15

UNA FUGA PRODIGIOSA

El lobo de mar y el soldado, oyendo el grito que anunciaba la buena nueva, descargaron por última vez sus armas para entretener o al menos retardar algunos instantes el avance de los insurrectos, y pasando después a través de un boquete que había en la pared medio derruida, irrumpieron en la segunda estancia.

En aquel momento los trabucos de los negros hacían llover en el interior de la primera casamata una granizada de clavos, de perdigones y de trozos de vidrio.

En la base del torreón, Córdoba vio a los marineros y a la marquesa ocupados en levantar una gran losa de piedra, que habían arrastrado ya frente a la entrada de la galería.

—Gracias, Córdoba —dijo la marquesa, viendo a su teniente—. Estos pocos minutos han sido suficientes para asegurarnos la retirada.

—¿Está limpio el pasaje? —preguntó el lobo de mar.

—Sí, lo hemos desembarazado de los escombros que lo obstruían.

—Démonos prisa en desaparecer; los insurgentes se acercan rápidamente. Dentro, de dos o tres minutos estarán aquí.

—Descendamos, amigo.

—¿Quién será el último?

—Yo, señor teniente —respondió un marinero, el más robusto de los cinco.

—¿Seréis capaz de dejar caer la losa de piedra?

—No lo dudéis.

—Cuidate de que obture completamente el pasaje. ¿Tenéis alguna antorcha?

—No —dijo la marquesa.

—No importa; exploraré yo el terreno. Seguidme con el soldado, doña Dolores.

En aquel instante fuera se oyó retumbar los seis o siete trabucos de los negros. La detonación fue tan formidable, que una parte de la bóveda de la casamata se hundió con estruendo, mientras algunos proyectiles, pasando por las grietas de las paredes, penetraban en la estancia silbando y desprendiendo grandes trozos de yeso.

—Apresurémonos o quedaremos aplastados —gritó Córdoba.

Se metió en el agujero y se adentró algunos pasos en la galería, seguido inmediatamente por el soldado, la marquesa y los marineros.

—¡La piedra! —gritó.

—¡La dejo caer! —respondió un marinero.

La luz que penetraba en la galería desapareció bruscamente y los fugitivos se encontraron envueltos por la más profunda oscuridad. La losa de piedra, colocada por el último marinero, había caído con un rumor sordo, interceptando toda comunicación con el exterior.

Córdoba se había parado, para habituar un poco los ojos a las tinieblas y para escuchar.

Arriba se continuaban oyendo retumbar las formidables detonaciones de los trabucos y los disparos de fusil; de la opuesta extremidad de la galería no llegaba, en cambio, ningún rumor.

—Vamos —dijo—. Esperemos que este pasaje esté en buen estado y nos conduzca bien lejos del torreón.

—¿Se ve algo, Córdoba? —preguntó la marquesa.

—Parece como si hubiera quedado ciego. ¡Qué desgracia no tener ojos de gato! ¡Bah…! Seguiremos las paredes y tantearemos el suelo, antes de poner un pie delante de otro.

—¿Queréis que pase yo delante? —preguntó el soldado.

—No veis mejor que yo, así que es completamente inútil. ¡Eh…! Cuidado en la retaguardia.

—Vigilamos atentamente, señor —respondieron los marineros.

—¡Adelante!

El pelotón se puso en marcha a tientas, apoyando las manos en las paredes húmedas y viscosas de la galería y tanteando el suelo, primero con las culatas de los fusiles y después con los pies, temiendo que existiese alguna sima o chocar inesperadamente contra un obstáculo.

La galería descendía rápidamente, pasando acaso bajo el torreón y describiendo curvas que parecían bastante amplias, quizá para evitar los cimientos del edificio o un estrato de terreno rocoso. Su anchura era, sin embargo, uniforme, permitiendo el paso de dos personas de frente; su altura, en cambio, tendía alguna vez a bajar y Córdoba con frecuencia se veía obligado a inclinar la cabeza o incluso a agacharse.

