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LOS CAYOS DE SAN FELIPE

Cuando el «Yucatán», después de atravesar la parte meridional de la vasta bahía de Cortés, llegó a la vista de los cayos de San Felipe, faltaba todavía media hora para despuntar la aurora.

Este grupo de islotes y de escollos que toma el nombre del de mayor extensión, se encuentra casi a igual distancia de las costas de Cuba que de la gran isla de los Pinos, la más vasta de toda la colonia española.

El número de estas islas, que se podrían agrupar con aquellas llamadas de los Indios, que están situadas más al sur, es considerable; exceptuando tres o cuatro, todas las demás no son más que simples escollos casi áridos y en su mayor parte deshabitados.

La más importante es la de San Felipe, que se encuentra casi en el centro del grupo y que está habitada por algunos centenares de colonos y de pescadores, la mayor parte negros o mestizos, pues son raros los blancos donde no existe la posibilidad de tener vastos cultivos de caña de azúcar.

Al principio de la guerra, los insurrectos de la provincia de Pinar del Río se habían apresurado a ocupar el grupo de islotes, para convertirlo en depósito de armas y municiones y como punto de cita con los filibusteros americanos encargados de procurárselas.

La escasa población, que como se ha dicho estaba compuesta de negros y mestizos, había abrazado casi inmediatamente la causa de los insurrectos, obligando a los poquísimos españoles que tenían posesiones a buscar refugio en la cercana isla de los Pinos o en Batábano.

Córdoba, enterado de todo esto por el señor del Monte, que procuraba por todos los medios hacerse útil por miedo a la soga que podía estrangularle de un momento a otro, había dado orden a la tripulación de estar preparada para cualquier eventualidad, temiendo encontrarse con alguna nave filibustera americana.

Parecía, sin embargo, que en el pequeño archipiélago no había ninguna nave, ni de vela ni de vapor, ya que no se veía brillar ningún farol al norte o al sur de San Felipe. Incluso los habitantes debían dormir todavía perezosamente, no viéndose ni siquiera un hilo de humo sobre las costas.

—Perfecto —murmuró Córdoba, que desde el alcázar observaba atentamente las playas, sirviéndose de un potente anteojo—. Iremos a meternos en el escondite que conoce Colón, sin que nadie se dé cuenta. Eh, viejo amigo, podemos ir para allá.

El «Yucatán», que había reducido la marcha, a una orden del maestro, volvió a aumentar la velocidad, metiéndose entre una serie de escollos e islotes altísimos y completamente áridos.

Colón lo guiaba con una seguridad extraordinaria, como si conociese al dedillo todos los pasajes y todos los escollos. A cada instante cambiaba de rumbo, girando a derecha o a izquierda para evitar los bancos de arena o las rocas a flor de agua que mostraban confusamente sus puntas negras y agudas, capaces de desfondar cualquier nave, incluso un acorazado.

Córdoba, al lado del viejo lobo de mar, seguía atentamente aquella audaz maniobra, no pudiendo ocultar su admiración.

—¡Caray! —exclamaba—. Se diría que has nacido entre estos cayos, viejo lobo.

—Los conozco, señor Córdoba.

—No es suficiente.

—Puedo agregar que he navegado por todos estos canales y durante unos cuantos años.

—¿Es que en tu juventud hiciste de barquero en estas islas?

—Mejor, señor Córdoba —respondió el maestro, riendo.

—Entonces es que has hecho de contrabandista, bribón.

—Eso mismo.

—¡Ah…! Ahora comprendo; la caverna marina que conoces servía de depósito y de refugio.

—Es verdad, señor.

—¿Estamos lejos…?

—Dentro de un cuarto de hora llegaremos. Haced descender los mástiles, señor Córdoba.

El teniente dio la orden. En seguida una veintena de marineros desataron los obenques y las jarcias, amainaron las botavaras, quitaron todos los cables y los dos mástiles se ocultaron rápidamente, desapareciendo bajo cubierta, en la carlinga.

Empezaba a amanecer. Las aves marinas, bastante numerosas entre los escollos, abandonaban sus nidos precipitándose hacia la superficie del mar o volteando, con un griterío ensordecedor, sobre la cubierta del «Yucatán».

Las tinieblas se disolvían rápidamente, mientras hacia el este una luz rosada, que se volvía de minuto en minuto más roja, surgía extendiéndose por el cielo.

Córdoba empezaba a impacientarse.

