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LA TRAICIÓN DEL CUBANO

Córdoba y la marquesa, presos de viva ansiedad, permanecían junto a la reja con los oídos atentos, temiendo oír un grito de alarma o algún disparo que anunciara la muerte o la captura del intrépido marinero.

Transcurrieron cinco minutos largos como cinco horas, pero entre los silbidos del viento, el gemir de las ramas y el crujido de las gigantescas hojas de los bananos y de las palmeras reales, no oyeron ningún disparo.

Seguramente el marinero, deslizándose de un matorral a otro, había logrado ocultarse a la vista de los rebeldes y escaparse felizmente, protegido por la oscuridad y los numerosos árboles.

—Esperemos —dijo la marquesa, respirando a pleno pulmón.

—Ahora no temo nada —respondió Córdoba.

—Con tal de que no haya caído en una emboscada.

—Álvaro es un hombre incapaz de dejarse atrapar por sorpresa sin oponer una desesperada resistencia. Cuando salió llevaba el revólver en la mano y si fuese rodeado, no dudaría en servirse de él. ¿Habéis oído algún disparo?

—No, Córdoba.

—Entonces nuestro valiente ha pasado a través de las filas de los rebeldes y en estos instantes galopa a través del bosque.

—¡Calla!

—¿El cuerno otra vez? ¡Oh…! El asunto empieza a ponerse serio.

Se volvió hacia el soldado que miraba por una aspillera próxima, y le dijo:

—Hay que decidirse, amigo.

—¿Qué queréis decir? —preguntó el español.

—Que es preciso atrincherarse antes de que los bribones de los insurgentes penetren en la torre.

El soldado lo miró sin responder.

—¿Me habéis oído? —preguntó Córdoba, impaciente.

—Sí, teniente.

—Vamos, pues, y apresurémonos.

—Sí, vamos, que quiero visitarlas casamatas.

—Dejémoslas, amigo mío. No creo que sean defendibles.

—Es verdad; sin embargo todavía espero encontrar un medio de escapar.

—¿De qué modo?

—He oído contar a un voluntario que hizo la campaña de los diez años, que una vez huyó de este fortín, ante las narices de los rebeldes que lo cercaban estrechamente.

—La historia puede que sea interesante, pero ya me la contaréis más tarde.

—Se trata de una galería, señor.

—¿Eh…? ¡Qué decís…!

—Que en este fortín debe haber un pasaje subterráneo que conduce al centro del bosque.

—¡Caramba! —exclamó el lobo de mar—. Hay que bus cario.

—Es lo que os quería proponer.

—Amigos, venid —dijo Córdoba, dirigiéndose a los marineros—. Y vos, doña Dolores, permaneced aquí de guardia.

El lobo de mar, el soldado y los cinco marineros se apresuraron a descender a las casamatas, espantando verdaderas legiones de gruesas ratas, refugiadas allí para salvarse del huracán, y se pusieron a hurgar entre los escombros, mientras dos de ellos se ponían de centinela frente a las puertas, ocultándose entre los rastrojos.

Después de inspeccionar las paredes, golpeándolas con las culatas de los fusiles, para ver si en alguna parte estaba hueco, empezaron a remover las ruinas acumuladas en la base de la torre, levantando un densísimo polvo que les hacía estornudar como si estuvieran todos acatarrados.

Habían ya registrado tres de los cinco ángulos, cuando oyeron a uno de los marineros de guardia gritar:

—¡Eh…! ¡Alto o disparo!

—¡Caramba! —exclamó Córdoba—. ¿Se preparan ya para el asalto los insurrectos?

Se abalanzó hacia la casamata de la izquierda, de donde había partido la intimación y vio al marinero en pie, tras el ángulo de la muralla, con el fusil empuñado, como si se preparase a hacer fuego.

—¿Qué sucede, Iñigo? —le preguntó.

—Hay alguien que intenta acercarse a escondidas, señor teniente.

—Un espía que probablemente está impaciente.

Córdoba se inclinó hacia adelante lanzando hacia afuera una rápida mirada. Aunque las tinieblas eran todavía bastante densas, le pareció ver una masa blanquecina que se movía entre los escombros. Aquel hombre intentaba alcanzar apresuradamente una mata de plantas de tallo corto que se encontraba sólo a cien pasos del cercado.

—¡Diablo! —murmuró, arrugando la frente—. Es un explorador que viene a espiarnos.

Abandonó la pared y se adelantó algunos pasos, después se detuvo súbitamente y retrocedió de nuevo, protegiéndose junto al marinero de guardia.

A la luz de un relámpago había distinguido algunos hombres tumbados junto al borde del bosque y visto relucir los cañones de varios fusiles.

—¿Habéis observado? —le preguntó el español que se le había agregado.

