la empresa que por todos había sido considerada irrealizable.

El general Torral se apresuro a informarle de las últimas vicisitudes de la campaña y no pudo ocultarle la gravedad de la situación.

Santiago estaba en un gran peligro, Las dos escuadras americanas, cinco o seis veces más potentes que la de Cerrera, hacían ahora imposible cualquier ayuda por parle de la madre patria y extremadamente difícil, por no decir imposible, la salida de los cruceros y torpederos españoles.

A agravar doblemente las inquietudes se agregaba además la noticia de que en Tampa, en la Florida, estaban alisándose veintisiete mil americanos del ejército regular dispuestos para ser transportados a Santiago y bloquear la plaza también por la parte de tierra.

Y esto no era todo. Grandes partidas de insurrectos habían sido vistas en las faldas de Sierra Maestra, mientras otros se habían ya apoderado de la vía ferroviaria Santiago-San Luis, interrumpiendo las comunicaciones con La Habana y amenazando impedir la llegada del cuerpo de expedición del general Pardo que debía acudir a la defensa de la plaza sitiada.

A pesar de todo, señora marquesa, nosotros sostendremos gallardamente la lucha —concluyó el general—. Nuestra guarnición es escasa, hasta el punto de no poder resistir un ataque del cuerpo americana, pero nuestros soldados están dispuestos a cumplir con su deber mientras les quede un cartucho y un trozo de pan. Con las armas que nos habéis traído armaremos también a los ciudadanos y si debemos caer, vencidos por el número, sabremos morir como valientes bajo nuestras banderas.

—Y el bombardeo, ¿creéis que continuará, general? —preguntó la capitana.

—Seguramente, marquesa. Hoy se limitarán a importunar el fuerte del Morro, pero preveo un bombardeo furioso para intentar destruir nuestras obras exteriores. Hagan lo que hagan los americanos; nosotros responderemos vigorosamente, os lo aseguro.

Una hora después de aquel coloquio, el «Yucatán» se acercaba al muelle del puerto y los marineros, ayudados por cien artilleros, comenzaban la descarga de los fusiles y de las municiones bajo los ojos de la marquesa, de Córdoba y del coronel Ordóñez, encargado por el general Torral de recibir las cajas.

La descarga fue realizada sin dificultad, al no haberse reemprendido, aquella mañana, el bombardeo; después el «Yucatán», para ponerlo a salvo de los obuses americanos, que a veces caían junto a los malecones de la ciudad, fue conducido al desembarcadero del Cobre, situado en la otra extremidad de la bahía.

Durante esta primera jornada, ningún grave acontecimiento vino a molestar a los asediados. Los poderosos acorazados americanos habían salido a alta mar, fuera del alcance de los cañones del Morro, sin abandonar empero el bloqueo. Más bien parecía que estuvieran preparándose para caer sobre la escuadra española en el caso de que ésta intentara salir al mar.

Córdoba y la marquesa aprovecharon aquella pausa de los sitiadores para visitar los alrededores de Santiago, con la intención de tener un conocimiento exacto de las fuerzas y los medios de resistencia de los asediados.

Visitaron sucesivamente los fortines, después las obras de defensa erigidas precipitadamente en El Caney y en Aguadores para rechazar la entrada de los americanos, en el caso de que éstos hubiesen intentado un desembarco, para sorprender a la ciudad por la espalda en unión de los insurrectos mandados por el cabecilla García, uno de los jefes más importantes de la república cubana.

Estas importantísimas posiciones estaban ocupadas por cerca de catorce mil españoles, bajo el mando del general Linares y de los brigadieres Luque y Alden.

Únicamente estas tropas constituían la guarnición de Santiago, verdaderamente pocas para sostener al mismo tiempo el ataque de la expedición americana concentrada en Tampa, formada por unos veintiocho mil hombres, los cuatro mil rebeldes de García, y el bombardeo de las escuadras americanas.

Sin embargo, se sabía que el general Blanco había destacado un cuerpo para mandarlo en ayuda de la plaza, aunque era un socorro muy problemático a causa del largo camino que debía recorrer y de las numerosas bandas de insurrectos que habría tenido que batir antes.

—¿Qué me dices, Córdoba? —preguntó la marquesa, cuando por la noche se encontraron a bordo del «Yucatán».

