EN RUTA HACIA SANTIAGO
Después de escapar a la emboscada preparada por el jefe rebelde y el cubano dentro del peligroso canal, el «Yucatán» continuaba su rapidísima carrera en dirección a su destino, antes de que algún grave impedimento hiciera imposible la entrada en la bahía de Santiago.
Temiendo que en alta mar se cruzaran con los grandes acorazados americanos, Córdoba dirigía el «Yucatán» hacia la costa cubana, procurando mantenerse entre la isla y las escolleras, para poder, en caso de peligro, ocultarse rápidamente en cualquier refugio. La navegación era así mucho menos cómoda, al ser frecuentes en las costas de la gran isla los bancos de arena, los escollos a flor de agua y abundantes islas e islotes, pero Córdoba no se preocupaba demasiado, por conocer a la perfección aquellos parajes.
Al dejar los cayos de San Felipe, el «Yucatán» subió un poco al norte hasta que aparecieron sobre la línea del horizonte las costas de la isla, después dobló hacia el este para alcanzar el cabo Matahambre que delimita por el sur la amplia ensenada de la Broa.
El mar se mantenía tranquilo, pero el cielo no prometía una larga calma. Las nubes, que el viento del sur empujaba y acumulaba hacia las costas de Cuba, aparecían en gran cantidad, anunciando el principio de la triste estación de las lluvias.
Dentro de poco empezarían los diluvios que transforman las costas meridionales de Cuba en inmensas maniguas, especialmente entre la ensenada de la Broa y la de Cochinos y entre las de Corrientes y de Cortés y la de provincia de Puerto Príncipe.
Bastaron al «Yucatán» pocas horas para atravesar la distancia que le separaba del cabo Matahambre, descendió luego a lo largo de las costas palúdicas de la península de Zapata, metiéndose por entre la multitud de escollos, islas e islotes conocidos con el nombre de cayos de Juan Luis.
Esta fila de pequeñas tierras que se prolonga casi sin interrupción hasta la bahía de Cazones, ofrecía un espléndido golpe de vista, especialmente a la luz del atardecer. Aquí y allá parecía que pintorescos jardines flotasen sobre las aguas azul oscuro del mar; cada isla, cada islote, cada trozo de tierra estaban cubiertos por una espesa y esplendorosa vegetación, de un bello tono verde esmeralda.
Entre aquellas frondas de verdura se veía descollar a las hermosas palmeras reales, con sus largas hojas dispuestas en forma de soberbios abanicos.
Pero a veces la escena cambiaba bruscamente y a todo aquel verde sucedían los escollos aridísimos, quemados, calcinados por el implacable sol casi ecuatorial, espantosamente destrozados y con la base carcomida, rota por la eterna acción de las olas. Cuando aparecían, el «Yucatán» reducía súbitamente su marcha, no ignorando Córdoba que en estos lugares hay otros escollos submarinos y numerosos bancos de arena que se extienden en varias direcciones.
Cuando el sol desapareció tras el horizonte y las tinieblas comenzaron a descender rápidamente, el «Yucatán» se encentraba casi frente al golfo de Cazones. Córdoba y la marquesa no atreviéndose a avanzar, con aquella oscuridad, entre la multitud de islotes y escollos que desde las costas de Cuba se prolongan hasta las islitas llamadas de Los Jardinillos, condujeron la nave dentro de la profunda bahía, escondiéndola entre los cayos Blancos.
La noche transcurrió tranquila, pero los marineros de guardia tuvieron que combatir continuamente contra gigantescos enjambres de ávidos mosquitos, que acudían de las vecinas marismas de la Zapata.
Al amanecer estaban a punto de zarpar para reemprender la marcha, cuando fue avistada una chalupa que se dirigía hacia el «Yucatán» a fuerza de remos, como si quisiera abordarlo.
Córdoba, que estaba ya en cubierta junto con la marquesa, apuntó el catalejo y se dio cuenta de que estaba ocupada por cuatro soldados españoles y un sargento.
—¿Qué querrán comunicarnos? —se preguntó el teniente, haciendo señal a Colón de suspender la partida.
—¿Vendrán a asegurarse de que somos españoles? —preguntó Doña Dolores.
—Llevamos la bandera española en el palo mayor —res pendió Córdoba—. La hice desplegar ayer por la tarde.
—Entonces vendrán a decirnos algo.
—Eso creo, doña Dolores.
