17

EL JEFE REBELDE PARDO

La marcha a través del bosque duró cinco horas, casi sin interrupción y siempre rápida a pesar de las plantas, los robles, los matorrales, y acabó a poca distancia de las costas meridionales de Cuba, en el margen del vastísimo pan taño llamado Guanahacabiles que se extiende desde la ensenada del Guadiana hasta la de Cortés, atravesando en te remonte la punta extrema de la isla.

Allí había un extenso campamento, formado por cabañas improvisadas con ramas y hojas gigantescas y por algunas riendas, que estaba situado entre los márgenes del pantano y la próxima playa, ocupando una gran superficie.

Algunos centenares de insurgentes, criollos y negros, con no pocos aventureros americanos, lo ocupaban.

Todos iban armados pero de formas muy variadas, estando faltos de buenos fusiles a causa de la activa vigilancia de los españoles y por las cañoneras que hacían extremadamente difíciles los desembarcos de los filibusteros, aunque en alta mar patrullaran las poderosas naves americanas.

La mayor parte no tenían más que viejas armas de caza, trabucos del pasado siglo o simples cuchillos sujetos en palos a guisa de lanza; había, sin embargo, algunos que se habían procurado armas modernas, incluso Winchester de repetición.

La patrulla atravesó el campo al galope, despertando por todas partes una gran curiosidad, y se detuvo trente a una gran tienda cónica, en la que ondeaban dos banderas, la de la futura república cubana y la de los Estados Unidos de América.

El ayudante de campo ayudó a la marquesa a bajar de la silla, y la introdujo después en la tienda, donde un hombre estaba sentado ante una mesa burda fabricada con ramas entrecruzadas, ocupado en consultar algunos mapas.

—La marquesa del Castillo… —dijo el ayudante.

El hombre se levantó con una vivacidad que demostraba una alegre sorpresa, y se quitó el sombrero, diciendo:

—Encantado de veros, señora; yo soy Pardo.

El jefe insurgente, uno de los más populares y más denodados de la isla, era un hombre en la cincuentena, de estatura más bien alta. Su rostro, bastante bronceado, no era precisamente bello con su frente surcada por precoces arrugas, la barba canosa e inculta y los ojos melancólicos, aunque a primera vista no resultaba tampoco desagradable.

Aunque hijo de padres españoles emigrados a la isla, había abrazado desde joven la causa de los criollos, fenómeno que parecerá extraño en un hombre que tenía en las venas sangre española, pero que no es sorprendente para los que conocen Cuba y los cubanos.

Puede decirse, sin temor de exagerar, que todos los españoles nacidos en la isla, olvidan completamente su origen. No se consideran ya españoles, sino sólo cubanos y sienten todos, más o menos, un verdadero odio contra su nación y contra todos los que atraviesan el Atlántico para establecerse en la colonia.

Parece como si el clima borrara en ellos todo sentimiento de procedencia de la madre patria. Español significa para ellos extranjero, o peor aún, opresor, y es increíble la antipatía que sienten sobre todo hacia los oficiales y soldados que la península envía a la colonia y especialmente contra los funcionarios gubernativos. Es frecuente el caso de ver a los padres combatir entre las filas de los voluntarios españoles, contra los hijos enrolados en las bandas de insurgentes, tanto es el odio que reina entre los venidos de España y aquellos que han nacido bajo el sol cubano.

Pardo, como tantos otros, había sentido pronto esta repulsión hacia el elemento español, aunque, como se ha dicho, corriese por sus venas la misma sangre, y había ya tomado parte en la sangrienta insurrección de los diez años, combatiendo como un desesperado con Masó, con Máximo Gómez, con Céspedes, con el marqués de Santa Lucía y con Cisneros, los jefes más famosos de aquella triste y atroz campaña.

Al estallar la segunda insurrección, Pardo, lo mismo que Masó, había prendido fuego a sus plantaciones y se había puesto bajo las banderas de la futura república, formando una importante partida, con la que ya había realizado atrevidas empresas, adquiriendo una cierta notoriedad.

Después de saludar a la marquesa, que le había respondido con una ligera inclinación, el capitán le aproximó una silla rústica, diciéndole:

—Acomodaos, señora, y charlemos.

—Soy vuestra prisionera, por lo tanto estoy obligada a obedecer —respondió la señora del Castillo, con acento levemente burlón.

—Si queréis volver a ser libre, todo depende de vos misma.

—¿Bajo qué condiciones, capitán?

—Se trata solamente de entregarnos los cuarenta mil fusiles y las cajas de municiones que ocupan la bodega de vuestro «Yucatán».

Y daros también la nave, pues.

—No para mí, señora mía; yo no sabría realmente qué hacer con ella, aunque me han dicho que es una verdadera obra de arte. En todo caso, corresponde a los americanos, a los que sería mucho más útil que a mí, hombre de bosques y no de mar.