—¡Hum…! —murmuró el lobo de mar, sacudiendo repetidamente la cabeza—. No somos débiles, pero tampoco somos demasiado fuertes y no sé si podremos resistir a la acción poderosa que desencadenarán los americanos. Puedo engañarme, pero creo, doña Dolores, que Santiago será destruida o será tomada.

—Eres pesimista, Córdoba.

—¿Qué queréis, doña Dolores? Yo esperaba que esta campaña se desarrollaría de una manera bien diferente. Demasiada lentitud por parte de los americanos y también por parte de los españoles. No era aquí donde debía ocurrir el primer choque grave, sino en La Habana. Allí, el general Blanco podía enfrentar a los americanos hasta cien mil combatientes, si hubiera querido, mientras que en Santiago los catorce mil que la defienden no podrán hacer milagros.

—¡Córdoba…!

—Doña Dolores.

—¿Y si Santiago acabara por ser ocupado?

—Adiós «Yucatán», mi señora.

—¿Mi nave en manos de los americanos?

—Si llega ese caso, habrán caído también los acorazados españoles de Cervera.

—Prefiero hacerlo saltar por los aires.

—Lo haremos añicos, doña Dolores. Vamos a descansar, ya que los americanos nos dejan tiempo. Mañana habrá aquí un concierto capaz de despertar incluso a los muertos.

—¿Eso crees?

—Es lo que se teme, y puesto que el general Torral nos ha dado permiso, subiremos al Morro a disfrutar del espectáculo. Buenas noches, doña Dolores.

Como Córdoba había previsto, hacia las tres de la mañana, una hora antes del alba, la población y la guarnición de Santiago fueron repentinamente despertados por el formidable retumbar de las gruesas piezas del fuerte Morro, mientras sobre el mar tronaban los gigantescos cañones de los grandes acorazados americanos.

Córdoba y la marquesa se habían apresurado a levantarse y, preparada una chalupa, se habían dirigido inmediatamente al Morro, acompañados por el coronel Ordóñez que habían encontrado junto al castillo de Santa Catalina.

Afortunadamente, después de los primeros cañonazos se había establecido una media hora de tregua, ocupada por los acorazados americanos en sus zafarranchos de combate, lo que hacía prever un serio ataque contra los fuertes exteriores de la bahía.

Cuando la marquesa, el coronel y Córdoba, llegaron al fuerte del Morro, empezaba a alborear.

Veinte navíos americanos, entre acorazados y cruceros, dispuestos en doble columna, se movían entonces hacia Santiago para abrir brecha en el fuerte del Morro y en las baterías del canal. A la cabeza de las dos columnas se veían indistintamente el «Iowa», el más poderoso acorazado de los Estados Unidos, de líneas monstruosas, el «Indiana», el «Texas» y el «New York», el buque almirante de Sampson, armado con pesados cañones del 30 y el 33, con un alcance de 12 kilómetros.

El Morro contestaba gallardamente al fuego, sobre todo con sus cinco piezas Krupp desembarcadas unos días antes del «Reina Mercedes», convenientemente ayudado por seis gruesos Hontoria de las baterías de la Sopaca.

También tronaban los cañones del castillo de Santa Catalina y de las baterías de la Estrella en la isla Smith, mientras el «Reina Mercedes» apostado frente a la embocadura interior del canal, estaba preparado para fulminar el estrecho con sus piezas de largo alcance.

Al poco rato el estruendo era ensordecedor.

Los acorazados americanos, aproximándose a dos mil metros, lanzaban contra las baterías del canal y contra los muros del Morro, sus enormes obuses que estallaban con enorme ruido, produciendo importantes destrucciones.

Granadas de acero de 54 kilos, obuses del 28 y shrapnells del 45, de gran efecto mortífero, caían en gran cantidad, despanzurrando terraplenes, abatiendo enormes murallas, desgarrando las troneras y desmontando, de vez en cuando, alguna pieza o fulminando a los artilleros en su puesto; pero los españoles resistían valerosamente esta furiosa granizada, esta lluvia de tan poderosas masas de hierro y acero.

Sus piezas no permanecían mudas ni un solo instante y cuando lograban acertar, mandaban algún potente obús a estallar sobre el puente de los acorazados o en los flancos de las naves auxiliares armadas en guerra.

Una hora duró el horrendo estrépito y la furiosa granizada; después, cuando ya los españoles empezaban a respirar, creyendo que el ataque había sido rechazado, se vio a una nave destacarse de las dos escuadras y correr, con loca temeridad, hacia el canal como si quisiera forzar el paso y meterse en la bahía.

