9

LA MUERTE DEL CUBANO

Abandonada la isla, la chalupa, hábilmente conducida por Córdoba, se metió en medio de las altas escolleras, adentrándose en el tortuoso canal que debía conducirles a la caverna marina.

Ahora no había que temer ningún peligro por parte del mulato y sus negros y menos de los insurgentes, al menos por el momento. Además los negros, convencidos de que nadie había intentado desembarcar, parecía que habían vuelo a sus cabañas, puesto que los disparos cesaron.

Los únicos rumores que se oían eran los sordos golpes de las olas, estrellándose contra las paredes exteriores de la escollera. En el canal, en cambio, reinaba una calma absoluta en aquel momento, lo que era una verdadera suerte para la chalupa que iba un tanto sobrecargada.

La travesía del canal se realizó rápidamente y en silencio y, a las once, la ballenera se encontraba frente a la caverna marina. Abriéndose paso entre las espesas plantas que la escondían, entró bajo la inmensa bóveda. Repentinamente, en medio de la profunda oscuridad, se oyó una voz gritar en tono amenazador:

—¿Quién vive?

—Córdoba —respondió el teniente—. Encended las luces.

Gritos de alegría estallaron a bordo, mientras se encendían rápidamente las lámparas. Maestro Colón había subido inmediatamente a la cubierta, gritando:

—¿Sois verdaderamente vos, teniente?

—Sí, viejo amigo, acompañado de doña Dolores.

—¡Es imposible! ¡No puedo creer tanta fortuna!

—¡Buenas noches, Colón! —gritó la marquesa.

—¡Vos, señora…! ¡Muchachos, la capitana está a salvo!

Toda la tripulación había subido precipitadamente a cubierta. Preguntas, respuestas, exclamaciones de todas clases se entrecruzaban; si se hubieran encontrado en alta mar, aquellos bravos marineros habrían saludado a su intrépida capitana con un «¡hurra!» formidable.

La ballenera estaba ya junto a estribor de la nave, al lado de la escala. Doña Dolores, subió a bordo, diciendo a los marineros que se agolpaban a su alrededor:

—¡Silencio, muchachos! Buenas noches a todos, gracias a todos, pero no gritéis demasiado. El peligro no ha cesado todavía.

—Señora marquesa —dijo el viejo Colón, con voz conmovida y estrechando la mano que ella le tendía—. Ahora que os tenemos entre nosotros no tememos ningún peligro; con vos y el señor Córdoba estamos dispuestos a desafiar a la muerte.

—Gracias, viejo amigo —respondió doña Dolores—. Conozco mi tripulación y sé cuánto vale. Si Dios nos ayuda, cumpliremos nuestra misión a despecho de los rebeldes y de los americanos. Con valientes como vosotros, sé que puedo hacer milagros.

—Disponed enteramente de nuestra vida, señora.

—Intentaré más bien no arriesgarla, mi valiente Colón —respondió la marquesa sonriendo.

—Señor Córdoba, ¿partiremos en seguida? —preguntó el maestro, dirigiéndose al teniente.

—No, Colón; sería una imprudencia, con esta oscuridad. ¿Qué decís, doña Dolores?

—¿Es conocida esta caverna?

—No lo creo —respondió Colón.

—¿Nadie os ha visto entrar aquí?

—No, seguro que nadie —dijo Córdoba—. Hemos llegado aquí un poco antes del amanecer, cuando las tinieblas aún no se habían disipado.

—Entonces creo que conviene quedarse aquí algunos días. Quizá en estos instantes los insurrectos se han dado cuenta de la sucia jugarreta que les hemos hecho, y vigilan a lo largo de las playas. Tú sabes, Córdoba, que disponen de una batería de cañones y de numerosos fusiles. ¿Qué creéis vos, capitán Carrill?

—Apruebo vuestro consejo —respondió el español—. Con las municiones que hay en la bodega, no creo prudente exponerse a un combate con balas explosivas. Yo sé que los insurrectos tienen gran cantidad de granadas.

—Así, pues, nos quedaremos aquí hasta que los insurrectos se hayan convencido de que hemos abandonado la isla —dijo Córdoba—. Este refugio es seguro y no tendremos nada que temer, al menos eso espero. Doña Dolores, id a descansar y también vos, capitán. Os cedo el camarote contiguo al mío. Confío la vigilancia del «Yucatán» a Colón.

La marquesa, Córdoba y el capitán descendieron al espejo, mientras los marineros se retiraban a la cámara común de proa, no permaneciendo en cubierta más que el viejo maestro y los hombres de cuarto.

