5

COMBATE NOCTURNO

Un pavoroso silencio había seguido tras el grito del señor Córdoba. Parecía que los hombres que permanecían todavía a bordo de la cañonera, por un instante hubieran quedado petrificados por el terror.

De repente un inmenso alarido de angustia se elevó de cubierta, resonando siniestramente entre las tinieblas y perdiéndose, a lo lejos, sobre el mar; luego retumbó una sorda explosión, mientras una gigantesca columna de agua saltaba hacia lo alto envolviendo la cañonera.

La masa entera de la nave, levantada por el estallido del formidable ingenio de destrucción, mostró la quilla, cayendo después con horrible fragor en el agua, volcándose sobre babor, con el costado destrozado por la explosión.

Una muralla líquida, con los bordes cubiertos de blanca espuma que destacaba siniestramente en la oscuridad, se extendía sonora por la bahía, estrellándose con ímpetu contra las raíces de los mangles que se retorcían rompiéndose.

Córdoba y el español, envueltos por aquella monstruosa ola, fueron lanzados hacia lo alto, después precipitados entre la espuma y a continuación arrastrados al fondo y sacudidos a un lado y a otro.

Cuando, pasada la ola reaparecieron en la superficie, sus oídos fueron ensordecidos por un furioso fuego de fusilería que estallaba alrededor de la bahía. En medio de las raíces de los mangles, entre las espesuras de palmas, tras los troncos de los árboles, por todas partes centelleaban rayos, mientras que sobre las aguas se cruzaban, con agudos silbidos y extraños chasquidos, cientos y cientos de balas.

—¡Rayos! —exclamó Córdoba, sacudiendo la cabeza para quitarse el agua de las orejas—. ¡Graniza! Los insurrectos están atacando mi «Yucatán».

Luego, alzándose sobre la ola que le llevaba, lanzó una rápida mirada hacia la pequeña bahía donde pocos instantes antes se hallaba todavía la cañonera.

—¡No queda nada! —exclamó—. ¡El barco ha saltado! Esperemos que la tripulación haya tenido tiempo de salvarse de la tremenda explosión. ¡Eh…! ¡Quiroga…!

—Señor —respondió el español, que le precedía a corta distancia, nadando desesperadamente.

—¿Veis la chalupa?

—Sí, viene velozmente.

—¿Y el «Yucatán»? —preguntó Córdoba, con aprensión.

—Me parece que avanza a toda máquina, señor Córdoba. ¡Tate…! ¡Eh…! ¡Esta es una hotchkiss que deja oír su voz!

Algunas ráfagas se veían centellear repetidamente, en medio de la ensenada, seguidas por una serie de detonaciones secas y breves.

—Sí, a bordo del «Yucatán» están haciendo tronar las ametralladoras —dijo Córdoba—. ¿Intentan abordarlo? ¡Bah! ¡Ahora nos podemos reír ya de los insurrectos y de sus chalupas!

En aquel momento se oyó una voz que gritaba repetidamente:

—¡Señor Córdoba…! ¿Dónde estáis?

—Ya llegamos —respondió el teniente—. ¿Sois vos, Padilla?

—Sí, señor teniente… ¡Rápido, que las balas silban a centenares!

—¡Dos brazadas más!

—¡Y un golpe de remo por nuestra parte!

La proa de la pequeña ballenera había repentinamente aparecido a diez pasos y se acercaba rápida como una flecha, bajo los poderosos golpes de remo de los dos robustos marineros.

Padilla, viendo a pocas brazas una cabeza, exclamó:

—¡Aquí, señor Córdoba!

—¡Por mil tiburones! —exclamó el teniente—. Alargad un brazo.

—Voy, señor.

El teniente con una mano se agarró a la borda y dio la otra al español y, de un impulso, se izó a bordo.

—¿Y Quiroga? —preguntó el soldado.

—Aquí estoy —respondió su camarada.

