LA PERSECUCIÓN
Al día siguiente, poco antes del alba, cuando las estrellas empezaban a palidecer, el «Yucatán», después de una rápida y afortunada travesía, avistaba la larga cadena de los cayos de las Doce Leguas.
Estas islas forman una verdadera barrera, que defiende las costas meridionales de Cuba desde la altura de Trinidad hasta la amplia bahía de la Buena Esperanza.
Algunas islas tienen amplio contorno, como la Grande, la de la Piedra u otras, pero la mayoría son pequeñas y un número infinito no son más que simples escollos. ¡Pero qué agradable aspecto ofrecen las islas de este archipiélago! Cuando el horizonte está claro, aparecen como una serie continua de jardines flotantes, al estar cubiertas por una vegetación espléndida, de una feracidad tropical.
Las grandes palmeras, los colosales cedros, los naranjos, los tamarindos, los desmesurados bambúes, las plantas del pimiento, muestran la masa oscura y recortada de sus frondas, mientras las alegres riberas están coronadas de lujuriantes adelfas, rosales africanos y parras de jazmín, cuyos perfumes se extienden a lo lejos sobre el mar, impulsados por los vientos del septentrión.
El «Yucatán», que andaba a una velocidad de quince o dieciséis nudos, se dirigía al encuentro de estos jardines alineados sobre el mar, alborotando, con su hélice poderosa, las aguas tranquilas y límpidas, presuroso por refugiarse detrás de aquella barrera verdeante.
La marquesa, el capitán Carrill y Córdoba, apoyados sobre el enrejado de proa, miraban con una cierta ansiedad si alguna columna de humo se elevaba sobre el horizonte, temiendo que una nave de guerra americana estuviera de guardia junto a estas islas; pero hasta el momento nada sospechoso se divisaba. Quizá las fuerzas adversarias se estaban concentrando hacia Santiago o se habían alejado para ir al encuentro de la flota española que por aquellos días se dirigía, a toda máquina, hacia el golfo de México, para acudir en ayuda de la capital cubana gravemente amenazada. Tranquilizados por la ausencia de los poderosos acorazados, Córdoba y la marquesa hicieron reanimar los fuegos y lanzaron al «Yucatán» en medio de la barrera de islas e islotes, embocando el canal de Caballones que se abre entre los cayos de la Lana.
La travesía del pasaje se realizó a una velocidad de dieciocho nudos, sin que la pequeña nave tuviera ningún encuentro. Ya Córdoba y la marquesa empezaban a abrigar esperanzas de poder situarse bajo las costas de Cuba, escondiéndose entre multitud de escollos e islotes que proliferan alrededor de las costas de Puerto Príncipe, cuando se oyó la voz de un vigía que estaba en observación sobre las crucetas del trinquete, gritar:
—¡Humo en el horizonte!
—¡Mil tiburones! —exclamó Córdoba, girando con rabia la rueda para hacer virar al «Yucatán» hacia la isla de la Lana—. ¿Vienen ahora a estorbar nuestra marcha, esos malditos piratas? ¡Ohé, Diego!
—¡Teniente! —gritó el vigía.
—¿Hacia dónde va el humo?
—Parece que se dirige hacia estas islas.
—¿Puedes verla nave?
—Todavía no. Me parece que la columna de humo aumenta rápidamente.
—¿Será una nave americana? —preguntó el capitán Carrill.
—No puede ser otra cosa —respondió la marquesa, cuya frente se había fruncido—. Feo encuentro en este momento, precisamente al amanecer. Si hubiera ocurrido a la puesta del sol, no me preocuparía, pero ahora… Bastarían unos cuantos cañonazos para hacer acudir a otros navíos.
—Asegurémonos primero de que se trata verdaderamente de un barco americano —dijo Córdoba—. Podría ser un trasatlántico español que intenta romper el bloqueo, doña Dolores.
—Tengo mis dudas, señores míos. Vigía, ¿se ve bien ya?
—Veo la arboladura, capitana —respondió el marinero de la atalaya, que empuñaba el anteojo.
—¿Y no ves el gallardete de los barcos de guerra?
—¡Un momento, capitana…!
Todos los marineros habían subido a cubierta y estaban agrupándose en la proa, fijando sus miradas en aquel penacho de humo que ahora se distinguía incluso desde el combés, mientras otros se habían izado sobre los flechastes interrogando ávidamente el horizonte.
