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LA AUDACIA DE CÓRDOBA

El isleño que se dirigía hacia el teniente era un hombre de una treintena de años, fornido, con la piel amarillenta y bronceada, ojos bastante grandes, que traicionaban el cruce de la sangre negra con la blanca, y el cabello ensortijado.

Vestía como un plantador del trópico: chaqueta y pantalones blancos, faja de algodón de vivos colores y en la cabero un gigantesco sombrero de paja que le protegía tanto como una sombrilla.

En bandolera llevaba un fusil, un Martini-Henry al parecer, regalado seguramente por los americanos, y una larga navaja de hoja aguda y brillante.

Se dirigió sin titubeos hacia Córdoba, que se hallaba delante de todos, dictándole con un ademán poco tranquilizador:

—¿Qué quieren estos extranjeros? ¿Quién os ha dado permiso para desembarcar y para cazar en mi plantación?

El señor Córdoba en vez de responder se volvió hacia sus compañeros, diciendo con voz irónica:

—Creí que seria un bípedo cortés, y ahora resulta que hemos encontrado un mico selvático. ¿No es verdad señor del Monte? ¿Será también éste un amigo vuestro?

El cubano alzó los hombros esforzándose por sonreír.

—¿Qué habéis dicho, señor? —preguntó el mulato frunciendo el ceño.

—Decía que en San Felipe deben habitar antropófagos —respondió Córdoba.

—¿Queréis decir insurgentes, buenos patriotas?

—Puede ser.

—Entonces vos me diréis si sois uno de los nuestros o un amigo de los españoles.

—¿Y si fuera un español? —preguntó Córdoba, con creciente ironía.

—En ese caso os aconsejaría que os marcharais inmediatamente si queréis conservar la piel. Aquí la bandera de España no ondea ya.

—Lo sé y ésta es la causa por la que he desembarcado.

—¿De dónde venís?

—De la bahía de Cortés.

—¿Y qué deseáis?

—Saber antes que nada si mi amigo Pardo ha maridado a Puaymo una mujer que debe ser entregada a una nave americana.

El mulato miró a Córdoba con sorpresa y después dijo:

—Sí, una hermosa señora acompañada por cuatro robustos marineros y un capitán español.

—¿Cuándo ha llegado aquí? —preguntó el teniente, esforzándose por ocultar su alegría.

—Hace dos días, caballero —respondió el mulato.

—¿Y ahora dónde está?

—Junto al señor Guaymo, jete de los insurrectos de San Felipe.

—Yo soy el oficial americano encargado de recibir estos prisioneros.

—¿Vos…? Pero… ¿dónde está vuestra nave?

En la isla de los Pinos, escondida en una bahía segura. He sido advertido de que tres cañoneras españolas han partido de la ensenada de la Broa para dar caza a los filibusteros americanos y no me he atrevido a traer aquí el barco.

—Podíais haber dicho en seguida que erais americano, señor —dijo el mulato—. Os habría acogido con más afabilidad. ¿De qué manera puedo seros útil?

—Querría que me condujeseis ante el señor Guaymo.

—Estoy a vuestras órdenes, señor.

El mulato acercó las manos a la boca y soltó un silbido agudísimo. Casi inmediatamente aparecieron entre las cañas de azúcar veinte o veinticinco negros armados de trabucos y algunos fusiles de retrocarga.

—¡Oh…! —exclamó Córdoba—. ¿Tenéis una escolta?

—Mando un pelotón de insurrectos, señor —dijo el mulato—. ¡Camardo!

Un negro que llevaba una camisa de franela roja y, sobre la cabeza, un viejo sombrero de almirante adornado con un monstruoso penacho de plumas, se adelantó caminando como un mono y se paró junto al mulato saludando militarmente.

—Tráeme seis caballos, los mejores de la factoría. Durante mi ausencia serás el comandante del puesto.

