EL FORTÍN ESPAÑOL
El fortín, construido en medio del espeso bosque para poder dominar a los insurgentes del extremo de la provincia de Pinar del Río, consistía en una fortificación que debía tener al menos ciento cincuenta metros de perímetro y en un pequeño edificio que sostenía una gruesa torre pentagonal, de unos quince metros de altura, con numerosas aspilleras defendidas por gruesas barras de hierro y coronada por unas almenas aún en buen estado.
Exceptuando la torre, todo lo demás era una completa ruina. La muralla estaba derrumbada en su mayor parte y se veían por doquier sus escombros, y las cuatro pequeñas casamatas que constituían el edificio tenían las paredes agrietadas, los techos ruinosos y las puertas desencajadas. Debía de haber sufrido más de un violento asalto, pues se veían sobre sus muros las marcas dejadas por las balas y también anchos agujeros producidos por la explosión de alguna granada.
Tanto fuera como dentro, las hierbas y los rastrojos habían invadido el espacio libre, y las lianas habían proliferado en gran cantidad, serpenteando sobre los techos hundidos y agarrándose a los ángulos de la torre, formando pintorescos festones de hojas y flores.
El soldado, que debía haber buscado refugio en aquel fortín otras veces, saltó sobre los restos que se habían acumulado ante una puerta y condujo a sus compañeros a la mejor de las cuatro casamatas, que comunicaba, por una estrecha abertura, con la base de la torre.
Se encontraron en un cuartucho repleto de escombros y zarzas, donde se veía, en un ángulo, delante de una aspillera, una vieja cureña de artillería privada de su pieza.
Apenas habían entrado cuando, a la luz de las ramas resinosas, divisaron bandas de gruesas ratas que huían en todas direcciones, lanzando agudos chillidos.
—¡Oh…! —exclamó la marquesa, que no pudo contener un gesto de repugnancia.
—¿Os asombráis, doña Dolores? —preguntó Córdoba, riendo—. ¿No sabéis pues que las Grandes Antillas y también las Pequeñas no son más que inmensas ratoneras?
—¿Es que aquí se respeta a los ratones?
—Menos que en cualquier sitio, ya que se les persigue ferozmente; pero son tantos, que no se logrará nunca exterminarlos.
—Una verdadera calamidad para las plantaciones —dijo la marquesa que se había acomodado sobre el resto del cañón, mientras los marineros, después de plantar las teas entre los escombros, volvían al exterior para recoger hojas con que improvisar lechos.
—Un enorme desastre, para ciertos cultivadores —respondió Córdoba, encendiendo un cigarrillo—. Habéis de saber qué sólo en Jamaica, hasta hace pocos años los daños alcanzaban casi tres millones y que en Cuba, Puerto Rico, Trinidad, Barbados, la Guadalupe y en la Martinica devoran en conjunto, cada año, cerca de cincuenta millones de productos.
—¿Qué ratas son éstas, pues…?
—Roedores feroces, despiadados, que devastan plantaciones enteras de caña de azúcar, de café, de patatas, de cacao, de maíz, de legumbres, de granos y que ocasionarían estragos inmensos en los gallineros de los pobres colonos.
—¿Atacan también a los pollos?
—¡Y con qué ensañamiento!
—¿Y qué hacen los gatos?
—Tienen miedo, doña Dolores. ¿Ignoráis que algunas de estas ratas miden, de la cola a la cabeza, hasta ochenta centímetros?
—¡Oh…! ¡Qué horribles monstruos!
—Pero no les bastan las gallinas; también atacan a los niños. En seis años, en estas islas, han devorado más de una docena de negritos. Todavía recuerdan todos como en la Martinica descarnaron completamente a una pobre negra que se había dormido en un campo de maíz y en la Guadalupe a un negro que se había tumbado en el campo, después de haber bebido demasiado ron.
—¿Y no han intentado destruir a estos famélicos y repugnantes roedores?
