LA RETIRADA A TRAVÉS DEL BOSQUE
El soldado español, que se había acurrucado junto a los agaves, dio un salto y quedó en pie tendiendo la cabeza hacia el borde del bosque, como si hubiera querido recoger mejor la detonación que había sonado inesperadamente bajo los grandes árboles y se propagaba, de matorral en matorral, repetida por el eco.
—Un tiro de fusil, ¿no es verdad? —preguntó Córdoba, lanzándose hacia él.
—Sí —respondió el español, enderezándose.
—¿Habrá sido un rebelde el que ha hecho fuego?
—Lo dudo, señor. Aquellos bribones tienen todos armas americanas, mientras que aquella detonación ha sido producida por un fusil Máuser, estoy seguro.
—Entonces son mis marineros que hacen señales.
—¿Tienen fusiles Máuser?
—Sí, amigo.
—Vamos a su encuentro. La detonación ha sonado hacia el sur y nosotros iremos en aquella dirección.
—¿Contestamos?
—Creo que es peligroso hacer tantos disparos. Quizá los rebeldes de Pardo, al darse cuenta de mi fuga, pueden estar por estos contornos.
—¡En marcha! —dijo Córdoba resueltamente—. Pero va a ser difícil orientarse en esta oscuridad ¡Por mil ballenas! No se ve más allá de la punta de la nariz.
—El cielo está cubierto y temo que antes del amanecer estalle un furioso huracán, señor.
—¡No nos faltaría más que eso!
—No os inquietéis; sé donde existe un buen refugio.
Venid, señor… ¡Ah…! ¡Otro disparo! ¡Buena señal! Estos disparos nos servirán de guía.
Se habían puesto en marcha, intentando dirigirse, lo mejor que podían, hacia el lugar de donde parecían proceder los dos disparos de fusil que anunciaban su inminente salvación, por estar convencidos de que habían sido disparados por los marineros de la escolta.
Desgraciadamente el bosque continuaba muy espeso y la oscuridad era tan profunda que hacía dudar de que pudiera encontrar a sus salvadores. Ambos andaban a tientas cómo dos borrachos, chocando contra los troncos de los árboles, contra las raíces, contra las lianas y tropezando a cada paso. Era una serie continua de caídas seguidas de una retahíla de imprecaciones.
No habían logrado recorrer más que doscientos o trescientos pasos cuando oyeron una tercera detonación y ésta tan próxima que pudieron distinguir incluso el silbido de la bala.
—Se están acercando mucho —dijo el soldado—. El hombre que ha hecho fuego no puede encontrarse más que a cuatrocientos o quinientos metros de nosotros.
—¡Bueno! —dijo Córdoba—. Si hubiera tenido que continuar esta marcha una hora más habría renunciado. ¡Por mil ballenas! ¡Estoy molido!
—¡Valor, señor! ¡La salvación está cerca…!
—Os sigo como puedo. ¡Al diablo los bosques y las tinieblas!
Un cuarto disparo retumbó y tan próximo que el soldado pudo divisar, a través de los árboles, el destello de fuego.
—¿Habéis visto? —preguntó.
—Sí —respondió Córdoba—. ¡Eh! ¡Alonso! ¡Pedro! ¡Álvaro! ¿Sois vosotros…?
—¡Caray! —gritó una voz—. ¡El señor Córdoba! ¡Es su voz!
—Sí, Álvaro —gritó el lobo de mar.
Un hombre provisto de una rama resinosa que ardía como una antorcha, seguido a poca distancia por otro que llevaba un fusil en la mano, se abalanzó entre los matorrales, diciendo:
—Ha sido una verdadera suerte, señor teniente, haberos encontrado con esta oscuridad y en medio de este espeso bosque.
—Una suerte, amigo mío, que esperaba ardientemente —respondió Córdoba—. ¿Dónde está la marquesa?
—Nos sigue con los otros cuatro marineros.
—¿Habéis dejado el campamento?
—Al anochecer. Estábamos muy inquietos por vuestra ausencia, temiendo que os hubiese ocurrido alguna desgracia.
—¿Ha pasado algo?
—Nada, comandante.
—¿Y el cubano?
—También desaparecido.
—¿No ha vuelto? —preguntó Córdoba, con una mirada de asombro.