La chalupa, que avanzaba con rapidez, como si tuviese mucha prisa por abordar al «Yucatán» en un cuarto de hora llegó a cincuenta pasos.
—¡Ohé! —gritó el sargento—. ¿A dónde vais?
—A Santiago —respondió Córdoba.
—Sois de los nuestros, si no nos engañáis.
—Somos españoles, sargento. Tenemos a bordo un capitán del ejército, y armas y municiones para desembarcar en Santiago.
—El comandante de Ja bahía me ha dado el encargo de poneros en guardia para que no seáis capturados.
—¿Por quién?
—Por los navíos americanos que patrullan frente a Cienfuegos.
—¡Diablo! —exclamo Córdoba—. ¿Bloquean la plaza?
—Y la han bombardeado ya —agregó el sargento—. Largaos a alta mar u os capturarán.
—¿Hay muchos barcos?
—Se dice que hay tres cruceros y un acorazado.
—Gracias, sargento, nos guardaremos de esos yanquis.
—¡Buen viaje, caballeros!
La chalupa viró de bordo y se alejó desapareciendo tras una línea de escollos que se prolongaban en dirección a los cayos Blancos.
—¿Qué pensáis hacer, señor Córdoba? —preguntó el capitán Carrill.
—Eso mismo pregunto a doña Dolores —respondió el teniente.
—Es preciso cambiar el rumbo, amigo mío —dijo la marquesa—. Si continuamos siguiendo las costas seremos descubiertos, perseguidos y cañoneados por los buques que bloquean Cienfuegos.
—Es muy cierto, doña Dolores.
—¿Si pusiéramos rumbo al sur, manteniéndonos al otro lado de las islas de Los Jardinillos, crees tú que podremos evitar a los americanos?
—Eso espero —respondió Córdoba—. Nos mantendremos alejados del golfo de Cazones y gobernaremos hacia los cayos de las Doce Leguas.
—¿Aún entre las islas?
—Es necesario, doña Dolores. No podernos enfrentarnos con un acorazado americano, ni siquiera con un crucero. El «Yucatán» es un barco de carreras, no de combate, vos lo sabéis bien.
—Tengo confianza en tu experiencia y en tu prudencia, amigo —dijo la marquesa—. ¿Partimos en seguida?
—¿Lo queréis así? Quizá correremos algún riesgo lanzándonos al ancho mar en pleno día; pero nuestras máquinas pueden llevarnos muy lejos y dejar atrás a los pesados acorazados americanos.
—Marchemos, Córdoba, o llegaremos a Santiago demasiado tarde.
Maestro Colón cobró el áncora y el «Yucatán» dejó la bahía a una velocidad de diez nudos, queriendo Córdoba hacer ahorro, mientras pudiera, de carbón.
El cielo estaba un poco gris, pero hacia el sur el horizonte aparecía límpido y se podía divisar a gran distancia una columna de humo que anunciaba la presencia de una nave americana, de hecho las únicas que podían mostrarse en las aguas cubanas.
De momento no se descubría nada; ninguna línea oscura se alzaba sobre el mar, ni se destacaba ningún punto negro sobre su superficie, que el sol, apenas salido, hacía brillar cubriéndola de destellos dorados.
Córdoba se había puesto al timón, mientras el capitán Carrill y la marquesa, colocados a su lado, observaban atentamente el inmenso arco del horizonte con anteojos de largo alcance.
Salido del caos de islas e islotes que salpican la entrada de la pequeña bahía, el «Yucatán» empezó a aumentar considerablemente su velocidad, dirigiéndose hacia el cayo Largo, tierra de notables dimensiones que forma, junto a muchas otras más pequeñas, una especie de barrera que llega casi a unirse con la gran isla de los Pinos.
A las diez, aquel amplio espacio del mar había sido felizmente superado sin haber encontrado ninguna nave, y media hora después el «Yucatán» se introducía audazmente entre los escollos e islotes para coitar aquella barrera.
Habría podido, con menos dificultades, embocar el canal de Rosario que se encontraba un poco más al oeste, pero siendo la ruta escogida por las naves que se dirigen a Cuba, Córdoba lo evitó, temiendo encontrarse con un crucero o alguna cañonera enemiga, que regresara del bloqueo de la isla de los Pinos.
Marchando con velocidad reducida y con muchas precauciones para no encallar en los numerosos bajos fondos, a mediodía el «Yucatán», después de haber costeado un trozo de la isla Tortuga, se lanzaba a todo vapor hacia el sudeste.
