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EL ATAQUE DE LOS NEGROS

Córdoba se había levantado precipitadamente de los sacos que le habían servido de lecho y se asomaba a la puerta del batey, aunque escondiéndose prudentemente tras una enorme caldera volcada, para no recibir una descarga.

Una docena de negros casi desnudos, pues no llevaban más que unos calzones y un destrozado sombrero de hojas de palma, algunos armados de trabucos y otros de machetes, avanzaban a través de los surcos de la plantación, gesticulando como micos y aullando como endemoniados.

No podía dudarse de su dirección; se dirigían hacia el batey con la intención de descubrir al español y capturarlo.

—¿Serán los mismos negros que vigilaban frente a la galería? —se preguntó Córdoba, con inquietud—. Los dos valentones que hicimos huir pueden haberse dado cuenta de que éramos espíritus de carne y hueso y haber seguido nuestras huellas.

—Señor —dijo en aquel instante el español, que se le había puesto al lado—. ¿No conocéis por casualidad a los dos negros armados de monstruosos trabucos?

—Parece que son…

—Manco y su compañero, señor teniente.

—¡Ah…! ¡Esos bribones…! Estarán furiosos por el susto que les hemos dado.

—Y decididos seguramente a vengarse.

—¡Estamos en un buen lío, amigo Quiroga!

—Afortunadamente no son suficientes para dar miedo, señor.

—No, si no temiese una cosa.

—¿Cuál?

—Que precedan a una banda de criollos.

—Hasta ahora no se han visto.

—Pueden estar todavía en el bosque.

—¿Qué hacemos?

—Apuntad vos a Manco y yo me encargo del viejo.

—¿Y después?

—Nos escapamos a todo correr y nos meternos en el bosque, para evitar el peligro de un nuevo asedio. Cuidaos de los trabucazos de los escopeteros.

—No temáis; estoy bien cubierto.

Los negros continuaban acercándose dando gritos y saltando alegremente, como si estuvieran ya seguros de tener en su poder a los dos fugitivos, y por hacer algo, empezaron a hacer tronar sus trabucos, no obstante estar tan lejos todavía que no había la más mínima esperanza de que los proyectiles pudieran llegar hasta el batey.

Manco y su compadre, delante de todos, hacían alardes de valor, de palabra, amenazando volar todo el edificio a trabucazos y jurando que convertirían en polvo a los fugitivos si no se rendían inmediatamente Sin embargo, al llegar a unos cien pasos del batey, desapareció toda su valentía y se retrasaron prudentemente, dejando que los otros fueran delante.

—¡Los gandules! —murmuró Córdoba—. Sería mejor no herirles para ver a estos héroes huir a todo escape con sus trabucos. ¡Quiroga!

—¿Señor…?

—Perdonemos a estos pobres diablos.

—Si nos tuvieran en sus manos ellos no nos perdonarían, sino que os aseguro que se apresurarían a colgarnos por los pies del árbol más próximo, para asarnos vivos o deso-liarnos como corderos de un buen machetazo. Conozco la crueldad de estos bandidos.

—Entonces mandemos un par al otro mundo o limitémonos a ponerlos fuera de combate.

Los negros se habían parado para cargar sus trabucos, antes de aproximarse al batey.

Córdoba y el español apuntaron sus fusiles e hicieron fuego casi al unísono.

El valiente Manco y su viejo compadre, aunque prudentemente se mantenían detrás de sus compañeros, cayeron aullando desesperadamente como si estuvieran ya moribundos, al tiempo que se desplomaba uno de los primeros, sin soltar un gemido.

Los otros, espantados por la doble descarga, huyeron alocadamente a través de los surcos de la plantación, sin disparar sus trabucos, y se escondieron en el bosque.

—¡Qué piernas! —exclamó Córdoba, riendo—. ¡Vaya…! ¿Qué hacen Manco y el viejo? Gritan como ocas cuando estoy seguro de no haber tocado ninguno de los dos.

—Pues mi hombre ha caído y no creo que se levante nunca más —dijo el español—. Los insurrectos no nos perdonan a los españoles cuando caemos en sus manos y yo no ahorro un tiro cuando puedo.

