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LA DESTRUCCIÓN DE LA CAÑONERA

Cuando Córdoba y el maestro volvieron a cubierta, una profunda oscuridad envolvía la ensenada de Corrientes.

La atmósfera amenazaba mal tiempo. Densos vapores se elevaban por poniente y habían invadido el cielo, tapando completamente las estrellas.

Desde el puente de la pequeña nave ya no se distinguían casi las orillas, a pesar de no estar más que a cuarenta o cincuenta pasos. Solamente se veían vagamente, como enormes masas, los bosques que circundaban la bahía.

Córdoba y el maestro, mientras los marineros izaban a bordo la pequeña áncora de popa y el ancla que había sido calada por la proa para mantener la nave en medio del río, habían subido a la cruceta del mástil de trinquete para inspeccionar atentamente la salida de la bahía, temiendo que por allí apareciera de repente la temida cañonera.

El mar en aquella dirección estaba despejado, pues no existía allí ninguna línea de escollos, ni lenguas de tierra boscosa; por esta causa, a pesar de la oscuridad, se hubiera podido ver cualquier barco que llegara de alta mar, aunque hubiera llevado las luces apagadas.

—¿Ves algo, Colón? —preguntó Córdoba al viejo marinero que se encontraba por encima de él, sobre el palo de la cruceta.

—Un momento, mi teniente —respondió el maestro—. Puede que haya sido algún pez fosforescente, o quizá la boca de un tiburón, que como sabéis de noche parece iluminada, pero también podía haber sido un fanal.

—Mira bien, Colón.

—Ya miro, y abro bien los ojos, sin embargo por ahora no veo nada.

—¿Crees todo lo que nos ha dicho aquel sinvergüenza? —preguntó de nuevo el teniente.

—Sí, señor Córdoba. No le serviría de nada engañarnos, ahora que está en nuestras manos.

—Si fuese cierto, la situación sería bastante grave. Nuestra nave es rápida y sólida, pero sus calderas no tienen la protección suficiente contra los obuses. Un proyectil bastaría para inmovilizarnos.

—Es verdad, señor Córdoba. Si la cañonera aparece, ¿qué pensáis hacer? ¿Intentaremos forzar el paso?

—Sí, pero después de haberla hecho saltar por los aires.

—¿Con nuestro cañón? ¡Hum…! Ya sabéis, señor Córdoba que estas cañoneras llevan el casco acorazado.

—No lo suficiente, sin embargo, para protegerla de un buen impacto.

—¿Con esta oscuridad?

—Querido Colón, ¿has olvidado que bajo el espejo de popa llevamos dos torpedos?

—No, señor Córdoba.

—Ya sabes de lo que son capaces estos juguetes.

—Pueden hacer volar un acorazado.

—Nosotros haremos saltar a la cañonera.

Maestro Colón miró al señor Córdoba con una mezcla de asombro e incredulidad.

—¿Decís? —preguntó, unos instantes después.

—Que haremos saltar a la cañonera —repitió el teniente—. Estoy decidido a todo, maestro Colón, con tal de dejar esta endemoniada bahía y conducir el «Yucatán» al cayo de San Felipe. Si después…

—¡Señor Córdoba…!

—¿Qué pasa, Colón?

—Mirad allá abajo, hacia el cabo Corrientes.

—Veo un farol.

—Y una gran sombra que echa humo.

—Veo chispas también, Colón.

—Es la cañonera.

—¡Sí, por todos los diablos del infierno! El fanfarrón de del Monte no ha mentido. ¿A dónde se dirige la condenada?

—No puedo distinguir nada.

—Y yo menos. ¿Nos hemos vuelto ciegos, Colón?

—Yo creo que la cañonera se ha parado junto a la orilla y ha apagado las luces. Quizá su tripulación espera el ataque de los insurgentes para cerramos el paso.

—Sí, eso debe ser —murmuró Córdoba, frunciendo la frente y como si hablara consigo mismo—. Los insurgentes en la costa y la cañonera con sus cuatro piezas delante de nosotros… El «Yucatán» será puesto a dura prueba, ¡pero, bah…! El torpedo abrirá camino a nuestro intrépido barco. ¡Colón, ven! —prosiguió en voz alta.

Los dos lobos de mar descendieron a cubierta, donde los marineros, echados junto a la borda y armados con fusiles y sables de abordaje, esperaban sus órdenes.

