LA ÚLTIMA CARRERA
La pequeña bahía perdida en medio de la inextricable aglomeración de islotes y escollos era bastante pintoresca.
El estanque, de quinientos o seiscientos metros de perímetro, parecía una laguna o un fiordo noruego. Sus aguas, transparentes como el cristal, que dejaban ver el fondo de la bahía, con sus rocas subacuáticas, sus bajíos, sus bosquecillos de algas, estaban tan perfectamente tranquilas como si la marea no avanzara a hacer notar su influencia entre los tortuosos canales que conducían a aquel lugar.
Por el sur lo protegían altas escolleras, cortadas casi a pico y desnudas; al norte, en cambio, había un islote montañoso, pero con playas suaves y cubiertas de espléndidas palmeras, cedros, naranjos silvestres, acacias y espesos matorrales de soberbias orquídeas que reflejaban sus bellísimas flores en las aguas de la bahía.
Parecía que no hubiera ningún ser humano por aquellos parajes, no viéndose ni canoas ni cabañas. Abundaban, por el contrario, los pájaros marítimos, flamencos de alas ribeteadas por una orla flameante que destacaba vivamente sobre las plumas blancas, cuervos de mar, cormoranes, vencejos, patos y no pocos ibis blancos que, alineados en las orillas, derechos sobre sus largas patas, se mantenían inmóviles, mirando estúpidamente a la pequeña nave.
Calada también una pequeña ancla a popa, Córdoba y el maestro Colón se habían apresurado a izarse sobre las cofas del palo mayor para hacerse una idea exacta del terreno circundante y ver si desde allí podían descubrir el torpedero, que era el único que podía adentrarse en el peligroso laberinto.
La altura de las rocas no permitía a sus miradas llegar muy lejos, pero hacia el sur divisaron claramente una nube de humo que ondeaba sobre el luminoso horizonte.
—El crucero está allí —dijo Córdoba—. Está apostado junto a la entrada del canal.
—Y el torpedero ¿adónde debe haber ido? —preguntó el maestro, que había subido sobre la cruceta—. No logro descubrirla en ninguna dirección.
—Puede que haya ido a esperarnos hacia el norte, viejo amigo. Probablemente ha creído que nosotros seríamos tan tontos de ^atravesar el laberinto para hacernos torpedear después, a la salida del canal.
—¿Creéis que intentará acercarse?
—Sospecho que sí, Colón.
—Si aparece, le cañonearemos.
—Intentaremos atizarle bien, querido amigo.
—Somos más fuertes —dijo el viejo maestro.
—Esperaremos a que llegue la noche, y después haremos rumbo a Santiago.
Contrariamente a los temores de Córdoba, la jornada transcurrió tranquila. Ni el crucero ni el torpedero osaron aventurarse en el laberinto de islas, convencidos seguramente de tener bloqueada la pequeña nave y de estar en situación de rechazarla si intentaba salir al mar.
Apenas llegada la noche, Córdoba y la marquesa, que tenían prisa por arribar a Santiago, dieron la orden de activar los fuegos, decididos a escaparse a pesar de la presencia de los dos peligrosos adversarios.
El tiempo, que hasta aquel momento se había mantenido bonancible, amenazaba cambiar. Ya poco antes del ocaso un violento aguacero se desencadenó, y había empezado a soplar del mar, con mucha intensidad, el viento del sur.
Córdoba y la marquesa, después de haberse asegurado de que el canal estaba despejado, hacia las diez de la noche dieron la orden de abandonar la pequeña bahía.
La tentativa era atrevida y peligrosísima. Ciertamente, ninguna otra nave habría osado atravesar aquel peligroso laberinto, en medio de la oscuridad que no permitía distinguir los escollos a más de quince o veinte pasos. Un golpe de barra, un escandallo equivocado, un ligero retardo del timón o un golpe de hélice de más, habría sido suficiente para encallar la nave o para reventar la carena en las puntas rocosas que surgían por todas partes.
Córdoba no separaba los ojos de la brújula ni del mapa del canal que había realizado anteriormente y conducía la nave con una calma y una seguridad extraordinarias, a pesar de que no podía esconder su inquietud y repetía continuamente:
—¡Atento, Colón! ¡Escandalla! ¡Cuidado a babor! ¡Debe haber un banco a estribor! ¡Atención!