—¡Oh! ¡Vaya pillos!

Esta exclamación se le había escapado a Córdoba viendo a los dos valerosos negros arrastrarse a lo largo de los surcos para alejarse disimuladamente. Ni uno ni otro parecían heridos; ante el temor de sufrir una segunda des carga se habían dejado caer en el suelo, fingiéndose morí bandos.

—¡Que el diablo os lleve, holgazanes! —exclamó el lobo de mar—. Eh, amigo Quiroga, escapémonos antes de que les lleguen refuerzos.

Atravesaron el batey y salieron por el otro lado ocultándose entre algunas hileras de cañas que habían escapado al incendio.

Un cuarto de hora después estaban entre las palmeras, los caobos, los cedros, los bananos, los mangos y los tamarindos del bosque, sin que los negros se hubieran atrevido a seguirles y quizá sin haberles visto.

Queriendo poner entre ellos y los rebeldes el mayor espacio posible, se detuvieron solo un minuto para apagar la sed en un pequeño torrente y reemprendieron después la marcha internándose en el bosque procurando llevar una dirección fija, o sea dirigiéndose hacia el sudeste con intención de llegar al campamento del capitán Pardo.

Su rápida marcha duró cuatro horas, hasta que desfallecidos por el calor, el cansancio y el hambre se detuvieron en las orillas de una laguna, sobre cuyas aguas se veían volar miles de agachadizas y de grullas.

—¡Uf…! ¡No puedo más…! —exclamó el lobo de mar, dejándose caer sobre una raíz que serpenteaba por el suelo como un reptil gigantesco—. Si no encontramos alguna cosa para masticar, yo no doy un paso más.

—No veo más que un caimán que sestea allí abajo, en aquel banco de cieno —dijo el español—. Los negros no se hacen rogar para comer la cola de estos anfibios, pero dudo mucho que vos podáis vencer la repugnancia que inspiran estas feas bestias.

—Decid mejor el perfume diabólico que les impregna y que no podría tolerar. ¡Puah…! ¡Una carne que hiede a almizcle a un kilómetro de distancia! ¡Se necesita tener el estómago de un negro para tragársela!

—Es cierto, señor.

—Busquemos algún jabalí; creo que son numerosos en las marismas.

—Los insurrectos, obligados a vivir sólo de caza, los han exterminado. ¡Ah…!

—¿Qué os pasa…?

—Creo que estáis de suerte.

—¿Habéis visto algún buen bocado?

—Veo agitarse aquellos matorrales.

—La caza debe esconderse allí.

—Lo sospecho.

—Esperemos que no sean insurrectos emboscados.

—No; ¡escuchad…!

—¡Gruñidos! ¡Son jabalíes!

—Estemos en guardia; estos animales tienen colmillos de acero y no temen al hombre.

—Lo sé, pero no es el momento de dudar. Escondámonos tras estos cedros y preparémonos para hacer una buena descarga.

El lobo de mar y su compañero, sabiendo que no se podía jugar con estos animales, se ocultaron en un pequeño espacio cerrado entre cuatro enormes cedros que podían, en el caso de un ataque, servir de barrera, y esperaron que la presa se mostrara.

Los gruñidos iban en aumento y las ramas de los matorrales se agitaban en todas direcciones. Parecía que había una manada numerosa buscando las suculentas raíces que son el principal alimento de estos irascibles y deliciosos animales.

—¡Hum…! —murmuró Córdoba—. Vamos a pasar un rato peligroso.

—¡Mirad! —dijo el español—. Salen de las matas.

Unos cuantos jabalíes, por lo menos quince o veinte, guiados por un viejo macho cuyos colmillos se habían vuelto grises, aparecieron dirigiéndose lentamente hacia las orillas de la laguna.

Todos eran de gran tamaño, armados de largos colmillos, que golpeaban uno contra otro, produciendo un rumor amenazador y que sonaba poco agradablemente en los oídos de los dos cazadores.

—Esperad a que alguno se separe —dijo el español, bajando rápidamente el Fusil de Córdoba—. Si hacemos fuego en este momento, los tendremos a todos encima y nos destrozarán.