—Conmigo, dos hombres robustos y una linterna —ordenó Córdoba—. Al agua la chalupa.

Dos marineros, dos jóvenes de formas hercúleas y músculos poderosos, salieron rápidamente de las filas, mientras un tercero se apresuraba a encender una lámpara.

—Colón —dijo Córdoba—. Avanzad por la bahía a marcha lenta, poco a poco, sin hacer ruido. Todos los hombres en sus puestos de combate y los mejores artilleros en la pieza de la torreta y en las hotchkiss

Acabando de decir esto bajó al espejo de popa seguido por los tres marineros, entró después en la bodega y abrió una portezuela que había bajo lo| camarotes. En seguida aparecieron, a, la luz de la linterna, metidos en dos largas cavidades, protegidos por paquetes de celuloide y por gruesas barras de hierro que debían defenderlos incluso contra proyectiles de grueso calibre, dos objetos relucientes.

—Extraed uno de estos tubos —dijo Córdoba, volviéndose hacia los marineros—. Cuidado con tropezar, si no queréis hacer volar por los aires al «Yucatán».

Los tres marineros agarraron uno y, lentamente, con infinitas precauciones, lo sacaron de su escondrijo.

Se trataba de un tubo en forma de puro habano, de bronce, de casi dos metros de largo y con un diámetro de setenta u ochenta centímetros hacia el centro. Era completamente liso, sin la más mínima marca; pero en popa, ocultas en una especie de cola, se veían las palas de una hélice de metal brillante y en el medio se veía, envuelto en el huso, un hilo sutilísimo.

—¡Un torpedo…! —exclamaron los marineros, con un escalofrío.

—Sí, mis amigos, un terrible artilugio que contiene una carga de algodón pólvora tan potente que es capaz de enviar por los aires a un acorazado —repuso Córdoba, con una sonrisa.

—Vaya, llevadlo a cubierta.

Los tres marineros sujetaron estrechamente el formidable ingenio bélico y con mil precauciones lo trasladaron al espejo y después lo izaron sobre cubierta.

Maestro Colón había hecho bajar un sólido calabrote del pico de la cangreja. Rápidamente ató el torpedo, lo empujó fuera de la borda y después lo hizo descender a la pequeña ballenera que había sido colocada bajo la popa.

—Dos voluntarios a la chalupa —ordenó Córdoba.

Después, volviéndose hacia Padilla y Quiroga, los dos soldados españoles, les dijo:

—¿Queréis acompañarme?

—Estamos a vuestras órdenes, señor —respondieron.

—Vamos a enfrentarnos con la muerte; tened cuidado.

—Estamos dispuestos —dijeron los dos valientes.

—Está bien; ¡Colón!

—¡Teniente!

—¿Los remos…?

—Han sido cubiertos de tela para que no hagan ruido. ¿Vuestras instrucciones, señor?

—Seguidnos a marcha lenta, a media milla de distancia. Cuando se produzca la explosión venid a recogernos.

—¿Y si la empresa tuviese para vos un final fatal? En la guerra hay que preverlo todo, señor.

—Forzaréis el paso e iréis al cayo de San Felipe a salvar a la marquesa.

Después, aproximándose de manera que no pudiera oírle nadie, le murmuró junto al oído:

—El «Yucatán» es esperado en Santiago; allí es donde la patria jugará su más terrible carta.

—¡Teniente! —murmuró el viejo maestro, con voz conmovida—. Dejadme intentar el golpe a mí.

—No, Colón —respondió Córdoba, con inquebrantable firmeza.

—Podéis morir en la peligrosa empresa.

—Tengo fe en mi destino; adiós, viejo lobo. ¿Lo has colocado todo en la chalupa?

—Todo, las armas y la pila para la chispa eléctrica.

Los dos lobos de mar se estrecharon la mano, ambos conmovidos, pero decididos a cumplir su deber hasta la muerte, luego Córdoba pasó por encima de la borda y se dejó resbalar hasta la pequeña ballenera.

Los dos marineros que habían trasladado el torpedo se encontraban ya allí, con las manos en los remos; los soldados españoles se habían colocado a los lados del banco de popa, teniendo entre las rodillas sus fusiles.

—Partamos —dijo Córdoba.

—¿Hacia dónde, teniente? —preguntaron los dos robustos muchachos agarrando los remos.

—Hacia la punta de Corrientes. Bogad con precaución pues vamos a sorprender y destruir la cañonera que nos espera para hundir al «Yucatán». Silencio y avante.