—Colón, dentro de pocos instantes saldrá el sol; si algún habitante nos descubre irá a comunicar a los insurgentes la presencia de una nave sospechosa.

—Todavía dos canales, señor —respondió el maestro—. Por otra parte, podéis estar tranquilo; estas playas están desiertas.

—Puede haber algún centinela.

—No lo creo. ¡Eh…! ¡Un canal todavía! Empiezo a divisar la gran caverna.

El «Yucatán» costeaba entonces una muralla de granito, cortada a pico sobre el mar, que formaba, con otra escollera que estaba frente a ella, un estrecho canal de aguas bastante profundas, al parecer.

Las oleadas que venían del extremo opuesto, se metían en el pasaje murmurando sordamente e iban a romperse, con una cierta violencia, contra aquellas rocas gigantescas, con profundos mugidos que el eco repetía incesantemente.

Maestro Colón había ordenado reducir la marcha. El «Yucatán» avanzaba lentamente, con precaución, como si el lobo de mar que lo guiaba temiese chocar contra algún obstáculo imprevisto.

De repente, la nave viró con rapidez y se encontró frente a una amplia y oscura abertura semiescondida por una inmensa cortina de hierbas que descendía a lo largo de la roca, llegando casi a lamer el agua del canal.

El agudo espolón de la pequeña nave fue separando las plantas y se adentró bajo una bóveda gigantesca.

—¡Marcha atrás! —voceó el maestro.

La hélice invirtió el giro, levantando un chorro de espuma y el «Yucatán» se detuvo casi de golpe, virando un poco hacia estribor.

Córdoba dio un grito de asombro.

—¡Caramba! ¡Qué espléndido refugio!

El teniente tenía razón. La pequeña nave se encontraba en una espaciosa caverna marina, de forma semicircular, con una anchura de cien metros por los menos y aproximadamente igual de larga, y tan alta que sus mástiles no podían tocar el techo.

A los dos lados del gran arco que formaba la entrada, se extendían dos largas cornisas, como dos muelles, que se adentraban hasta media caverna, elevándose gradualmente hacia la bóveda.

Un número infinito de pájaros que hacían su nido entre las hendiduras, invadió en seguida la caverna con un griterío ensordecedor. Los pobres volátiles, espantados por el sonoro ronquido de la máquina y por la presencia de los marineros, volaron durante algunos instantes en torno a la nave, protestando a su modo contra aquella inesperada violación de domicilio, después viendo que el monstruoso intruso no pensaba irse, tomaron el partido de mudarse de casa y huyeron desordenadamente, atravesando la espesa cortina de plantas colgantes.

—¡Al diablo los alborotadores! —exclamó Córdoba—. ¿Quizá creían que nos iban a asustar con sus gritos discordantes? ¡Eh, mi viejo Colón, deja que te agradezca el habernos ofrecido este espléndido refugio! ¡Caramba! ¿Quién podría sospechar que aquí dentro se esconde una nave? Desafío a los rebeldes a que nos echen de aquí. ¿No vendrá nadie a molestarnos?

—Esta caverna no debe ser conocida, señor Córdoba —respondió el maestro—. Se encuentra en una costa desierta.

—¿Se abre en un escollo o en los flancos de San Felipe?

—En un gran escollo, señor.

—Así estoy más tranquilo. Haz botar al agua la pequeña ballenera con mástil y vela.

—¿Queréis dejarnos en seguida?

—La mañana es más propicia para la caza.

—¿Qué queréis decir, señor Córdoba?

—Lo sabrás más tarde. Haz subir al querido señor del Monte.

Dos minutos después el cubano se encontraba frente al teniente.

—¿Vais a ahorcarme, señor? —preguntó.

—¡Rayos! —exclamó Córdoba, riendo—. Debéis tener un enorme miedo de morir, mi querido señor del Monte. Tranquilizaos; todavía no he hecho preparar el lazo. ¡Diantre! Ya tendremos tiempo más tarde.

—Entonces, ¿qué queréis de mí?

—Un pequeño servicio.

—Me pedís demasiados, señor Córdoba. No me quedará ni uno para usarlo en el otro mundo.

—¡Ah…! ¿Bromeáis, señor del Monte? Buena señal, amigo. Si continuáis así acabaré por tirar al mar el famoso lazo.

—¡No sabéis lo contento que estaré! —respondió el cubano, sonriendo.

—Lo veremos más adelante; todo depende de vuestros servicios.