—Esperemos —respondió Córdoba—. Aunque es muy duro, teniendo un hambre de antropófago, ver tantos jamones deliciosos sin poderlos probar.

—Nos va la piel en ello, señor.

Los jabalíes, después de haber bebido, empezaron a extenderse a lo largo de la orilla. Algunos se habían metido en el fango arrancando las cañas pantanosas para comer las raíces, mientras otros se habían vuelto a meter entre los matorrales.

El viejo macho, en cambio, permanecía sobre la ribera como si estuviera de centinela.

Córdoba y el español esperaron un cuarto de hora; después, cuando vieron que la manada estaba ya bastante dispersa, levantaron el fusil apuntando al viejo jabalí. Estaban ya a punto de disparar, cuando lo vieron alzarse bruscamente soltando un gruñido más fuerte de lo usual, erizar las cerdas, agitando desordenadamente sus largas orejas, y lanzarse hacia una meta cercana.

—¿Nos habrá descubierto? —preguntó Córdoba, levantándose.

—No —respondió el español, imitándolo—. No se dirige contra nosotros. ¡Eh…! ¿Oís…?

Un agudo silbido había sonado a poca distancia del grupo de cedros, el silbido de un reptil encolerizado.

—Ahora comprendo —dijo el español—. Ha descubierto una serpiente y va a atacarla. ¡Allí…! ¿La veis…?

El lobo de mar se levantó sobre la punta de los pies y a través de las ramas divisó una gruesa serpiente que se enrollaba rápidamente, mostrando amenazadoramente su inquieta lengua y sus dos dientes venenosos.

—Es una serpiente de cascabel —dijo el español.

—¿Y el viejo jabalí no tiene miedo? —preguntó Córdoba, asombrado.

—Acabará comiéndose el crótalo, señor.

—Si es mordido, morirá.

—Os engañáis; contra los puercos el veneno de las serpientes no surte efecto.

—Esta es una cosa difícil de creer, amigo.

—¿No sabéis cómo se hace para limpiar una plantación cuando está invadida por las serpientes…?

—No.

—Se llevan algunos cerdos con sus crías y en pocos días se encargan de exterminarlas. ¡Ah…! ¡Mirad…! ¡Mirad, señor!

El crótalo viendo a su enemigo desenvolvía rápidamente sus espirales y se había levantado todo lo largo que era, mientras su cola, golpeando el suelo, hacía sonar el cascabel córneo. Silbaba furiosamente y de sus pequeños ojos parecía que salían llamas.

El viejo jabalí no parecía muy inquieto por la actitud del reptil. Seguro de sí, convencido de la victoria, se había parado a tres pasos de distancia, mirándolo y haciendo sonar los largos colmillos.

De repente se abalanzó. El reptil, rápido como un rayo, se precipitó para herir e inyectar el terrible veneno, pero el jabalí esquivó bruscamente y recibió la mordedura en un repliegue del vientre, en la parte protegida por el estrato graso. El crótalo, después del primer mordisco intentó replegarse sobre sí mismo. El jabalí no le dio tiempo. Sus quijadas se abrieron y se cerraron en torno a la cabeza del adversario, mientras que con los colmillos anteriores atacaba con furor la cola, destrozándola completamente.

Cuando vio que había cesado de existir, se acurrucó lanzando un gruñido de satisfacción y se puso a devorarlo tranquilamente, sin preocuparse de la herida recibida, herida mortal para cualquier otro animal y sobre todo para el hombre, pero absolutamente inofensiva para el jabalí.

Córdoba, que había seguido con gran interés el extraño combate que daba completa razón a las previsiones del español, alzó el fusil e hizo fuego.

El viejo jabalí, tan brutalmente interrumpido en su comida, saltó como un resorte lanzando un gruñido agudo arrancado por el dolor producido por la herida y también por la rabia, y viendo la nube de humo ondear todavía entre las plantas, se lanzó en aquella dirección con una rapidez increíble.

El español lo esperaba para darle el golpe mortal. Viéndolo a pocos pasos, levantó el fusil, pero al hacer aquel gesto tropezó con una liana y el tiro salió alto.