La pequeña ballenera se separó de la nave que avanzaba lentamente, moviendo apenas la hélice, para no adelantarse a Córdoba y sus valientes compañeros.

Los dos marineros remaban con fuerza pero sin producir ningún rumor, teniendo la precaución de no sacudir los remos. Por otra parte, éstos iban envueltos en un grueso paño para amortiguar los golpes.

Córdoba en la barra del timón, dirigía la pequeña y ágil embarcación, procurando mantener la proa hacia la punta de Corrientes, que se entreveía confusamente, por estar cubierta de altísimas palmas hasta su extremo límite. De vez en cuando se volvía para echar una mirada al torpedo que llevaban a remolque, como si temiese que la cuerda que lo unía a la chalupa se rompiera.

Un silencio casi perfecto reinaba en la oscura y vasta rada. El mar, que estaba tranquilo fuera de la bahía, no levantaba ni una ola a lo largo de las playas; a veces se oía, a intervalos regulares, el agua que gorgoteaba entre las innumerables raíces de los mangles, movida por la marea que entonces empezaba a subir lentamente. La chalupa, confundida entre las tinieblas que parecían volverse cada vez más espesas, se mantenía alejada de las orillas, deslizándose silenciosamente sobre las aguas negras como el ébano.

Nadie hablaba; los dos marineros tenían sus ojos fijos en el teniente, preparados para detener la chalupa o para redoblar su marcha; los dos españoles, en cambio miraban atentamente hacia la extremidad de la punta de Corrientes para intentar descubrir la cañonera.

—¿Se divisa ya? —preguntó Córdoba, en voz baja, a los españoles.

—Todavía no, los árboles de la costa y los manglares proyectan una sombra tan oscura que no se puede distinguir.

—Sin embargo, debería verse alguna chispa o el reflejo del fuego de los hornos en el penacho de humo.

—Puede haberse escondido en alguna pequeña cala —dijo Quiroga.

—¿Y los rebeldes, qué hacen? Del Monte me ha dicho que ya deben estar reunidos en las orillas de la ensenada.

—Esperarán una señal de la cañonera.

—Sí, seguirán esperando y nosotros entretanto saldremos al mar —masculló Córdoba.

Se volvió y miró si el «Yucatán» se podía distinguir desde aquella distancia. A trescientos o cuatrocientos metros vio confusamente la masa de la nave, que parecía inmóvil.

—Se necesitarían ojos de gato para apuntar y cañonearlo con éxito —murmuró el intrépido lobo de mar.

La chalupa entretanto continuaba avanzando cada vez con mayores precauciones, llevando a remolque el torpedo, que iba sumergido casi enteramente. Los dos marineros, temiendo que la cañonera estuviera cerca, habían reducido el movimiento de los remos, también porque las negras aguas empezaban a ponerse ligeramente fosforescentes junto a los manglares de la playa.

Ya no distaban más de trescientos metros de la punta de Corrientes, cuando Córdoba vio que algunas chispas se elevaban entre las tinieblas.

—¿Habéis visto? —preguntó a los soldados.

—Sí, señor Córdoba —respondieron ellos.

—La cañonera no está más que a doscientos pasos.

—Y se oculta en una pequeña cala —agregó Quiroga.

—¡Alto! —ordenó el teniente.

Los dos marineros levantaron con precaución los remos y la ballenera permaneció inmóvil a menos de cincuenta metros de la espesura de los manglares.

Córdoba se levantó y se dirigió hacia proa, mirando atentamente hacia donde había visto saltar las chispas. En medio de la espesa y negra sombra proyectada por las palmas reales que crecían en la pequeña península, le pareció discernir una masa a corta distancia de la orilla.

—La oscuridad les favorece —murmuró.

Después empezó a desnudarse, diciendo a Quiroga:

—¿Queréis seguirme?

—Estoy dispuesto, señor —respondió el español.

—¿Sabéis nadar?

—Como un pez.

—Estupendo; desnudaos. La expedición será peligrosa pero si tenemos éxito os regalaré cien pesos.

—No es necesario, señor Córdoba.

—¡Silencio…!

Dejó la ropa sobre el banco de proa no conservando más que una ancha faja de lana en la cual había metido uno de aquellos cuchillos mexicanos, algo curvado y muy cortante, llamados machetes, luego extrajo una cajita de una cesta que estaba escondida bajo el banco de popa y se la enseñó a otro soldado diciendo:

—¿Sabéis qué es esto, Padilla?