De repente, no obstante todos aquellos cuidados, en proa se sintió un golpe que repercutió hasta la popa.
—¡Mil tiburones! ¡Alto! —gritó Córdoba.
La marquesa se había puesto pálida.
—¡Colón! —gritó.
—Hemos embestido un banco, pero no será nada respondió el maestro.
—¡Atrás! —ordenó Córdoba.
Las hélices giraban ya en sentido contrario. El «Yucatán» permaneció durante algunos minutos inmóvil, después bajo la roda de proa se oyeron unos crujidos de buen augurio y, finalmente, la nave se separó bruscamente del bajío, retrocediendo rápidamente.
—¡Avante! —gritó la marquesa—. ¡Maquinista, para, rápido! ¡Tenemos unos escollos en popa!
El «Yucatán» detuvo su marcha atrás y continuó adentrándose en el canal, avanzando cada vez más cautamente, al aumentar los obstáculos.
Eran cerca de las diez, cuando empezaron a oírse los fragores de las olas que anunciaban la cercanía del mar. Córdoba paró la nave e hizo descender la ballenera, no atreviéndose a seguir adelante sin sondear bien el fondo.
La oscuridad era entonces tan profunda que las pequeñas escolleras no se podían distinguir y además el valeroso teniente quería asegurarse de la dirección del canal y de la profundidad del agua.
Colón y cuatro marineros bajaron a la ballenera y avanzaron precediendo al «Yucatán», indicándole el camino que debía seguir.
El ruido producido por el oleaje, al estrellarse contra las escolleras del laberinto, aumentaba de intensidad de minuto en minuto.
—Córdoba —dijo de pronto la marquesa—. ¿Ves algo en el mar?
—No —respondió el teniente.
—Me ha parecido ver un punto luminoso.
—¡Caray! —masculló el teniente—. ¿Será que el crucero patrulla a lo largo de las escolleras? Mandad un vigía a la cruceta, doña Dolores.
Un marinero saltó ágilmente sobre los flechastes y llegado a la cruceta del palo mayor avizoró atentamente hacia el Este y el Sudeste.
Entre las crestas llenas de espuma de las olas que se veían extenderse como blancas sábanas agitadas por el viento, le pareció distinguir un punto luminoso que aparecía y desaparecía.
Suponiendo que sería el fanal blanco del crucero, el marinero se encaramó hasta la punta del mástil y distinguió por un instante, bajo la luz blanca, otros dos puntos luminosos, uno rojo y otro verde.
—El crucero está allí abajo —murmuró—. Debe haber un mar muy picado ahí fuera.
Descendió prestamente y explicó a la capitana y a Córdoba cuanto había visto.
—Está al Sudeste —dijo la marquesa—. Así que no nos podrá detener.
—Si se da cuenta de nuestra salida le faltará tiempo para correr tras nosotros —murmuró Córdoba—. ¡Ohé…! ¡Empiezan las olas! Es preciso izar a bordo la ballenera o se estrellará contra las rocas. ¡Ohé…! ¡Colón!
—¡Señor Córdoba…! —gritó el maestro.
—¿Cabecea mucho la ballenera?
—Se mantiene a flote por milagro.
—¡Pues a bordo, viejo amigo!
La chalupa, que avanzaba penosamente a causa del oleaje que irrumpía en el canal estrellándose con ímpetu contra las escolleras y provocando vaivenes de resaca formidable, retrocedió rápidamente y fue pronto izada con la grúa de babor; después el «Yucatán» reemprendió la marcha hacia adelante, siempre con extrema prudencia.
Comenzaba la lucha contra la marejada. Enormes oleadas avanzaban entre las dos líneas de escollos, como corceles desbocados, mugiendo pavorosamente y mostrando sus crestas erizadas de blanca espuma.
Llegaban una tras otra persiguiéndose, encaballándose, rompiéndose con mil fragores. Al encontrar bancos, elevábanse para rebasarlos, proyectando gigantescos chorros de espuma que se deshacían rápidamente, retrocediendo a continuación y arrastrando con ellos, con una extraña sonoridad, los guijarros y los trozos de roca que se habían acumulado en la base de las escolleras.