—¡Huid! —gritó Córdoba.

El español le habría obedecido gustosamente si hubiera tenido tiempo. El jabalí, que solamente estaba herido por el disparo del lobo de mar, como una centella se le echó encima, arrojándolo al suelo e intentando clavarle los colmillos.

—¡Ayuda! —gritó el pobre soldado.

—¡Ya voy! —respondió Córdoba.

Había metido otro cartucho en el fusil y se había acercado. Apoyar el cañón en una oreja del jabalí y hacer fuego fue cosa de un instante.

El disparo se confundió con un aullido, el último. El animal, fulminado por el proyectil, había rodado a un lado quedando inmóvil.

—Gracias, señor —dijo el español.

—¿Estáis herido? —preguntó afectuosamente Córdoba.

—No, pero si llegáis a tardar un solo instante no sé cómo me las habría arreglado.

—¡Eh!

—¿Qué pasa?

—¡Caray!

—¿Los compañeros del macho?

—¡Un huracán!

La manada de jabalíes, rápidamente reunida, pasaba en aquel momento a través de la floresta en un galope desenfrenado, atropellándolo todo a su paso y yendo a pararse a cincuenta pasos de los dos cazadores lanzando amenazadores gruñidos, después hizo una media vuelta repentina y desapareció entre los árboles con la velocidad de un tren.

—¡Caramba! —exclamó Córdoba, respirando a pleno pulmón—. Creí que se iban a echar sobre nosotros todas estas fieras para vengar al viejo macho.

—También yo —respondió el español—. Son muy valientes, sin embargo a veces cualquier cosa es suficiente para espantarlos y ponerlos en fuga.

—Que el demonio se los lleve y nos dejen comer tranquilamente. Nos lo hemos ganado poniendo en peligro nuestra piel; así que tenemos el derecho de saborearlo sin más molestias. ¡Ah…! ¡Si la marquesa estuviera aquí…! ¡Qué contenta estaría con este manjar de cazadores en medio del bosque! ¡Mil rayos! ¡Al diablo Pardo y los piratas yanquis!

—La volveremos a encontrar, señor —respondió el español que estaba cortando una pata trasera del jabalí para ponerla a asar—. Estoy seguro de que llegaremos pronto al campamento de los insurrectos.

—¿Y cuando estemos allí, qué haremos?

—Ya lo veremos, señor.

—Volveremos al «Yucatán» sin haber logrado nada.

—Actuaremos más tarde. Cuando sepamos lo que le ha sucedido a doña Dolores, sabremos lo que debemos hacer para arrancársela a Pardo.

El español, después de cortar el muslo del jabalí, había recogido ramas secas y encendido el fuego, poniendo encima el suculento pedazo de caza, tras haberlo atravesado por la baqueta de acero del fusil.

El hambre de los dos cazadores era tanta, que no esperaron a que el asado estuviera perfectamente en su punto. Con los cuchillos que llevaban lo cortaron en trozos, usando de plato una gigantesca hoja de banano y se pusieron a devorar con gran apetito.

Habían tragado ya algunos bocados, cuando se oyó una voz que gritaba en tono alegre:

—¿Puede uno sentarse a tu mesa, camarada Quiroga? Hace quince horas que te busco.

—El español, al oírse llamar por su nombre, se había levantado precipitadamente, mientras que Córdoba, no sabiendo todavía con quien tenía que habérselas, dejaba caer el bocado que se llevaba a los labios y agarraba el fusil.

Un hombre vestido con ropa blanca, con un viejo sombrero de paja y con los pies desnudos, había aparecido de repente entre los árboles.

Era un mozalbete de unos veinte o veintidós años, de piel bronceada, rostro anguloso, bigote negro apenas naciente y ojos negrísimos e inquietos. No llevaba fusil, pero en la cintura llevaba en cambio una larga navaja.

—¡Tú, Padilla…! —exclamó el soldado, estupefacto.

—Si tus ojos están aún en buen estado, puedes ver que soy yo en carne y hueso —respondió el recién llegado.

Después, mirando a Córdoba dijo, quitándose el sombrero:

—¿El segundo comandante del «Yucatán», supongo?