Mientras continuaban así a tientas, intentando alcanzar el extremo opuesto, en el exterior los insurgentes combatían contra el torreón y las casamatas como si hubieran de desalojar a un regimiento de adversarios. Los trabucos resonaban furiosamente y los disparos de las carabinas y de los fusiles de retrocarga se sucedían sin interrupción, produciendo una barahúnda ensordecedora, que repercutía indefinidamente en el interior de la galería. A veces también se oían algunos estallidos tan formidables, que hacían suponer que los sitiadores usaban bombas de dinamita para abrir brechas en las casamatas, antes de lanzarse al asalto.

—Mientras continúe este estruendo endiablado, no tenemos nada que temer —dijo Córdoba, que continuaba avanzando entre las tinieblas con los brazos extendidos, por el temor de romperse la nariz con algún obstáculo—. Si el concierto dura media hora más, a los insurgentes no les quedará otro consuelo que el de subir a la torre y gritar a pleno pulmón su famosa consigna, independencia o muerte.

—No creo que tengan ganas —respondió la marquesa—. Cuando se den cuenta de nuestra desaparición, se volverán hidrófobos, mi querido Córdoba.

—Es probable, doña Dolores.

—¡Con tal que no descubran la galería y nos cojan entre dos fuegos antes de que hayamos tenido tiempo de salir de esta trampa!

—¡Qué horrible sorpresa! De todos modos, esperemos que los insurgentes continúen divirtiéndose todavía un poco en desmantelar las murallas del torreón y las almenas. ¡Vaya! ¡Qué estampidos! Los negros deben estar contentos con todo este alboroto y… ¡Oh…!, ¡cuidado!

—¿Qué pasa, Córdoba?

—La galería desciende abruptamente y me parece que se ha derrumbado el terreno o el techo; siento muchas piedras bajo mis pies. Teneos sujeta a mis hombros, doña Dolores.

—No temas, Córdoba. El toldado me sostiene.

El lobo de mar había reducido la marcha y adelantaba con mayor prudencia. El pasaje subterráneo se iba poniendo difícil y hasta peligroso.

El suelo descendía rápidamente, casi bruscamente, como si hubiera cedido en varios sitios, y se encontraban con frecuencia escombros, peñascos y montones de tierra que amenazaban en cada instante con hacer caer a Córdoba y a los que le seguían.

De vez en cuando algún obstáculo imprevisto detenía de golpe al grupo, produciendo lesiones a uno u otro de los fugitivos, que no podían evitarlo por la absoluta falta de luz.

Eran abundantes las gruesas raíces que atravesaban la galería y que oponían una resistencia tan grande, que obligaban a Córdoba a hacer uso del cuchillo; había otras que colgaban del techo y que se balanceaban a su paso.

—¡Caramba! —gruñía el lobo de mar, al que la paciencia se le acababa—. Se diría que estos bribones de rebeldes tienen aliados incluso bajo tierra. Acabaré por perder un ojo o rompiéndome la nariz.

Debían haber recorrido ya trescientos o cuatrocientos metros, unas veces bajando y otras subiendo, cuando de repente cesó el fuego de los insurgentes.

—Mala señal —dijo la marquesa, parándose.

—¿Será mucho más larga esta galería? —se preguntó Córdoba, que empezaba a inquietarse—. ¿Lo sabéis vos, amigo?

—No, señor —respondió el soldado—. El voluntario no me dijo cuanto había que caminar para llegar a la salida.

—Es necesario ir de prisa o seremos descubiertos. Al cesar el fuego quiere decir que los insurrectos han ocupado la torre y las casamatas y que se han dado cuenta de nuestra desaparición.

—¿Los insurrectos ignoran la existencia de esta galería? —preguntó la marquesa, volviéndose hacia el español.