El «Yucatán» avanzaba impávido en medio de aquella extensión de espuma casi fosforescente, procurando mantenerse en el centro del canal. Colón y otros tres marine ros sondaban incesantemente a proa, para controlar la profundidad del agua.
Debía ser medianoche cuando la nave, después de haber luchado vivamente contra las olas que asaltaban la proa con extrema violencia, se encontró fuera de las peligrosas escolleras. El mar libre se extendía por fin frente a ella, pero era un mar tempestuoso, quizá no menos peligroso que las escolleras y los bajos fondos. Las oleadas, no aprisionadas ya entre las orillas del canal, saltaban alocadamente, con ciego ímpetu, con mil pavorosos mugidos, azotadas incesantemente por furiosos golpes del viento de levante, que elevaban verdaderas cortinas de agua.
Entre el lúgubre retumbar de los truenos, los silbidos de las ráfagas y el chocar de las olas, se oyó la voz de la capitana gritar:
—¡Jefe de máquinas: vapor al máximo!
Seguidamente, dada esta orden, la intrépida mujer se acercó a Córdoba, diciéndole:
—¡Ahora la rueda para mí, amigo! ¡Quiero guiar yo mi «Yucatán»…!
—El mar está terrible, doña Dolores —respondió el lobo de mar.
—Soy tu discípula y, por lo tanto, no lo temo.
—Saltad a bordo, doña Dolores.
—Me río de las olas. Córdoba. ¡A mí el timón! ¡Cuídate tú del americano!
—¡Está allí!
—¿Dónde?
—Mirad, se ven sus luces hacia el Este.
—¡Que nos siga, si puede! ¡Avante!
El «Yucatán» había reemprendido con fuerza su marcha y corría rápido como un rayo, cortando impetuosamente las olas que lo acometían por la proa, saltando incluso sobre cubierta.
Huía hacia la vasta bahía de la Buena Esperanza, describiendo un amplio semicírculo para evitar la aglomeración de islas y escolleras que penetra, como una cuña, dentro de aquella gran ensenada.
El mar lo embestía por todas partes, pero ¿qué importaba? La pequeña nave se reía del oleaje y de la furia del viento. Brincaba intrépidamente hacia adelante con velocidad vertiginosa, habiendo alcanzado ya los veintiséis nudos, abriéndose paso entre las olas con su agudo espolón y elevándose sobre ellas cuando eran demasiado grandes, para descender a continuación audazmente en las hondonadas.
Sacudida incesantemente por la proa, cabeceaba desesperadamente embarcando torrentes de agua que se precipitaban hacia popa, pasando como una riada impetuosa. Otras veces, por el contrario, elevada por debajo, zambullía el bauprés en las crestas espumeantes y la popa se encontraba en el vacío, dejando descubiertas, durante algunos instantes, las hélices.
En medio de aquellos brincos desordenados y aquel huracán de agua, la marquesa conservaba una calma admirable, digna del más intrépido lobo de mar. Aferrada a la rueda del timón, protegida en la pequeña torre que la ponía en parte a cubierto de las olas, guiaba audazmente su valerosa nave, luchando con ánimo viril.
Su voz, clara y serena, resonaba de vez en cuando para dar alguna orden a Córdoba, que se apresuraba a hacerla cumplir.
A las tres de la mañana el «Yucatán», que había devorado su camino sin reposo, se encontraba ya al sur de la vasta bahía cerca del canal de Balandras. Allí el mar estaba me nos agitado, protegido por la costa cubana, que en aquel lugar describe una especie de ángulo bastante agudo, que tiene por vértice el cabo Cruz.
—Córdoba —dijo la marquesa—. ¿Dónde nos detendremos? Santiago no está a más de ciento cincuenta millas. Podríamos llegar allí en seis o siete horas.
—Huyamos hacia Manzanillo, doña Dolores —respondió el teniente.
—¿Y si allí encontramos navíos americanos?
—Iremos a buscar refugio en las bocas del Canto para esperar la noche. Hoy mismo, marchando de prisa, estaremos en Santiago.
—Vamos a la desembocadura del Canto —respondió la marquesa—. Mañana desembarcaremos el cargamento en Santiago y nuestra misión se habrá cumplido.
—Sí, si Dios nos protege —concluyó Córdoba.