LA FUGA
Un instante después la marquesa del Castillo se detenía ante el umbral de la habitación, con el más vivo asombro pintado sobre el rostro, mirando con una especie de terror a Córdoba y a sus marineros, y sobre todo al señor del Monte que al verla se había puesto lívido.
Un gesto fulminante del teniente ahogó probablemente en su garganta el grito de sorpresa que estaba a punto de escapársele y quizá también el nombre de su fiel compañero. Rápidamente comprendió que sus hombres habían urdido algún plan temerario para salvarla y recuperó inmediatamente su calma habitual, contestando, con una graciosa inclinación al saludo del jefe rebelde y de sus huéspedes.
—Perdonad, señora marquesa, si os he importunado —le dijo Guaymo, descubriéndose—, pero está aquí el señor teniente Mac-Kye de la marina americana que deseaba veros.
—Es cierto, señora —dijo Córdoba—. Espero que sabréis excusar mi curiosidad, pero estaba deseoso de contemplar a la famosa capitana del «Yucatán».
—¡Famosa…! —exclamó doña Dolores, riendo—. ¡Hay que ver! —¿Qué decís, teniente? ¿Es posible que ahora en Cuba todos me conozcan?
—Yo creo, marquesa, que desde el cabo San Antonio a la punta de Maisi, todos conocen ya la historia del «Yucatán» y todos saben que su capitán es una mujer.
—Me duele, señores —dijo doña Dolores, sentándose—. Yo me había hecho la ilusión de poder alcanzar las costas de Cuba absolutamente ignorada, mientras que ahora me doy cuenta de que he sido traicionada.
—En la guerra las traiciones son a veces necesarias.
—Ahora lo veo. Sin una traición no estaría prisionera.
—Consolaos, señora marquesa —dijo el cabecilla de los rebeldes—. Vuestra prisión no ha durado más que dos días o todo lo más tres.
—¡Oh…! ¿Acaso voy a reconquistarla libertad?
—El señor teniente está encargado de volveros a conducir a Cuba.
—¿Con el capitán Pardo?
—Sí, señora —dijo Córdoba—. Con Pardo, que os restituirá la libertad si queréis entregar finalmente las armas que el «Yucatán» tiene en su bodega. O aceptáis o yo os embarcaré en el «Oyster» y os conduciré a Key-West o a Tampa. He sido enviado aquí especialmente para tratar con vos, acompañado por el señor del Monte, uno de los más fieles amigos del capitán Pardo.
La marquesa no respondió. Miraba fijamente al astuto Córdoba como para leer en sus ojos la respuesta que debía dar.
—Y bien, ¿qué decidís, señora? —preguntó el teniente, inclinando ligeramente la cabeza, en señal afirmativa.
—Pienso, …señor, que más resistencia por mi parte sería absolutamente inútil —respondió la marquesa—. Lo he intentado todo para llevar la empresa a buen fin; si la fortuna me ha sido contraria, debo resignarme y ceder.
—¿Entregaréis el cargamento…? —exclamaron Córdoba y Guaymo, uno con alegría fingida y el otro con verdadero entusiasmo.
—Lo entregaré, señores.
—Entonces, señora marquesa, mañana os embarcaremos para Cuba, y pasado mañana seréis libre.
—¿Con mis compañeros?
—Es imposible; mi chalupa no puede llevar una carga excesiva.
—Puedo proporcionaros una mayor —dijo Guaymo.
—Pensad, querido amigo, que nosotros somos solamente cinco.
—Emplead a los prisioneros, excluyendo la marquesa. ¿Pensáis partir mañana?
—Al amanecer.
—Así, pues, hoy seréis mi huésped.
—Si no os molesta.
—Al contrario, teniente. ¡Las distracciones son tan escasas en San Felipe! Aprovecharé para enseñaros nuestros depósitos de armas y mostraros mis tropas.
—Un paseo me vendrá bien.
El jefe de los insurrectos llamó al negro, y volviéndose luego hacia la marquesa que se había levantado:
—Señora, os ruego que os retiréis a la casita que tenéis destinada. Si no os molestamos, esta noche iremos a encontraros.
—Estaré contenta de recibiros, señores —respondió doña Dolores—. La velada será menos larga y menos aburrida.
Cambió con Córdoba una mirada de inteligencia y salió.
—¡Hermosa señora, a fe mía! —exclamó Córdoba, dirigiéndose a Guaymo—. Debe ser una mujer enérgica y resuelta.
