13

A TRAVÉS DE LA FLOTA AMERICANA

Durante el atrevido viaje emprendido por el «Yucatán» para forzar el bloqueo de los americanos, nada verdaderamente decisivo había sido todavía realizado por las pode rosas flotas salidas de los puertos de los Estados de la Unión, contra las colonias españolas del golfo de México.

Hacía ya tres meses que la guerra estaba declarada entre las dos potencias, pero, cosa verdaderamente extraña, aparte de la destrucción de la flota española de las Filipinas, una victoria prevista de antemano y de la que no debían ciertamente estar muy orgullosos los americanos, ningún éxito notable había sido obtenido ni por una parte ni por la otra.

Sampson, el famoso almirante americano que se había propuesto reducir todos los puertos de Cuba a un amasijo de humeantes ruinas si no se rendían en seguida, no había tenido ninguna fortuna hasta el primero de junio. Había hecho un gran despilfarro de municiones, es cierto; había cañoneado a diestra y siniestra fortines y ciudadelas, impotentes para resistirle; había intentado algún desembarco; gran estruendo, mucho humo y resultados negativos. Su formidable armada, una de las más numerosas y más potentes del mundo, contra la cual la pobre España no podía intentar nada sin ser destrozada, no poseyendo una flota capaz de medirse con tan poderoso rival, no había obtenido nada, absolutamente nada, con gran asombro de todas las naciones.

Sus empresas, cantadas como estrepitosas victorias por la vocinglera prensa americana, se pueden resumir en pocas líneas.

El 24 de abril, Sampson inicia la campaña, disparando contra el fuerte del Morro qué defiende la Habana, capital de la isla, manteniéndose, sin embargo, a la prudente distancia de cuatro kilómetros para no exponerse a los cañones Krupp del fuerte; el 27, mientras las cañoneras españolas y americanas cambian cañonazos en Marianao, el valeroso almirante la emprende contra los fortines de la ciudadela de Matanzas, absolutamente incapaces de contestarle y durante cuarenta y cinco minutos la bombardea sin lograr destruirla; el 29, el buque almirante, el «New York», derrocha sus municiones contra las costas de Pinar del Río, abatiendo una gran cantidad de árboles, confundiéndolos quizá con gigantes españoles.

El 2 de mayo, el almirante, celoso de la victoria lograda por Dewey en las Filipinas contra la vieja y gastada escuadra española, corre a Key-West a reponer de municiones sus barcos, manda luego sus cruceros a cambiar cañonazos contra las cañoneras españolas de Cárdenas que, aunque viejas, ponen en fuga a sus adversarios.

El 11 envía cuatro navíos a Cienfuegos para intentar un desembarco. Hacen seiscientos disparos, botan al agua las chalupas, pero éstas vuelven inmediatamente a bordo, rechazadas por el fuego de fusil de unas pocas compañías de voluntarios españoles.

Finalmente el 12, el terrible Sampson decide asombrar al mundo. Con nueve de los más poderosos acorazados, aparece frente a San Juan, la capital de Puerto Rico, y abre un fuego infernal, lanzando granadas de doce pulgadas, pero los fuertes españoles responden con parecido vigor y le obligan a retirarse con algunos acorazados averiados; por la noche, la ciudad que los americanos dicen haber medio destruido, se ilumina en fiestas para celebrar el fracaso de los asaltantes.

¿Qué hacer? Volver a intentarlos desembarcos. Y el bravo almirante manda, en efecto, varios barcos para poner en tierra tropas en la bahía de Zicotea y sobre la playa de Barres, sin éxito, mientras los cruceros españoles «Conde Venadito» y «Nueva España», a pesar de no ir protegidos por corazas, salen de La Habana y ponen en fuga a los buques más modernos encargados de bloquear la capital de la isla.

Pero entonces se extiende la noticia de que una escuadra española ha atravesado el Atlántico sin que nadie se dé cuenta y ha aparecido junto a las Pequeñas Antillas; la guía Cervera, uno de los más valientes almirantes y uno de los más audaces. Todos la creen en Cádiz cuando ya se encuentra en América.