Después de apagar todas las luces, Colón encendió la pipa y fue a sentarse en proa en compañía de un contramaestre artillero, queriendo vigilar personalmente la entrada de la caverna. Aunque estaba seguro de que los habitantes de San Felipe ignoraban la existencia de aquel escondite, no acababa de sentirse completamente tranquilo.

Especialmente, la desaparición misteriosa del cubano que le había sido explicada por Quiroga, había hecho nacer en él ciertas sospechas que no lograba vencer.

En su caída, quizá se había estrellado en la escollera, pero también podía haber simulado la desgracia y haberse salvado a nado para vengarse de Córdoba y de todos los terrores padecidos.

—¡Hum…! —murmuraba el viejo lobo de mar, sacudiendo la cabeza y fumando con furia—. Aquel maldito cubano nos va a jugar quizá una mala pasada, conociendo nuestro escondite.

De repente, incapaz de dominar sus temores, se levantó bruscamente, diciendo al contramaestre:

—Ven conmigo, amigo.

—¿A dónde queréis ir, maestro? —preguntó el artillero.

—A dar una mirada al canal.

—¿Teméis alguna cosa?

—Lo sabrás después. Ve a buscar dos fusiles y ponlos en la chalupa.

El contramaestre fue a coger las armas y bajó a la ballenera que estaba fondeada junto ala escala de babor. Colón cruzó algunas palabras con los hombres de guardia y luego se le unió.

—Vamos —dijo—. Procuremos no hacer ruido.

Tomaron los remos y maniobrando con precaución, se dirigieron silenciosamente hacia la salida de la caverna, parándose detrás de la cortina vegetal.

Habiéndose disipado la niebla que ocultaba las estrellas, la oscuridad era menos intensa, hasta el punto de que se podía divisar una persona a una distancia de cincuenta o sesenta metros.

Colón se levantó e iba a abrirse paso entre los vegetales, cuando a sus oídos llegó un ligero chasquido.

—¿Has oído? —preguntó a su compañero.

—Sí —respondió el artillero—. Parece que alguien ha dejado caer en el agua un objeto.

—¿No crees que pueda ser un pez?

—No, maestro.

—Y yo tampoco —murmuró él viejo maestro.

Con un ligero golpe de remo impulsó hacia adelante la chalupa apartando los vegetales que en aquel lugar rozaban, con sus extremos, el agua y se inclinó hacia afuera, lanzando una rápida mirada al exterior.

Una sorda exclamación salió de sus labios.

—¿Qué tenéis, maestro? —preguntó el artillero, que estaba tras él, muy cerca.

—¡Cuerno de narval! —barbotó el viejo—. He visto una chalupa alejarse rápidamente y desaparecer en una curva del canal.

—¿Estáis seguro de no haberos engañado?

—La he visto claramente.

—¿Cuántos hombres llevaba?

—Cinco, me parece —respondió Colón.

—¿Habrán venido a espiarnos?

—Seguro.

—¿Qué hacemos, maestro?

—Vamos a despertar al señor Córdoba.

Volvieron rápidamente a bordo y Colón, bajando al espejo, advirtió al teniente de lo que había visto y de la zambullida que había oído.

—¡Mil rayos! —exclamó Córdoba, saltando precipitadamente de su camastro.

Se vistió rápidamente y subió a cubierta, diciendo:

—Lo que me has dicho, Colón, es tan grave, que empiezo a temer una traición. Vamos a registrar el canal para ver si está libre y dejemos de inmediato esta caverna que puede convertirse, de un momento a otro, en una trampa.

—No es conveniente, con esta oscuridad —dijo Colón.

—¿Por qué, viejo amigo?

—Os he dicho que he oído un sordo chasquido.

—¿Y qué sacas en conclusión? —preguntó Colón con ansiedad, imaginándose qué quería decir el maestro.

—Que deben haber sumergido alguna cosa frente a la caverna. Suponed que sea una mina; ¿qué le ocurriría al «Yucatán»…?

Córdoba, a pesar de su valor, tuvo un estremecimiento.

—¡Una mina…! —exclamó—. Me das miedo, Colón. ¿Quién puede haber guiado a los insurrectos por el canal? Nadie conocía nuestro refugio.

—¿Quién? ¿Queréis saberlo, teniente…? El perro del cubano.

—¡Del Monte!

—Sí, señor Córdoba, no puede haber sido nadie más que él. Yo no creí en su muerte.

—¡Todavía ese miserable! —exclamó Córdoba con los dientes apretados—. ¡Y yo que le había perdonado…!

—Debisteis ahorcarlo con una soga doble.