—Así lo creo —respondió el rebelde—. Y precisamente por eso tengo siempre dos centinelas frente a su puerta. Señor teniente, vamos a buscar una chalupa que sea más grande que la vuestra.
Encendieron sus cigarros y salieron cogidos del brazo como dos viejos amigos, seguidos por el español y los dos marineros que no se separaban del lado del cubano.
El jefe insurrecto de San Felipe, que no tenía la menor sospecha sobre Córdoba, se esforzó por hacerle pasar lo mejor posible la tarde. Lo condujo en primer lugar al puerto, donde fue elegida la chalupa que debía servir para el transporte de sus prisioneros, una sólida barca de diez toneladas aparejada en cutter que podía resistir incluso la mar gruesa; luego le enseñó los almacenes de las armas, las piezas de artillería que debían ser transportadas a Cuba en cuanto disminuyera la vigilancia de las cañoneras españolas y, finalmente, lo acompañó a beber unas copas o una taza de excelente chocolate con algunos plantadores de la isla.
Durante aquellos paseos, Córdoba había tenido ocasión de acercarse varias veces al español cambiando con él algunas rápidas palabras.
Eran instrucciones de mucha importancia, concernientes a un audaz proyecto, que él debía transmitir también a los dos marineros para que todos estuviesen preparados en el momento oportuno.
Acababa la tarde y después de la cena, el jefe rebelde, Córdoba y sus compañeros se dirigieron a buscar a la marquesa, no considerándola ya una prisionera.
La casita destinada a los prisioneros se encontraba en un extremo del campamento atrincherado, detrás de los cobertizos que servían de almacén para las armas. Era una pequeña construcción de dos pisos hecha de ladrillo y madera con una barandilla alrededor cubierta de esteras de coco. No había más que cuatro habitaciones; dos para la marquesa y las otras para el capitán Carrill y los cuatro marineros del «Yucatán». Dos centinelas vigilaban día y noche frente a la única salida, precaución indispensable, a pesar de que estaban cerrados bajo llave y las ventanas habían sido condenadas con robustas traviesas de madera.
Doña Dolores recibió al jefe de los insurrectos y a sus amigos con cortés solicitud, fingiendo gran contento por su visita. Por una muchacha mulata, puesta a su disposición por Guaymo para vigilarla también, hizo traer café y lo ofreció a sus visitantes, diciendo con amable jovialidad:
—Lo he preparado yo; espejo que haréis honor a lo que os puede ofrecer una pobre prisionera.
—No lo habéis sido nunca de hecho, marquesa —respondió el cabecilla de los insurgentes de San Felipe—. No podéis quejaros de excesivo rigor por mi parte.
—Es verdad, señor, y os estoy reconocida.
—No me lo agradezcáis a mí; yo no he hecho más que obedecerlas órdenes recibidas del capitán Pardo.
—Un capitán bastante cortés, en efecto —dijo Córdoba—. No he encontrado nunca un caballero tan perfecto, aunque a primera vista no lo parezca.
—Señora marquesa, es excelente este café, a fe mía. Espero beber otra taza mañana al amanecer, antes de la partida.
—¿Cuándo partimos, pues, señores? —preguntó doña Dolores.
—A la salida del sol.
—¿Con el capitán Carrill?
—Y los cuatro marineros de vuestro «Yucatán». Hemos encontrado ya una cómoda chalupa.
—¿E iremos a encontrar al capitán Pardo?
—Sí, marquesa, y… ¡Vaya…!
—¿Qué tenéis? —preguntó Guaymo, viendo al teniente alzarse bruscamente y dirigirse hacia la ventana.
—Me ha parecido ver brillar un relámpago sobre el mar.
—¿Un cohete, acaso?
El cabecilla de los insurrectos se había incorporado para acercarse a la ventana, pero al mismo tiempo se habían levantado también los dos marineros. Éstos intercambia ron una mirada y luego repentinamente, mientras Córdoba cerraba rápidamente la puerta, se arrojaron sobre Guaymo echándolo a tierra de dos puñetazos tremendos.
El pobre hombre, aturdido y semiinconsciente, estaba sujeto por los marineros.
—Ya está hecho, teniente —dijeron los dos robustos muchachos.
La marquesa se puso en pie de un salto, exclamando:
—¡No lo matéis!
—No es necesario, doña Dolores —repuso Córdoba—. Lo amordazaremos y lo ataremos muy bien. Nos basta con que hasta mañana al amanecer no nos dé molestias.