—Sí, pero de momento sin éxito. Se emplearon las hormigas de Cuba, que como sabéis tienen unas garras robustas como si fueran de acero, esparciéndolas en todas las islas; también los sapos toro, aquellos batracios grandes y feos que mugen como un buey enfurecido; además usaron la serpiente de la Martinica, el venenosísimo «hierro de lanza»; después recurrieron al foso, a las trampas, a los perros amaestrados para la caza de ratas, no obstante se obtuvieron escasos resultados. Ahora, sin embargo, las ratas tienen mala suerte.
¿Han encontrado un buen remedio?
—Sí, doña Dolores. Hace algunos años el señor William Espent, un rico plantador, tuvo la buena idea de experimentar los ichneumon, o sea, las mangostas indias, especie de comadreja, perteneciente a la familia de las civetas, carnívoros feroces, enemigos declarados de los topos y hasta de los cocodrilos, ya que destruyen los huevos de estos peligrosos anfibios. Introducidos en Jamaica, dieron espléndidos resultados, devorando roedores a millones y salvando las plantaciones de una ruina segura. Ahora las mangostas han sido llevadas también a la Martinica, a la Guadalupe y a Puerto Rico, y se han multiplicado de modo inquietante.
—¿Y por qué inquietante, si destruyen las ratas…?
—Porque no respetan los gallineros de los colonos —dijo Córdoba riendo—. Les gustan las ratas, pero no desprecian, como buenos gourmets, las gallinas, pintadas, pavos y ánades.
—Pero los cultivos han sido salvados.
—Es verdad, y compensan con ventaja la destrucción de las gallinas.
En aquel instante se oyó en el exterior una explosión tan formidable que las casamatas temblaron de la base al techo, haciendo caer un montón de escombros.
Los marineros volvían entonces cargados de hojas de bananos para preparar las camas.
—¡Por mil ballenas! —exclamó Córdoba, que había estado a punto de recibir un ladrillo en la cabeza—. Es preciso limpiar esto o seremos aplastados.
—Trasladémonos a la torre —dijo el soldado—. Está todavía en buen estado y además es muy sólida.
Córdobas la marquesa tomaron las antorchas y pasando a través de la estrecha abertura, se introdujeron en el torreón pentagonal, subiendo por una escalera tan angosta, que sólo dejaba pasar una sola persona. La escalera acababa en una puerta forrada de hierro.
Córdoba la empujó y se encontró en una habitación también de forma pentagonal, tan vasta que podía contener cómodamente más de veinte personas y que tenía cuatro anchas troneras protegidas por sólidas barras de hierro.
Una escalera de madera, colocada en un ángulo, conducía a una especie de trampa, que seguramente debía llevar a la plataforma almenada.
—Quedémonos aquí —dijo Córdoba— y esperemos a que cese el huracán.
Los marineros echaron al suelo los manojos de hojas y todos se acomodaron lo mejor que pudieron, formando círculo alrededor de la capitana y el lobo de mar.
El huracán estallaba entonces con irresistible vehemencia, soplando con furia en el inmenso bosque.
Relámpagos cegadores se sucedían sin interrupción, iluminando el interior del torreón, mientras los truenos arreciaban con horrible estrépito, produciendo un estruendo espantoso, ensordecedor.
El viento, desencadenado, rugía en todos los tonos entre las almenas de la torre y los cien mil vegetales del bosque, doblando las robustas ramas como si fueran simples palillos y arrastrando en su carrera nubes de hojas y cañas arrancadas por todas partes.
Había momentos en que parecía que el bosque entero se hundiera y que la torre oscilara sobre sus cimientos. Aquellas ráfagas debían arrancar montones de plantas, transportándolas a través de la jungla y quizá lanzándolos al aire, porque se oían, incluso entre las paredes de la casamata, golpes tremendos que parecían dados por pesados arietes.
La marquesa y Córdoba se habían acercado a una de las aspilleras y miraban al exterior.
A la luz de los relámpagos veían voltear en alas del torbellino, arrastrados a velocidad vertiginosa, hojas, ramas, frutos y troncos, que iban a chocar contra las esquinas de la torre, mientras debajo se oían caer trozos de las casamatas.