—Sí, señor Córdoba —respondió el español—. Basta apretar este botoncito y salta la chispa eléctrica. He sido artillero un par de años.

—Sois inteligente, muchacho; ahora escuchadme.

—Soy todo oídos.

—En esta cajita está conectado un hilo que comunica con el torpedo.

—Ya lo veo; sirve para hacerlo estallar.

—Muy bien; dejad que el hilo se desenrolle, ya que el torpedo debe recorrer un buen espacio antes de llegar bajo la carena de la cañonera.

—¿Y luego?

—Cuando me oigáis gritar: «Sálvese quien pueda», apretad el botón y haced estallar el torpedo.

—Sí, señor Córdoba.

Esperad mi señal pase lo que pase, o si no, junto a la cañonera haríais saltar también a vuestro camarada y a mí.

—No temáis señor. Aunque fuésemos tiroteados por los insurgentes, no actuaremos antes de vuestra señal.

—Hasta la vista, amigos.

—Una palabra, si lo permitís, señor teniente —dijo uno de los dos marineros, levantándose.

—Habla.

—Vais a arriesgar vuestra vida, señor teniente; dejad que vaya uno de nosotros.

—Gracias, muchachos, pero es imposible. Permaneced aquí y esperad mi vuelta.

—Quiroga, ¿estáis preparado?

—Sí, señor Córdoba.

—Tomad este revólver y sujetáoslo en la frente. Puede seros útil.

—Ya está hecho, señor.

—Al agua, amigo. ¡Padilla, atento al hilo!

—El carrete se desenvuelve —respondió el español.

Córdoba y su valeroso compañero se metieron suavemente en el agua y se pusieron a nadar hacia el torpedo que estaba a diez pasos de la popa de la pequeña ballenera.

El lobo de mar con un golpe de machete cortó la cuerda que había servido para remolcarlo y se puso a empujarlo hacia la orilla, ayudado por el español.

La cañonera no estaba más que a trescientos pasos; antes de acercarse a ella, Córdoba quería ocultarse bajo la oscura sombra proyectada sobre el agua por los árboles de la playa, para no correr el peligro de ser descubierto antes de hacer actuar la pequeña hélice.

Actuando con lentitud y moviendo los brazos suavemente para no hacer ruido, al cabo de pocos minutos los dos nadadores llegaban junto a las primeras raíces de los mangles.

Allí la oscuridad era tan profunda, a causa de las plantas que se inclinaban sobre el agua, que no se podía distinguir nada a la distancia de pocos pasos. Manteniéndose cerca de las raíces, el teniente y el español estaban bien seguros de poder acercarse a la cañonera sin ser descubiertos.

Sin embargo, de vez en cuando se detenían para escuchar, temiendo que entre las raíces hubiera algún rebelde, o para asegurarse de que el hilo de la conducción eléctrica que unía al torpedo con la chalupa no se había roto o enredado entre las ramas que colgaban sobre el agua.

Habían recorrido ya la mitad de la distancia, cuando a sus oídos llegaron algunos crujidos que procedían de la orilla. Parecía que alguien se movía entre los mangles.

—¿Habéis oído? —preguntó Córdoba, con un hilo de voz, volviéndose hacia el español.

—Sí —respondió éste.

—¿Nos habrán descubierto?

—No lo sé, señor. ¿Hacéis pie?

—Sí.

—También yo.

—Entonces parémonos y escondámonos bajo estas ramas que se inclinan sobre el agua.

—Chitón, señor.

Los crujidos continuaban y se oía el leve susurro de las hojas de los árboles. Un hombre o un animal, más fácilmente un hombre, avanzaba sigilosamente pasando de una raíz a otra para llegar junto al agua.

El teniente y el español, dejando el torpedo que no podía ser descubierto, por estar casi totalmente sumergido, se metieron bajo las plantas, escondiéndose en medio de aquel caos de raíces y ramas. Ambos habían empuñado los revólveres, dispuestos a defenderse.

Pasaron algunos instantes, durante los que los crujidos de las raíces se oyeron más claramente, después cesó todo rumor.

Córdoba levantó la cabeza y miró a través de las hojas, pero rápidamente se acurrucó de nuevo.

Una sombra humana había aparecido repentinamente en el margen de los vegetales y parecía que exploraba atentamente la superficie del agua.