En aquel instante una bala silbó junto a los oídos del teniente, mientras otra atravesaba, con un golpe seco, la madera de la pequeña ballenera a pocas pulgadas de uno de los marineros.

—¡Rayos! —exclamó Córdoba—. ¿Nos han descubierto?

Una tercera, y una cuarta bala pasaron silbando sobre la chalupa.

—¡Está granizando, señor Córdoba! —exclamaron los dos marineros—. ¿Debemos alejamos?

—Dejad los remos y echémonos al agua —respondió Córdoba—. Los rebeldes nos han visto y se preparan a acribillarnos. ¡Vamos, un buen salto!

Los cuatro hombres, con un acuerdo perfecto, pasaron por estribor y se dejaron caer en el agua, mientras otras dos balas golpeaban la chalupa, una a proa y otra a popa.

Quiroga se les había agregado y estaba asido a la borda para descansar un poco.

—¿Se aproxima el «Yucatán»? —preguntó Córdoba, que por encontrarse junto a la proa no podía verlo.

—Sí, se acerca —respondió uno de los marineros—. Pero parece que ha encontrado algún obstáculo; ¡escuchad, teniente…!

—Sí, son las hotchkiss que vuelven a tronar.

—Oigo disparos también en medio de la bahía —dijo Quiroteca—. Parece que hay chalupas allí abajo.

—¡Bah…! Maestro Colón hará pasar el «Yucatán» por encima —dijo Córdoba—. ¡Ohé…! ¡Al tanto! ¡Todavía somos su blanco! Zambullios lo más que podáis si queréis salvar la piel.

Los insurrectos, furiosos por haber perdido la cañonera, habían empezado el ataque disparando alocadamente en todas direcciones, con la esperanza de impedir la fuga a la pequeña nave.

Escondidos entre los manglares y en los márgenes del bosque, quemaban los cartuchos con una prodigalidad digna de mejor causa, sin saber exactamente dónde se encontraba el «Yucatán», pues la oscuridad seguía siendo tan espesa que no lo podían distinguir.

Maestro Colón no había creído necesario contestar, contentándose con enviar a la mayor parte de los marineros bajo cubierta, para no exponerlos inútilmente a aquella furiosa granizada de proyectiles.

Aunque era verdad que los tiradores disparaban al azar, algunas balas podían tocar al «Yucatán» y herir a sus valientes marineros.

No obstante, sintiendo llover las balas que golpeaban ruidosamente la torreta de popa, había hecho unas cuantas descargas con las ametralladoras enviando proyectiles hacia los bosques y entre los manglares, después había ordenado marchar a toda máquina para ir a recoger a Córdoba y a sus intrépidos compañeros.

Ahora ya había ocurrido la explosión del torpedo, y el aullido de angustia de la tripulación de la cañonera había sido oído también a bordo del «Yucatán». Sabiendo, pues, que ya no tenían delante ningún adversario capaz de detener a la veloz embarcación, Colón encendió los fuegos de situación, para que los hombres de la pequeña ballenera pudiesen distinguirlos, y sin titubearse dirigía hacia la punta de Corrientes para salir seguidamente al mar.

En aquel momento ora cuando los insurgentes, dándose cuenta de la fuga del barco, reemprendían el fuego con extremada violencia, convergiendo sus disparos en medio de la ensenada.

Las balas caían espesas sobre el «Yucatán», chocando contra los costados e introduciéndose en los estratos de celuloide, aunque sin causar ningún daño, puesto que los orificios inmediatamente se cerraban tras los proyectiles.

Colón, encerrado en la torreta de acero de popa, se reía. ¡Se necesitaba algo más que balas de fusil para el «Yucatán»…! Había ordenado incluso a los marineros abandonar la cubierta, no dejando más que seis hombres junto a las ametralladoras, protegidos detrás de algunas placas de celuloide comprimido, obstáculo suficiente para ponerse a cubierto de las balas de fusil.