Un profundo silencio, roto solamente por las rápidas pulsaciones de las máquinas y el ruido de las hélices que hendían y azotaban el agua haciéndola espumear, reinaba en la nave, todos esperaban, con ansiedad, la respuesta del vigía, cuyo catalejo permanecía inmóvil.
—¡Insignia de guerra sobre el palo mayor! —gritó de repente el marinero.
—¡Que los escualos devoren a los perros que tripulan esa nave! —vociferó Córdoba.
La marquesa se había vuelto tranquila y serena hacia el jefe de máquinas, que estaba sentado en la escotilla de la sala de máquinas, diciéndole:
—A vuestro puesto, señor. Vamos a jugar una peligrosa partida.
Después, mirando a Córdoba le preguntó:
—¿Y ahora, amigo mío?
—Huimos, doña Dolores.
—¿Y vamos?
—Al sur.
—¿Más hacia el sur…? No, Córdoba; burlaremos al barco de guerra.
—¿Qué queréis hacer, doña Dolores?
—¿Conoces estas islas?
—Todas.
—¿Hay agua suficiente entre la isla de la Lana y la de la Piedra?
—Sí, Marquesa.
—Pues bien, amigo Córdoba, dejaremos que el barco americano entre en el paso de Caballones y nosotros volveremos a subir hacia el norte pasando entre las dos islas.
—Un juego peligroso, doña Dolores.
—Pero puede que sea el mejor, Córdoba. Prefiero meterme bajo las costas de Cuba que volver al océano, donde podríamos encontrarnos inesperadamente frente a una escuadra.
—Es verdad —respondió el teniente—. ¡Vigía!
—¡Señor…!
—¿Se dirige el barco hacia este canal?
—Sí, teniente.
—Huyamos, doña Dolores. Quizá los marineros de vigilancia nos han descubierto ya.
—Huyamos, Córdoba.
El «Yucatán», que se había parado, viró de bordo casi sobre sí mismo y volvió a entrar en el canal, manteniéndose a cincuenta o sesenta metros de las costas occidentales de la isla de la Lana.
Colón, que conocía las islas tanto como Córdoba, se había puesto a la rueda del timón, mientras que la marquesa, el capitán Carrill y el teniente habían subido a los flechastes del palo mayor para observar mejor la nave enemiga.
Estando los tres provistos de anteojos de largo alcance, pudieron distinguirla ya claramente, pues no estaba a más de siete u ocho millas.
Parecía un gran crucero, con un solo paso y varias torres que se elevaban, en forma de sólido castillo, alrededor de las dos gruesas y altas chimeneas y, al parecer, estaba dotado también de una velocidad poco común, ya que ganaba espacio rápidamente, dirigiéndose en línea recta hacia el canal de Caballones.
Pero no estaba solo. Un poco más atrás se divisaba, aunque confusamente a causa de su poca elevación sobre las olas, una larga masa que soltaba mucho humo. ¿Sería una cañonera o un torpedero de alta mar…?
—¡Hum…! —musitó Córdoba, tirándose del bigote—. El tiempo se vuelve amenazador.
—¿Qué dices, amigo mío? —preguntó la marquesa—. ¿Hay muy pocas nubes en el aire y dices que amenaza mal tiempo?
—Me refiero a esos dos cazadores del mar, doña Dolores. Tengo miedo de que queriendo engañarlos quedemos, por el contrario, engañados nosotros.
—¿Qué quieres decir?
—Que estos dos compadres me inquietan más de lo que creía. No es el gran crucero ni sus poderosos cañones los que me molestan, sino más bien el otro, el pequeño. Si es un torpedero de alta mar, nos dará trabajo, doña Dolores.
—¿Qué temes?
—Que vaya a esconderse entre estas islas para torpedearnos despiadadamente cuando salgamos. Con el acorazado a la espalda y este barquito delante, no nos quedaría otro recurso que recitar el De Profundis.
—¿Quieres huir hacia el sur?
—No.
—Pues ¿qué quieres hacer?
—Meternos en medio del laberinto de las Doce Leguas. En aquel caos de escollos, de islotes y de bancos de arena podremos encontrar un refugio, y al mismo tiempo, impedir al grueso crucero que nos siga. Si lo intenta, tanto peor para él, puesto que acabará encallando.
