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LA FUGA DE CÓRDOBA

Mientras en el campamento de Pardo ocurrían estos acontecimientos, el buen Córdoba y el asistente del capitán Carrill, escapados milagrosamente a la captura al precio de ser casi ahumados, buscaban la manera de dejar su escondite para seguir las huellas de la marquesa, antes de volver al «Yucatán», queriendo saber adonde la había conducido el ayudante del jefe insurgente.

Sin embargo, la cosa no era tan fácil, puesto que, en contra de sus esperanzas, los negros y criollos que habían asaltado el fortín todavía no habían abandonado los contornos, sino que habían acampado unos en el bosque y otros en la torre y en las casamatas.

Ni Córdoba ni el español eran capaces de adivinar qué podían esperar allí, pero probablemente aquella detención debía tener alguna relación con la captura o rendición del «Yucatán».

—¡Por cien mil tiburones! —exclamó el lobo de mar, que empezaba a perder la paciencia—. ¿No se decidirán a marcharse? Es ya la vigésima vez que me llego hasta la salida de la galería y veo siempre a aquellos horribles negros con sus malditos trabucos.

—¿Creéis que sospechan algo? —preguntó el español.

—¿Que estamos nosotros aquí?

—Sí, señor teniente.

—No es posible, porque hubieran venido a explorar la galería.

—¿Entonces qué demonios esperan? No hay tropas españolas por estos alrededores.

—¿Habrán visto a nuestro marinero cuando se marchó hacia el «Yucatán» y esperan su vuelta con los refuerzos? Estos bribones son astutos y pueden haber adivinado nuestro proyecto.

—También esto es posible, señor.

—¡Mal asunto!

—Que nos obligaría a una larga estancia en esta incómoda galería.

—Y con la perspectiva de un largo ayuno —agregó Córdoba—. Una de mis dos galletas ha desaparecido ya y tengo ganas de zamparme también la otra.

—Es preciso economizar, señor teniente. Yo guardo todavía intactas las tres que me han dado los marineros.

—Yo no soy un español de raza pura, amigo. Vosotros os contentáis con un cigarrillo de desayuno, una cebolla y un mendrugo de pan por comida, y para la cena con una serenata al claro de luna, pero yo he perdido los hábitos de mis antepasados. ¡Caray! Estamos bromeando como grumetes en tierra, sin pensar que a cada hora que pasa nuestra capitana se aleja de nosotros y que para ella el peligro aumenta… ¿Dónde la habrán llevado aquellos sinvergüenzas?

—Al campamento del Pardo, estoy seguro.

—¿Estará muy lejos de aquí?

—Diez o doce horas de marcha, si se encuentra todavía en la orilla del pantano, frente a la ensenada de Cortés.

—¿Sabrías conducirme hasta allí?

—Así lo espero, señor.

—Antes de volver al «Yucatán» quiero saber qué le ha sucedido a fa marquesa. Me inquieta mucho su suerte.

—La capitana es una mujer enérgica y no cederá, señor teniente. Intentarán obligarla a la rendición de la nave, pero no obtendrán ningún resultado.

—¡Oh…! Eso no lo dudo, pero ¿y si recurrieran a medidas extremas? Los insurgentes han martirizado con frecuencia a los oficiales caídos en sus manos.

—Es verdad, pero Pardo no es cruel, y no permitiría a sus hombres cometer una barbaridad parecida con la marquesa.

—Quiero suponer que será así, de todos modos tengo ganas de marcharme pronto de aquí.

—Esperemos que lleguen las tinieblas, señor. Si la salida de la galería no está guardada como creo, ya que los rebeldes no tienen ningún motivo para poner centinelas, nos escaparemos.

—¿Queréis un consejo? Cerrad los ojos e intentad dormir;

seguramente esta noche no podremos hacerlo, si tenemos que huir.

—Acepto el consejo, aunque no sé si me será posible realizarlo, con tantas inquietudes que me turban el corazón y la cabeza.