—¡Qué furia! —exclamó la marquesa—. Pobres de nosotros si el huracán nos hubiese sorprendido en medio del bosque.
—No hubiera dado un céntimo por nuestra piel —respondió Córdoba.
—Y nuestro «Yucatán», ¿crees que estará en peligro?
—No, doña Dolores, os lo aseguro. Está tan bien resguardado que las olas del mar no llegarán hasta él.
—De todos modos, no estoy tranquila, Córdoba.
—¿Qué teméis?
—Que los rebeldes puedan aprovechar el huracán para abordarlo por sorpresa. Deben desear mucho la carga.
—¿Y los cien hombres del maestro Colón?
—El traidor del Monte puede jugarle alguna mala pasada a Colón.
—Es imposible, en primer lugar, que aquel bribón haya vuelto ya a la costa y además…
—Continúa, Córdoba.
En vez de contestar, el lobo de mar se había inclinado hacia la tronera, llevando la mano a una oreja, como si intentase distinguir, entre los rugidos tremendos del huracán y el estruendo incesante de los truenos, algún otro fragor.
—¿Qué pasa? —le preguntó la marquesa, con voz inquieta.
—¡Por cien mil ballenas! —exclamó Córdoba, cuya frente se había fruncido bruscamente—. ¡Es imposible que me haya engañado!
—¿Qué has oído? ¡Habla, amigo!
—He oído el sonido de un cuerno, doña Dolores.
—Es imposible que lo hayas distinguido entre este estruendo.
—Os digo que lo he oído perfectamente.
—¿Y estás inquieto por ello?
—Un cuerno no pueden hacerlo sonar los jabalíes ni los caimanes.
—Habrá sido algún cubano que pide socorro.
—En esta parte de la isla, cubano quiere decir rebelde, y ya sabéis las ganas que tiene Pardo de tenernos en sus manos. ¡Eh! ¿Habéis oído?
En un momento en que los truenos habían dejado de retumbar y el viento de silbar, se había oído claramente resonar la llamada de un cuerno.
El soldado lo había oído a su vez, y se había alzado vivamente, acercándose a Córdoba y a la marquesa.
—Esta es una señal, una llamada de los insurrectos —dijo, con voz alterada.
—¿Lo creéis así? —preguntó Córdoba.
—Sí, señor. Las bandas del capitán Pardo han adoptado ese instrumento para señales de guerra.
—¿Y estamos a punto de ser rodeados? —preguntó la marquesa, en cuyos ojos brillaba un relámpago de ira.
—Os había dicho que me pareció ver un hombre esconderse en el matorral de los bananos.
—¿Sería un espía?
—Eso me temo, señora —respondió el soldado.
—¡Por mil tiburones! —exclamó Córdoba—. Es necesario tomar una decisión, antes de dejarse cazar como ratones en la trampa.
—¿Qué quieres hacer?
—Marchamos en seguida.
—¿Con este huracán?
—Y además —dijo el soldado—, saliendo empeoraremos nuestra situación. Aquí, en esta torre resistente y sólida, podremos aguantar mucho tiempo, mientras que en el bosque seríamos rápidamente rodeados y capturados.
—¿Y si nos asedian? No podemos contar con ninguna ayuda.
—Una palabra, señor teniente, si me lo permitís —dijo uno de los marineros, adelantándose.
—Habla, Álvaro.
—A bordo del «Yucatán» quedan ciento doce hombres, todos valerosos y devotos de la capitana.
—¿Y qué sacas en consecuencia?
—Que cuarenta son más que suficientes para la defensa del barco y los otros podrían acudir en ayuda de la capitana, si los insurgentes llegaran a sitiar la torre.
—¿Y quién irá a advertir al maestro Colón del peligro que corre la marquesa?
—Yo, señor teniente, o uno cualquiera de mis camaradas. Estamos todos dispuestos a intentarlo, con tal de salvar a nuestra valiente capitana.
—Excelentes muchachos —dijo la marquesa, vivamente conmovida—. ¡Dame la mano, mi valiente!