Son pocos barcos, tripulados por unos cuantos hombres animosos, absolutamente impotentes para sostener el choque con la formidable flota americana, cuatro veces más numerosa; esto no impide, sin embargo, que el almirante español corra en ayuda de Cuba. Su objetivo es dirigirse a La Habana para reforzar la defensa de esta capital.

Los bombarderos americanos deben, con disgusto, suspender sus poco afortunadas empresas y protegerse de este enemigo que ha aparecido inesperadamente en las aguas antillanas. De acuerdo con su colega Schelley, comandante de la escuadra volante, se pone en busca de los audaces españoles, jurando destruirlos a todos, antes de que divisen las costas cubanas.

Las dos poderosas flotas abandonan el bloqueo de Córdoba y corren a exterminar a Cervera y sus navíos, pero el almirante español escapa atrevidamente a sus cruceros. Se señala su presencia en las Pequeñas Antillas, luego en el mar del Caribe, después en Willemstadt; las flotas americanas pierden la brújula y, entretanto, el almirante con una última y muy audaz singladura atraviesa el mar del Caribe y, después de un trayecto de 625 millas, hechas en sólo dos días, arroja el ancla en la bahía de Santiago, riéndose del famoso Sampson y de su colega Schelley.

Desgraciadamente no estaba todavía en La Habana, meta de su atrevido viaje. Un retraso en la provisión de carbón le obliga a detenerse y la flota americana lo bloquea, iniciando el bombardeo de los fuertes de la ciudad.

Las vicisitudes de la guerra habían llegado a este punto, cuando el «Yucatán», después de haber pernoctado en la desembocadura del Cauto, un río que nace en las estribaciones de la Sierra Madre y que vierte sus aguas, después de un largo curso, en la vasta bahía de la Buena Esperanza, dejaba el fondeadero para volver a tomar el rumbo hacia el sur.

Por el comandante de un fortín español situado en las bocas del río, la marquesa y Córdoba habían podido saber detalladamente todo cuanto había acaecido durante su largo periplo y enterarse de cómo Santiago estaba ahora bloqueada por la numerosa flota americana y era terriblemente bombardeada.

Cualquier otro marino hubiera considerado entonces que la partida estaba irremisiblemente perdida, y se habría cuidado muy bien de exponerse a las granadas explosivas y los espolones de los acorazados americanos; sin embargo, ni a la marquesa ni a Córdoba se les pasó por las mientes un instante la idea de abandonar su temerario proyecto. Únicamente el segundo había creído prudente decir a la valerosa capitana:

—Vamos a jugarnos la piel, doña Dolores.

—Nos la jugaremos, amigo —se había limitado a responder la marquesa—. En Santiago necesitan urgentemente nuestras armas, y las tendrán.

Y la pequeña e intrépida nave había partido, sin que ningún marinero hubiese hecho la más mínima objeción y sin que nadie hubiera puesto en duda el éxito de la expedición, que más bien podía considerarse una loca temeridad.

Las últimas noticias recibidas por la mañana, poco antes de despedirse del comandante del fortín, habían sido poco agradables. El día anterior los barcos americanos habían iniciado el bombardeo de la plaza, en número de quince, entre acorazados y cruceros, intentando demoler los muros del fuerte del Morro y las baterías de la Sopaca y de Pantaguarda, manteniéndolo intensísimo durante dos horas; y las dos escuadras americanas habían realizado su encuentro frente a la ciudad bloqueada.

Se habían enterado, asimismo, de que los Estados Unidos preparaban una gran expedición para asediar la plaza también por la parte de tierra, con objeto de obligarla a la rendición y apoderarse de la pequeña pero valerosa escuadra del almirante español, bloqueada ahora en el puerto.

Ni siquiera aquellas nuevas poco prometedoras, habían disminuido la confianza de la marquesa y de su teniente.

El «Yucatán», una vez salido al mar, se puso a bordear la costa, no atreviéndose a atravesar directamente la bahía de la Buena Esperanza para alcanzar el cabo Cruz.

—Los americanos estarán todos ocupados en bloquear Santiago —dijo Córdoba—. Pero no es prudente mostrarse demasiado fuera. Tienen muchos barcos y pueden haber dejado alguno en las aguas de esta importante bahía.

—Es verdad —respondió la marquesa—. Me han dicho que han armado muchos de sus mejores trasatlánticos.