—Sí, nos espían —respondió Córdoba.

—Y son muchos, señor.

—¿Creéis que nos han rodeado ya?

—Es probable.

—¿Qué nos aconsejáis hacer?

—Reforzar los puestos, mantenemos firmes el mayor tiempo que podamos y continuar la búsqueda.

—¿Esperáis todavía encontrar la galería?

—Sí, señor.

—Aquí estamos demasiado expuestos.

—Subid a la torre, señor teniente, y encargaos de retrasar el ataque. Yo y dos de vuestros marineros nos quedaremos aquí para limpiar los escombros.

—Creo que es el mejor plan. Al primer grito que me oigáis, subid inmediatamente a la torre y desde allí intentaremos una desesperada resistencia hasta la llegada de maestro Colón.

—¿Y la galería?

—No quiero que os hagáis matar por buscarla.

—Estamos de acuerdo, señor teniente.

Córdoba había abandonado puesto y estaba subiendo la escaleras cuando en el plano superior de la torre oyó retumbar un disparo. En tres saltos se lanzó en la estancia y vio a la marquesa de pie frente a una tronera, con el fusil todavía humeante en las manos, en el que introducía un nuevo cartucho.

—¿Habéis matado al hombre que intentaba aproximarse? —le preguntó Córdoba.

—Creo que sí —respondió la marquesa sin volverse—. Estaba apuntando el fusil hacia las casamatas y yo me he anticipado. ¡Míralo, Córdoba! Está allí, tendido tras aquella mata en la que intentaba emboscarse.

—¿Sabéis, doña Dolores, que admiro vuestra sangre fría? Matáis un hombre y no os conmovéis en absoluto. Para una mujer esto es extraordinario.

—Estamos en guerra, amigo mío —respondió la marquesa—. Piensa que cualquiera podría, con un disparo bien hecho, matarnos a ti o a mí.

—No digo que no.

—¿Y la galería?

—La están buscando.

—El tiempo es precioso, Córdoba. La aurora no está lejos y los insurrectos nos asaltarán.

—Procuraremos tenerlos alejados mientras podamos. ¡Ah…!

—¿Qué pasa?

—Se mueven por allí, ¡mirad!

Algunas sombras, con aspecto humano, habían dejado los árboles del bosque y se aproximaban lentamente, con precaución, ocultándose en las matas y echándose con frecuencia a tierra para no recibir una descarga inesperada.

Eran quince o veinte rebeldes, sin duda una patrulla de exploradores; encargada de provocar descargas por parte de los sitiados para valorar el número de los enemigos, antes de saltar resueltamente al ataque.

Se adelantaban, sin embargo, con tanta prudencia, que no podían hacerse muchas ilusiones sobre su valor.

—Tienen mucho miedo de nosotros —dijo Córdoba—. Veréis, doña Dolores, que confío no haya muchos más escondidos en el bosque tendremos no sólo tiempo para buscar la galería, sino también para comer.

—Realmente, no me parece que sean demasiado resueltos —respondió la marquesa—. ¿Son éstos, pues, los terribles insurrectos de los bosques cubanos?

—¡Terribles…! —exclamó Córdoba, alzando los hombros—. Los que han dicho una cosa así, no han conocido nunca a los criollos de Cuba. No, doña Dolores, no son en realidad formidables ya que los criollos no son valientes, aunque en sus venas tengan sangre española.

—No sé si depende del clima o de la opresión constante de los españoles que dominan en la isla; pero el hecho es que los criollos están faltos de coraje y que cuatro de ellos no osarían atacar a uno de nuestros soldados.

—¡Hola! ¡Poco a poco, amigos míos! ¡Es hora de pararse!

El lobo de mar, hablando así, había alzado el fusil, imitado por la marquesa, y había pasado el cañón a través de la reja, apuntando a uno de los más cercanos matorrales, tras el que había visto refugiarse algunos hombres.

—¿Preparada, doña Dolores? —preguntó.

—Sí —respondió la marquesa, con voz tranquila.

—¡Fuego!

Dos disparos retumbaron formando casi una sola detonación, rompiendo bruscamente el silencio que hasta aquel momento reinaba en el inmenso bosque.

Algunos hombres que habían intentado refugiarse detrás del matorral, se levantaron y huyeron a escape, mientras uno de ellos, después de dar algunos pasos, se paró, giró sobre sí mismo con los brazos en alto, y después cayó al suelo.

Córdoba cogió a la marquesa por un brazo y la apartó rápidamente. Aquel acto fue quizá la salvación de ambos. Un instante después unos disparos partieron de los márgenes del bosque y unas balas pasaron silbando a través de la aspillera, estrellándose contra la pared opuesta.