Era un gran navío con dos chimeneas y tres palos, un enorme trasatlántico armado para la guerra, al parecer, y que los Estados Unidos habían agregado a su ya poderosísima escuadra.

Un potente acorazado que hacía un fuego infernal para atraer sobre sí los tiros de los españoles, lo seguía a corta distancia.

La marquesa y Córdoba que contemplaban todo a través de una tronera, habían soltado un grito de asombro.

—¡Fuerzan el canal! —gritó la marquesa.

El coronel Ordóñez que estaba a su lado, dirigiendo el tiro de una de las gruesas piezas Krupp, se volvió diciéndole con una sonrisa:

—Que lo pruebe; las minas se encargarán de mandarlo a pique. ¡Seguid disparando contra la escuadra, muchachos! Dejad que esos locos se acerquen.

La gran nave, aunque tocada por las baterías de la Estrella, continuaba su audaz carrera hacía el canal de la bahía, como si estuviese segura de poder entrar y aparecer inesperadamente frente a las naves del almirante Cervera.

El acorazado que lo acompañaba, llegado a cuatrocientos pasos del Morro y bastante dañado por los gruesos Krupp, no obstante el espesor de sus planchas de acero, se había parado y después había vuelto al largo a toda máquina.

El trasatlántico, en cambio, había embocado intrépidamente el estrecho canal y continuaba su carrera. Ahora estaba ya tan próximo que Córdoba y la marquesa pudieron leer su nombre.

—¡El «Merrimac»! —exclamó la marquesa.

—Un gran barco de transporte armado orno crucero —dijo el coronel—. ¡Abrid bien los ojos, señora! Está a pocos pasos de la línea minada.

El trasatlántico, que no parecía llevar tripulación a bordo, puesto que ninguno de sus cañones hacía fuego, se había ya adentrado trescientos metros en el estrecho canal, cuando un huracán de acero lo golpeó. Las baterías de la Sopaca y de la Estrella, viéndole pasar por delante, le habían descargado encima todos sus cañones.

El retumbar no había cesado todavía, cuando una inmensa columna de agua, lanzada a lo alto por una sorda explosión ocurrida en el fondo del canal, envolvió la proa del «Merrimac», cayendo luego sobre las orillas del canal.

La nave, ya agujereada por la artillería de la Estrella y de la Sopaca, y destrozada por el estallido de una mina fija a fulminante de mercurio, se volcó impetuosamente sobre estribor, hundiéndose rápidamente.

En el momento en que el agua llegaba a los imbornales invadiendo la cubierta, siete marineros y un teniente salieron del espejo de popa, botaron una chalupa y se alejaron velozmente.

Los artilleros de la Sopaca suspendieron el fuego considerando una barbaridad liquidar, con un shrapnell o con una granada, a aquellos siete adversarios, pero numerosos soldados habían salido de las casamatas.

La chalupa se dirigía hacia la playa, comprendiendo perfectamente todos los que la ocupaban que no habrían tenido tiempo de salir del canal. Desembarcaron a poca distancia de la Sopaca y el teniente que los mandaba dijo a un oficial de artillería, que se dirigía a su encuentro, intimándoles a la rendición:

—Señor, mi misión ha terminado; somos vuestros prisioneros.

Eran siete marineros de la flota americana y el octavo era el asistente naval P. Hobson.

—Pero están locos —dijo la marquesa, que desde el Morro había asistido a toda la escena—. ¿Acaso pretendían tomar Santiago con sólo ocho personas? ¡Qué americanada!

—Os engañáis, doña Dolores —dijo Córdoba—. Los americanos han tenido otro objetivo al mandar aquel gran barco a hundirse en el canal.

—¿Y cuál es, Córdoba?

—El de obstruir el paso para impedir a las naves de Cervera salir al mar.

—¿Y tú crees que han logrado su objetivo?

—Digo que, por el contrario, han sacrificad^ inútilmente un bello navío.

—¿Y por qué? El canal está ahora interrumpido por esta gigantesca carcasa.

—¡Bah…! ¿Y la dinamita, no la tenéis en cuenta? Los buzos se encargarán de hacerla saltar. ¡Ya decía yo que se trataba de un proyecto preparado! Ved cómo las naves americanas se largan y suspenden el bombardeo. Pocas pérdidas hoy, pero ¿qué pasará mañana?

—¿Volverá el cañoneo?

—Preguntádmelo mañana por la noche, doña Dolores.