—No sólo eso, sino que además han adquirido nuevos, doña Dolores. No valen tanto, ciertamente, como los cruceros, pero están provistos de cañones de tiro rápido, mientras que nuestro «Yucatán» es una nave de carreras pero no de combate.

—Dime, amigo Córdoba, ¿tienes alguna preocupación?

—¿Sobre qué, doña Dolores?

—Acerca de nuestra audaz tentativa.

—No —respondió el teniente con voz firme.

—¿Tienes confianza en el éxito?

—Sí, doña Dolores. No se me oculta que vamos a jugar una carta peligrosísima, sin embargo espero volver a ver próximamente la ciudad de Santiago.

—¿A pesar de los acorazados americanos que la bloquean?

—Les engañaremos. Podemos trasmutar la nave en un resto casi invisible, con el que será fácil llegar a Santiago sin ser vistos.

—También yo, Córdoba —dijo la marquesa—, tengo una fe inquebrantable. Aunque supiera que somos esperados por los navíos americanos, intentaría igualmente la empresa. Preveo que en Santiago se decidirá el resultado final de la guerra y, por lo tanto, de Cuba; por todo ello, es necesario, si queremos ser útiles a nuestra vieja patria, desembarcar con nuestras armas.

—Sí, doña Dolores. Quizá Santiago no ha sido suficiente mente aprovisionada de armas y municiones, y nuestra llegada será de gran provecho para los sitiados, que bien poco o nada pueden esperar por la parte de tierra, a causa de los insurrectos, que interceptan los convoyes que podrían llegar procedentes de Bayamo o de Manzanillo, Debo, no obstante, haceros una observación.

—Habla, Córdoba.

—¿Podremos salir de Santiago?

—¿No crees tú que los españoles, apoyados por la flota de Cervera, puedan obligar a los americanos a levantar el bloqueo?

—¡Hum! —murmuró el teniente, sacudiendo la cabeza—. No, doña Dolores; yo temo, en cambio, que todo acabe en una catástrofe. Cervera es un competente y valeroso almirante, pero ¿qué podrá nacer con los pocos buques de que dispone? ¿Acometer acaso a la flota americana? ¡Qué locura, si lo intentase!

—¿Y la guarnición de la plaza?

—Sí, existe la guarnición, mas ¿qué podrá hacer cuando desembarque la expedición que se está organizando en la Florida? Sampson y Schelley con sus formidables barcos junto al puerto; las tropas americanas por tierra y los insurgentes en los bosques ¡preparados para rechazar cualquier ayuda que pudiera llegar a la ciudad sitiada! Las grandes lluvias, el clima mortífero, la fiebre amarilla, todos aliados con los nuestros, ¿serán suficientes…? Doña Dolores, tengo negros presentimientos y no los oculto.

—¿Te has vuelto pesimista, Córdoba? —preguntó la marquesa, con dolido asombro.

—Hoy sí —respondió el teniente—. Tenía la esperanza de que España, un día, si no luchar de igual a igual con los Estados Unidos, demasiado ricos y demasiado potentes en el mar, logrará, por lo menos, hacerles pagar muy cara la victoria final; ahora mis ilusiones se han esfumado completamente.

—Nuestros compatriotas —continuó el lobo de mar—, han perdido mucho tiempo y han equivocado su plan. Cervera ha estado valiente, ha burlado a los americanos, pero su puesto no estaba aquí. Sus naves son pocas, aunque aguerridas y rápidas, y en vez de hacerse encerrar en Santiago, o incluso en La Habana, habrían podido marchar hacia el Norte, para amenazar las ciudades de la Unión, bombardear sus puertos, echarse sobre los trasatlánticos, dañar e interrumpir el comercio, atacar al enemigo en sus intereses vitales. No lo ha hecho o su gobierno no lo ha querido. Error enorme, doña Dolores, puesto que su flota, pronto o tarde, será obligada a rendirse o a hacerse destrozaren una salida desesperada. ¿Y, además, con qué objeto envió aquí sólo una parte de la escuadra española? Tanto valía haberla tenido entera en Europa y dejar que Cuba se las arreglara sola. ¿Qué decís, doña Dolores?