El negro salió corriendo, mientras sus compañeros, a un gesto del mulato, volvían a esconderse entre las cañas de azúcar.

—¿Temíais un ataque? —le preguntó Córdoba.

—Había descubierto vuestra chalupa y tenía apostados mis hombres para capturaros —respondió el mulato—. Vivimos en tiempos de guerra, señor.

—Habéis hecho bien; la vigilancia nunca es demasiada.

—¿Traéis armas para desembarcar, señor? Los insurrectos de Cuba tienen gran necesidad de ellas.

—Tengo veinte mil fusiles y doscientas cajas de municiones que iré a desembarcar en la ensenada de la Broa, en cuanto me sea posible. ¡Ah! Aquí está vuestro ayudante de campo.

El negro del sombrero de almirante salía entonces del bosque, llevando al galope seis bellísimos caballos de raza andaluza, de pequeña talla y de una robustez y resistencia a toda prueba.

El mulato, Córdoba y sus compañeros se apresuraron a montar, impacientes por llegar a San Felipe.

—Vamos —dijo el mulato.

La patrulla partió a galope bordeando la plantación y metiéndose en un soberbio bosque de cedros altísimos, que se extendía a lo largo de la playa.

Córdoba había hecho señal a Quiroga de acercarse al mulato para acompañarlo y él se había puesto al lado del cubano, hablándole en voz baja. Este diálogo no debía ser muy interesante para el prisionero, puesto que se le veía hacer con frecuencia ciertas muecas que indicaban que no estaba muy satisfecho. Sin embargo, cuando Córdoba hubo terminado, hizo un ademán de asentimiento.

—¡Mucho cuidado! —concluyó Córdoba, con un gesto amenazador—. Ya sabéis que no se me pueden gastar bromas.

—No temáis —respondió el cubano.

Mientras tanto los caballos, espoleados por los jinetes, devoraban el camino con creciente velocidad, pasando bajo los grandes árboles como un huracán.

Pronto fue atravesado el bosque y ante los ojos de los jinetes apareció un pintoresco pueblecito, colocado en la extremidad de una pequeña bahía y sombreado por una doble fila de espléndidas palmeras reales con sus grandes hojas y su tronco altísimo y elegante.

—San Felipe —dijo el mulato.

—No creía estar tan cerca —se limitó a contestar Córdoba.

Los caballos atravesaron la distancia en menos de quince minutos evitando una plantación de cacao, y entraron en el pueblo a galope, deteniéndose frente a una amplia empalizada, tras la cual se veían surgir gran número de inmensos cobertizos.

San Felipe no era más que un mísero pueblo formado por unas cincuenta casitas y habitado por doscientas o trescientas personas, la mayoría negros o mulatos, pero los insurrectos lo habían convertido en una base para el desembarco de armas y municiones. No atreviéndose los filibusteros americanos a acercarse demasiado a las costas de Cuba por saber que estaban vigiladas por las cañoneras españolas de las bahías de Cazones y de Cienfuegos, habían elegido esta localidad poco frecuentada para efectuar los desembarcos de las armas enviadas por el Comité revolucionario de Nueva York.

Pero para no ser sorprendidos, los rebeldes habían mandado allí un buen número de combatientes, unos trescientos, que habían construido un pequeño campamento atrincherado, protegiéndolo con algunos cañones de tiro rápido, recibidos de los filibusteros yanquis.

El mulato cambió algunas palabras con un centinela que vigilaba la entrada del recinto e introdujo a sus compañeros.

Aquella especie de campamento, defendido por un sólido vallado y un foso profundo, medía seiscientos o setecientos metros de perímetro y encerraba ocho amplios cobertizos, bajo los que se veían gran número de cajas conteniendo probablemente armas y municiones, preparadas para ser expedidas a Cuba, seguramente a los insurrectos de Pinar del Río.

Un centenar de hombres, la mayor parte criollos cubanos, se encontraba en el recinto. Viendo entrar a los jinetes, algunos se apresuraron a irlos a recibir.