Pero el «Yucatán», de repente, se había encontrado con cuatro grandes chalupas, llevando cada una veinte tiradores, que abrieron súbitamente un fuego endiablado contra la nave, mientras los remeros la impulsaban hacia adelante: para intentar el abordaje.

—¡Ohé…! ¡Hombres de proa…! —gritó el maestro—. ¡Haced cantar un poco las hotchkiss, luego pasaremos por encima de estas barcas a toda máquina! El señor Córdoba no debe estar lejos.

Después, mientras las dos piezas descargaban rápidamente sus golpes, barriendo la bahía y enviando a pique una chalupa, el «Yucatán» aceleraba la marcha, pasando junto a las otras.

Alaridos de furor habían acogido el golpe maestro del viejo lobo de mar. La tripulación de las chalupas, precipitada al agua, había intentado encaramarse a bordo para llegar al puente y empeñar una lucha desesperada; el «Yucatán» los había dejado atrás, continuando su carrera hacia el cabo Corrientes, sin hacer caso de las continuas descargas de los insurrectos emboscados entre los manglares.

Los hombres de las ametralladoras, dejando sus piezas, se habían acercado al castillo de proa llevando cabos en las manos y Hernando a gritos al señor Córdoba.

De pronto oyeron una voz elevarse del mar:

—¡Ohé…! ¡Acercaos despacio o nos embestiréis!

—¿Sois vos, señor teniente? —preguntó un artillero.

—¿Quién queréis que sea?

—¡Maestro Colón, marcha atrás! —gritaron los marineros de proa.

La hélice se paró, a continuación las palas batieron precipitadamente el agua en sentido inverso, reduciendo el empuje del «Yucatán».

Una masa confusa se distinguía a pocos maestros del espolón de la nave.

Los artilleros de las hotchkiss lanzaron los cabos, gritando:

—¡Atención!

—¡Embarcad! —se oyó gritar al señor Córdoba.

Mientras las balas silbaban sobre el puente de la nave y en tomo a la chalupa, Córdoba y sus compañeros se embarcaron rápidamente, atando un cabo al anillo de proa.

—¡Avante a toda máquina! —ordenó Córdoba—. ¡Subiremos a bordo más tarde! ¡Proa a alta mar, maestro Colón!

El «Yucatán», remolcando a la ballenera, continuó su carrera a una velocidad de quince nudos, dirigiéndose hacia la salida de la bahía.

Los cubanos, viendo huir la ansiada presa, redoblaban el fuego intentando detener la rápida nave.

La distancia aumentaba minuto a minuto y las balas ya casi no llegaban a su destino.

Poco después, el «Yucatán» pasaba frente a la pequeña cala donde Córdoba había hecho explotar el torpedo, atravesando entre un montón de restos de la pobre cañonera, traspuesta luego la punta de Corrientes se lanzaba con la máxima presión de sus calderas sobre las olas del mar Caribe.

—¡Eh…! Colón, viejo amigo, ¿estáis contento? —preguntó una voz en aquel instante.

El que hablaba así era el señor Córdoba. Sin esperar que fuera izada la chalupa, como buen marinero había trepado arriba por el cabo del remolque, poniendo pie en la cubierta del barco.

—¡Vos, teniente…! —exclamó el viejo maestro—. ¡Mil millones de bacalaos! ¡Ha sido un golpe formidable, señor Córdoba! ¡Pardo y sus bribones reventarán de rabia! ¿Habéis destrozado la cañonera?

—Se ha ido a pique inmediatamente, querido amigo. ¡Ya lo creo! ¡Un torpedo de aquel tamaño! Hubiera hecho saltar igualmente a un acorazado de hasta diez mil toneladas.

—¿Y la gente que lo tripulaba?

—Espero que no habrán perecido todos, viejo Colón. En el último momento he tenido compasión de los pobres diablos y les he advertido de que estaban a punto de volar.