La marquesa no contestó. Se había puesto pálida y lo miraba casi con espanto. Capitana tan valiente como el lobo de mar, comprendía perfectamente sus justas observaciones y, acaso por primera vez, empezaba a dudar de los esfuerzos generosos de la vieja España por salvar sus últimas colonias del golfo de México.

Se mantuvo callada algunos instantes, con la frente crispada y los labios apretados, murmurando después con un suspiro:

—Es cierto…, Córdoba…, empiezo atener miedo…, ¡pobre España!

—¿Quién sabe? Quizá me engañe —dijo el teniente, como si se sintiera conmovido por el dolor que en aquel momento podía leerse sobre el bello rostro de la marquesa—. En Santiago han sido echadas las suertes de esta guerra; vayamos, pues, allí, y que Dios nos proteja y también a la bandera de la patria.

Dicho esto, volvió la espalda para dirigirse a popa, pero la marquesa le detuvo, diciéndole:

—Tú no tienes confianza en las tropas del general Blanco.

—Os engañáis, doña Dolores. Nuestros compatriotas no son hombres capaces de huir y combatirán mientras les quede una sola carga de pólvora. Pienso, no obstante, que perdida Santiago, nadie podrá ya salvar a Cuba, puesto que los americanos tendrán una espléndida puerta abierta para desembarcar cuantas tropas quieran. ¡Está el mariscal Blanco! Sí, combatirá, intentará obstaculizar el paso de los yanquis, pero ¿y después…? ¿Quién podrá romper el bloqueo de la Perla de las Antillas, cuando también las naves del almirante Cervera hayan sido destruidas? El hambre llegará a las puertas de La Habana y también caerá la capital. Como os he dicho: tengamos esperanza y vayamos a Santiago. Vuestro generoso intento no se habrá perdido totalmente. ¡Eh, Colón!

—¿Señor Córdoba…?

—Arrímate continuamente a la costa y abre bien los ojos. Es posible que los buitres estén en alta mar.

—Les dispararemos el cañón, señor teniente.

—¡Maquinista, a diez nudos! No tenemos prisa por el momento, ¿no es así, doña Dolores? Quemaremos carbón esta noche, cuando hayamos pasado el cabo Cruz.

La marquesa hizo con la cabeza un signo afirmativo, sin agregar palabra.

El «Yucatán», a velocidad reducida, continuaba avanzando, manteniéndose siempre cerca de la costa, para poder refugiarse en un puerto en el caso de que alguna nave americana apareciera en la bahía de la Buena Esperanza.

Corría en aquel momento junto a la costa pantanosa que se extiende entre las bocas del Canto y la pequeña ciudad de Manzanillo, siguiendo el gran arco, o mejor el ángulo, que describe la bahía a lo largo del canal de Balandras.

No se veía ningún barco español, ni siquiera una chalupa, a pesar de que Manzanillo no estaba lejos.

El temor de ser capturados por navíos americanos, ahora dueños absolutos de las aguas cubanas, detenía a unos y otras dentro de los puertos, bajo la protección de los fortines y cañoneras.

A mediodía, Córdoba y la marquesa, divisaron, a una distancia de tres millas, Manzanillo, pequeña ciudad situada en la costa occidental de la gran isla que sirve de embarcadero y salida a Bayamo, con la que está comunicado mediante un ramal ferroviario. Si bien está poco poblada, tiene un comercio muy intenso, extendiéndose hacia el interior vastas plantaciones de azúcar con numerosísimas e importantes refinerías.

—¿Nos acercamos? —preguntó Córdoba.

—Sí —respondió la marquesa—. Es necesario advertir a los defensores de Santiago que esta noche forzaremos el bloqueo, para evitar que nos tomen por enemigos y nos bombardeen.

—Y para no saltar por los aires —agregó el capitán Carrill—. Cervera y el comandante de la plaza habrán sembrado de minas el canal.

—¿Estará en buen estado todavía la línea telegráfica que comunica a Bayamo con Santiago?

—Eso espero, señora marquesa.

—Dirijámonos a Manzanillo, Córdoba.

—Es inútil, doña Dolores. Veo una cañonera que sale del puerto y que viene hacia nosotros. ¡Eh, Colón, haz izar la bandera española sobre el palo mayor!