El mar se abría frente a su proa en toda su inmensidad, sin islas, sin escollos, sin bancos peligrosos y, lo que más importaba, sin naves enemigas, puesto que sobre el luminoso y purísimo horizonte no se elevaba ninguna columna de humo.
—Dios nos protege —dijo la marquesa a Córdoba, que había dejado la rueda del timón—. Esta travesía tiene algo de prodigiosa.
—Sí, doña Dolores —respondió el teniente—. Yo no creía que pudiéramos escurrirnos entre aquella barrera de islas sin enviar al «Yucatán» contra algún banco o sin encontrarnos con una nave americana.
—Sin embargo, el peligro volverá en seguida, señora marquesa —dijo el capitán Carrill—. Me temo que no va a ser fácil entrar en Santiago.
—Será la prueba más difícil —agregó Córdoba—, pero espero que lograré conducir el «Yucatán» también a Santiago. Apenas avistemos el cabo Cruz, sólo navegaremos de noche.
—Los buques americanos tienen potentes faros.
—Ya lo sé, capitán; nosotros hemos estado ya expuestos a sus haces de luz cerca de San Antonio, pero conseguimos escapar. Nuestro barco es pequeño, no produce humo, puede sumergirse casi totalmente, así que no es difícil engañar a las naves enemigas, que al ser demasiado grandes están obligadas a navegar por alta mar.
—¿Conocéis Santiago, señor Córdoba?
—Sí, capitán.
—Se dice que la entrada a la bahía es dificultosa.
—Bastante; se debe pasar por un canal estrechísimo, a pesar de todo no me inquieto y estoy seguro de poderlo embocar incluso de noche.
—Tengo absoluta confianza en ti —dijo la marquesa—. Eres uno de los más hábiles lobos de mar que he conocido. Mi marido tuvo una feliz idea al elegirte para el «Yucatán».
—Gracias, doña Dolores, pero yo conozco otra persona que sabe gobernar esta nave con parecida habilidad.
—¿Quién es?
—Vos, doña Dolores.
—¡Queréis burlaros…!
—No, doña Dolores, no bromeo y la tripulación, no sin motivo, os llama «la capitana». ¡Cuántas veces habéis guiado vuestra nave, en los momentos más difíciles, y cuántas veces la habéis sustraído al furor de las olas!
—Pero ahora descanso, Córdoba.
—Quizá no por mucho rato. Mirad, doña Dolores: el tiempo parece decidido a estropearse. Si empieza a soplar el viento de levante, llevará consigo masas de vapor y el mar no se estará quieto.
—Lo sé, Córdoba, y es precisamente este cambio de tiempo lo que me inquieta.
—Quizá será ventajoso para nosotros.
—¿Para forzar más fácilmente el bloqueo?
—Si, doña Dolores, con tiempo nublado podremos escurrimos más fácilmente entre los cruceros americanos.
—Lo veremos, Córdoba.
Mientras charlaban, el «Yucatán» continuaba su rápida marcha hacia el sudeste, manteniendo una velocidad de quince nudos.
Cuanto más se adentraba en el Mar del Caribe, el oleaje se volvía más violento haciéndole cabecear vivamente. Parecía que en regiones más meridionales la estación de las lluvias hubiese ya comenzado y que alguna tempestad viniera de flagelar las costas del continente americano, de Venezuela o de las Guayanas.
Bandadas de rincópidos y otros pajarracos voloteaban a flor de agua, siguiendo sus amplias ondulaciones y zambulléndose de vez en cuando entre la espuma para cazar pececillos, mientras en lo alto, rápidos como centellas, volaban los vencejos de mar.
A veces, en el agua se veía aparecer algún pez volador que se dejaba transportar plácidamente por el viento, llevando tensa su ancha aleta dorsal, y de tanto en tanto algún voraz escualo iba a hacer la ronda bajo la popa de la nave, mostrando su horrible morro. No eran verdaderos tiburones, sino aquellos llamados pez martillo, monstruos feísimos, que alcanzaban los quince pies y eran muy gruesos, con la cabeza en forma de martillo y ojos redondos, grandes y saltones.
Son tan feroces como los tiburones y se lanzan con ímpetu contra los desgraciados que caen al mar, cortándolos por la mitad con un solo golpe de sus formidables mandíbulas.