—¡Que audacia la tuya, mi valiente Córdoba! —exclamó la marquesa—. ¿Y mi «Yucatán»?
—Está aquí.
—¿Aquí…? ¡Mi «Yucatán» aquí…!
—Dentro de dos horas estaréis a bordo, doña Dolores.
Después, viendo que la marquesa abría la boca para acribillarlo a preguntas, le dijo:
—Más tarde os lo explicaré todo; ahora se trata de actuar si queremos escapamos.
—¿Huiremos, Córdoba?
—Inmediatamente, doña Dolores. Si los rebeldes se dan cuenta, estamos todos perdidos. ¡Ohé, muchachos!, encargaos de los centinelas.
—Estamos dispuestos, teniente —respondieron los dos marineros, que habían amordazado y atado apretadamente al jefe de los insurrectos.
—Llevad a este hombre a la estancia contigua, sobre mi cama —dijo la marquesa.
Los marineros se apresuraron a obedecer.
—¿Dónde están los prisioneros? —preguntó Córdoba a la marquesa.
—En el piso bajo.
—Quedaos aquí con Quiroga y vigilad atentamente al querido señor del Monte. El pobre hombre me parece que tiene necesidad de que le animen. Eh, amigo, tenéis cara de funeral.
El cubano parecía verdaderamente aterrorizado, temiendo quizá por su propia piel. Miraba a la marquesa con ojos llenos de espanto y a los marineros que habían reducido tan violentamente, con sólo dos puñetazos, al jefe de los insurrectos de San Felipe.
La marquesa, adivinando quizá lo que pasaba por la cabeza del traidor, le dijo:
—Tranquilizaos; nada habéis de temer… por ahora.
—Doña Dolores —preguntó Córdoba—. ¿Es resistente la puerta de los prisioneros?
—¡Bah! —respondió ella—. Bastará un empellón de nuestros hombres.
—Quiroga, os recomiendo a del Monte.
El español sacó del bolsillo un revólver y se sentó frente al traidor, que no parecía todavía tranquilizado.
—Vamos, mis valientes —dijo Córdoba—. Dos nuevos puñetazos a los centinelas.
—No temáis —respondieron los marineros.
Descendieron los tres la escalera y llegados al piso bajo que no estaba iluminado, se detuvieron mirando a través de la puerta.
Los dos centinelas, dos mestizos, se hallaban sentados en un banco y charlaban tranquilamente, fumando cigarrillos. No se debían haber dado cuenta de nada, ya que sus fusiles estaban apoyados en el tronco de un árbol.
—Listos —murmuró Córdoba.
Los marineros se acercaron a Ja puerta, sin que los dos mestizos les hubieran oído aproximarse.
—¿Preparado, Miguel? —preguntó uno de ellos con hilo de voz.
—Preparado —respondió su compañero.
—Para mí el de la derecha; tú te ocupas del otro.
De un salto se colocaron junto a los dos mestizos; dos puñetazos formidables cayeron, con sordo rumor, sobre la cabeza de los pobres diablos, que se desplomaron el uno sobre el otro sin soltar ni un suspiro.
Los marineros los sujetaron rápidamente, se apoderaron de los fusiles y volvieron al corredor, mientras Córdoba se apresuraba a atrancar la puerta.
—Espero que no los habréis matado —dijo.
—No creo —respondió Miguel.
—Amordazadlos.
Arrancaron una cortina que colgaba de una ventana, que iluminaba la escalera, la hicieron pedazos y amordazaron y ataron cuidadosamente a los dos desgraciados, llevándolos después al dormitorio de la marquesa para que hicieran compañía al señor Guaymo.
—A los prisioneros, ahora —dijo Córdoba, cuando estuvieron de vuelta—. Es preciso derribar esta puerta.
—Dejádmela a mí —respondió Miguel.
Apoyó un hombro contra la puerta, arqueó su poderosa espalda y poniendo un pie sobre el muro que tenía detrás, dio una sacudida irresistible.
La madera crujió bajo el esfuerzo, los viejos goznes se doblaron y luego saltaron de golpe junto con la cerradura.
Oyendo el estruendo de la fractura, el capitán Carrill y los cuatro marineros del «Yucatán» que habían sido hechos prisioneros con la marquesa, acudieron con una linterna.
Un grito de asombro salió de los labios de los marineros:
—¡El señor Córdoba!
—¡Caray!
—¡Los camaradas!
—¡Mil lobos marinos!
—Silencio —dijo Córdoba—. Si queréis lograr la libertad seguidnos sin chistar.