La orden fue cumplida con el tiempo justo, puesto que la cañonera había apuntado ya uno de sus cañones hacia el «Yucatán» para tomarlo como blanco, creyendo tener que entendérselas con un crucero americano. Viendo la bandera española y que el «Yucatán» se detenía y señalaba tener urgentes comunicaciones que hacer, la cañonera aceleró su marcha y, llegada a un cable de distancia, puso en el agua una chalupa. Un teniente de navío y ocho hombres armados abordaron el barco, y el primero subió a cubierta, saludando a la marquesa:

—¿Sois españoles, señora? —preguntó.

Al ver sobre la rueda del timón el nombre de la pequeña nave, hizo un gesto de asombro:

—¡El «Yucatán» de la marquesa del Castillo! —exclamó con alegría—. ¿Así que no ha sido capturado por los americanos?

—No, teniente —respondió la marquesa.

—Había corrido la voz de que fue capturado en la bahía de Corrientes.

—Faltó poco para que fuera cazado pero, como veis, está todavía libre y con el cargamento completo.

—¿Queréis desembarcar las armas en Manzanillo, señora marquesa?

—Una pregunta, primero: ¿creéis que se puedan enviar armas y municiones a Santiago?

—Es imposible, marquesa; los insurrectos han ocupado los bosques y lo impedirían.

—¿Funciona aún el telégrafo?

—Afortunadamente, sí.

—Entonces, os ruego que telegrafiéis al comandante de Santiago que esta noche forzaremos el bloqueo e iremos a echar el ancla entre los barcos del almirante Cervera.

—¡Señor…! —exclamó el teniente—. ¿Ignoráis, pues, que las escuadras americanas han comenzado el bombardeo de la ciudad?

—Lo sabemos, teniente.

—¿Y queréis ir a Santiago?

—Sí.

—Dejaréis la vida.

—Lo dudo, señor —dijo el capitán Carrill, adelantándose—. El «Yucatán» es capaz de pasar por delante de los acorazados de Sampson y de Schelley, os lo aseguro.

—Señora, ¿queréis que mi cañonera os escolte hasta llegar a la vista de las naves americanas?

—No nos sería de ninguna ayuda, teniente, y además no podríais seguir mi barco, que es el más rápido de todos los que existen en el golfo de México.

—Es verdad —murmuró el teniente—. Mi cañonera es una vieja barcaza incapaz de medirse con un crucero de tercera clase. Señora, vuestras órdenes serán cumplidas inmediatamente y, si tenéis éxito en vuestro audaz proyecto, encontraréis en Santiago una estrepitosa acogida. Adiós, señora.

—Buena suerte, señor.

El teniente bajó a la chalupa y alcanzó la cañonera, que se alejó en dirección a Manzanillo. El «Yucatán», poco después, reemprendía su ruta hacia el sudoeste, bordeando continuamente el litoral. En lontananza, empezaban entonces a delinearse las cimas de la Sierra Maestra, una cadena de montañas que corre a lo largo de las costas meridionales de Cuba. La costa, que hasta el momento era pantanosa, empezaba a elevarse y recortarse, mostrando un gran número de pequeños puertos, dentro de los que se veían grupitos de casas y cabañas. De vez en cuando la cortaba algún río, abriéndose paso entre las escolleras que defendían las playas. A las siete de la tarde el «Yucatán», sin haber tenido ningún otro encuentro, alcanzaba el cabo Cruz y giraba hacia el este, siguiendo la costa que debía conducirle a Santiago.

Era un espléndido crepúsculo. La silueta recortada de la Cierra Maestra, se elevaba imponente, destacando netamente sobre el cielo flameante, apenas roto por unas nubecillas de color de fuego que se acumulaban sobre la alta y majestuosa cima del Ojo del Toro, la cual se alzaba hacia lo alto a dos mil metros.

El mar, terso como un espejo, casi sin una arruga, tenía extraños resplandores; lucía líneas rojizas junto a las playas, estrías verde oscuro hacia levante, destellos de oro por poniente, allí donde el sol iba a ocultarse tras la línea del horizonte.

El aire era suave, perfumado, blando y de una transparencia increíble. La ligerísima brisa que soplaba desde las montañas, llevaba hasta la cubierta del «Yucatán» el agudo aroma de los cedros y de los naranjos en flor, de las adelfas, de los jazmines y de las matas de rosas africanas.