—El fuego de nuestros fusiles nos habrá traicionado —dijo Córdoba—. Hay que ser prudentes, doña Dolores, y esconderse rápido. Entre los insurgentes hay buenos tiradores.

—¿Crees que volverán?

—Nos cercarán, lo veréis. Harán todo lo posible por prendérnos.

—¿Y con qué objeto?

—Para apoderarse después del «Yucatán».

—¡Mi nave!

—Les interesa el cargamento, ya os lo dije. Los insurrectos, a pesar de que los filibusteros americanos ya han desembarcado armas y municiones, están escasos aún de ambas cosas, especialmente en la provincia de Pinar del Río.

—No lo tendrán, Córdoba.

—De ningún modo, si Colón llega a tiempo.

—¿Y la galería?

—La hemos descubierto ya, señora marquesa —dijo en aquel instante el soldado español, entrando.

—¿Existe…? —preguntaron al mismo tiempo Córdoba y la marquesa.

—Sí, la hemos encontrado.

—¡Entonces, estamos salvados!

—Eso creo, señora.

—Apresurémonos a descombrar —dijo Córdoba—. Los insurgentes vuelven a mostrarse y esta vez en gran cantidad. Son al menos un centenar.

—Una descarga más para entretenerlos algunos minutos —dijo el soldado.

Se aproximaron cautamente a la tronera que miraba a la parte de delante de las casamatas y viendo numerosos individuos que avanzaban en columna abierta, intentando alcanzar los matorrales para emboscarse, hicieron una descarga, apuntando cada uno a su hombre, después retrocedieron rápidamente lanzándose hacia la escalera, mientras los rebeldes respondían furiosamente, mandando una lluvia de proyectiles dentro de la estancia y a la cima del torreón.

Llegados a la casamata, Córdoba y la marquesa vieron a los marineros ocupados en desembarazar una abertura que estaba obstruida en parte por gruesos bloques de piedra que parecían haber caído de una bóveda hundida. A través de aquellos restos se divisaba una negra cavidad que se adentraba en las enormes murallas del torreón, descendiendo oblicuamente hacia tierra.

—¿Es ésta la galería? —preguntó la marquesa.

—Sí —respondió el soldado—. El voluntario me explicó que debía pasar bajo la torre.

—¿Será larga?

—Si entra en el bosque debe ser probablemente bastante larga.

—¿Está aún obstruida?

—Dentro de diez minutos podremos descender —respondió un marinero.

—Los rebeldes se acercan.

—Aguantaremos firmes hasta que el pasaje esté libre —dijo el soldado—. Venid, señor teniente; en tanto que vuestros marineros trabajan, nosotros presentaremos batalla a los insurgentes.

—Voy también yo —dijo la marquesa.

—No, señora —respondió el español—. Nosotros bastaremos por ahora. Permaneced aquí.

Seguido por Córdoba se dirigió hacia la salida de la primera casamata y no viendo ningún insurgente sobre la muralla del cercado, se abalanzó resueltamente hacia adelante, agachándose tras un montón de escombros, a pocos pasos de una ancha brecha, que les permitía poder observar lo que ocurría en la explanada y en el borde del bosque.

Los insurgentes no habían hecho grandes progresos. Temiendo que en la torre hubiera numerosos defensores, y sin prisa por exponer su piel, se habían parado tras los matorrales, acechando una ocasión propicia para hacer una buena descarga.

El soldado y Córdoba, ocultos tras las ruinas, que formaban una especie de barricada, podían distinguirlos fácilmente, ya que entonces empezaba a alborear.

—¡Caramba! —murmuró el lobo de mar—. Son más numerosos de lo que creía.

—Y temo que nos hayan rodeado —dijo el español—. Mientras yo vigilo los matorrales, encargaos vos de defender el muro.

—¡Hum…! Será un poco difícil defender todas las brechas de la muralla. Si estos bribones fuesen un poco más resueltos, a estas alturas habrían ya ocupado las casamatas.

—Estos rebeldes son casi todos negros.

—Que combaten más por el deseo de saquear que por patriotismo.

—Es verdad, señor. No les importa gran cosa a estos antiguos esclavos que en Cuba ondee la bandera española o la republicana.

—Estemos atentos o recibiremos una bala en la cabeza.

Entre los insurrectos se notaba un cierto movimiento que podía ser el principio de un nuevo avance.

Entre los matorrales los hombres aparecían y desaparecían y con las primeras luces de la aurora se veían brillar numerosos fusiles y los largos machetes, que los negros usan para cortar la caña de azúcar, armas formidables en sus manos ya que de un solo golpe son capaces de decapitar a un individuo.

De vez en cuando un negro o un criollo avanzaba a gatas entre las hierbas y rastrojos, intentando llegar a la muralla, después retrocedía, divisando quizá el cañón del fusil de Córdoba o del español.