—No lo hemos visto más. Pero… ¿Tenéis compañía? ¿Habéis encontrado acaso a los soldados del capitán Carrill?
—Lo sabréis más tarde. Rápido, conducidme ante la capitana.
—Aquí mismo llega —dijo el compañero de Álvaro.
Unas antorchas habían aparecido al lado de una espesura de bananos y en medio de aquella luz rojiza y humeante se distinguía a la marquesa que avanzaba con paso firme, apretando entre sus manos el fusil.
—¡Doña Dolores! —exclamó Córdoba, lanzándose hacia ella—. ¡Qué feliz soy al veros!
—Y yo más que tú, mi viejo amigo —respondió la marquesa—. ¡Qué angustia me has hecho pasar, imprudente!
Empezaba a temer que hubieses caído en manos de los rebeldes.
—Estoy contento de haberlo evitado.
—¿Y por qué, bribón? —preguntó la marquesa, riendo.
—Porque os traigo las pruebas de que íbamos a ser traicionados y de que el «Yucatán» corre un grave peligro.
—¡Mi «Yucatán»! —exclamó la marquesa, con voz alterada.
—Los insurgentes saben que estamos aquí y que debíamos desembarcar armas y municiones.
—¿Quién nos ha vendido?
—Los porteadores negros que seguían la columna del capitán Carrill.
¿Cómo sabes todo eso? Habla, cuéntame, Córdoba.
El lobo de mar le puso al corriente en pocas palabras de todo lo que le había ocurrido, del descubrimiento de la carta, de los hombres que había visto, de su extravío en medio del bosque, del encuentro con el soldado y de la suerte que habían corrido el capitán Carrill y su escolta.
—Todo está perdido —dijo la marquesa con los dientes apretados—. Nuestra misión ha fracasado completamente.
—No, señora —dijo en aquel momento el soldado, adelantándose—. Las armas son esperadas.
—¡Esperadas…! ¿Y por quién, si no podemos desembarcarlas? —preguntó la marquesa.
—El capitán Carrill había recibido del mariscal Blanco otras órdenes, para que la carga se desembarcase en otra parte, en el caso de que los insurgentes hubieran impedido la operación. Yo, señora, antes de mi fuga he recibido de mi capitán una carta, con el encargo de entregarla personalmente a la marquesa Dolores del Castillo.
Diciendo esto, el soldado se había desabrochado la guerrera y de un desgarrón del forro sacó un pequeño pliego sellado, que entregó en seguida a la marquesa.
En el sobre estaba escrito lo siguiente:
Para entregar a la señora marquesa Dolores del Castillo, capitana del «Yucatán».
—El muy zorro no me había hablado de esto —dijo Córdoba—. El hombre es prudente; buena señal.
La marquesa rompió el sobre y a la luz de las antorchas leyó:
Se ruega a la señora marquesa Dolores del Castillo hacer rumbo a Santiago, en el caso de que acontecimientos imprevistos impidiesen el desembarco de las armas y municiones en la bahía de Corrientes, y de ponerse bajo la protección de la escuadra del vicealmirante Topete y Cervera ya en ruta hacia aquella plaza.
Blanco
—¡Por mil ballenas! —exclamó Córdoba—. ¡El vicealmirante Cervera en ruta hacia Santiago! ¡He aquí un hombre que dará mucha guerra a los yanquis!
—¿Qué dices, Córdoba? —preguntó la marquesa.
—Digo, señora, que en vista de que aquí no podemos desembarcar la carga iremos a Santiago. ¡Caray…! ¿Cervera estará allí con sus cruceros? Esto significa que en aquella plaza se desarrollarán grandes combates, os lo aseguro.
—Sin embargo, se decía que la escuadra de Cervera estaba fija en el cabo Verde.
—En cambio, ahora parece que se mueve.
—Dime, Córdoba, ¿podemos forzar el bloqueo y llegar a Santiago?
—Con un poco de audacia lo forzaremos e iremos a saludar al coronel Ordóñez, buen amigo mío y valeroso soldado.
—Entonces no nos queda más que volver a la costa y embarcarnos.
—Y lo más deprisa que se pueda, marquesa, o caeremos en las manos del apreciado señor del Monte.
—¿Tú crees que estaba encargado realmente de conducirnos a una emboscada?…
—Preguntádselo al soldado, que lo conoce personalmente.