La marquesa, apoyada en la borda de la rápida nave, contemplaba muda la espléndida escena que le recordaba los atardeceres de México, mirando las montañas que poco a poco iban volviéndose pardas, después negras, mientras las cimas altísimas tomaban tonos rosados de una infinita dulzura antes de volverse, a su vez, oscuras, y las aguas del mar que gradualmente perdían sus reflejos de oro para adquirir el color del acero, siempre más gris, siempre más sombrío.

La voz de Córdoba la arrancó de su contemplación.

—¡El peligro está allí…! —dijo el teniente.

—¿Dónde? —preguntó ella, volviéndose vivamente.

—Mirad hacia el Este.

La marquesa fijó sus miradas en la dirección indicada y sobre la línea del horizonte, ya casi negra, vio delinearse, con los últimos resplandores del crepúsculo, un gran penacho de humo que subía muy alto, formando como un nubarrón negro.

—Los barcos americanos —murmuró.

—Algún explorador —respondió Córdoba—. Preparémonos, doña Dolores. Dentro de dos horas, con una rápida marcha, podemos estar en Santiago.

—No tan de prisa, Córdoba; entraremos después de la media noche. Entretanto hagamos nuestros preparativos.

El «Yucatán» fue directamente hacia la costa, entró en una pequeña bahía que se abría justamente en la dirección del Ojo del Toro e hizo sus preparativos de combate.

Los mástiles fueron hechos desaparecer después de haberles quitado todos los aparejos, la cubierta fue desembarazada, la chimenea ocultada, pero las dos torres fueron conservadas ya que había muchas probabilidades de que los barcos americanos enviasen algún obús bien dirigido.

A media noche, acabadas todas estas maniobras, fueron abiertas las válvulas de popa y los tanques interiores se llenaron, con lo que se logró la inmersión de la pequeña nave hasta los imbornales de la cubierta. En estas condiciones y con la oscuridad de la noche, era muy posible que pudiese escapar incluso a los anteojos de los americanos.

Cargado el cañón y las ametralladoras, hacia la una de la mañana la nave dejaba calladamente el fondeadero, navegando a todo vapor bajo la costa.

Colón con diez marineros estaba colocado en proa, junto a la pieza; la marquesa y Córdoba se habían encerrado dentro de la torreta de popa, a la rueda del timón.

Todos los demás estaban acurrucados en la toldilla dispuestos a hacer tronar los hotchkiss y los fusiles.

La noche estaba un poco nublada y favorecía la temeraria intentona. El pequeño barco, inmerso como se hallaba, no podía ser descubierto desde una cierta distancia.

Incluso iluminado por los focos podría ser confundido con un resto de naufragio a merced de las olas.

La marquesa, que llevaba la rueda del timón, queriendo guiar su nave con sus propias manos, no separaba nunca sus ojos de la brújula, mientras Córdoba, provisto de un óptimo catalejo, escrutaba atentamente el horizonte para descubrirlas luces de los barcos americanos.

Los marineros, echados sobre cubierta, no chistaban ni tampoco Colón y sus artilleros cambiaban una sola palabra.

Una viva ansiedad se había apoderado de todos; una ansiedad que minuto a minuto aumentaba transformándose en verdadera angustia.

Todos los oídos escuchaban, todos los ojos escrutaban las tinieblas, todos los ánimos estaban en suspenso. A esta angustiosa incertidumbre hubieran quizá preferido una alarma, disparos de canon, al estruendo de las piezas de tiro rápido, el crepitar de 3a metralla o el tremendo estallido de las gruesas granadas americanas. La muerte entre el retumbar de las armas y los aullidos de los combatientes es mil veces preferible a la muerte por sorpresa.

El «Yucatán» seguía su marcha, aumentando cada vez más la velocidad, casi los veinticinco nudos, y maquinistas y fogoneros se esforzaban para alcanzar los veintiséis.