—¿Dónde está el jefe? —preguntó el mulato—. Estos americanos quieren hablar con él.

—Seguidme —respondió un insurrecto.

Córdoba y sus compañeros bajaron del caballo y atravesaron el pequeño campo atrincherado. El teniente se había puesto junto al señor del Monte y de vez en cuando le apretaba el brazo, mientras uno de los marineros, el más robusto, les seguía a un paso de distancia, dispuesto a atacar al prisionero a la menor sospecha. Córdoba parecía tranquilísimo, a pesar de saber que estaba jugando una carta extremadamente peligrosa, que podía costarle no sólo la libertad, sino también la vida.

Aquel endiablado lobo de mar debía tener una extraordinaria seguridad en el éxito de su proyecto y una gran dosis de energía y audacia para mostrarse tan sereno en aquel momento supremo.

Incluso los dos marineros no parecían estar preocupados, teniendo completa confianza en su comandante. Acaso solamente Quiroga no estaba totalmente tranquilo, ya que se le oía murmurar con frecuencia en los oídos de Córdoba:

—Sed prudente o nos perderéis a todos.

Llegados a la otra extremidad del campamento, el insurrecto se paró frente a una casita de dos pisos, rodeada por una galería y sombreada por un grupo de bananos, cuyas hojas, de dimensiones verdaderamente exageradas, se alargaban hacia el techo.

Un hombre vestido de blanco y que llevaba la cabeza cubierta por un ancho fieltro, una especie de sombrero mejicano, adornado con tres estrellas de oro, y que estaba sentado sobre la cureña de un cañón fumando un grueso cigarro puro, viendo aquel grupo de personas, se levantó.

Era un hombre de bella presencia, de estatura elevada, con facciones regulares, una barba espesa y negrísima y ojos inteligentes y aterciopelados que denotaban su origen español, aunque tuviera la piel más bien oscura, quemada por el sol.

—¿Quiénes son estos caballeros? —preguntó al insurrecto, arrojando el cigarro.

Después, avanzando bruscamente dos pasos, con una cierta sorpresa:

—¡Vaya! ¡El señor del Monte…! ¿De dónde salís, amigo? ¿Habéis dejado a Pardo?

El cubano gruñó algo entre dientes, pero viendo las miradas amenazadoras de Córdoba, dilató la boca con una sonrisa forzada, diciendo:

—Encantado de volveros a ver, señor Guaymo. Os traigo, ante todo, los saludos del capitán Pardo.

El mulato, viendo que se conocían, creyó inútil abrir la boca y se marchó acompañando al insurrecto.

—¿Qué viento os trae por aquí, señor del Monte? —continuó el comandante de San Felipe.

—Un motivo urgente —respondió el cubano—. Debéis haber recibido prisioneros.

—Sí, la marquesa del Castillo, un capitán español y cuatro marineros.

—Que debéis entregar a un capitán americano.

—Es verdad. Al comandante del «Oyster».

—Aquí le presento al teniente James Mac-Kye, segundo comandante del «Oyster».

—¡Caray! —exclamó el cabecilla insurrecto, con asombro—. ¿El «Oyster» está ya aquí? ¿Desde cuándo…? ¡Nadie me lo ha dicho…!

—Aquí mismo no, señor —dijo Córdoba, destrozando atrozmente el español—. Mi barco está anclado en la bahía de Siguanea.

—¿En la isla de los Pinos?

—Sí, señor Guaymo.

—Me fastidia, señor Mac-Kye —dijo el insurrecto, alargándole la mano—. Esperaba el cargamento de armas y municiones para enviarlo a la ensenada de la Broa, donde nuestros compañeros lo esperan para ponerse en marcha contra Cienfuegos. Vuestros compatriotas cuentan con nosotros para atacar esa plaza y arrojar al agua a la guarnición española. ¿Cómo habéis llegado aquí?