—No os lo podría decir, señora.

—¿No hay nadie que tenga algo para alumbrar? —preguntó Córdoba—. Si tuviéramos un poco de luz caminaríamos más rápidamente.

—Tengo una cuerda embreada, señor teniente —dijo un marinero.

—Nos irá de maravilla, muchacho; dámela.

—Yo tengo fósforos —dijo el soldado.

—Yo también tengo.

Córdoba tomó la cuerda y un trozo de calabrote grueso como un dedo y bien alquitranado, deshilachó la punta y después la encendió iluminando un espacio de doce o quince pasos de la galería.

—El pasadizo está muy estropeado —dijo levantando la extraña antorcha para, ver mejor—. El techo está ruinoso y amenaza caernos encima.

—Démonos prisa, Córdoba —dijo la marquesa—. Ya no se oyen más disparos.

—Estarán cercándonos; ¡adelante, a paso de marcha!

El lobo de mar, llevando en alto la cuerda encendida se puso en camino con paso rápido, cortando las raíces que de vez en cuando atravesaban la galería y saltando sobre los montones de escombros que entorpecían el paso.

Durante otro cuarto de hora la patrulla continuó la fuga a través de la larguísima galería que debía ya entonces serpentear bajo el bosque, después Córdoba se paró cuando una rápida corriente de aire apagó súbitamente la antorcha.

—Estamos cerca de la salida —dijo el lobo de mar.

—¿Se ve la luz? —preguntó la marquesa.

—Todavía no; quizá la galería describe una curva.

—Apresuremos el paso, Córdoba. Quizá podamos salir antes de que los rebeldes se den cuenta de nuestra fuga.

Córdoba reemprendió la marcha sin ocuparse de volver a encender la cuerda alquitranada, pero pocos pasos después retrocedió rápidamente, chocando con la marquesa y el soldado que venían detrás de él.

—¡Córdoba…! —exclamó la capitana, apoyándose en la pared—. ¿Qué pasa?

—¡Mil tiburones! —exclamó el lobo de mar—. ¿Qué diablos he pisado…?

En aquel instante se oyó un silbido agudísimo, seguido poco después de un golpe seco que parecía producido por la rotura de una rampa o por el choque sólido contra la pared rocosa de la galería.

—¡Caramba! —gritó el teniente, palideciendo—. ¡Hay una serpiente aquí delante!

—Sí, sí —confirmó el soldado, que se había puesto resueltamente ante doña Dolores para protegerla mejor.

—Enciende la cuerda, Córdoba —dijo la marquesa.

—Ya lo estoy haciendo.

—¿Será algún reptil peligroso?

—Ahora lo veremos, doña Dolores.

—¿Tienes cargado el fusil?

—No seré tan imprudente de usarlo.

—Es verdad; la detonación podría atraer la atención de los rebeldes.

La cuerda alquitranada había sido encendida. Córdoba la levantó para ver mejor y distinguió frente a él, a unos diez pasos, una gruesa serpiente enroscada sobre sí misma, que lanzaba llameantes miradas sobre los fugitivos.

—¡Oh…! ¡Qué horrible reptil…! —exclamó la marquesa, haciendo un gesto de invencible repugnancia.

—¡Tened cuidado! —gritó el soldado, haciendo retroceder a Córdoba y a la marquesa. Tenemos que habérnoslas con una sucuruhyu.

—Ya lo he visto —respondió Córdoba—. Es el reptil más peligroso y voraz de todas las Antillas. O nos cede el paso o le machacamos la cabeza con las culatas de los fusiles.

—Sed prudente, amigo.

—Señor teniente, dejadme a mí —dijo uno de los marineros, apartando a todos para ponerse delante—. Tengo un buen nudo corredizo para estrangularla.

—Nos enfrentaremos juntos, buen chico. Pero cuida de no dejarte coger; estos reptiles están dotados de una fuerza prodigiosa y trituran a un hombre como si fuese una simple caña de azúcar.