—¿Te equivocaste? —preguntó una voz.

—¡Caray! —refunfuñó el hombre, que se había inclinado para observar mejor lo que ocurría bajo la bóveda de los vegetales—. No veo absolutamente nada, Gaspar.

—Has tomado algún pez por un hombre, quizá un delfín o un escualo.

—Puede ser, pero… ¡Caramba! No veo nada, absolutamente nada.

—Te digo que no serán tan necios de abandonar su «Yucatán».

—Pueden haberse dado cuenta de la llegada de la cañonera.

—¿Y tú crees que tendrían la audacia de largarse a bordo de las chalupas? ¿Y que escaparían así a la persecución?

—Es verdad, Gaspar. Soy un estúpido y he hecho una carrera inútil a través de estas raíces que transmiten la malaria.

—¿Ves la cañonera?

—No está a más de veinte brazas de la orilla.

—Vamos a bordo a decir al jefe que estamos todos preparados y que dentro de poco actuarán las chalupas.

Las raíces crujieron más fuerte que antes, las ramas se agitaron ruidosamente, después el silencio volvió a reinar en las orillas de la pequeña península.

—¡Rayos! —murmuró Córdoba, cuando no se oyó nada más—. ¿Dentro de media hora las chalupas y la cañonera caerán sobre el «Yucatán»? ¡Ah…! Queridos míos, llegaréis demasiado tarde. Quiroga, despachemos pronto o no podremos volver más a bordo.

Dejaron el escondite y alcanzando el torpedo se pusieron a empujarlo hacia adelante, aunque manteniéndose siempre bajo los arcos de los mangles.

Al cabo de un minuto, se encontraron inesperadamente en la entrada de una cala que tendría un perímetro de costa de doscientos metros. Justamente en medio de aquel tranquilo estanque que se abría junto al extremo del cabo Corrientes, los dos nadadores descubrieron la cañonera de los insurrectos.

La oscuridad no permitía distinguir su armamento ni el número de hombres que llevaba; era, sin embargo, de formas macizas y se adivinaba que no debía ser de pequeño tonelaje. De su chimenea salía un gran penacho de humo mezclado con algunas chispas que volteaban por el aire cayendo después, parecidas a luciérnagas, entre los mangles y las palmas de la orilla próxima.

Ningún farol lucía a bordo, ni las reglamentarias luces de proa, ni las del mástil, señal evidente de que los hombres que la tripulaban no deseaban ser descubiertos antes de la aparición del «Yucatán», con objeto de caer inesperadamente sobre la pobre nave de la marquesa y quizá enviarla a pique con un buen golpe de espolón.

—Sesenta o setenta metros —murmuró el teniente Córdoba, midiendo con la mirada la distancia que les separaba de la cañonera—. Estamos en buen punto.

Puso delante el torpedo, tomó después el hilo que lo unía a la chalupa y probó a tirar; sintiendo una cierta resistencia, hizo con la cabeza un gesto de satisfacción.

—Preparaos a escapar —dijo Córdoba.

—¿Nos volvemos…? —preguntó el español.

—Sí, el torpedo va a partir.

Se acercó a la popa del huso y apretó un interruptor. En seguida se vio a la hélice ponerse silenciosamente en movimiento y el formidable instrumento de destrucción partió, con la punta vuelta hacia la cañonera.

—¡Escapemos! —repitió Córdoba.

Los dos hombres se pusieron inmediatamente a nadar con rapidez, no hacia la orilla sino en dirección a la chalupa. Después de algunas brazadas, Córdoba se puso a gritar, con voz tonante:

—¡Ohé…! ¡Hombres de la cañonera…! ¡Un torpedo os va a enviar a las nubes! ¡Cuidado!

—¿Qué hacéis, señor? —preguntó el español con asombro.

—Intento salvar a alguno de estos pobres diablos —respondió el teniente—. A mí me basta con que salte por los aires la cañonera.

En aquel momento sobre el puente de la nave se oyeron alaridos de terror:

—¡Un torpedo! ¡Un torpedo!

—¡Al agua! ¡Al agua!

—¡Socorro! ¡La cañonera va a explotar!

A continuación se oyeron algunas zambullidas como si los hombres se precipitaran en el mar.

Córdoba, con una vigorosa sacudida de las piernas salió más de la mitad del agua, gritando:

—¡Sálvese quien pueda! ¡Haced estallar el torpedo…!