—¿Pero, quién sois vos, señor, que venís a salvarnos? —preguntó el capitán Carrill.
—El segundo comandante del «Yucatán» —respondió Córdoba—. ¡Venid rápido, capitán!
—¿Y la marquesa?
—Nos espera.
Subieron rápidamente al piso superior. Córdoba, sin perder tiempo en dar explicaciones, abrió una ventana y midió la altura que la separaba del suelo.
—Cuatro metros —dijo—. El descenso no será difícil.
—¿Huiremos por la ventana? —preguntó la marquesa.
—Sí, pues así estaremos fuera de la cerca.
—Pero aquí no hay cuerdas, Córdoba.
—Las tenemos, doña Dolores.
Después, volviéndose hacia los marineros:
—Arrancad las cortinas y enrolladlas apretadamente; nos servirán para bajar.
En un abrir y cerrar de ojos las cuatro cortinas de las dos ventanas fueron desprendidas, atadas dos a dos y bien retorcidas.
—Tú primero, Miguel, que tienes un fusil —dijo Córdoba—. Mira si hay centinelas.
El marinero cabalgó el alféizar, se agarró a aquella especie de soga y se dejó deslizar hasta tierra.
Llegado abajo, armó el fusil cogido a uno de los mestizos y se alejó algunos pasos siguiendo la empalizada exterior del pequeño campamento atrincherado. No descubriendo ningún centinela se apresuró a volver bajo la ventana.
—¿Nadie? —preguntó Córdoba.
—Nadie teniente; podéis bajar.
—Adelante los marineros.
Los cinco camaradas de Miguel descendieron uno tras otro, luego bajó doña Dolores, después el cubano, el español y finalmente Córdoba y el capitán Carrill.
—Tres marineros delante; los otros en la retaguardia —ordenó Córdoba.
El pelotón se puso inmediatamente en marcha, alejándose rápidamente del pequeño campamento atrincherado por temor de encontrarse algún centinela.
La oscuridad favorecía la fuga. Estando algo nublado, las estrellas no proyectaban su luz que, aunque débil, siempre permite distinguir alguna cosa incluso a una cierta distancia. La luna no debía levantarse hasta muy tarde aquella noche, así que por el momento no corrían gran peligro de ser descubiertos.
Córdoba se orientó con el pueblo que se encontraba a su izquierda y guió al pelotón Hacia el borde de una plantación de cacao que se extendía en dirección al interior de la isla.
Protegidos por la oscura sombra de las plantas, los fugitivos podían alejarse tranquilamente y, en caso de alarma, esconderse o ponerse a salvo entre los bosques.
Estaban, sin embargo, más que seguros de poder llegar al lugar donde debía encontrarse la pequeña ballenera sin ser molestados, al menos por unas horas. El pueblo de San Felipe estaba oscuro y silencioso y tampoco bajo los grandes cobertizos del pequeño campamento se veía brillar ninguna luz, señal evidente de que los habitantes y los insurrectos dormían profundamente.
Recorrido el margen de la plantación, Córdoba condujo al grupo hacia el mar.
Apresuraba cada vez más el paso, exhortando a la marquesa a esforzarse, temiendo que los centinelas encargados de relevar a los que vigilaban los prisioneros, se dieran cuenta de la desaparición de todos.
—Antes de una hora es preciso llegar a la ballenera o corremos el peligro de ser descubiertos —decía—. Rápido, doña Dolores; apresuraos.
—¿Estamos todavía lejos? —preguntó la marquesa, que seguía a sus compañeros con dificultad.
—No, dentro de poco llegaremos a la playa.
—¿Y el «Yucatán» dónde lo encontraremos?
—En un escondite seguro, una magnífica caverna marina que seguramente nadie conoce. Oigo el murmullo del mar; pronto lo alcanzaremos.
Ya no debían estar muy lejos de la plantación de caña de azúcar donde se habían encontrado con el mulato. Córdoba, temiendo que algún negro estuviera emboscado por allí, quiso evitarla dirigiéndose hacia la costa.
Sin embargo la orilla era muy alta, cortada a pico sobre el mar y bastante incómoda a causa de ciertos corrimientos y hendiduras que causaban con frecuencia imprevistas caídas. Más de un marinero de la vanguardia había corrido el peligro de precipitarse en el mar.
—Poco a poco —dijo Córdoba—. Mirad dónde ponéis los pies.
Había apenas hecho esta advertencia, cuando oyó tras de sí un grito agudo y después un golpe sordo.