—Sí —murmuró el teniente, como hablando entre sí—, debe haber sido él el que los ha conducido aquí, ya que nadie más podía sospechar la presencia del «Yucatán» entre estos escollos.

—Es verdad, señor Córdoba —dijo Colón—. Y además la idea de hacernos volar no se le puede haber ocurrido más que a aquel bandido. Él querría intentar contra nosotros lo que vos habéis hecho en la bahía de Corrientes.

—¡Ah…! Ya veremos si lo logrará. ¿Crees, ante todo, que hayan depositado una mina o un torpedo en el canal?

—Lo sospecho, señor Córdoba.

—Es necesario asegurarse.

—¿De qué modo?

—Intentando provocar el estallido. Supongamos que se trata de un ingenio flotante, quizá una mina Boyant o un torpedo Sines-Edison. Los americanos tienen una gran variedad de estos tremendos artefactos y habrán provisto también a los insurrectos. ¿Cuándo baja la marea?

—Dentro de una hora, señor Córdoba.

—Va bien para el caso. Si se trata de una mina sujeta a un ancla, como sospecho, la haremos estallar.

Córdoba bajó al espejo y llamó en la puerta de doña Dolores, rogándole que se levantara, y en la del capitán Carrill.

Cuando la capitana y el español salieron, Córdoba les puso al comente de la situación.

—¿Qué piensas hacer, Córdoba? —preguntó la marquesa, que se había quedado pensativa—. No podemos permanecer eternamente en este refugio.

—Tengo un proyecto que espero logrará desembarazar el canal de este peligroso ingenio de destrucción, pero no respondo de la resistencia que opondrán los insurrectos. Es cierto que viéndonos salir harán llover sobre nosotros balas y granadas en gran cantidad. Las costas son altas y se prestan a su defensa sin que nosotros podamos responder con éxito.

—Es preciso intentarlo, amigos míos.

—Lo intentaremos, doña Dolores. Aprovecharemos las tinieblas y la marea descendente.

Volvió a cubierta, llamó a Colón y a algunos marineros y les impartió sus instrucciones.

Inmediatamente fue abierta la escotilla de bodega y bajaron algunos marineros llevando linternas. Durante diez minutos se oyó martillear como si rompieran algo, después volvieron a subir llevando cajas y barriles.

En seguida un montón de unas y otros se acumularon junto a la popa donde Colón, ayudado por algunos marineros estaba echando al agua dos troncos, dos trozos del mástil de recambio.

—¿Bastarán? —preguntó el maestro, señalando a Córdoba los toneles y las cajas.

—Sí —respondió el interpelado—. Démonos prisa, viejo amigo; hay que aprovechar la oscuridad.

Los marineros, que sabían ya de qué se trataba, arrojaron al agua cajas y barriles, después de haberlos atado entre ellos, mientras otros marineros, que habían bajado a la ballenera, se pusieron a construir rápidamente una especie de balsa de grandes dimensiones.

—Pero ¿qué quieres hacer? —preguntó la marquesa a Córdoba.

—Ya lo veréis, doña Dolores —dijo el lobo de mar, con una sonrisa misteriosa.

—Ya sé de qué se trata, señor Córdoba —dijo el capitán Carrill—. En vez del «Yucatán» será la balsa lo que saltará.

—Es verdad, señor. Eh, Colón, ¿está todo a punto?

—Hemos terminado.

—¿Sigue bajando el agua?

—Continúa la bajamar.

—Estupendo; la balsa navegará hacia la salida del canal. Que vengan dos hombres conmigo, y también tú, Colón.

—Doña Dolores, mi ausencia será breve.

—Sé prudente, Córdoba.

—No temáis.

El valiente lobo de mar bajó a la chalupa, que en seguida empezó a moverse remolcando la balsa hacia la salida de la caverna.

Al llegar junto a la cortina vegetal, Córdoba y Colón empujaron hacia adelante el amasijo de cajas y bocoyes, cortando después el cabo que había servido para remolcarlo.

El objeto flotante, abandonado a sí mismo, se quedó un momento inmóvil y luego arrastrado por el movimiento del agua se puso lentamente en marcha, pasando bajo los vegetales.

—Sí —murmuró Córdoba—. La cosa resultará. ¿Has unido los dos trozos de mástil, Colón?

—Sí, teniente.

—¿Crees que su longitud sea igual a la anchura del canal?

—Más o menos.

—Esperemos, Colón.

La chalupa, a una señal del teniente, avanzó algunos metros, manteniéndose, sin embargo, resguardada en parte bajo la arcada de la caverna. Los cuatro hombres, confundidos entre las hierbas colgantes, se pusieron en observación.