—Con una chalupa.

—Entonces no habéis visto a Pardo.

—Sí, lo vi ayer por la mañana en la ensenada de Cortés. Antes de venir aquí fui a saludar al valiente capitán.

—¿Y habéis venido para haceros cargo de los prisioneros?

—Justamente, señor Guaymo —dijo Córdoba audazmente—. Tengo prisa por conducirlos a bordo del «Oyster», pues son unos rehenes preciosos. La marquesa valdrá cincuenta mil fusiles y ochocientas cajas de cartuchos.

—¡Cincuenta mil fusiles! —exclamó el jefe insurrecto con asombro—. ¿Acaso os referís al cargamento del «Yucatán»?

—¡Ah…! ¿Conocéis el «Yucatán»? —preguntó Córdoba.

—Sé qué barco es, señor Mac-Kye, y si debo deciros la verdad esperaba verlo aparecer por estas aguas.

—No lo esperéis, señor.

—¿Por qué motivo?

—Está bloqueado en la bahía de Corrientes por una cañonera y algunas partidas del capitán Pardo. ¿No es verdad, señor del Monte?

—Certísimo —respondió el cubano, apretando los dientes.

—¿Y no se rinde? —preguntó el cabecilla insurrecto.

—Su comandante ha comunicado al capitán Pardo que sólo consentirá en ceder el cargamento a cambio de la restitución de la marquesa.

—¿Y Pardo acepta?

—Ha aceptado.

—Mal negocio, señor Mac-Kye. Debía esperar a que se rindiera.

—Oh, señor mío, aquel comandante es un hombre capaz de incendiar el polvorín, antes que entregar el cargamento.

—¿Así es que la marquesa será devuelta?

—Sí, y pronto; pero estaremos nosotros también allí, con el «Oyster» y si podernos burlarnos de aquel simpático señor Córdoba que manda el «Yucatán» en ausencia de la propietaria, nos guardaremos bien de desperdiciar la ocasión.

—Os comprendo —dijo el insurrecto, riendo—. Pardo es astuto y les cogerá el «Yucatán», las armas, las municiones y la tripulación.

—Eso espero.

—Señor teniente, ¿desde cuándo navegáis?

—Desde ayer por la tarde; hemos dejado las costas de Cuba antes de anochecer.

—Entonces os invito a comer.

—Un hombre de mar no rehúsa nunca, señor Guaymo —respondió Córdoba—. ¿Y la marquesa?

—La veremos más tarde.

—¿Se encuentra aquí?

—Allí abajo, en aquella pequeña construcción que se ve en el extremo de la empalizarla.

—¿Estará bien guardada?

—Por cuatro hombres resueltos.

—Señor Guaymo, vamos a comer. Esta mañana sólo me he puesto entre los dientes un bizcocho mojado en un vasito de malísimo jerez.

El jefe Insurrecto introdujo a Córdoba en una sabía del piso bajo, donde se veía una mesa ya preparada, por ser casi mediodía.

Un joven negro estaba colocando otros platos, mientras otro traía unas botellas llenas de polvo, que llevaban etiquetas prometedoras: Oporto, Jerez, Malaga.

—Señores míos os tendréis que contentar con lo que puede ofrecer un pobre pueblo como San Felipe —dijo el señor Guaymo—, vos sabéis, por otra parte, que los insurrectos son de una frugalidad ya proverbial.

—Y las gentes del mar saben adaptarse a todo —respondió Córdoba.

Tomaron asiento; el teniente junto al jefe rebelde, que del otro lado tenía al soldado español, y el señor del Monte entre los dos marineros. El cubano habría quizá deseado encontrarse un poco alejado de los dos hercúleos guardianes, pero Córdoba, con un gesto amenazador, le había seña lado su sitio.

Un robusto negro que parecía ser el cocinero, se apresuró a servir a los comensales filetes de tortuga bañados en una salsa especial con bastante pimienta, luego un par de patos salvajes hábilmente preparados y bien asados, además de fruta y excelente café, auténtico Santo Domingo.