Se retiraron a la parte más lejana de ambas salidas y se estiraron en el suelo, poniéndose cerca los fusiles para estar preparados contra cualquier sorpresa.

A pesar de tantas preocupaciones, su gran cansancio les venció, y si alguno hubiera entrado en la galería, habría oído sus sonoros ronquidos.

Cuando Córdoba se despertó, encendió un fósforo y, mirando el reloj, vio que señalaba las once.

—¿Antes o después del mediodía? —se preguntó—. Aquí no hay estrellas ni sol para saberlo.

Sacudió al español repetidamente, diciéndole:

—Creo que ha llegado el momento de abandonar el albergue.

—No pido nada mejor —respondió el asistente del capitán Carrill—. Deseo un poco de aire fresco y puro, señor. Debe ser tarde.

—Creo que la media noche no está lejos, nuestra siesta debe haber sido bastante larga. Es imposible que sean las once de la mañana, por otra parte pronto lo sabremos.

Comieron una galleta, cogieron sus fusiles y se dirigieron hacia la salida de la galería.

Después de encontrar el cuerpo de la serpiente, redujeron la marcha, sabiendo que no estaban lejos de la abertura, escucharon atentamente y se aproximaron a la salida, que apenas se veía, por ser de noche.

—Veamos —dijo Córdoba, sacando la cabeza con precaución.

Miró hacia afuera y con sorpresa y alegría no vio ni hombres, ni tiendas, ni cabañas de ramas.

—Se han marchado —dijo.

—¿Estáis seguro?

—No pretendo tener ojos de gato, pero son bastante buenos, y si hubiera alguien lo vería.

—Entonces podemos salir.

—Nadie nos lo impide.

Córdoba, seguro ya de no correr ningún peligro, iba ya a lanzarse al exterior, cuando oyó inesperadamente una voz que salía de un espeso matorral, exclamar:

—¡Demonios! ¡Esto sí que es extraño…! Si creyese en los espíritus, diría que he visto uno junto a la entrada de la galería.

Una alegre carcajada fue la respuesta.

Córdoba, rápido como un rayo, se había vuelto a esconder en el subterráneo, empujando vivamente al español que estaba detrás de él.

—¡Caramba! —exclamó—. Aquí hubieran sido precisos ojos de gato, justamente.

—¿Hemos sido descubiertos? —preguntó el soldado, con ansiedad.

—Eso temo.

—Huyamos, señor.

—¿Y adónde?

—A la galería.

—Esperemos un poco, ¿oís?

La voz de antes, que parecía la de un negro por la manera como estropeaba horriblemente las erres, repitió:

—Tú ríete, yo te digo que he visto una sombra humana junto a la salida de la galería.

—Habrá sido alguno de nuestros compañeros acampados en el fortín que habrá querido gastarnos una broma.

—¿Y si por el contrario fuese un español?

—¿Venido de dónde?

—Y yo qué sé.

—Tú has soñado, Manco.

—Te digo que lo he visto.

—Entonces vamos a ver, si no tienes miedo.

—Cuando tengo mi trabuco no temo a nadie —respondió aquel que hemos oído llamar Manco.

Córdoba no se había movido. Antes de huir, quería saber con cuántos enemigos tenía que habérselas.

Inmediatamente aparecieron entre los matorrales dos negros vestidos solamente con una camisa rota y armados con enormes trabucos. Uno era viejo y el otro en cambio bastante joven, quizá con poco más de veinte años.

Los dos insurrectos, perfectamente visibles, por estar entonces la luna sobre las altas cimas de los árboles, se mantuvieron un momento inmóviles, con sus monstruosas armas apuntadas hacia la entrada de la galería, y entonces el viejo dijo:

—Ve delante, Manco.

—Adelántate tú, que no crees en los espíritus.

—Yo no soy supersticioso, pero como soy el más viejo debo mandar. Vete delante, pues.

—Gustosamente, pero temo que mi trabuco esté estropeado, compadre.

—Seguramente el mío está en peor estado que el tuyo.

—¡Compadre!

—¡Manco!