Sin embargo existen no pocos indios de Venezuela, especialmente los caribes, que se atreven a enfrentarse con ellos, logrando casi siempre la victoria.
Hacia el crepúsculo el «Yucatán», que debía encontrarse, según los cálculos de Córdoba y de la marquesa, a la altura de Trinidad, modificó el rumbo para volver hacia los cayos de las Doce Leguas, considerando que no era prudente dirigirse directamente al cabo Cruz, que forma la punta extrema de la especie de península que marca las costas meridionales de Cuba.
Había ya empezado a subir hacia el nordeste, cuando la marquesa, que estaba admirando el sol próximo a zambullirse en el mar, en un océano de luz roja que hacía centellear vivamente las aguas, señaló a Córdoba un islote perdido en el horizonte.
—¿Cuál es aquella tierra? —preguntó.
—¡Ah…! —exclamó Córdoba—. Es la isla Serrano, una isla que fue célebre en su tiempo.
—¿Y porqué, amigo mío? ¿Ha ocurrido algún suceso trágico en ese trozo de tierra perdido en el mar?
—Sirvió de refugio a Pedro Serrano.
—Sé ahora menos que antes, Córdoba.
—El Robinsón español.
—No conozco esa historia. He leído la del Robinsón inglés escrita por Defoe, pero ignoro la de nuestro compatriota.
—No es una historia reciente, ya que se remonta a mediados del siglo XVI, pero no es menos interesante ni menos conmovedora que la del héroe de Defoe. Pedro Serrano, un valiente marinero, nadador infatigable, se había embarcado en una vieja carabela cubana que debía dirigirse a Venezuela, si no me equivoco. Una tempestad la estrelló contra una isla desconocida; toda la tripulación, excluido únicamente Serrano, se ahogó. El pobre marinero, después de una larga lucha con las olas logró tomar tierra sobre aquella isla ignorada por todos, casi desnudo, y sólo con un cuchillo que milagrosamente había conservado. La isla estaba desierta, sin plantas ni animales. Cualquiera que se hubiera encontrado en el lugar del pobre marinero se hubiera dejado morir; en cambio él no quiso ceder sin lucha. Al principio se alimentó con cangrejos de mar, después, habiendo descubierto tortugas, capturó algunas, asegurándose los víveres por algún tiempo. Pero al haber empezado la estación de las lluvias y estando casi desnudo, padecía mucho. Sin embargo, con algunos guijarros que encontró logró procurarse fuego, sirviéndose de su cuchillo como de un eslabón y de algunos hilos retorcidos como yesca. Faltaba la leña sobre la isla, pero el mar tenía abundancia de algas y se sirvió de ellas secando una gran cantidad. El fuego debía durarle varios años. No contento, pensó construirse un cobijo y con gran paciencia lo logró, formando una especie de techo con caparazones de tortuga, que consiguió unir, encajándolas unas a otras por medio de cortes. Después del fuego, el refugio, después del refugio, el hornillo, después los manteles. De la nada, recurriendo a todas las facultades de su inteligencia, al cabo de un año había conseguido mejorar su condición. Un día otro náufrago fue a buscar asilo en aquella isla desierta. Igual que Serrano, había escapado milagrosamente de la muerte, mientras todos sus camaradas eran engullidos por el mar. Durante cuatro años estos dos desgraciados vivieron juntos, luchando desesperadamente para no morir de hambre, hasta que fueron recogidos por un barco que, por pura casualidad, empujado por el viento había arrojado el ancla en una pequeña bahía de la isla.
—¡Pobre hombre! —exclamó la marquesa, que había escuchado atentamente—. ¿Sobrevivió?
—Él sí, y pudo volver a ver España, pero su compañero murió durante el viaje. De nuevo en la patria, se vio obligado a ir de pueblo en pueblo mostrándose como un salvaje y casi desnudo. Se dice que tenía una barba desmesurada y que su rostro había adquirido un aspecto verdaderamente horroroso. Sin embargo, un día, el emperador Carlos V, al saber la historia de aquel pobre Robinsón, quiso verlo, y para compensarle por las miserias sufridas, le concedió una pensión que debía serle pagada por el virrey de Panamá. Serrano volvió al mar, llegó a América, pero no pudo recibir ni un solo peso porque la muerte le sobrevino casi a las puertas de Panamá.’¡Después de tantos años de vida salvaje, la vuelta a la vida civil le había sido fatal…!