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LA CAPTURA DEL CUBANO

Los hombres que Córdoba había confundido con insurgentes, eran marineros del «Yucatán» en perfecto equipo de combate, como si se dirigieran a realizar algún peligroso reconocimiento o fueran a afrontar al enemigo.

Eran una treintena, conducidos por un contramaestre, un joven alto como un granadero de Pomerania, robusto como un toro y que ya había dado pruebas indudables de valor, y de habilidad e inteligencia poco comunes.

En pocos saltos, Córdoba hacía alcanzado a sus bravos marineros, que no parecían menos sorprendidos que él por aquel afortunado encuentro.

—¿Adónde ibais? —preguntó parándose frente al contramaestre.

—Pues… en busca de vos, mi teniente —respondió el marinero.

—¿De mí?

—Hemos sabido que estabais asediado en un fortín junto a la capitana.

—¿Y por quién lo habéis sabido?

—Por Álvaro.

—¿Ha llegado a bordo aquel valiente?

—Sí, señor, y hace sólo dos horas —respondió un marinero acercándose.

—¡Tú! —exclamó Córdoba.

—Yo, mi teniente. Debéis perdonarme por no haber llegado antes a bordo del «Yucatán»; me he perdido un montón de veces en este maldito bosque.

—Eres un valiente, querido amigo, y tendrás una buena recompensa. Estoy muy contento de encontrarte aquí; temía que los rebeldes te hubieran apresado o fusilado.

—Me he escapado por milagro, teniente. Pero… ¿y la capitana? No la veo con vos.

—¡Está en menos de los insurrectos! —gritó Córdoba, en un estallido de ira.

—¡La capitana en manos de esos perros…! —exclamaron los marineros, con asombro.

—¡Caray! —exclamó el contramaestre—. Iremos a libertarla, teniente, si nos dais permiso. Estamos decididos.

—Sí, iremos, pero no ahora —repuso Córdoba—. Ella no se encuentra ya en el bosque.

—¿Dónde, pues?

—En el cayo de San Felipe.

—¡Vamos a San Felipe, teniente! —gritaron los marineros al unísono.

—Iremos, mis valientes, no lo dudéis. La marquesa del Castillo no permanecerá seguramente largo tiempo en las manos de los insurrectos de Pardo. ¿Dónde está el «Yucatán»?

—Detrás de este bosque, señor —respondió el contramaestre—. Hemos anclado más afuera por temor de una sorpresa.

—¿Está a bordo maestro Colón?

—Sí, señor, no ha querido abandonar la nave sospechando una traición tras la reaparición de del Monte.

—¡De del Monte! —exclamó Córdoba—. ¿Ha venido aquí ese sinvergüenza?

—Está a bordo, teniente.

—¿Abordo?, ¡mil rayos!

—Con hierros en los pies y vigilado por dos marineros.

—¿Qué ha venido a hacer a bordo? ¿Está cansado de vivir ese bribón? ¡Qué audacia!

—Quería desembarcar inmediatamente el cargamento.

—¡Canalla!

—Decía que había sido encargado de traer esta orden por la señora marquesa.

—¿Y Colón?

—No le ha creído en absoluto, ya que el bribón del cubano no llevaba ninguna orden escrita, vuestra o de la capitana.

—¿Y entonces…?

—Se ha puesto furioso, ha amenazado con colgarnos a todos, poner fuego al polvorín y hacer volar el «Yucatán». Maestro Colón lo ha hecho prender, atar y encerrarlo en una cabina.

—¿Y está todavía prisionero?

—Hace dos horas estaba aún en el camarote.

—¡A bordo, mis valientes! ¡Vamos a ahorcar al miserable! —aulló Córdoba, que parecía haber perdido, quizá por primera vez, su calma habitual.

La patrulla se puso rápidamente en marcha, costeando una especie de península que avanzaba frente a la ensenada de Corrientes, formando el cabo del mismo nombre que cierra la profunda bahía del lago meridional.