—¡El muy villano!
—Estoy seguro, doña Dolores, de que en este momento el truhán se encuentra en nuestro campamento con un buen acompañamiento de rebeldes.
—Córdoba, volvamos a bordo. Temo por mi «Yucatán».
—¡Bah! Maestro Colón es un marinero que no se deja engañar y mucho menos sorprender. Dejad que los cuba nos se muestren y les hará probar las balas de las ametralladoras y si no bastan, también las del cañón. De todas maneras, batámonos en retirada; temo que del Monte esté ya sobre nuestras huellas.
—No iremos muy lejos, Córdoba. He visto el sol ocultarse, rojo como un disco de hierro incandescente, y he observado que el aire se enturbia, y tú sabes que estos signos indican el inminente estallido de uno de los terribles huracanes, que gozan de tan triste celebridad en las Antillas.
—El soldado me ha hablado de un refugio y lo buscare mas en seguida; no es prudente encontrarse en pleno bosque, cuando el viento se enfurece con la potencia que todos conocemos.
—Os conduciré a un lugar donde podremos pasar la noche y ponernos a seguro, señora —dijo el español, volviéndose a la marquesa.
—¿Hay alguna cabaña en estos contornos?
—Mejor todavía, señora; hay un fortín, en parte derrumbado, pero que nos bastará, porque tiene una torre en buen estado y una casamata.
—¿Está lejos?
—No lo creo. Decidme, señora, ¿habéis atravesado un riachuelo para llegar aquí?
—Sí —respondió la marquesa.
—Si podemos encontrarlo llegaremos pronto al fortín.
—Debe encontrarse a un kilómetro detrás de nosotros —dijo un marinero—. Con la brújula espero poderlo hallar.
—Partamos —dijo la marquesa—. El huracán se acerca al galope.
—Y dentro de poco destrozará todas estas plantas —agregó Córdoba—. Esperemos que alguno de estos colosos caiga sobre el cráneo de nuestro estimado señor del Monte y lo envíe a cobrar el precio de la traición del mismo diablo.
El pelotón se puso rápidamente en camino, precedido por dos marineros provistos de ramas resinosas, pues la oscuridad seguía siendo profundísima bajo los gigantescos árboles.
El huracán tan temido se aproximaba rápidamente.
Ya se veían algunos relámpagos centellear sobre la inmensa cúpula de vegetación, seguidos de un tenebroso rugido que parecía propagarse hasta bajo tierra, como si el suelo hubiese adquirido una sonoridad extraordinaria, mientras el aire, que se había vuelto sofocante, casi ardiente, se impregnaba rápidamente de electricidad.
Dentro de poco aquella gran jungla había de convertirse en el teatro de una escena espantosa, ya que los huracanes de las Antillas son de una violencia tal que no podemos hacernos idea de su fuerza. Duran poco, pero ¡qué enormes desastres ocasionan, especialmente si a la fuerza irresistible del viento se une, como demasiado frecuentemente sucede, la fuerza brutal de los terremotos y maremotos!
Suelen estallar al principio de la estación de las lluvias y se anuncian algunas horas antes haciendo aparecer el sol rojo y el aire turbulento, mientras, por el contrario, la cima de las montañas aparece clarísima y las estrellas parecen más grandes de lo acostumbrado.
Repentinamente, tras una calma perfecta, el viento empieza a soplar con violencia, con embates irregulares, de poniente a levante; y después bruscamente cambia de dirección. Las dos grandes corrientes de aire, al encontrarse producen un trastorno formidable y súbito, abatiendo, en su zona de influencia, todo lo que encuentran.
A veces bastan pocos minutos para cambiar el aspecto a islas enteras. Árboles gigantescos, seculares, y que parecían ser fuertes como montañas, son arrancados y trasladados lejos; los edificios más sólidos son derribados y convertidos en montones de ruinas; las plantaciones, fruto de tantos sudores, desaparecen y allí donde antes se veían espléndidas campiñas, no se encuentra después más que res tos espantosos y hondonadas desnudas de toda vegetación, .mientras en las costas el mar invade las orillas, destrozando cuanto encuentra y estrellando los navíos contra los escollos.