¡Ay, si en aquel momento una roca, un banco arenoso o cualquier otro obstáculo se hubiera encontrado inesperadamente delante de la proa…! El «Yucatán», con aquella velocidad, con el impulso poderoso que lo elevaba casi sobre las aguas, se hubiera desencuadernado de golpe, pero este peligro no se presentó. La capitana guiaba la nave, conocía la costa y sostenía la rueda con mano firme.

Ya había transcurrido una hora, una Lora que pareció larga como un siglo, cuando Córdoba se indinó hacia la marquesa, diciéndole:

—¡Helos ahí!

Sobre el fosco horizonte se empezaban a distinguir puntos luminosos blancos, verdes y rojos, las luces reglamentarias de los barcos de vapor. La Ilota americana, compuesta de veinte navíos, a cual más poderoso y formidablemente armados, estaba allí, reunida frente a Santiago, a la distancia de algunas millas.

La marquesa tuvo un sobresalto y, quizá por primera vez desde que dejaron las costas de México para emprender el audaz crucero, sintió una opresión en el corazón.

—¿Pasaremos, Córdoba? —preguntó, con un ligero temblor.

—Piso espero —respondió el teniente—. Arrimaos siempre a la costa.

—¿A qué distancia estamos?

—Dentro de veinte minutos estaremos allí. ¿Recordáis bien el puerto?

—Sí, Córdoba; me parece tenerlo ante los ojos.

—Puede que el faro esté apagado.

—Eso temo, pero todavía es posible que veamos alguna señal.

—Tened cuidado con la isla Smith, que se encuentra en medio del canal.

… Sé dónde está; pasaremos a Levante de la isla.

—¡Doña Dolores!

—¡Córdoba!

—¡Aquí están las primeras naves! ¡Arrimaos a tierra todo lo posible!

A la distancia aproximada de una milla se empezaban a distinguir algunas luces, que parecían moverse velozmente sobre el mar, cambiando continuamente de rumbo Era seguro que los cruceros inspeccionaban aquel trozo de costa, temiendo quizá que alguna nave española intentase forzar el bloqueo o que los barcos del almirante Corvara salieran de improviso de Santiago para arremeter contra los acorazados enemigos.

La capitana, midiendo con la mirada la distancia que les separaba de este primer adversario, se acercó todavía más hacia la costa para confundir su pequeña nave con las orillas cubiertas de bosques y defendidas por las escolleras. Iba a dar orden a Colón de escandallar el fondo, cuando hacia Santiago se vieron surgir y levantarse a gran altura unos cohetes, que expandían a su alrededor miríadas de chispas, quedando después entre las tinieblas un punto luminoso.

—¡Nos esperan! —exclamó Córdoba—, ¡han encendido el faro del canal!

—Sí —murmuró la marquesa—. Nos hacen señales para que podamos embocar la bahía.

De repente, hacia alta mar se vislumbraron unos haces luminosos que se extendían rápidamente sobre las olas, corriendo, cruzándose, cambiando bruscamente de dirección, hasta iluminar el faro de Santiago y la masa imponente del fuerte del Morro, descollante en la entrada del canal.

Uno de aquellos focos, más potentes que los otros, proyectado quizá por una de las más gigantescas naves americanas, se movía lentamente de levante a poniente, iluminando la costa que desde la embocadura de Santiago va hacia el puerto de Mota. Continuando en aquella dirección, en pocos minutos debía alcanzar al «Yucatán» que se dirigía a su encuentro.

Córdoba, dándose cuenta del peligro, había soltado un grito de rabia.

—¡Mil tiburones! ¡Vamos a ser descubiertos!

Un sordo murmullo, mezclado de imprecaciones, se propagó entre la tripulación que yacía extendida sobre la cubierta, y algunos hombres se empezaban a levantar sobre las rodillas empuñando las armas. Doña Dolores se había puesto pálida. El haz luminoso continuaba moviéndose, corriendo al encuentro de la pequeña nave. Una rápida orden salió de sus labios:

—¡Alto!

Las dos hélices, que funcionaban rabiosamente, remolinearon en sentido contrario para detener el poderoso empuje del «Yucatán». No obstante aquel esfuerzo la pequeña nave recorrió todavía cien metros, quedando después inmóvil, balanceándose entre las olas de la resaca.