—Quizá habéis hecho mal en perdonar a estos enemigos de nuestra patria, aliados con los ladrones de los yanquis; de todos modos, la guerra acaba de comenzar y tendremos tiempo de enviar muchos más al otro mundo.

—Lo veremos más adelante. Por ahora alegrémonos de haber escapado a esta peligrosa emboscada y al bloqueo. Haz apagar los faroles, buen amigo; no es prudente navegar con luces encendidas a bordo.

—¿Teméis que haya barcos americanos en estos contornos?

—¿Quién sabe…? Lo cierto es que el bloqueo existe en todas las costas de la isla y cualquier nave podría encontrarse en estos parajes para vigilar la ensenada de Cortés y la isla de los Pinos.

—Llegaremos al cayo de San Felipe al amanecer…

—Es preciso llegar antes, Colón.

—Hay que recorrer unas sesenta millas, señor Córdoba.

—Marcharemos a toda máquina, si es necesario; quiero llegar antes de que desaparezcan las tinieblas. Si los rebeldes que hay allí se dieran cuenta de la presencia de nuestra nave podrían tener sospechas. ¿Conoces aquellos cayos?

—Como la ensenada de Corrientes, señor Córdoba —respondió el maestro.

—Necesitaremos un escondrijo, Colón.

—Lo encontraremos.

—Que esté próximo a San Felipe.

—Estará muy cerca.

—¿Entonces ya sabes adonde conducir el «Yucatán»?

—Lo sé, señor Córdoba —respondió el viejo marinero con una sonrisa misteriosa—. Bastará bajar los mástiles y pasaremos.

—¿Pasaremos? —exclamó Córdoba, con asombro—. ¿Por dónde? ¿Entre otro grupo de escollos quizá?

—Todavía mejor, señor Córdoba.

—¡Ah…! ¡Creo adivinar…! Me han dicho que entre aquellos cayos hay albuferas que parecen cerradas por las rocas y en las que se entra pasando por canales estrechísimos. ¿Es eso, Colón?

—No, señor Córdoba; se trata de una amplia caverna marina que muy pocos conocen y dentro de la cual podremos escondernos con el «Yucatán».

—¡Bien por la caverna! ¡Jefe de máquinas!

—¿Señor…? —exclamó el maquinista, apareciendo por la escalera.

—¡A veinticuatro nudos!

—¿Nos siguen, señor Córdoba?

—No, pero tengo mucha prisa.

—Correremos a veinticuatro nudos, señor. Llenaré las calderas hasta fundirlas rejillas de hierro.

—Magnífico; procurad que no haya ninguna avería si os interesa salvar a la marquesa.

—No temáis.

Córdoba sacó una cajetilla, tomó un cigarrillo, lo encendió y se acomodó plácidamente en una mecedora que solía usar la capitana y se puso a fumar, murmurando:

—Cuando estemos en San Felipe, lo pasaremos bien; palabra de Córdoba.

De repente, se dio un golpe en la frente, exclamando:

—¿Y el querido señor del Monte? ¡Caray! Lo había olvidado. Anda, Colón, haz que me traigan aquí al cubano.

—¿Queréis ahorcarle, teniente? —preguntó el maestro.

—¡Oh…! Ganas ya tengo, pero pienso que puede rendirnos algún servicio más antes de enviarlo a encontrarse con maese Belcebú, su patrón. Ve a cogerlo por el cuello y tráemelo a cubierta, delicadamente por ahora; no hay que estropearlo.

Medio minuto después maestro Colón subía a cubierta al cubano, teniéndolo bien sujeto por el cuello de la camisa. El pobre diablo, creyendo llegada su última hora, se había vuelto amarillo como un limón maduro y la primera cosa que hizo, apenas puso los pies sobre cubierta, fue mirar si de las vergas o del pico de la cangreja colgaba algún lazo corredizo. No viendo ninguno, se tranquilizó un poco y lanzó un suspiro, aliviado.