—Empiezo a creer que no tienes menos miedo que yo.

—Yo no sé qué es el miedo.

—Entonces precédeme.

El viejo dudó un momento, después, temiendo quizá los sarcasmos del joven, se atrevió a avanzar algunos pasos, con tan poca resolución que hacía reír a Córdoba.

—Son dos gandules que están temblando de miedo —murmuró el lobo de mar—. Nos despacharemos rápido con estos dos.

El negro se había parado a veinte pasos de la galería y parecía decidido a no adelantar ni un paso más, a pesar de haber declarado que no sabía qué cosa era el miedo.

—Manco —dijo—. ¿Estás completamente seguro de haber visto una sombra, o has querido bromear?

—No he bromeado, compadre.

—¿Habrá sido un espíritu? Yo no les temo, especialmente cuando tengo mi trabuco, pero…

—¿Quieres decir que sería mejor no meternos en los asuntos de los espíritus?

—Más o menos.

—¡Compadre!

—¡Manco!

—Vámonos de aquí.

—¿Sin disparar los trabucos?

—Es verdad.

—Apuntemos al interior de la galería.

—Sí; si el espíritu está ahí, le haremos huir.

Córdoba no había perdido ni una sílaba de este interesante diálogo. Se ocultó tras el ángulo de la roca para no recibir en su cuerpo un par de kilos de clavos, después se quitó rápidamente la chaqueta y el sombrero y los puso en el cañón del fusil, murmurando.

—¡Ah…! ¿Tenéis miedo de los espíritus? ¡Aquí tenéis un títere que os hará trotar, mis queridos holgazanes!

En aquel momento los dos negros descargaron sus enormes trabucos, con un estruendo ensordecedor. La metralla entró en la galería produciendo agudos silbidos y acribillando las rocas.

—¡Ja! ¡Ja! —exclamó el negro Manco, dilatando su ancha boca y mostrando una formidable dentadura capaz de dar envidia a un tiburón—. ¡Compadre! Hemos matado al espíritu.

—¿Estás seguro? —preguntó el viejo.

—Ya no se ve nada. ¡Los trabucos los matan a todos! ¡Y tú tenías miedo…!

—Eras tú el que no querías ir delante, Manco. Yo no he tenido nunca miedo de los espíritus.

—Pero ¡qué miedo…! Lo decía en broma.

—También yo.

—Entonces somos dos valientes.

—Más valientes que los criollos, Manco, te lo aseguro.

—Ahora lo veremos —murmuró Córdoba, que se estaba divirtiendo con las fanfarronadas de los dos negros.

Levantó el cañón del fusil acercándolo a la abertura e hizo ondear el fantoche en el hueco.

Ante esta inesperada aparición los dos héroes lanzaron un aullido de terror y fue tal su espanto que cayeron uno sobre el otro, gritando:

—¡El espectro! ¡El espectro!

Incorporándose, tomaron sus trabucos y huyeron precipitadamente a través del bosque, aullando como poseídos.

—Rápido, amigo —dijo Córdoba al español—. Ya que el camino está libre, aprovecharemos para tomar el fresco.

Abandonaron la galería y atravesaron la explanada a la carrera, escondiéndose en lo más espeso del bosque, temiendo que los alaridos de los dos negros atrajeran al lugar a los insurgentes acampados en el fortín.

Tras un cuarto de hora de desesperada carrera, se pararon en medio de un grupo de enormes cedros, poniéndose a escuchar.

El enorme bosque se había quedado silencioso; no se oía ni el roce de una hoja, pues reinaba entonces una calma completa.

Recuperado el aliento, Córdoba y su compañero devoraron algunas naranjas que habían encontrado en el suelo, para saciar su sed, y después siguieron su marcha intentando orientarse con las estrellas.

La vegetación ya no era tan espesa. Estaba formada por matas aisladas y raíces, así que se podía avanzar sin demasiada fatiga y sin verse obligados a abrirse camino a golpes de cuchillo.