—¡Rayos! —gritó, palideciendo—. ¿Quién ha caído?
—¡El señor del Monte! —dijo un marinero.
—¡Que el diablo lo lleve! No tenía ojos el muy estúpido.
—Córdoba, no podemos abandonarle —dijo la marquesa—. Quizá el pobre diablo se ha roto las piernas.
—Sería mejor que se ahogase —gruñó el lobo de mar—. Me ahorraría la molestia de ahorcarlo más tarde. Que alguno baje a ver si se puede volver a pescar ese tiburón de agua dulce.
Quiroga y dos marineros, un poco a regañadientes, se pusieron a buscar un camino que les permitiera llegar a la playa, y después de haber corrido veinte veces el peligro de caer rodando hasta las olas, lograron llegar al mar.
No viendo nada, se pusieron a llamar al cubano en voz baja sin obtener ninguna respuesta.
Seguramente el pobre diablo se había destrozado contra alguna roca y después había sido engullido por las aguas.
—Estamos perdiendo un tiempo precioso —dijo el español—. Por otro lado, aquel bribón ha tenido lo que merecía.
Registraron la playa en un trozo de cien metros y no encontrando nada, tomaron la decisión de volver a subir a la orilla, convencidos ya de que el traidor se había descalabrado.
—¿Nada? —preguntó la marquesa.
—No hemos oído nada, señora —dijo el español—. Debe haberse destrozado.
—Buen cebo para los tiburones —exclamó Córdoba.
Esta fue la oración fúnebre del traidor.
El pelotón se había puesto de nuevo en marcha, siguiendo la costa que limitaba la plantación de caña de azúcar del mulato. Córdoba se había vuelto prudente y avanzaban con toda lentitud, parándose de vez en cuando para escuchar.
Córdoba temía continuamente la aparición del propietario y de su banda. Ya, hacia el centro de la plantación, había oído el ladrido de algunos perros usados probablemente para guardar la factoría. Y esta primera alarma le tenía inquieto.
—Tened las armas a punto —dijo, volviéndose hada sus compañeros—. Por instinto temo alguna sorpresa.
—Combatiremos —repuso el capitán—. Dadme un revólver o un simple cuchillo, pues estoy desarmado.
—Tened el mío, capitán. A mí me bastará el espadín de teniente de la marina americana.
—¿Dónde está la ballenera? —preguntó la marquesa.
—No estamos alejados más de trescientos pasos.
—Démonos prisa, Córdoba. Estoy ansiosa de volver a ver mi «Yucatán».
—Un poco de paciencia todavía y llegaremos a la caverna. Eh, Quiroga, ¿veis algo?
—No, señor Córdoba. Los negros del mulato deben dormir como lirones.
En aquel momento, en medio de la plantación se oyó a los perros de la factoría ladrar con furor y además voces humanas.
—¡Nada de lirones! —exclamó Córdoba—. ¡Están despiertos como cocodrilos, esos granujas! A la carrera, amigos, o pronto los tendremos encima. Doña Dolores, ¿queréis que os haga llevar en brazos? Miguel es fuerte cómo un toro.
—¡No lo necesito! ¡Adelante, amigos! —respondió la marquesa.
El grupo continuó rápidamente, siguiendo la alta playa. En medio de la plantación se oían los ladridos cada vez más furiosos de los perros y las voces de los negros. Parecía que los hombres del mulato se preparasen para desplegarse por el campo, temiendo un desembarco de españoles.
Afortunadamente, la distancia que separaba a los fugitivos de la chalupa era ya cortísima. Córdoba, que había reconocido la costa, atravesó corriendo el ultimo trozo de la plantación que formaba un ángulo agudo y descendió por la ladera opuesta.
De repente, sobre la arena casi blanca de la playa, descubrió la pequeña ballenera que la bajamar había dejado en seco.
—Ya estamos —dijo—. Un último esfuerzo, doña Dolores.
En aquel instante, hacia la plantación, se oyeron retumbar disparos formidables. Los negros, creyendo espantar enemigos imaginarios, descargaban en el aire sus trabucos.
La patrulla había llegado ya a la playa. En un abrir y cerrar de ojos la chalupa fue botada al agua y todos embarcaron, acomodándose lo mejor que pudieron ya que el espacio era bastante limitado.
Cuatro marineros tomaron los remos y se pusieron a trabajar con todo su vigor, mientras que en la plantación los disparos retumbaban con creciente estruendo, como si los negros entablaran una verdadera batalla contra… las cañas de azúcar.