Sin embargo, aquella orilla no era fácil de recorrer, a causa de la naturaleza del terreno. A cada instante se encontraban pequeños pantanos cubiertos de cañas, que servían de escondite a millares de pájaros marinos y sobre todo a los flamencos, había también espesuras de mangles que los marineros estaban obligados a atravesar con gran prudencia, agarrándose a las múltiples raíces de estas extrañas plantas, para no correr el peligro de precipitarse en el fango espeso que servía de fondo.

Hacia el atardecer, rebasada la punta extrema de la península, Córdoba, que marchaba frente a todos, flaqueado por los dos soldados españoles, lograba descubrir el «Yucatán» que se encontraba anclado junto a la desembocadura del riachuelo, a unos treinta metros de la orilla más próxima.

Al ver la bella y rápida nave, un suspiro de satisfacción le salió del pecho.

—¡Por fin! —exclamó—. Creía que no la volvería a encontrar, ni tripular. ¡Oh…! ¡Si también estuviera aquí Doña Dolores…! ¡Mil tiburones! ¡El miserable cubano lo pagará caro!

El sol se ponía rápidamente tiñendo de fuego el horizonte y haciendo centellear vivamente el mar que se extendía más allá de la bahía, entre el cabo de Corrientes y el lejano San Antonio.

Bajo los bosques que circundaban las riberas, la oscuridad empezaba ya a volverse profunda. Las tinieblas descendían rápidamente mientras que de los manglares se alzaba una ligera neblina cargada de miasmas mortales, miasmas que llevan los gérmenes de la terrible fiebre amarilla.

Bandadas de pájaros acuáticos y largas filas de flamencos, cuyas hermosas alas rosas brillaban como cintas de fuego bajo los últimos rayos del sol moribundo, atravesaban la bahía con un griterío ensordecedor, buscando refugio seguro entre los cañaverales de la gran manigua de Guanahacabiles.

Algún feo murciélago, de alas grandísimas, y algún vampiro, empezaban a aparecer, volteando inquietamente por la húmeda y oscurecida atmósfera.

Córdoba y sus marineros se apresuraban, resbalando y tropezando con las raíces de los mangles, sabiendo lo peligroso que era encontrarse entre estas plantas que exhalaban la fiebre. Quizá la humedad, o la hora, o las tinieblas que continuaban acumulándose sobre las riberas de la bahía, ponían a todos intranquilos y sus miradas se fijaban, con una cierta ansiedad, sobre las gigantescas plantas que ocultaban el terreno circundante, como si allí abajo se escondiera algún terrible peligro.

Habían llegado ya a trescientos metros del «Yucatán», cuando sobre la proa se oyó una voz amenazadora gritar:

—¿Quién vive?

—¡Córdoba! —respondió el teniente—. Botad al agua la chalupa y venid a embarcarnos.

No había acabado de hablar cuando ya la pequeña ballenera se separaba de los flancos de la nave, acercándose rápidamente a la orilla.

En la proa iba derecho un hombre que Córdoba reconoció en el acto.

—¡Colón! —exclamó.

—En persona, mi teniente —respondió el maestro saltando entre los manglares—. ¿Y la marquesa?

—Silencio ahora; ¡abordo!

Se colocó en la chalupa junto a los dos españoles y a los demás marineros y en pocas remadas se hizo conducir al «Yucatán», donde toda la tripulación le esperaba en la cubierta, presos de viva ansiedad por no haber visto a la capitana.

—Hablad, os lo ruego, señor Córdoba —dijo maestro Colón, que parecía angustiado—. ¿Qué le ha pasado a la señora marquesa?

—Está prisionera de los insurrectos, pero dentro de poco partiremos e iremos a libertarla. Que se enciendan los fuegos y que los hombres estén bajo las armas.

—¿A dónde vamos? —preguntaron los marineros, amontonándose a su alrededor.

—Hacia el cayo de San Felipe. La capitana está allí, prisionera de los insurrectos.

Un estallido de rabia siguió a sus palabras.

—¡Prisionera!

—¡En manos de esos bribones!

—¡Iremos a destrozarlos!

—¡La salvaremos, aunque debamos hacer volar todos los cayos!