Había matorrales y grupos de árboles, la mayoría cedros, vegetales bellísimos, bastante altos y que abundan en la isla de Cuba, contándose más de treinta especies, aunque no faltaban las pintorescas palmeras reales, verdaderos gigantes que alcanzan alturas prodigiosas y que tienen enormes troncos; tampoco eran raros los tamarindos, los laureles chinos y las magnolias que difundían en el contorno deliciosos perfumes.

Animales no había, pues la isla está más bien escasa de bestias salvajes en su parte occidental, mientras que, en cambio, en las zonas centrales abundaban los búfalos, jabalíes y cocodrilos. Esto molestaba al buen Córdoba que hubiera probado con mucho gusto un buen trozo de asado, después de aquel ayuno un poco demasiado largo.

Durante cinco horas los dos fugitivos caminaron casi sin interrupción, dirigiéndose siempre hacia el este, deteniéndose al llegar a los límites de una plantación de caña de azúcar ya devastada por el fuego, quizá incendiada por los insurrectos o quizá por los soldados españoles para vengarse de sus enemigos.

Al encontrar algunas cañas escapadas del fuego, Córdoba y su compañero las recogieron, guardándolas para el almuerzo.

La aurora empezaba entonces a expulsar las tinieblas. Los grandes murciélagos, especie de vampiros, huían yéndose a esconder en los huecos de los árboles, mientras los papagayos empezaban a despertarse chillando a plena garganta sobre las ramas más altas de los tamarindos y de las palmeras, y las espléndidas palomas se elevaban en bandadas para saludar al sol que estaba a punto de aparecer.

—Busquemos un escondite —dijo Córdoba—. No es prudente andar de día, sabiendo que quizá los insurgentes están cerca.

—Me parece que veo allí una construcción —dijo el español—. Será seguramente el batey del ingenio.

—¿Qué queréis decir?

—La fábrica de azúcar de la plantación.

—Con tal de que no esté ocupada por alguna banda de insurrectos… —dijo Córdoba—. Nos acercaremos con prudencia.

Se metieron por entre los surcos del ingenio, nombre dado a las plantaciones de caña de azúcar, y se dirigieron hacia un edificio que surgía sobre una pequeña loma, coronado por una alta chimenea, pero en parte derruido.

La plantación había sido horriblemente devastada. Por todas partes se veían enormes montones de caña de azúcar, medio destruidas por el fuego, y árboles, quizá plantas de cacao, ennegrecidos y privados de sus hojas.

Se veían restos de cabañas, en un tiempo habitadas por los trabajadores negros o por culis chinos, casuchas en ruinas, grandes cobertizos que debían haber servido de almacén con los techos hundidos y las paredes calcinadas por el fuego, muchos trozos de barriles, y a lo largo de los surcos, verdaderos ríos de azúcar carbonizado.

El batey, o sea el establecimiento central donde se encuentran las calderas para la fusión del precioso producto, la prensa y la refinería no se encontraban en mejor estado.

Parecía que hubiese sufrido un formidable asalto ya que las paredes tenían señales de balas de fusil y obuses de cañón. El techo se había derrumbado sobre las vigas, las máquinas que debían haber costado una fortuna a su propietario, yacían por el suelo destruidas, completamente rotas como si las hubieran hecho saltar con dinamita; los hornos habían desaparecido, así como los enormes recipientes que debían recoger la dulce materia.

De la inmensa fábrica no había quedado más que los muros y un trozo de la alta chimenea; todo lo demás había sido devorado por el elemento destructor.

—Aquí se ha librado alguna sangrienta batalla —dijo Córdoba—. Compadezco sinceramente al propietario de la plantación, que a estas horas debe estar completamente arruinado.

—Probablemente habrá sido un insurgente —dijo el español.

—¿Creéis que esta destrucción ha sido obra de los vuestros?

—Es posible, señor, pues nosotros hemos recibido la orden de incendiarlas propiedades de los insurgentes.

—Cuántos millones arrojados al aire. ¡Qué enormes desastres causará la insurrección a esta desgraciada isla!