Después de estos desastrosos movimientos vienen las grandes lluvias, otra grave desgracia para las islas del golfo de México, tan ubérrimas pero asimismo tan desgraciadas. Es cierto que refrescan el aire, pero producen la fiebre amarilla y el vómito negro que tantas vidas humanas consume anualmente. El aire entonces queda totalmente impregnado de humedad, que lo corrompe todo. La carne en veinticuatro horas, e incluso menos, se pudre; las frutas aunque se hayan recogido un poco verdes, se agostan; el pan, si no está recocido, se enmohece; la harina, si no se tiene la precaución de conservarla encerrada en botes y apretada de manera que adquiera la dureza de la piedra, queda inservible; el vino se avinagra rápidamente; las semillas no se salvan más que con grandes cuidados y finalmente los metales también sufren porque se oxidan inmediatamente.
Estas son las desdichas a que están sometidas aquellas espléndidas islas durante la estación de las lluvias, que empieza hacia fines de mayo o a veces incluso antes, prolongándose por seis meses o más.
Entretanto, el huracán empezaba a gruñir amenazadoramente; la patrulla, guiada por el soldado, apresuraba la marcha para alcanzar el refugio.
Atravesado el pequeño curso de agua que buscaban, el español se había puesto a bordearlo, abriéndose paso fatigosamente entre los espesos zarzales que crecían en la orilla, seguido de cerca por la marquesa, Córdoba y los marineros del «Yucatán», dos de los cuales llevaban todavía las teas encendidas.
Después de recorrer unos quinientos pasos, el soldado se paró algunos instantes para orientarse, luego se adentró resueltamente en el bosque, diciendo:
—Estamos cerca.
Justo en aquel instante una ráfaga impetuosa, inesperada, se volcó sobre el bosque haciendo inclinarse las gran des hojas de las palmeras y gemir las ramas de los cedros, naranjos y caobos, seguida casi inmediatamente por vividos relámpagos y furiosos truenos.
Parecía que en los inmensos espacios del cielo hubiese estallado un duelo de artillería.
Gruesas gotas, cálidas como si salieran de una enorme caldera en ebullición, empezaban a caer con una extraña crepitación, golpeando fuertemente las hojas de los árboles, que se retorcían bajo nuevas ráfagas.
—Apresurémonos —dijo Córdoba—. No es prudente dejarse atrapar por el huracán.
En vez de apretar el paso, el soldado se detuvo bruscamente, diciendo:
—¡Alto!
—¿Qué pasa? —preguntó Córdoba, adelantándose.
—Me parece haber visto a alguien deslizarse por entre aquel matorral de los bananos.
—Habrá sido un jabalí. Ya sabéis que estos animales abundan mucho.
—A mí me pareció un hombre.
—Olvidaos de él. Si es un hombre de bien se acercará en busca de ayuda, si es un malhechor malintencionado no se atreverá a atacar una escolta armada.
—Quizá tenéis razón —respondió el soldado—. Estaría más contento, sin embargo, si nadie nos viera llegar al viejo fortín.
—¿Qué teméis?
—A los rebeldes, señor; pueden sorprendernos.
—¿Con este huracán? ¡Bah! ¡Adelante, mi bravo soldado!
El español obedeció, pero sacudiendo dos o tres veces la cabeza, como si estuviera descontento.
Al pasar junto al grupo de los bananos se detuvo para escuchar; no oyendo nada, continuó su marcha describiendo amplios giros a través de aquel caos de vegetales, como si intentase hacer perder el rastro de la patrulla.
Diez minutos después se paraba en la orilla de un claro, en medio del cual se distinguía confusamente un edificio coronado por una especie de torre pentagonal y circundado por una muralla destruida en gran parte.
—Hemos llegado —dijo en voz baja.
—¿Qué es este refugio? —preguntó la marquesa.
—En un tiempo fue un fortín, ahora no es más que una ruina —respondió el español—. Pero me han contado que durante la insurrección de los diez años, dio mucho que hacer a los guerrilleros del jefe rebelde González.
—Para nosotros será suficiente —dijo Córdoba.
Atravesaron el claro y se apresuraron a entrar en el interior del cercado, pasando a través de una ancha brecha, mientras la lluvia comenzaba a caer con gran violencia y vividos relámpagos rompían, casi sin interrupción, la profunda oscuridad.