Habían transcurrido algunos minutos, cuando un negro de estatura colosal se levantó bruscamente entre la maleza, teniendo en los brazos un enorme trabuco, arma probablemente encontrada en el saqueo de alguna casa, donde estaría conservada como un recuerdo de otros tiempos.

Apuntaba resueltamente contra el montón de piedras, detrás de las que se hallaban escondidos Córdoba y el soldado y se preparaba a hacerles llover encima un verdadero pedrisco de metralla, y quizá de clavos y trozos de vidrio.

El soldado, más rápido, hizo fuego; su disparo, mal dirigido, no pareció tocar al gigante, porque éste a su vez apretó el gatillo.

Una detonación formidable, retumbante como la de una pieza de artillería, resonó en el bosque y Córdoba oyó silbarle junto a las orejas no pocos proyectiles.

—¡Este negrazo quiere destrozarnos! —exclamó el lobo de mar—. ¡Espera un poco, guapo! También tengo y confites para regalar.

Levantó el fusil mirando al rebelde, que se había levantado sobre la punta de los pies para ver los efectos de la descarga tan sonora aunque poco formidable, y le soltó un disparo.

El negro saltó hacia atrás dejando caer el trabuco; después se derrumbó en medio de la maleza, sin soltar un grito.

—¿Lo habré matado? —se preguntó Córdoba.

—Yo creo por el contrario, que está más vivo que antes, señor —repuso el español—. Veo moverse su trabuco.

—¿Y volverá a ametrallarnos el muy bandido?

—Estoy seguro de no engañarme. Ha recuperado ya su monstruosa arma y aseguraría que está volviéndola a cargar.

—¿Y dónde están los otros insurgentes que ya no se ven?

—No lo sé, señor teniente. Hace pocos minutos estaban escondidos entre los matorrales.

—¿Dónde han ido, pues?

—Señor, empiezo a temer una sorpresa. Mientras nosotros nos ocupábamos de este negro tunante, ellos han efectuado, con disimulo, algún movimiento atrevido y… ¡Oh…! ¡Ya lo decía yo! ¡Atrás, señor…!

El soldado había agarrado bruscamente a Córdoba por un brazo y lo había apartado precipitadamente de aquella especie de barricada, empujándolo hacia la casamata.

Apenas habían dejado el puesto, cuando siete u ocho disparos resonaron, cubriendo de humo el borde del muro.

—¡Esos bandidos…! —exclamó Córdoba, precipitándose en la casamata—. Un momento más y nos acribillan por las buenas.

Se ocultó tras el ángulo de la muralla y viendo cinco o seis hombres, entre criollos y negros, que habían escalado ya el muro, mientras otros se asomaban por las brechas, abrió un fuego acelerado, enviando proyectiles en todas direcciones, al mismo tiempo que el soldado, que se había estirado en el suelo, escondiéndose tras algunos pedruscos tiroteaba los matorrales con un verdadero fuego graneado.

Los insurgentes, creyendo acaso habérselas con gran número de enemigos, volvieron a pasar rápidamente la muralla para ponerse a cubierto de aquella granizada de balas; reunidos al otro lado, junto a las brechas, se pusieron a contestar con un crescendo espantoso, mandando al interior de la casamata gran número de balas y nubes de metralla vomitadas por una media docena de trabucos.

—¡Caramba! —exclamó Córdoba, que ante este granizo se retiraba, deslizándose tras el muro, aunque respondiendo siempre—. Si continúa un poco más esta lluvia, no sé si la galería nos servirá a nosotros. ¡Eh, amigo…! No os expongáis demasiado.

—No temáis —respondió el soldado.

—Repleguémonos o dejaremos la piel. Los clavos de los trabucos silban por todas partes.

—Una descarga más, señor, después pasaremos a la segunda casamata. Veo allí al negro gigante.

—¿El del trabuco? ¿Es que ha resucitado…?

—Está más vivo que yo y conduce a los bombarderos.

—¡Espera un poco, hermoso africano! —gritó Córdoba—. Quiero ver si esta vez caes verdaderamente.

A riesgo de hacerse ametrallar, había dejado la muralla que lo protegía lanzándose en medio de la casamata.

Siete u ocho negros, armados de trabucos, habían ya tomado posiciones al lado de acá del muro y extendidos tras los montones de piedras, se preparaban para bombardear las casamata, mientras las murallas se veían ocupadas por numerosos grupos de criollos armados de fusiles.

—¡Caray! —exclamó el lobo de mar—. Vamos a ser capturados y hechos papilla.

—Es verdad, señor —respondió el soldado.

—¿Y la maldita galería?

En aquel momento se oyó la voz de la marquesa:

—¡En retirada, Córdoba! ¡El camino está libre!