—¡Partamos! ¡Partamos!

—¡Silencio! —gritó Córdoba—. ¡Maquinista!

El jefe de máquinas acudió inmediatamente.

—¿Cuánto tiempo se necesita para tener la presión máxima?

—Una hora, teniente.

—¡Daos prisa! ¡Iremos a toda máquina!

Después, volviéndose a Colón, repuso:

—¿Dónde está el villano de del Monte?

—En un camarote de popa, custodiado por dos hombres —respondió el maestro.

—Llévame hasta él.

—¿He hecho mal en encerrarlo?

—Debiste colgarlo, Colón —respondió Córdoba—. Ha sido él quien nos ha traicionado.

—Lo sospeché; seguidme, señor.

Mientras el maquinista y los fogoneros se precipitaban al cuarto de máquinas y la pequeña ballenera volvía para embarcar a los marineros que habían quedado entre los manglares, Córdoba y maestro Colón bajaban al espejo de popa, parándose frente a un camarote guardado por dos marineros armados con fusil.

El maestro abrió la puerta e introdujo al teniente en un cuartito deudos metros cuadrados, provisto solamente de un camastro y una silla.

El señor del Monte estaba sentado sobre esta silla, aprisionado por una sólida cadena que no le permitía hacer ningún movimiento. Volvía la espalda a la puerta y miraba la bahía a través del pequeño ojo de buey, tan estrecho que difícilmente hubiera dejado pasar un gato.

Oyendo abrirse la puerta se volvió y al ver a Córdoba no pudo contener un gesto de asombro, mientras su rostro manifestaba un terror que no podía ocultar ni dominar.

—¿Me conoces, canalla? —aulló Córdoba, acercándose al cubano con los puños cerrados.

—¿Vos, señor? —exclamó del Monte, afectando una cierta calma e intentando sonreír, aunque sin lograrlo—. Estoy muy contento de veros aquí; al menos haréis entender a estos furiosos marineros que yo soy un hombre honrado.

—¡Ah…! ¡Qué insolente! —gritó Córdoba, amenazándole con los puños—. ¿Tú, un hombre honrado…?

—¿Tenéis alguna queja de mí? —preguntó el cubano, que intentaba disimular.

—¡Miserable! ¡Te voy a colgar del pico de la cangreja!

—¿Estáis bromeando, señor Córdoba?

—¡Te digo que dentro de diez minutos vas a danzar el baile de la muerte! —aulló el teniente, perdiendo la paciencia—. ¿Aún te atreves a preguntarme si estoy bromeando? ¡Traidor!

El cubano palideció y pareció que toda su extraordinaria audacia se esfumaba, pero después de algunos instantes, siguió:

—Parece que tenéis que reprocharme alguna cosa, señor Córdoba. Os ruego que os expliquéis.

—¡Eh…!, ¿qué…? —balbució el teniente, en el colmo de la ira—. Mi querido señor del Monte, condenado esbirro del capitán Pardo, acabad con vuestra comedia u os liquido a puñetazos si me seguís desafiando. ¿Creéis que no conozco vuestras hazañas? Decidme, querido señor del Monte, ¿cuánto os ha dado Pardo por traicionarnos?

—¿Por traicionaros?

Córdoba, no pudiendo aguantarse más, furioso por el descaro del traidor, alargó una mano y agarrándolo por el cuello de la camisa, lo levantó del suelo, sacudiéndolo como si fuera un niño pequeño.

—¡Canalla! —le gritó junto a las orejas—. ¡Te ahorcajé antes de diez minutos!

—Sea —le contestó el cubano, que se había puesto amarillo—. ¡Pero Pardo os ahorcará a vos y hará fusilar a la marquesa! ¡Ahora matadme, si os atrevéis!

Córdoba había dejado caer al cubano, a su vez se había vuelto pálido y miraba al traidor con inquietud, intentando leer en sus ojos la veracidad de sus palabras:

—¡Pardo me ahorcará! ¡Pardo fusilará a la marquesa! —exclamó—. ¡Mientes! ¡Pardo está lejos y la marquesa se encuentra ahora en el cayo de San Felipe!