—Estaré preparado para saltar hacia atrás —respondió el marinero.

El reptil, viendo a los dos hombres adelantarse, había desenrollado rápidamente sus espiras, y alzaba amenazadoramente la cabeza soltando estridentes silbidos que detonaban una rabia feroz.

El monstruo deba verdadero miedo, tanto más porque tenía una mole extraordinaria y un tamaño capaz de contener en su estómago un hombre entero.

Medía por lo menos diez metros y en su parte central era más grueso que un novillo joven, quizá a causa de alguna víctima voluminosa engullida poco antes y todavía no del todo digerida.

Estos reptiles emplean un buen número de días antes de poder consumir lo que tragan, y están obligados a meterse dentro las presas enteras, a causa de la mala disposición de sus dientes que, por otra parte, son pocos y mal adaptados a su oficio.

—¡Por cien mil tiburones! —exclamó Córdoba, parándose indeciso—. ¡Qué feo es este sucuruhyu! Me mira de una manera… como si quisiera hipnotizarme, y creo que sería capaz de lograrlo. ¡Eh, marinero!, no le mires a los ojos o no lograremos nada bueno.

—¡Truenos del Yucatán! —gritó el marinero—. Nunca había creído tener miedo, sin embargo, ante este enorme reptil siento algo que me hace temblar.

—¡Córdoba! —exclamó la marquesa—. Descarga tu fusil entre las mandíbulas del monstruo. Da miedo enfrentarse a él.

—¿Para atraer la atención de los insurrectos y hacernos capturar? No, doña Dolores, no haré uso del fusil. Anda, marinero, arroja el lazo, si el brazo no te tiembla.

Estaban ya a pocos pasos del monstruoso reptil, que se había colocado de manera que ocupaba toda la anchura de la galería. Previendo un ataque inminente, se había replegado sobre sí mismo, dispuesto a dispararse y a hacer uso de sus potentes anillos.

Córdoba dio al soldado la cuerda encendida, tomó después el fusil con ambas manos levantándolo en forma de maza y se dirigió resueltamente hacia el reptil, decidido a aplastarlo o a obligarlo a dejar libre el paso.

—¡Córdoba! —exclamó la marquesa, espantada, al mismo tiempo que el soldado y los marineros se lanzaban hacia adelante, dispuestos a tomar parte en la lucha, aunque la galería no permitía ayudar eficazmente al lobo de mar y a su compañero.

El reptil al ver al teniente se había erizado bruscamente, tendiendo a un tiempo la cabeza y la cola. Córdoba, rápido como el rayo, descargó un golpe furioso con la culata del fusil, pero falló y el arma, golpeando la pared, se partió en dos.

Trastornado por el poco éxito de su impetuoso ataque, el lobo de mar perdió el equilibrio, aunque intentó inmediatamente recobrarlo y saltar hacia atrás. Desgraciadamente, al hacer aquel movimiento resbaló sobre la cola del reptil, que intentaba sujetarlo por las piernas, y cayó al suelo dando un grito.

Todos lo creían ya perdido, preso entre las potentes espiras del reptil; pero el marinero que le seguía no había permanecido inactivo.

Con una admirable sangre fría había tenido tiempo de lanzar el lazo alrededor de la cabeza del monstruo, saltando después hacia atrás sin abandonar la cuerda y gritando:

—¡A mí, camaradas!

Los cuatro marineros se habían precipitado hacia adelante, agarrando la cuerda, mientras el español, con una fuerte sacudida hacía retroceder a Córdoba, arrastrándolo por una pierna.

El reptil, al sentirse asfixiado por el lazo, se había extendido debatiéndose con furor extremo. Silbaba rabiosamente, vomitando baba sanguínea por sus mandíbulas abiertas y sus ojos fulminaban miradas feroces.