—¡Ah…! —exclamó la marquesa—. Corréis demasiado, capitán, y os encuentro muy exigente.

—Todavía lo soy poco, señora —respondió Pardo en tono bastante duro—. Sois nuestra enemiga, y por ello tengo el derecho de trataros como los españoles nos tratan a nosotros, o sea fusilaros o incluso peor, y por el contrario os ofrezco los medios de rescatar vuestra vida.

—¡Soy una mujer, señor!

—¿Y qué importa? Sois más peligrosa que cien hombres, o quizá que mil, puesto que estáis a punto de darles los medios necesarios para prolongar esta terrible campaña que ya dura demasiado.

—Todo buen patriota tiene el deber de ayudar a la patria, cuando el extranjero la amenaza. Tengo en las venas sangre española y no he podido permanecer sorda al grito de mi nación en peligro. Aunque mujer, he acudido animosamente a ofrecer, por la bandera de la vieja Castilla, mi vida. ¡Oh!, más digno hubiera sido, también para vos, que sois de pura sangre española, olvidar el pasado y combatir contra el americano, en vez de convertiros en su aliado para daño de nuestra patria.

—¡La patria…! —exclamé, el capitán, con amargura—. ¿Es que tenemos alguna los cubanos? Sí. la tendremos quizá un día, cuando hayamos expulsado a los peninsulares de la isla.

—¡Vuestros hermanos!

—¡Hermanos…! Decid más bien nuestros opresores, señora. ¿Qué ha hecho la patria por nosotros? Decídmelo, señora mía. Ha hecho promesas que nunca ha mantenido; nos ha explotado, o mejor nos ha hecho explotar por el elemento español de la isla, de todas las formas imaginables; nos ha hecho soportar todos los gastos de guerra que ha tenido que sostener en todas sus contiendas transatlánticas, las de las repúblicas meridionales, de México, de Santo Domingo y, por último, se ha dejado influenciar por el partido de los peninsulares, que nos desprecian porque hemos nacido en el suelo cubano, colocándonos el nombre de criollos. Si la patria nos hubiera tratado un poco mejor, si hubiera frenado los excesos de los peninsulares y disuelto definitivamente los tristes clubs españoles que son los verdaderos dominadores, y no hubiese mandado aquí tantos funcionarios ávidos y tantos oficiales que nos exprimen vivos, esta tierra sería todavía la siempre fiel isla de Cuba. España ha permanecido siempre sorda a nuestras protestas, teniendo oídos solamente para los falsos informes de sus funcionarios, sin saber imponerse a los excesos de los peninsulares y, por ello, ahora pagará, señora mía.

—¿Y creéis que podréis desembarazaros del elemento español?

—¿Y por qué no? Los americanos están con nosotros y darán un golpe mortal al poder español. Una victoria ya ha sonreído a sus armas en la bahía de Manila y no tardarán en seguirla otras.

—¿Una victoria, habéis dicho? —preguntó la marquesa, levantándose sobresaltada, mientras una palidez vivida se extendía por su rostro.

—Sí, señora. Esta mañana nos ha sido comunicada la noticia de que hace seis días, o sea el primero de mayo, el comodoro americano Dewey ha entrado, con una formidable escuadra formada por los cruceros acorazados «Olympia», «Baltimore», «Raleight», «Petrel», «Concord» y «Boston» en la bahía de Manila, destruyendo completamente, tras una terrible batalla, la escuadra española mandada por el almirante Montojo.

—¿Conocéis los detalles? —preguntó la marquesa, con voz angustiada.

—Se sabe ya todo, señora. El «Reina Cristina», que era el barco almirante, «Castilla», «Don Antonio de Ulloa», «Isla de Luzón», «Isla de Cuba», «General Lezo», «Marqués del Duero», «Elcano», «Juan de Austria», «Velasco» y el transporte «Isla de Mindanao» han sido incendiados por las granadas y enviados a pique, después de haber perdido cerca de quinientos hombres entre muertos y heridos. Hasta el capitán Codarso, comandante del buque almirante, ha preferido morir sobre el puente de su nave, antes que abandonarla.

—¡Dios mío! ¡Qué desastre…! —murmuró la marquesa, enjugándose, con un gesto nervioso, el sudor frío que perlaba su frente.

—Un desastre que se esperaba, señora. La escuadra española no podía enfrentarse de ningún modo con la americana, diez veces más fuerte. Ha sido, si queremos, una victoria lograda sin demasiado esfuerzo y casi sin riesgo.

—¿Y Manila ha capitulado?

—¡Bah…! Pasará mucho tiempo antes de que los americanos la tomen. La plaza es fuerte y bien fortificada y resistirá largamente, os lo aseguro.