—¿Quieres repetir la jugada que hemos hecho al acorazado junto al cabo de San Antonio?
—Sí, si es posible —dijo Córdoba.
—¿Conoces el laberinto?
—Colón ya estuvo por aquí cuando era contrabandista. Me lo dijo ayer por la tarde.
—Está bien, amigo Córdoba, vamos al laberinto.
El plan era de lo más audaz, y peligrosísimo, puesto que entre aquella multitud de escollos, islotes, bancos y rocas, el «Yucatán» podía destrozarse la carena o quedar varado, pero quizá era el único camino de salvación que les quedaba a los intrépidos violadores del bloqueo, ya que el pesado crucero no cometería la locura de introducirse entre todos aquellos obstáculos. Quizá tampoco el torpedero o cañonera, o lo que fuera, osaría lanzarse tras las huellas del «Yucatán», por temor de acabar de mala manera entre el caos de rocas.
El teniente y la marquesa, seguros de que los dos barcos enemigos corrían hacia el canal de Caballones y de que, por lo tanto, la retirada era necesaria, lanzaron resuelta mente al «Yucatán» hacia el Este, queriendo intentar, antes de arriesgarse en el peligroso laberinto, engañar a las dos naves enemigas.
Hacía apenas veinte minutos que habían dejado la isla de la Lana, cuando vieron al crucero acorazado aparecer por la costa meridional, mientras que por la occidental empezaba ya a distinguirse el penacho de humo anunciador de la presencia del torpedero o cañonera.
—Ya ves, Córdoba —dijo la marquesa—. Si llegamos a intentar introducimos entre la isla de la Lana y la de la Piedra habríamos sido atrapados entre dos fuegos.
—Es verdad, doña Dolores —respondió el lobo de mar—. Estos bribones yanquis son más astutos de lo que creía. ¡Por engañarlos hemos sido engañados nosotros, y de qué manera! ¿Qué pensarán hacer ahora?
—Nos dan caza, señor Córdoba —dijo el capitán Carrill, que miraba por su anteojo.
—¿Corren tras nosotros?
—El crucero ha virado de bordo y ha puesto proa al este. Se prepara para perseguirnos sin esperar al torpedero.
—¡Oh…! Pero éste vendrá en seguida a agregarse al coloso. Marchará a veinte o veintidós millas por hora, estoy seguro.
—Nosotros corremos más, Córdoba, y lo dejaremos atrás —dijo la marquesa—. ¡Jefe de máquinas! ¡Al máximo de vapor!
—Sí, a toda máquina —dijo Córdoba—. Intentemos meternos en el laberinto, antes de que puedan adivinar nuestro verdadero rumbo.
Diez minutos después, el «Yucatán» había acelerado ya considerablemente su marcha, llegando a los veintidós nudos y aumentándola hasta alcanzar los veintiséis, su límite máximo.
Torrentes de carbón eran arrojados en las calderas mientras las hélices giraban con creciente fragor, elevando olas espumeantes. El vapor de agua, aprisionado entre las paredes de hierro, mugía sordamente imprimiendo a los ejes y a los émbolos febriles pulsaciones que aumentaban cada vez más. Un estremecimiento sonoro sacudía la pequeña nave desde la quilla hasta la punta de los mástiles y desde la roda de proa a la de popa.
El «Yucatán» parecía brincar bajo las sacudidas vertiginosas de las hélices. Su espolón hendía limpiamente el agua, levantando dos paredes líquidas que se extendían rápidamente a babor y estribor, trazando un surco desmesurado e hirviente.
Al cabo de media hora había aumentado considerablemente la distancia que le separaba del crucero. Éste, sin embargo, aunque convencido de que no podía competir con el pequeño barco, no había suspendido la persecución, sino al contrario. Seguía tercamente la caza, quemando toneladas de carbón y cubriéndose de humo y de chispas. La otra nave, cañonera o torpedero, lo había ya alcanzado y le seguía a corta distancia.
El laberinto de las Doce Leguas no estaba ya muy lejos. Más allá de la barrera de las islas se veían aparecer los primeros islotes y las primeras rocas, que en breve resultarían numerosísimas.
El «Yucatán» habría podido cortar la barrera aprovechando uno de tantos pasajes, pero no queriendo correr el peligro de exponerse a encallar, quería mejor alcanzar el Canal del Este, más cómodo, más conocido y por ello menos arriesgado.