El marinero, tras un breve titubeo, extendió su diestra morena y encallecida y se la dejó estrechar por la pequeña y blanca de la marquesa.
—Podéis disponer de mi vida, mi capitana —dijo el bravo marinero, con voz casi trémula—. Si queréis que parta, iré a la bahía, aunque estuviese seguro de morir.
—No, amigo, es preciso vivir y no hacerse matar —dijo Córdoba que estaba también conmovido—. Si tú murieras, maestro Colón no se enteraría del peligro que corremos.
—Es verdad, teniente; procuraré salvar la piel.
—Un momento; antes que parta vuestro marinero, esperad mi retorno —dijo el soldado—. Todavía no estamos seguros de que estén reunidos los rebeldes e intenten sorprendernos.
—Es verdad —dijo Córdoba.
—Voy a explorar los contornos.
—¿Queréis que os acompañe?
—No, señor. Un hombre solo puede huir más fácilmente y esconderse mejor.
El soldado les hizo señas de no moverse y descendió rápidamente la escalerilla, mientras Córdoba y la marquesa se ponían en observación en una aspillera.
El huracán empezaba a disminuir entonces. El viento rugía todavía entre los árboles del bosque, sacudiéndolos furiosamente, y la lluvia continuaba arreciando, pero los rayos se habían vuelto más raros y los truenos reducían su intensidad.
Córdoba y la marquesa, desde su puesto, vieron al soldado atravesar rápidamente el claro, desapareciendo después entre la espesura.
Transcurrió una media hora de angustiosa espera, durante la que no se oyó ninguna otra señal en el bosque y sin que el soldado reapareciera. Ya Córdoba se preparaba a bajar, temiendo que el valeroso muchacho hubiese caído en una emboscada, cuando se le vio volver corriendo.
En pocos saltos atravesó el claro, aprovechando el momento en que ningún relámpago rompía las tinieblas, y subió rápidamente, diciendo con voz ahogada:
Los insurgentes… del Monte… vienen…
¡Por mil millones de ballenas! —exclamó Córdoba—. ¿Todavía ese cubano bribón?
—Sí, teniente, lo he visto perfectamente, a la luz de un relámpago, refugiado bajo las anchas hojas de un banano, junto a algunos rebeldes armados.
—¿Eran pocos?
He visto unos cuantos más en un matorral —dijo el soldado—. Había una treintena por lo menos y temo que haya más por los contornos.
—Si están capitaneados por el granuja de del Monte, no nos queda ninguna duda sobre sus intenciones. Hemos sido espiados y mañana tendremos que enfrentarnos a ellos.
—¿Crees imposible nuestra retirada, Córdoba? —preguntó la marquesa.
—No os lo aconsejaría, señora —dijo el soldado—. Un hombre solo, saltando de mata en mata, podría escaparse, pero no una patrulla, y un combate en pleno bosque, contra fuerzas superiores, acabaría en una completa catástrofe. No, señora, no expongáis vuestra vida.
No os lo permitiré, doña Dolores —dijo Córdoba, con voz resuelta—. Nos atrincheraremos en esta torre y resistiremos hasta la llegada del maestro Colón. Álvaro, ¿estás decidido?
—Estoy a las órdenes vuestras y de la capitana —respondió el marinero, echándose el fusil al hombro.
—¿No te perderás?
—Tengo una brújula, teniente. Iré siempre hacia el sur, hasta que llegue al mar.
—Ve, mi valiente —dijo la marquesa—. Todos confiamos en ti.
—No temáis, mi capitana. Marcharé día y noche sin reposo.
—Apresúrate —dijo el soldado—. El huracán se está calmando y los insurrectos pueden acercarse y cerrarte el paso.
—Parto —respondió el marinero—. Si no me matan, pronto me volveréis a ver con los camaradas del «Yucatán».
Estrechó la mano que la marquesa le tendía y las de sus compañeros, se aseguró de que el fusil estaba cargado y salió con paso firme.
Junto a la puerta de la casamata se paró a escuchar, luego, pasado el cercado, se lanzó al bosque.