—Pardo está cerca —respondió el cubano.

—¿Dónde?

—No lo sé, pero os digo que está cerca y que pronto vengará mi muerte.

—Quieres engañarme.

El cubano se encogió de hombros.

—¡Dímelo todo o te hago desollar vivo! —dijo Córdoba.

—No tengo nada que agregar.

—Tú me ocultas algo.

—Es probable.

—Entonces, habla.

—Sí —dijo el cubano—. Hablaré pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que me perdonéis la vida.

—¿Crees que tu confesión vale la gracia de tu pellejo?

—Se trata de vuestro «Yucatán», señor.

—¡Rayos y centellas! ¡De mi «Yucatán»…!

—Corre un grave peligro.

—Continúa.

—No me habéis prometido dejarme vivir, señor Córdoba.

—Vivir sí, pero la libertad no.

—Está bien; me basta con que no me ahorquéis —dijo el cubano, con un relámpago de alegría brillando en sus ojos—. Es inútil que os diga que yo estaba al servicio de Pardo y que la traición había sido organizada…

—Deja la traición; háblame del peligro que puede correr mi «Yucatán» —le interrumpió Córdoba.

—Entonces haced encender inmediatamente los fuegos y preparad las armas, ya que las orillas de la bahía están tomados por los insurgentes. Cuando intentéis moveros seréis asaltados.

—¡Ah…! ¡Los insurgentes me atacarán! Está bien, les soltaremos unos cañonazos y hundiremos sus chalupas.

El cubano levantó sus ojos mirando a Córdoba casi irónicamente, después esbozando una sonrisa, dijo:

—¡Ja!, ¡ja! ¿Las chalupas…?

—¿Qué quieres decir, sinvergüenza? —preguntó el lobo de mar.

—Digo que no tendréis que enfrentaros únicamente con chalupas, señor mío.

Córdoba dio un paso atrás, tropezando con maestro Colón.

—¿Contra quién tendré que vérmelas, pues? —preguntó con aprensión.

—Parece que hay algo más grande que una simple barca.

—¡Por cien mil diablos del infierno! —aulló Córdoba—. ¡Suéltalo de una vez, bribón!

—¿Sabéis que los insurrectos de Pardo han sorprendido y asaltado una cañonera española que estaba anclada en la bahía del Guadiana?

—¡Yo no sé nada!

—Ya os lo digo yo.

—¿Y qué más?

—La cañonera ha sido ya avisada de que el «Yucatán» está aquí.

—¿Y vendrá a tomar parte en la batalla?

—Podéis estar seguro de que tendréis que entendéroslas con ese barco.

—No lo he visto aún.

—Llegará el momento oportuno, señor Córdoba.

—¡Muerte y sangre! ¿Quieren medirse con el «Yucatán»? ¡Pues bien, les daremos lo suyo!

—¡Tened cuidado…! La cañonera debe tener cuatro piezas de buen calibre y un cañón de tiro rápido de setenta y cinco milímetros.

—¡Rayos! —exclamó Córdoba, arrugando la frente—. ¿Quién te lo ha dicho?

—El capitán Pardo —respondió el cubano.

—¿Y la cañonera vendrá aquí?

—Os cortará el paso en la salida de la ensenada.

—¡Ah…! ¡Ya lo veremos…!

En aquel momento entró un marinero, diciendo:

—Señor teniente, tenemos la máxima presión.

—Da orden de izar las áncoras y que se descubran nuestro cañón de la torreta y las dos ametralladoras.

Después, volviéndose hacia Colón, continuó:

—Ven, viejo amigo; saldremos de la bahía, aunque debiéramos enfrentarnos con el «Iowa», que dicen que es el acorazado más grande de los Estados Unidos.

—¡Señor Córdoba!

—¿Qué quieres? —preguntó el lobo de mar, volviéndose hacia el cubano.

—¿Tengo vuestra palabra, verdad?

—¡El diablo te lleve! Merecerías la tortura en vez de la cuerda, bribón.

Dicho esto, salió con el maestro, dando un portazo.