—Sí —respondió el lobo de mar, haciendo un gesto de sorpresa—, pero… ¿cómo me conocéis…? No os había visto antes de ahora.

—Lo creo, señor —respondió el muchacho, con una sonrisa—, por el simple motivo de que yo no he estado nunca en México, ni a bordo del «Yucatán».

—¿Y cómo sabéis que soy el teniente Córdoba?

—Me habían dicho que estabais en compañía de mi camarada.

—¿Me buscabais, quizá?

—Sí, señor.

—¿De parte de quién?

—De la señora marquesa del Castillo y del capitán Carrill.

—¡Por mil tiburones! ¿Habéis visto a la marquesa? ¿Dónde se encuentra?

—Ahora ya debe haber llegado a los cayos de San Felipe.

—¡A San Felipe! ¿En las islas?

—Sí, señor.

—¿Ha huido acaso de las manos de Pardo?

—No ha tenido esta suerte. Ha sido enviada allí para entregarla a una nave americana.

—¿Y cuándo estará en la nave? —preguntó Córdoba, que se había puesto pálido.

—No se sabe, pero creo que haríais bien en volver inmediatamente a bordo del «Yucatán» y zarpar hacia los cayos de San Felipe.

—Es lo que haremos en seguida —dijo Córdoba—. ¿Sabéis si Pardo intentará algo contra el «Yucatán»?

—Creo que organiza una expedición para capturarlo.

—¡Ah! ¡Ya nos veremos! ¿Cuándo habéis dejado el campamento?

—Ayer a las once de la noche, teniendo que esperar a que durmieran todos para escapar.

—¿Esperabais encontrarnos?

—Si no aquí, pensaba ir a los alrededores del fortín.

—Tomad un bocado con nosotros, después partiremos a toda prisas Hay que llegar al cayo antes de la arribada de la nave americana o la marquesa estará perdida. ¿Sabréis guiarnos hasta la bahía de Corrientes?

—Soy cubano y de la provincia de Pinar del Río, así que conozco bien las costas occidentales de la isla.

—Apresurémonos.

Comieron sin perder más tiempo, cortaron algunos trozos de jabalí que asaron con objeto de que se conservaran más tiempo, después se pusieron rápidamente en marcha dirigiéndose hacia el sur, para evitar a los insurgentes que ocupaban el fortín y quizá también sus contornos.

Durante la marcha el camarada de Quiroga informó a Córdoba de todo lo que le había sucedido a la marquesa y de las tentativas hechas por Pardo para que le cediera la carga del «Yucatán», tentativas absolutamente vanas como ya saben los lectores.

Durante toda la jornada el teniente y los dos soldados marcharon con gran prisa hacia el sur, no haciendo más que brevísimas paradas para descansar un poco. Por la noche, después de haber recorrido más de treinta kilómetros a través de pantanos y bosques sin fin, acamparon a poca distancia del mar, sobre una colina cubierta de espesa vegetación.

Al día siguiente, tras una noche tranquila reemprendieron la marcha para atravesar la pequeña península de Corrientes que separa la bahía homónima de las aguas de la ensenada de Cortés, y a las cuatro de la tarde, desfallecidos por su rápida carrera, alcanzaban la orilla opuesta.

—El «Yucatán» no debe de estar lejos —dijo Córdoba.

—¿Está anclado en la extremidad de la ensenada? —preguntó el camarada de Quiroga.

—En un riachuelo escondido entre los mangles.

—Sé dónde se encuentra.

—¿Estamos lejos?

—Más cerca de lo que creéis.

En aquel instante a corta distancia se oyeron retumbar algunos disparos y las balas silbaron en los oídos de Córdoba y sus dos compañeros.

—¡Mil tiburones! —aulló el lobo de mar—. ¿Los rebeldes están aquí ya…? ¡Mi «Yucatán»!

Algunos hombres habían aparecido de improviso entre los manglares, con los fusiles todavía humeantes. Un grito de asombro y al mismo tiempo de alegría salió de sus pechos:

—¡El señor Córdoba!

—¡Caray! —gritó el lobo de mar—. ¡Mis marineros! Amigos, estamos salvados.