—Y vuestra sangre española ¿no ha sentido un estremecimiento, al enteraros de esta derrota? —preguntó la marquesa con los dientes apretados, mirándolo casi con ferocidad.

El capitán Pardo no respondió, pero se puso a pasear por la tienda, como ensimismado en profundos pensamientos y quizá también para evitar la mirada hiriente de la patriótica mujer.

Es posible que en aquel momento, en el fondo de su corazón, el viejo insurgente sintiera una punzada aguda y maldijera la intervención de los yanquis, que tantas desdichas estaban ocasionando a la valerosa, pero desgraciada nación española.

—Bueno, señora —dijo de repente, parándose delante de la marquesa—. Dejemos todo esto y volvamos a nuestros asuntos.

—Os escucho —dijo la marquesa, secamente.

—Así pues, nos haréis entrega de la carga del «Yucatán».

¡Nunca, señor! —exclamó doña Dolores, con acento desdeñoso—. Yo no armaré nunca a los enemigos de mi patria.

—Es el precio del rescate.

—No acepto la libertad a ese precio.

—Lo necesitamos, señora.

—No os lo daré, ni mi nave verá nunca ondear sobre sus mástiles la odiada bandera de los yanquis.

—¡Ah…! ¿Es esto lo que os detiene quizá? Pues bien, señora, cuando hayamos vaciado la nave, hacedla volar si eso os complace. Diremos a los americanos que las calderas han estallado.

—Rehúso, señor.

Un relámpago de cólera brilló en los ojos del capitán, ante tanta obstinación.

—¿Y si os mandara fusilar? —dijo.

—¡Hacedlo! —respondió la marquesa—. Entonces se dirá que los insurrectos, los futuros hombres libres, para lograr su objetivo no han tenido reparo de matar hasta a las mujeres.

—¡Es derecho de guerra!

—Pues bien, ¡estoy dispuesta!

La marquesa del Castillo se había levantado, con los brazos estrechamente cruzados sobre el pecho, los ojos en llamas y la frente fruncida, dejando caer sobre el jefe insurgente una mirada de soberbio desafío.

En aquella fiera actitud, la mexicana estaba magníficamente hermosa.

El capitán Pardo durante algunos instantes había sostenido la mirada aplastante de la enérgica dama, luego sus ojos, como si no pudieran resistir más el fuego ardiente que irradiaban las pupilas de la prisionera, se habían apartado bruscamente.

—Señora —dijo—. Sois la mujer más valiente que he encontrado en esta isla. La sangre española no degenera y vuestra patria puede estar orgullosa de vos.

—Nuestra patria, señor —dijo la marquesa—. No olvidéis tan pronto vuestro origen.

—Sea —respondió el capitán, con impaciencia—. Pero un abismo demasiado profundo se abre entre la patria y yo.

Después, como si hubiese tomado una súbita resolución, continuó, cambiando de tono:

—Yo no osaré, señora, hacer uso de los derechos que la guerra me concede; sin embargo, estoy obligado a entregaros a los americanos. O el «Yucatán» o vos; este es el pacto.

—Haced lo que queráis, señor.

—Esta noche partiréis.

—¿Adónde?

—A los cayos de San Felipe, donde estaréis prisionera hasta que llegue una nave americana.

—¿Y por qué no me retenéis con vos?

—Porque debo levantar el campo y marcharme a otra parte. Aquí no hay nada que hacer y yo no soy un hombre que pueda permanecer ocioso mientras los otros combaten. Adiós, señora; nos volveremos a ver esta noche y serla mejor que fuerais más razonable.

—No lo esperéis, señor.

El ayudante de campo, a una palmada del jefe insurrecto, había vuelto a entrar.

—Seguid a este hombre —dijo Pardo a la marquesa.

La señora del Castillo salió sin volver la cabeza y siguió al ayudante.

Después de atravesar algunas líneas de cabañas ocupadas por los insurrectos, el joven mestizo se paró delante de una tienda bastante grande, frente a la que se encontraban los cuatro marineros, que charlaban familiarmente con algunos rebeldes, fumando excelentes cigarros que éstos les habían regalado.

—Entrad, señora marquesa —le dijo—. Encontraréis aquí dentro una persona que a lo mejor conocéis.

—¿Algunos de los míos, acaso? —preguntó ella con viva emoción, temiendo que Córdoba hubiese caído también en manos de los insurrectos.

—No, señora.

La marquesa, impulsada por una irresistible curiosidad, alzó un lienzo de la tienda y entró, dando una rápida mirada a su alrededor.

Un hombre que lucía la guerrera azul de los lanceros es pañoles y que en las mangas llevaba los galones y las estrellas de oro de capitán, estaba sentado, intentando hacerse un sombrero con algunas hojas de coco.