—Hablad, señor.

—¿Así es que vos conocéis al comandante de los insurrectos de San Felipe?

—Ya os lo he dicho.

—Pues me conduciréis ante él.

El cubano hizo un gesto de asombro y miró al teniente como preguntándole si quería bromear.

—Os he dicho que quiero presentarme a aquel señor —repitió Córdoba, que se había dado cuenta de la sorpresa del prisionero.

—¿Queréis haceros prender?

—No tengo ese deseo, sino todo lo contrario, puesto que tengo la intención: de arrebatarle a la marquesa y al capitán Carrill.

—¿De qué modo?

—Presentándome como un oficial americano.

—¿Y os creerá el señor Guaymo?

—¡Diablo…! Cuando el señor del Monte, amigote del capitán Pardo, afirma una cosa, se le debe creer.

—No os comprendo, señor Córdoba.

—Sin embargo me he explicado claramente. Vos me presentaréis al comandante de los insurrectos.

—¿Yo…?

—¿No os gusta? Eh… Colón, cuelga una soga de cualquier ángulo de la caverna. Dentro de pocos minutos veremos al amigo del Monte dar patadas al viento.

El cubano palideció.

—¿Bromeáis?

—Sois muy dueño de creerlo; mientras tanto haré que os aten las manos a la espalda y os venden los ojos.

—¡No, señor Córdoba! Habéis prometido perdonarme la vida.

—Sí, si me hubieseis obedecido. Veo que no queréis saber nada de los servicios que os pido y yo os hago colgar por el cuello.

—¡Deteneos, señor Córdoba! —gritó el cubano, viendo acercarse a dos marineros con unos cabos—. Os prometo que os conduciré ante Guaymo.

—¡Ya era hora! Me alegro mucho de que empecéis a mostraros más razonable. Acabaremos por entendernos y quizá llegaremos a ser los dos mejores amigos del mundo. ¿Así, pues, me presentaréis a vuestro amigo Guaymo?

—Sí, señor Córdoba.

—Perfecto; aunque os prometo que si me traicionáis os envío al otro mundo con dos balas en el pecho.

El cubano se puso una mano sobre el corazón como si fuera a pronunciar un juramento.

Córdoba lo interrumpió, diciéndole:

—Dejad tranquilos los juramentos, mi querido señor del Monte, son absolutamente inútiles. ¡Diego! ¡Miguel! ¡Acercaos!

Los des marineros que le habían acompañado a la peque ña ensenada de Corrientes para hacer sallar la cañonera, se adelantaron.

—¿Habláis inglés?

—Sí, teniente —respondieron los dos vigorosos jóvenes.

—Me seguiréis con Quiroga.

Después, mostrándoles al cubano.

—¿Seréis capaces de matar a este hombre de un puñetazo?

—Yo me encargaré —dijo Miguel, mostrando sus manos cerradas que parecían mazas de herrero.

—Cuando te lo ordene, mandas a este tipo al otro mundo. Colon, ¿está todo a punto?

—La chalupa está en el agua.

—Espera un momento.

Córdoba descendió al espejo de popa y pocos instantes después volvía a cubierta llevando en la cabeza una gorra de oficial americano, con insignias de teniente de navío.

—Pongamos un poco de seriedad —dijo sonriendo.

A continuación, volviéndose hacia Colón, prosiguió:

—Dale ropa de marinero a Guiroga; su vestido podría traicionarle. Luego haz colocar en la chalupa víveres, fusiles de caza, municiones y revólveres.

—¿Os vais de caza, señor?

—Iremos en busca de patos —respondió Córdoba—. Pero ya verás la caza mayor que traeremos a bordo más tarde.

—¿Cuándo volveréis?

—¿Quién puede saberlo? Mañana, dentro de tres días o quizá nunca más si no viene nadie a libertarme. ¿Quién me asegura que el amigo de del Monte no me hará prisionero también a mí?

—¿Y qué deberé hacer yo en ese caso?

—Lo que creas más oportuno. Adiós, viejo amigo, voy a hacer una escabechina de patos.

Dicho esto, Córdoba descendió a la chalupa donde ya lo esperaban los dos corpulentos marineros, el cubano y el español Quiroga.

—Adelante, mis valientes —dijo.

La ballenera, impulsada por los remos, se separó de la nave y salió de la caverna, apartando la cortina vegetal.

Apenas salidos, los dos marineros desplegaron sobre el pequeño mástil que el maestro había hecho izar, una vela y a proa un foque, mientras Córdoba se ponía al timón.