—¿Queréis asustarme, señor Córdoba? —preguntó, distinguiendo al teniente a través de una nube de humo.

—No sé nada, querido señor del Monte —respondió Córdoba, que se balanceaba tranquilamente y continuaba fumando como un turco.

—¿Habéis olvidado ya vuestra promesa?

—¡Oh…! Las promesas en tiempo de guerra valen muy poco, señor del Monte; pero tranquilizaos, no he hecho preparar todavía la soga que debe ahorcaros. Tengo ahora preocupaciones bastante más graves y que son mucho más importantes que vuestro pellejo.

—¿Cuáles son, señor Córdoba? ¿No estáis contento de haber abandonado la bahía de Corrientes, cuando hubierais podido perder la nave, la carga y quizá hasta la vida si yo no os hubiese advertido del peligro?

—No digo que no, pero tengo otros pensamientos. Querido señor del Monte, ¿vos conocéis seguramente los cayos de San Felipe?

—Sí, señor Córdoba.

—¿Quién manda allí?

—El señor Guaymo.

—No sé quién es.

—Un lugarteniente de Pardo.

—¡Vaya…! Pero ¿cuántos lugartenientes tiene Pardo? ¿Todos los insurrectos son sus ayudantes, subayudantes y subtenientes?

—De hecho tiene bastantes y todos fidelísimos.

—¿Lo sois también vos, por casualidad?

—No he tenido nunca este honor.

—¿Cuántos hombres tiene este señor Guaymo?

—Unos trescientos, creo.

Córdoba hizo una mueca.

—¡Caramba! —exclamó—. ¿Y todos armados?

—De excelentes fusiles desembarcados por los americanos, y poseen también una batería de ametralladoras que más adelante llevarán a la isla.

—¡Esos canallas yanquis! ¿Conocéis al señor Guaymo?

—Muy bien, señor Córdoba.

—¿Creéis que presentándome en nombre de Pardo me entregaría a la marquesa y al capitán Carrill?

—¡Hum…! Guaymo es demasiado desconfiado para esperarlo.

—Se le puede engañar.

—¿De qué modo?

—Izando el pabellón americano sobre mi barco y fingiéndome capitán yanqui.

—Es imposible, señor Córdoba.

—¿Por qué motivo?

—Porque el «Yucatán» ha sido ya señalizado por todas partes: vapor de trescientas toneladas, dos mástiles, una pieza con su torreta, dos hotchkiss por armamento, cien hombres de tripulación y una carga de armas para los españoles. Presentaos en San Felipe y vuestra nave será reconocida inmediatamente.

—¡Mil rayos! ¿Quién ha suministrado tantas indicaciones a los insurgentes?

—El cónsul americano de Mérida.

—¡Así le coja la fiebre amarilla! —aulló Córdoba.

Luego, después de reflexionar algunos instantes, murmuró, alzando los hombros:

—Ya veremos si no seré capaz de arrancar a aquellos señores nuestra capitana. ¡Caramba! Córdoba no es hombre que se detenga a medio camino. ¡Eh, Colón!

—¿Señor…?

—Vuélvete a llevar a nuestro querido señor del Monte a la sombra. El sol podría hacerle daño y además en la cabina estará más cómodo para pensar. ¡Diablo…! Cuando se trata de salvar la piel es conveniente exprimir el cerebro. Señor del Monte, pensad un poco en vuestro amigo de San Felipe. ¡Quién sabe…! Podría tener en sus manos vuestra salvación y también la cuerda para colgaros.

Dicho esto, Córdoba encendió un segundo cigarrillo y volvió a acomodarse en la mecedora, mientras el «Yucatán» corría, con un estremecimiento sonoro, hacia los cayos de San Felipe, dejando a popa una larga estela burbujeante.