Era un hombre de unos cuarenta años, bastante alto y delgado como un mosquete, con la cara muy bronceada, el pelo y la barba negrísimos y las líneas del rostro algo angulosas.

Viendo entrar a la marquesa, dejó caer al suelo el sombrero levantando hacia ella dos ojos oscuros y aterciopelados.

Se levantó rápidamente y se inclinó en silencio, y se quedó mirándola con una mezcla de asombro y admiración.

—¿Un compañero de desgracia? —preguntó la marquesa.

—No lo sé —respondió el capitán—. Soy un prisionero de Pardo.

—También yo, señor.

—¡Vos! —exclamó el capitán.

—Yo soy la marquesa Dolores del Castillo.

Oyendo aquel nombre, un grito de sorpresa y de dolor se escapó de la boca del lancero.

—¡La capitana del «Yucatán»! —dijo después—. ¿La que debía entregarme las armas y municiones?

—¿A vos…? ¿Quién sois, pues…?

—El capitán Carrill.

—Lo había sospechado. Yo fui informada de vuestra captura, aun antes de ser hecha prisionera por los insurrectos.

—¿Por quién?

—Por un soldado vuestro.

—¿Mi asistente Quiroga?

—Sí, me parece que se llama así.

—¡Gracias a Dios! Temía que no hubiese logrado encontraros para poneros en guardia contra la traición urdida por Pardo y aquel maldito bribón de del Monte.

—Nos encontró, desgraciadamente demasiado tarde para evitar que cayéramos en manos de los insurrectos.

—¿Ha sido capturado el «Yucatán»?

—¡Oh, no!

El capitán respiró.

—Temía que los insurgentes se hubieran apoderado ya de las armas y municiones —dijo—. ¿Cómo habéis sido hecha prisionera, señora?

La marquesa, en pocas palabras, le informó de todo lo que había ocurrido desde el atraque del «Yucatán» en la bahía de Corrientes y el encuentro con del Monte. El capitán, que había escuchado atentamente sin interrumpirla, cuando acabó, le dijo:

—No está todo perdido, señora, y si el «Yucatán» no ha sido todavía capturado y está aún libre vuestro lugarteniente, podéis esperar recobrar bien pronto la libertad. ¡Ah…! ¿Pardo quiere mandaros a San Felipe para entregaros a los americanos? Verdaderamente es más loco de lo que creía. Cuando vuestros valerosos compañeros sepan adonde habéis sido conducida, ¿quién impedirá al «Yucatán» dirigirse a ese grupo de rocas y barrer rápidamente, a cañonazos, los filibusteros que lo ocupan?

—¿Y quién avisará a mis hombres?

—¿Quién? Un rebelde todavía devoto a la causa de España o algunos de mis hombres.

—¿Han sido hechos prisioneros de los soldados que mandabais?

—Buena parte, señora.

—¿Y se encuentran aquí?

—Sí, señora.

—¿Así que me aconsejáis que me deje conducir a la isla?

—Hacedlo y os aseguro que no os arrepentiréis. Aquí la vigilancia no es demasiado rigurosa y algunos de mis lanceros pueden escaparse esta misma noche y ponerse a bus car a vuestro lugarteniente.

—¿Creéis que lo encontrarán?

—Así lo espero, y si fuera necesario se llegarán a la bahía de Comentes para advertir a vuestra tripulación.

—Gracias, capitán. Si logro recuperar la libertad, os prometo conducirla carga a Santiago.

—Es necesario que las armas y municiones le lleguen, puesto que el mariscal Blanco piensa concentrar allí la defensa de la isla. Sé que el almirante Cervera, si no es atacado y derrotado por las superiores fuerzas de los americanos, se dirigirá allí con su flota. Se sabe, por algunos espías, que los yanquis intentarán un formidable golpe de mano sobre Santiago con intención de convertirla en base de operaciones para la conquista de la isla, y estoy seguro de que en esa ciudad se decidirá la suerte de la guerra.

—Yo iré a ese puerto, capitán, aunque tenga que pasar por entre las escuadras reunidas de Sampson y de Schelley. Ahora, una aclaración.

—Hablad, marquesa.

—¿Quién puede haber informado a los americanos y a los rebeldes de la ruta del «Yucatán»?

—¿Quién? El cónsul americano de Mérida, sin duda alguna. Quizá el secreto de la expedición no ha sido bien guardado y ya habéis visto que os esperaban en las costas de Cuba para capturaros, mientras yo he sido detenido, cuando yo creía alcanzar sano y salvo la ensenada de Corrientes. Estos malditos rebeldes tienen espías por todas partes y nada se les escapa de los proyectos y órdenes del mando de La Habana.

—Pues bien, señor, ya veremos si serán capaces de detenemos y si adivinarán la nueva ruta del «Yucatán». Esperad a que recupere la libertad y veréis como me burlo de los americanos y de los insurrectos.