La balsa había empezado a alejarse, siguiendo la bajamar. Giraba lentamente sobre si misma, tocando con los extremos de los dos troncos, que servían de eje al amasijo de cajas y barriles, las paredes del canal.

Se encontraba ya a algunos metros de distancia, cuando repentinamente se oyeron unos gritos.

—¡Eh, mira! —había gritado un hombre.

—¡En pie! —aullaba otro—. ¡Se preparan a huir!

A continuación siguieron órdenes, preguntas y respuestas, y también retumbaron algunos disparos seguidos de una descarga de trabucos.

Los insurrectos, que estaban reunidos en gran número sobre las cimas de la escollera, viendo aquella masa negra descender por el canal, habían abierto fuego, creyendo probablemente que iba tripulada por los pasajeros del «Yucatán», o pensando quizás que se trataba de la pequeña nave.

—Se desahogan —dijo Córdoba, dirigiéndose a Colón—. Tirad todo lo que queráis, amigos míos; no lograréis otra cosa que mandar a pique algunos barriles.

—Han ocupado todas las alturas que dominan el canal, señor Córdoba —observó el maestro.

—Ya lo sé.

—Esto significa que hemos sido traicionados.

—Sí, por el cerdo del cubano. Ahora no queda ninguna duda.

—¿Cómo haremos para salir, señor Córdoba?

—Como hemos entrado, viejo amigo. Nuestra nave se ríe de los trabucos y de los fusiles. Eran las granadas las que me daban miedo. Ahora veo que no cae ninguna, lo que quiere decir que los insurrectos no tienen o que se han olvidado de traerlas. ¡Vaya! ¡Qué endiablada música! Acribillarán a la pobre balsa.

Los insurrectos, viendo que aquella masa enorme, en vez de pararse o de volver precipitadamente a la caverna, continuaba alejándose, redoblaron los disparos de fusil y los trabucazos, haciendo un estruendo ensordecedor.

De repente se oyó gritar una voz tonante:

—¡Van a explotar! ¡Atrás todos!

—¡Mil tiburones! —aulló Córdoba—. ¡La voz de del Monte!

—¡Si, es la suya! —confirmó Colón—. Ya os habla dicho que no debía haber muerto.

—¡Ah…! ¡Si pudiera agarrar a ese perro…! ¡Colón, escapémonos!

—¡No! ¡Mirad!

Un relámpago había brillado, iluminando la noche, luego una columna de agua se elevó hacia lo alto, hasta la altura de las rocas, mientras una sorda detonación retumbaba en el fondo del canal. La balsa salió disparada hacia arriba algunos metros, bajo la violencia de la explosión, cayendo otra vez en el agua.

Un aullido inmenso, un griterío de triunfo, se oyó en lo alto; los insurrectos, creyendo que había saltado el «Yucatán», manifestaban su alegría, sin preocuparse, al parecer, del cargamento que se perdía.

Entretanto, Córdoba se había vuelto hacia los marineros, diciendo:

—¡Rápido, a bordo! Hay que aprovecharse del entusiasmo de los rebeldes para engañarlos.

En cuatro golpes de remo la chalupa llegó junto a la escala de babor de la pequeña nave. Córdoba subió rápidamente a cubierta, gritando:

—¡Partimos!

—¿Ahora mismo? —preguntaron la marquesa y el capitán Carrill.

—La mina ha estallado y el canal está libre.

—¿Y si los insurrectos hubiesen colocado más de una? —preguntó la marquesa—. ¿Has pensado en ello, Córdoba?

—Sí, doña Dolores, y he pensado también que si no salimos ahora, quizá no podríamos hacerlo nunca. Pongámonos en las manos de Dios y confiemos en nuestra suerte. ¡Maquinista!

—¿Señor…?

—¿Tenemos la máxima presión?

—La máquina está a punto.

—¡Desembarazad todos el puente! Aquí, dentro de poco van a granizar las balas. ¡Doña Dolores, capitán, al espejo!

—¿Y tú, Córdoba…? —preguntó la marquesa.

—Yo estaré en la torreta con Colón para guiar el «Yucatán».

—Quiero estar a tu lado, Córdoba.

—No, doña Dolores.

—Se trata de gobernar mi nave, Córdoba.

—No puedo permitirlo, por otra parte no hay espacio para tres personas y sólo Colón conoce el canal. ¡Vamos, despejad la cubierta!

Como una exhalación todos obedecieron. Córdoba cogió un fusil que había apoyado en el costado de popa y se metió en la torreta, donde ya estaba Colón, teniendo en sus manos la rueda del timón.