El sol había ya salido y se alzaba majestuoso sobre el horizonte, haciendo brillar las aguas del canal y expulsando de sus nidos a los pájaros marinos que volaban en grandes bandadas con un alboroto ensordecedor.

Parecía que Córdoba no se acordaba de lo que había prometido al maestro, ya que dejaba que se divirtieran a su gusto sin molestarles con las escopetas. En cambio, toda su atención estaba concentrada en los dos lados del canal que se elevaban altísimos y cortados perpendicularmente.

La chalupa, entre tanto, avanzaba con una cierta rapidez, grácilmente inclinada a babor. La vela y el foque la impulsaban, siendo el viento bastante fuerte entre aquellas escolleras. El canal continuaba siempre estrecho; pero las dos paredes rocosas empezaban aquí y allá a descender, mientras en su base aparecían numerosas cavernas marinas dentro de las que se precipitaban las olas murmurando roncamente.

Después de haber descrito algunos giros, la chalupa se encontró repentinamente en una especie de bahía interior, con una anchura de quinientos o seiscientos metros, limitada hacia el sur por una costa baja que parecía prolongarse largamente hacia el este y el oeste.

—¿San Felipe? —preguntó Córdoba al cubano.

—Sí, señor —respondió éste.

—Entonces podemos empezarla caza.

Dejó el timón a uno de los marineros, tomó una escopeta,

la cargó con dos cartuchos de perdigones y viendo pasar sobre la chalupa a una pareja de aves, con dos disparos los abatió haciéndolos caer en el agua.

—Buen tiro, señor Córdoba —dijo el cubano, mientras Quiroga, ayudándose con el remo, subía a bordo los dos volátiles.

—Así lo creo yo también —respondió el teniente—. Más tarde, si fuera necesario, me ejercitaré mejor contra tus amigos. Ya veremos si los puedo abatir con la misma precisión.

—¿Qué queréis hacer, señor Córdoba?

—No lo sé aún, mi querido señor del Monte. Como veis, por ahora me contento con hacer provisión de pájaros marinos. Amigos, vamos a desembarcar en San Felipe. Espero encontrar por allí alguna pareja de aquellas deliciosas aves que nuestros compatriotas llaman palomitas. Son excelentes, ¿no es cierto, señor del Monte?

—Las mejores —respondió el cubano.

—¡Bien! ¡Bien! Las probaremos más tarde con el señor Guaymo, vuestro queridísimo amigo.

El cubano no respondió, pero miró al teniente con ojos que parecían los de un loco. Ciertamente, el señor del Monte no lograba entender nada de lo que quería hacer el endiablado comandante del «Yucatán».

La chalupa, ayudada por la brisa matutina, atravesó rápidamente la bahía y fue a encallarse en una playa baja y arenosa, salpicada por algunas matas.

Córdoba la hizo atar a una punta rocosa, tomó su escopeta, se sujetó al cinto el revólver y saltó a tierra, haciendo señal a sus compañeros de seguirle.

Atravesada la playa, se encontraron en las márgenes de una pequeña plantación de caña de azúcar, que se extendía en un llano ligeramente ondulado, limitado por un espeso bosque de palmeras, cedros y caobos.

Córdoba se detuvo mirando en todas direcciones, esperando descubrir una casa o algún cultivador, pero sin éxito. Parecía que en aquel lugar no hubiera ningún habitante.

—¡A la caza! —gritó—. Matad lo más que podáis, haced fuego incluso contra los mosquitos, no importa. Es preciso hacer mucho ruido.

Ciertamente, los habitantes plumíferos no abundaban en el paraje, pero de vez en cuando se veía algún pajarillo elevarse entre las cañas de azúcar.

Los cazadores avanzaron en columna, llevando en el centro al señor del Monte para no perderlo de vista un solo instante, y empezaron un fuego endemoniado, acribillando atrozmente a los pobres volátiles.

Habían disparado ya unos cincuenta tiros, no recogiendo más que plumas, cuando se vio acudir a un mulato, atraído seguramente por el insólito estruendo.

—Esto es lo que necesitaba —dijo Córdoba—. Los patos y los gorriones han hecho aparecer finalmente un bípedo, sin plumas, es cierto, pero quizá más útil. Señor del Monte, me encomiendo a vos, sed nuestro amigo si no queréis que os colguemos del primer árbol que aparezca.