No era más que cuestión de media hora, con aquella velocidad extraordinaria que iba aumentado continuamente. La corredera había señalado ya veinticinco nudos y seis décimas.
A las ocho, mientras la velocidad alcanzaba su máximo de veintiséis nudos, el «Yucatán» se aventuraba audazmente en el pasaje del Este, un amplio canal que se abre junto al extremo oriental de la larga barrera de islas y que serpentea entre el laberinto de las Doce Leguas.
No siendo prudente mantener esta velocidad extraordinaria, se dio orden a las máquinas de aflojar, después la marquesa en persona se puso a la rueda del timón con Córdoba a su lado.
El crucero y el otro barco ya no se veían, por estar escondidos por las islas, pero todos estaban convencidos de que no debían haberse parado, sino que continuaban activamente la caza.
Poco les importaba ahora, sin embargo, a Córdoba y a la marquesa, teniendo la certeza de que por lo menos el barco mayor no osaría arriesgarse en el laberinto.
El torpedero no hubiera dejado de aventurarse, por ser de poco tonelaje, pero para éste estaban el cañón de la torreta y los hotchkiss.
El laberinto estaba frente al «Yucatán». Era un verdadero caos de islotes de todas dimensiones y variadas formas, unas espléndidas por su vegetación, otras altas, aridísimas, calcinadas por el sol; largas barreras de escollos que corrían en todas direcciones, formaban centenares de bahías microscópicas capaces de alojar a una nave de pequeño tonelaje o a algunas docenas de barcas; bancos y bajos fondos, circundados por pequeños escollos a flor de agua, agudos como hojas de cuchillo y terribles para las carenas de los barcos.
Un fragor ensordecedor surgía de aquel amasijo de islas y escolleras, causado por las ondulaciones producidas por la marea. El agua rumoreaba por todas partes chocando repetidamente contra las rocas y resonando sordamente dentro de las bahía o de las cavernas marinas excavadas por la acción eterna de su flujo.
La marcha del «Yucatán» había sido reducida. La capitana lo conducía con extrema prudencia, ya que un golpe de timón mal dado habría sido suficiente para enviar a la pequeña nave sobre algún bajo fondo o sobre las puntas rocosas que emergían de todos lados, como bestias maléficas en acecho. Maestro Colón con dos marineros, sondeaba sin descanso el fondo, gritando incesantemente:
—¡Siete pies… cinco pies a babor… a sotavento… ocho pies… orzad, señora! ¡Atención, capitana…! ¡Escollos a estribor…!
Doña Dolores seguía instantáneamente y con mano segura las indicaciones del maestro. Con los ojos fijos en la proa para no perder de vista un solo momento el tortuoso canal, estrechaba nerviosamente la rueda del timón, no manteniéndola inmóvil ni un solo segundo.
Los marineros, alienados a lo largo de los costados, escrutaban el agua para descubrir los bajos fondos, y ayudaban al maestro, señalando los pequeños escollos, cuyas puntas alguna vez parecían rozar el casco de la nave.
De repente, Córdoba, que estaba encaramado en el flechaste de babor del palo mayor gritó:
—¡Maquinista! ¡Alto!
—¿Qué ocurre, Córdoba? —preguntó la marquesa, mientras las hélices giraban rápidamente en sentido inverso para detener el impulso del «Yucatán».
—Hay allí un refugio que nos va muy bien —respondió el lobo de mar—. Será un escondite perfecto.
—¿Quieres detenerte aquí?
—Lo creo necesario, doña Dolores. ¿Quién nos asegura que a la salida del laberinto no nos encontraremos enfrentados con alguna otra nave?
—También lo había pensado yo, Córdoba.
—A babor veo un canal que conduce al interior de una barrera de escollos e islotes. Debe haber un lago, está indicado en el mapa del laberinto.
—¿Habrá bastante agua en el canal? La marea está baja en este momento.
—El agua es muy azul, doña Dolores, y eso indica que debe haber bastante profundidad.
—Una palabra todavía, Córdoba, ¿no quedaremos bloqueados?
—¡Hum…! No lo creo. El laberinto es vasto y tiene muchas salidas, y además creo que los americanos no tienen tiempo para perder por una pequeña nave.
—Sea, Córdoba, pero ¿y el torpedero…?