—¡Avante! —ordenó, inclinándose sobre el tubo que comunicaba con la sala de máquinas—. ¡A diez nudos!

La hélice se puso súbitamente en movimiento, haciendo espumear las aguas de la caverna y el«Yucatán» se dirigió intrépidamente hacia la salida, irrumpiendo bruscamente en el canal.

Al no producir humo sus motores y habiendo sido apagadas todas las luces, en el primer momento nadie se dio cuenta de su salida. El fragor producido por la hélice que mordía el agua no debía, sin embargo, tardar en delatarlo.

En efecto, estaba en la mitad del primer canal, cuando de la alto de uno de los escollos se oyó gritar:

—¡Ohé…! ¿No veis allí abajo otra nave que huye?

A estas palabras siguió un breve silencio y a continuación estalló repentinamente un griterío espantoso. Hasta aquel momento, ya demasiado tarde para pensar en detenerlo con algún otro formidable artefacto de destrucción, los insurrectos no se dieron cuenta de haber torpedeado una balsa u otra cosa similar, en vez del «Yucatán».

Furiosos por el engaño, se pusieron a disparar a lo loco, descargando fusiles y trabucos, mientras otros compañeros hacían llover sobre el canal una granizada de piedras.

La nave, aunque tocada, continuaba su carrera sin responder. Las balas no podían producir ningún daño, estrellándose contra las planchas metálicas de la cubierta o rebotando en la torreta de popa, dentro de la que se encontraban Córdoba y el viejo Colón.

Ya no faltaba más que medio cable para llegar a la curva del canal, cuando Córdoba vio aparecer algunas antorchas.

—¡Rayos y truenos! —exclamó—. ¡Algunas barcas que vienen a nuestro encuentro! ¿Intentarán estos isleños un abordaje…?

—Es imposible que se atrevan a tanto, teniente —respondió Colón—. Quizá creen que nuestro barco ha sido destrozado por la explosión de la mina y acuden a recoger los náufragos.

—¡Ataquemos con el espolón, maestro!

—Los mandaremos a pique, señor Córdoba.

Dos barcazas ocupadas por algunos insurrectos e iluminadas por antorchas humeantes, habían aparecido junto a la curva del canal y avanzaban apresuradamente.

Al encontrarse inesperadamente frente al «Yucatán», los hombres que las tripulaban se pusieron a aullar desesperadamente, después se les vio arrojarse precipitadamente en el agua, intentando salvarse sobre los escollos.

El barco continuó su carrera. Con un golpe de espolón despanzurró las dos barcas, virando luego rápidamente de bordo para seguir la curva del canal, siendo despedida por una última y más formidable descarga de fusiles y trabucos.

Algunos insurrectos, más resueltos y también más obstinados que los otros, abandonando la cresta de la alta escollera, descendieron hasta la playa y empezaron a seguir la nave, disparando contra ella algunos tiros, mientras otros se habían reunido junto a la salida con la intención de matar por lo menos al timonel de la torreta.

Como llevaban con ellos algunas teas encendidas, Córdoba pudo descubrirlos a tiempo. Eran diez o doce negros, armados de trabucos y mandados por dos mestizos o quizá blancos.

—Mira aquellos dos hombres que apuntan sus fusiles hacia nuestra torreta —dijo Córdoba a Colón—. ¿Conoces al más bajo de los dos?

—¡Sí, señor Córdoba! —exclamó el viejo maestro—. ¡Es aquel perro cubano!

—Y el otro es el simpático señor Guaymo, mi excelente amigo. Estoy agradecido a uno de ellos porque me ofreció una deliciosa comida, pero al otro lo mando directo a la casa de maese Belcebú… ¡Atento a la rueda, Colón!

—¡No temáis!

En aquel instante los negros descargaban sus trabucos con un estruendo ensordecedor. Los proyectiles de estas armas monstruosas golpeaban con estrépito sobre la plancha de acero de la torreta sin ningún resultado, pues las láminas eran a prueba de balas de cañón.

Córdoba había saltado fuera rápidamente, empuñando el fusil que había llevado consigo.

—¡Aquí tienes la cuenta, del Monte! —gritó.

Inmediatamente retumbó una detonación.

El cubano, tocado por el infalible disparo del lobo de mar, alargó los brazos, desplomándose pesadamente en el suelo, como si lo hubiesen fulminado.

—No lo he ahorcado, pero el resultado final ha sido el mismo —dijo Córdoba, con voz tranquila—. ¡Jefe de máquinas, a quince nudos… Colón, proa al este…!