Todos hicieron honor a los manjares, hasta el cubano, no obstante su mal humor, después, entre vasos de oporto y de jerez, la conversación se reanudó con animación.

El cabecilla insurrecto parecía estar muy bien informado de los últimos acontecimientos ocurridos en las costas de Cuba.

En efecto, informó minuciosamente a Córdoba sobre las operaciones bélicas de la flota americana, operaciones limitadísimas en esencia, pues los yanquis no habían emprendido hasta el momento nada importante, a pesar de las bravatas de sus comandantes.

No se había intentado aún ningún desembarco y las poderosas y numerosísimas naves, que parecía que debieran destruir todas las ciudades costeras de la gran isla en menos de una semana, se habían contentado con cambiar unos cuantos cañonazos con el fuerte del Morro en La Habana, lanzar unas bombas sobre Matanzas destruyendo u dañando parapetos y trincheras de los fortines, y el intento de desembarco en Cárdenas, prontamente rechazado por las tropas españolas, a pesar de que los americanos habían estado cubiertos por las cañoneras «Winslow», «Wilmington», «Hudson» y por la «Tecumseck» que se había ido a pique, acontecimientos ya lanzados a los cuatro vientos por la célebre prensa americana, como otras tantas sonadas decurias.

Combates navales sólo había ocurrido uno y de poca importancia.

Se trataba de un duelo a cañonazos entre la cañonera española «Ligera» y el torpedero «Cushing» que había intentado forzar la entrada del puerto de Cárdenas, acabando con la destrucción del segundo.

—Vuestros compatriotas, mi querido señor —dijo el jefe rebelde, con tono ligeramente acre, volviéndose hacia Córdoba—, parece que no tienen demasiada prisa. A estas alturas, con sus poderosos navíos, deberían haber reducido a cenizas los fuertes de La Habana y tomado por asalto la ciudad.

—Tened paciencia, señor Guaymo —respondió Córdoba que tomaba muy en serio su papel de oficial americano—. Esperad que nuestras tropas estén todas concentradas en Key-West y veréis cómo el desembarco se hará y en grandes proporciones.

—Pero no en La Habana.

—El primer choque ocurrirá probablemente en Santiago.

—Tenéis razón, señor Mac-Kye. Me han dicho que los españoles trabajan activamente en los fuertes de Santiago. Me han contado incluso, que la escuadra del almirante español Cervera irá allí a abastecerse de carbón. ¿Es cierto que los barcos españoles han zarpado de Cádiz?

—Eso se dice.

—¿Y que la escuadra volante del comodoro Schelley corre a su encuentro para presentarle batalla junto a las Pequeñas Antillas?

—Creo que él rumor es cierto.

—¿Logrará echarlos a pique?

—¡Alto! Ya se verá, señor Guaymo. La flota española es muy inferior a la americana, pero los barcos son muy rápidos y los dirige un hombre del que se dice que es muy valiente y muy astuto.

—¡Bah…! Aunque Cervera lograra entrar en algún puerto cubano no podría intentar nada después. La flota americana es tres o cuatro veces superior.

—Lo sé, señor Guaymo. Todo lo más podrá cooperar a la defensa de Santiago o de La Habana, pero nada más. Señor Guaymo, ahora que hemos hablado incluso de guerra, vamos a encontrar a la marquesa del Castillo. Tengo bastante curiosidad por conocer a la capitana del «Yucatán». Se dicen maravillas a costa suya.

—No es necesario irla a encontrar.

—¿Por qué?

—Porque la marquesa está ya aquí.

—¿De veras?

—He dado orden de hacerla venir. Eh, Miko, haz entrar a la prisionera.

Mientras el negro salía, Córdoba lanzó a sus compañeros una rápida mirada que quería significar:

—Procurad no traicionaros.