Luchaba con el furor de la desesperación, retorciéndose de mil maneras, intentando no ser arrastrado, y azotando las paredes a coletazos, pero los marineros no dejaban la cuerda, sino que tiraban cada vez con más ahínco, sin espantarse por los silbidos del monstruo.

Córdoba, entretanto, se había levantado, empuñando el machete mexicano que llevaba en la cintura, un sólido cuchillo de hoja ligeramente curva y de un temple excepcional.

Se había puesto furioso por el peligro corrido y se echó decidido sobre el monstruo, sin preocuparse de los que sujetaban la cuerda, golpeándolo violentamente por todas partes.

—¡Toma, canalla! —aullaba—. ¡Este por el miedo que me has hecho pasar! ¡Este por la voltereta que me has hecho dar y este para enviarte al infierno!

La serpiente, aunque ya vencida y casi estrangulada, no dejaba de debatirse, pues tales monstruos poseen una vitalidad extraordinaria, casi como la de los tiburones y los osos grises. Su largo cuerpo se retorcía continuamente en mil movimientos soltando sangre por todos lados y sacudiéndose violentamente a cada golpe de machete que el lobo de mar le atizaba. Finalmente disminuyeron poco a poco sus movimientos, pararon sus silbidos y la masa entera se extendió sobre el suelo, sacudida todavía por una especie de temblor que hacía resonar sus escamas duras, casi óseas, contra las paredes de la galería.

—Parece que este endemoniado ha exhalado por fin el último suspiro —dijo Córdoba.

Después, dirigiéndose al marinero que había arrojado tan hábilmente el lazo, le dijo:

—Gracias, valiente; me has salvado la vida.

—Puedes estar bien agradecido —dijo la marquesa—. Yo te creía perdido, mi buen Córdoba.

—Si llega a dudar un momento, el reptil me hubiera oprimido entre sus anillos y ahora no sería más que una masa informe de carne y huesos triturados. Estos sucuruhyus son formidables y producen terror a todo el mundo.

—¿Cómo es que se hallaba en esta galería?

—Habrá venido a digerir alguna presa importante.

—Entonces la salida de la galería debe estar próxima, Córdoba.

—Es de suponer.

—¿Estará libre?

—Ahora lo veremos, no se oyen resonar más detonaciones por el lado de la torre y eso me inquieta.

—¿Temes que hayan descubierto la galería?

—O que estén rodeándola, doña Dolores.

—Sigamos adelante, Córdoba.

—La salida no debe estar lejos —dijo en aquel momento el soldado—. Siento una corriente de aire fresco, vivificante, bajar por la galería.

—¡Avante! —ordenó Córdoba.

Saltaron sobre el cadáver de la enorme serpiente y se pusieron de nuevo en camino, iluminando la galería con el último trozo de cuerda alquitranada.

El aire se volvía cada vez más fresco y la oscuridad menos densa, señal infalible de que la abertura no estaba lejana.

Córdoba había ya apagado la cuerda y empezaba a distinguir, a una distancia de cincuenta o sesenta metros un poco de luz, cuando a sus oídos llegó un extraño rumor que de momento no supo explicarse.

Parecía como si por encima de la galería corrieran caballos y hombres desesperadamente o que pasase un impetuoso torrente, rumoreando, sobre el techo.

—¿Qué será este alboroto? …se preguntó, deteniéndose perplejo e inquieto.

Apresuró el paso llevando empuñado el fusil de un marinero, y se lanzó hacia una larga hendidura que se dibujaba limpiamente en la extremidad de la galería, proyectando un chorro de luz blanca.

Estaba a punto de alcanzarla, cuando vio algunas formas humanas aparecer bruscamente frente a la abertura, interceptando con sus cuerpos la luz, mientras una voz gritaba con aire de triunfo:

—¡Aquí están! ¡Ya veis que no me había equivocado!

Córdoba se había parado, lanzando un grito de furor.