—No es fácil que nos encuentre.
—Vamos al canal, pues —concluyó la marquesa—. Colón, sigue usando el escandallo.
—No temáis, capitana —respondió el maestro.
El «Yucatán» volvió a ponerse en movimiento lentamente, casi paso a paso, por haber en aquel lugar numerosos escollos y muchos bajos fondos. Estaba a punto de meterse en el canal indicado por Córdoba, cuando en lontananza se oyó retumbar una formidable detonación que repercutió sonoramente entre las escolleras y los islotes, un instante después se oyó en el aire como un sonido metálico que aumentaba con rapidez prodigiosa, luego un estallido tremendo que arrancó la cima de un escollo situado a cien pasos de la popa del «Yucatán».
—¡Caramba! —exclamó Córdoba—. Debe haber sido un obús de cuarenta y cinco kilos. ¡Los americanos malgastan demasiado!
—Y lo que es peor, es que este disparo significa que el crucero nos ha seguido —dijo la marquesa.
—Dentro de poco estaremos fuera de tiro, doña Dolores. Este proyectil no podía haber llegado más lejos. ¡Ah! ¡Aquí está!
En aquel momento, el «Yucatán» pasaba por un punto que estaba casi descubierto. Las islas y las escolleras, por una extraña combinación, dejaban abierto un canal larguísimo desde el que se podía dominar el mar libre; un canal, sin embargo, que debía ser absolutamente impracticable, al estar interrumpido por una multitud de bancos y pequeños escollos.
A través de aquel desgarrón, la marquesa y Córdoba pudieron divisar, a una distancia de seis millas, al gran crucero, que seguramente se había parado frente a la entrada del laberinto, en el extremo del Canal del Este.
Casi en seguida una segunda detonación, más formidable que la primera, se extendió sobre el mar y, a continuación, por el aire se oyó el sonido metálico que anunciaba la aproximación de un proyectil de dimensiones no comunes.
La bala pasó por encima de la pequeña nave y fue a demoler la cresta de una roca, cayendo en el agua y elevando una columna de espuma.
—Proyectil de veinticuatro —dijo Córdoba—. ¡Nos saludan con ciento cuarenta y siete kilos de hierro! ¡Demasiado para nosotros, queridos yanquis! ¡Reservad estos obuses para los acorazados!
Resonó un tercer disparo pero el proyectil no llegó esta vez hasta el «Yucatán». Se le vio estallar trescientos metros más allá del canal, haciendo saltar por los aires un montón de rocas.
—Vuelven a usar balas explosivas —siguió Córdoba con su habitual tono burlón—. Debe ser un sarapneli del nueve; ¡ahora hacen economías estos queridos yanquis! ¡Demasiado tarde, queridísimos amigos! ¡Tiempo derrochado!
El «Yucatán», al encontrar agua más que suficiente para su calado, se había lanzando en el nuevo canal, poniéndose a refugio de los disparos del crucero. A estribor se extendían largas cadenas de escolleras bastante altas y macizas que lo cubrían contra aquellos enormes proyectiles.
El canal continuaba serpenteando, prolongándose por aquel caos de islotes y bajos fondos. Colón y sus marineros estaban obligados a echar el escandallo sin interrupción, ante el temor de que el fondo subiera inesperadamente o que encontraran algún bajío.
Durante una hora el «Yucatán» avanzó penosamente entre estos peligrosos obstáculos, después, de repente se encontró en una pequeña bahía casi circular, encerrada por una islita de abundante vegetación y por algunos grupos de escolleras, donde el agua estaba tranquila como en un lago.
Solamente dos aberturas servían de acceso; el canal que la nave acababa de seguir y otro que parecía dirigirse hacia el norte, serpenteando por la parte occidental del laberinto.
—¡Alto! —gritó Córdoba.
Las hélices se detuvieron, girando luego en sentido contrario, mientras en proa se dejaba caer el ancla de babor.
—Doña Dolores —dijo el teniente, estrechándole la mano—. No creo que ningún piloto de la marina mexicana se hubiera atrevido a dirigir una nave entre estos escollos como habéis hecho vos.
—Soy la capitana del «Yucatán» —respondió la marquesa, riendo—. Espero que estarás contento de tu alumna.
—¡Mil truenos! ¿Una alumna que se ha convertido ya en una famosa loba de mar…?