Inmersa como estaba, a tan breve distancia de la costa, con su cubierta ennegrecida por los cuerpos de los tripulantes, sin palos, sin tubo de chimenea, sin ningún aparejo, aunque fuera iluminada por el haz de luz eléctrica, podía ser confundida con un resto cualquiera abandonado en las aguas o con un banco rocoso rematado por dos pequeños escollos representados por las dos torretas.

—¡Quietos todos! —había ordenado la marquesa.

La luz del reflector se aproximaba, iluminando la costa y las aguas que la bañaban; bien pronto alcanzó a la nave y la alumbró durante unos segundos, luego siguió adelante y se perdió hacia el oeste.

La marquesa y Córdoba, que habían contenido hasta la respiración, cuando lo vieron alejarse, no pudieron retener una exclamación de alegría.

—¡Estamos salvados! —dijo la marquesa.

—¡Sí, doña Dolores! —respondió el bravo teniente—. ¡A Santiago!

—¡A toda máquina! —ordenó la capitana.

Se disponía el «Yucatán» a reemprender su carrera, cuando hacia el sur se vieron centellear unos relámpagos, seguidos de estrepitosas detonaciones.

—¡Rayos! —exclamó Córdoba—. Los buques americanos abren fuego. ¿Contra quién?

Tendió el oído pero no oyó el bien conocido silbido estridente de los proyectiles.

—No disparan contra nosotros —dijo.

—No, lo hacen contra el fuerte del Morro —respondió la marquesa.

Algunos destellos se vieron brillar sobre el glacis del formidable fuerte que domina el canal de Santiago, acompañados por sonoros estampidos.

—¡Avante! —gritó la marquesa.

El «Yucatán» volvió a adquirir su impulso poniendo la proa en dirección al faro, cuya linterna producía destellos que se veían brillar entre las tinieblas, a una cierta altura sobre el nivel del mar.

Mientras se aproximaba rápidamente al canal de Santiago, el fuerte del Morro y los barcos americanos se intercambiaban cañonazos. Las piezas gigantescas de los acorazados retumbaban terriblemente y en lo alto se oían los silbidos estridentes de los gruesos proyectiles que atravesaban los estratos de la atmósfera, o los sordos zumbidos de los obuses, pero también el fuerte tronaba tremendamente, respondiendo con sus potentes cañones Krupp, desembarcados por Cervera.

En medio de aquel enorme estruendo, el «Yucatán» continuaba avanzando con rapidez y, lo que más importaba, sin ser descubierto, al haber sido apagados los reflectores.

De vez en cuando alguna bala u obús, mal dirigidos, caían en sus proximidades o pasaban a poca altura sobre su cubierta.

Ya Colón, que se encontraba en proa, comenzaba a distinguir confusamente la boca del canal, indicada por algunos fanales que al parecer habían sido encendidos en la base del fuerte del Morro y sobre los bastiones de la batería de la Estrella.

—¡Barra a estribor, marquesa! —gritó—. El canal está frente a nosotros.

—¡Córdoba, lanza unos cohetes! —ordenó doña Dolores.

Algunos marineros, a un grito del teniente, dispararon tres cohetes, mientras otros encendían presurosamente las luces a babor y estribor.

Casi súbitamente, un gran chorro de luz, proyectado desde el centro de la bahía, cayó sobre el «Yucatán», mientras dos contratorpederos, aparecieron de improviso en medio del canal, apuntando su artillería.

Un grito inmenso se elevó entro los marineros de la pequeña nave:

—¡El «Yucatán»! ¡El «Yucatán»!

Casi en el mismo instante, tremendas detonaciones es tallaron a lo lejos. La flota americana no descubría hasta entonces a la pequeña nave y abría contra ella un fuego infernal, pero ahora ya era demasiado tarde.

El «Yucatán» se había introducido audazmente en el canal, escurriéndose entre los dos contratorpederos, cuyas tripulaciones, entusiasmadas por la inesperada aparición del pequeño yate, que habían creído perdido, lanzaban estrepitosos ¡hurra!

—¡Siempre a levante! —gritaron los comandantes de los dos contratorpederos.

La marquesa, sabiendo que debía haber minas submarinas en el cabo se arrimó a la costa pasando por delante de las baterías de la Estrella, cuyos artilleros, desde lo alto de los bastiones la saludaban con gritos de entusiasmo.