—Será su ruina, señor, porque todas las plantaciones importantes de caña de azúcar han sido devastadas por nosotros o por los insurgentes, y ya sabéis que constituían la principal riqueza de esta gran isla.

—Sí, lo sé y os puedo decir también que sus propietarios han perdido quinientos millones al año o quizá más.

—Hay que añadir además las plantaciones de tabaco, de café, de algodón y de cacao destruidas también y veréis la ruinosa situación en que quedarán los cubanos cuando haya acabado la guerra.

—Se trata de miles de millones, puesto que las plantaciones destruidas no se podrán reconstruir inmediatamente. Quizá la insurrección y la guerra que le sigue darán lugar a la suspirada libertad, pero la habrán pagado muy cara.

Habían entrado en el batey central, donde habían visto un trozo de techo que parecía haber escapado milagrosamente al fuego.

Allí existía un desorden indescriptible. Por todas partes se veían barriles destrozados, que por sus flancos abiertos dejaban escapar ríos de azúcar y de melaza que habría debido servir para la fabricación del ron, sacos despanzurrados; calderas aplastadas, trozos de máquina retorcidos, barras de hierro arrancadas y dobladas, vigas caídas de lo alto, restos de muebles y, en medio de aquel pandemónium, algunos esqueletos humanos ya limpios de su carne por el ávido pico de los zopilotes, los pequeños buitres negros tan abundantes en América Central y en las islas del gran golfo mejicano, y que están encargados de la limpieza de las ciudades, o por los dientes de las numerosas legiones que saquean todavía las plantaciones a pesar de la presencia de las sanguinarias mangostas.

—El sitio es poco alegre —dijo Córdoba.

—Pero seguro, señor —respondió el soldado—. Aquí nadie vendrá a molestarnos y podremos descansar tranquilos hasta esta noche.

¿Y nada que ponerse entre los dientes? Podemos desayunar con cañas de azúcar, comer con azúcar y cenar con melaza.

—No encuentro ninguna otra cosa, señor. Todo ha sido destruido por el incendio.

—Generalmente alrededor del batey suele haber cocoteros, bananos, ñames.

—Es verdad, pero aquí todo ha sido arrancado.

—Pero el estómago gruñe y reclama un poco de comida.

—Si tenéis paciencia quizá podríamos encontrar algún ratón de bosque. En las plantaciones no son raros.

—¡Caramba! ¡Me ofrecéis ratones…!

—Estos roedores son excelentes. He probado muchas veces su carne y os puedo decir que es tierna como la de los cabritos y bastante sabrosa. A los negros e incluso a los criollos les entusiasma.

—¿Son por lo menos grandes?

—Más que un gato.

—¡Bueno! ¡Vaya por el ratón, si es posible sorprender alguno! Ya veremos si es tan delicioso como aseguráis.

—Mientras reposáis yo voy a visitar las plantaciones.

—Procurad no hacer uso del fusil.

—No lo utilizaré, podéis estar seguro.

Mientras Córdoba se tendía sobre algunos sacos, fumando un cigarrillo, el soldado salió para buscar el asado prometido.

Sólo hacía diez minutos que estaba ausente, cuando el lobo de mar lo vio entrar de nuevo precipitadamente y fatigado como sí acabase de realizar una larga carrera.

—¿Habéis cazado ya el ratón? —preguntó Córdoba.

—¡Todo lo contrario! —exclamó el soldado—. ¡Me he convertido yo en la presa!

—¡Caray! ¿Qué queréis decir?

—Que me están dando caza.

—¿Quién?

—Una banda de negros.

Un nuevo problema con que enfrentarse, después de las dificultades sinnúmero que habían atravesado hasta entonces: travesía de la jungla, visión de vampiros y zopilotes, etc. Córdoba quiso saber más detalles de lo que le contaba el soldado. Preguntó si eran insurrectos.

—Seguro, señor teniente.

—¡Mil tiburones! ¡Todavía aquellos bandidos con sus malditos trabucos! ¡Ah…! ¡Nos veremos!