UN ENCUENTRO INESPERADO
La carrera del lobo de mar a través de los innumerables vegetales que entorpecían su marcha duró una media hora, y cesó bruscamente al pie de un enorme cedro que elevaba su cima a sesenta metros del suelo.
Esta imprevista parada no era motivada por un mal encuentro ni por un desfallecimiento de sus fuerzas, sino por una viva inquietud que se había apoderado del hombre de mar.
Ahora no reconocía los lugares que momentos antes había recorrido para seguir al cubano.
En su marcha había corrido sin dirección fija, creyendo que podría volver fácilmente al campo, y ahora se daba cuenta de haberse perdido en medio de aquel caos de vegetales.
El terreno pantanoso había desaparecido y se encontraba entonces en una hondonada y, para su desgracia, cubierta por una vegetación extraordinariamente espesa, tanto que no podía ni siquiera verse el sol.
—¡Por cien mil tiburones! —exclamó Córdoba, enjugándose el sudor que inundaba su rostro—. He corrido como un aturdido, sin pensar que es más fácil orientarse en pleno mar, incluso sin brújula, que en un bosque. ¡Es una imprudencia que puedo pagar cara! ¡Y no tengo ni la más pequeña brújula! ¡Cuidado, amigo Córdoba, abre bien los ojos; corres el peligro de pasar la noche al sereno!
Miró hacia arriba intentando observar la posición del sol, pero sin resultado, ya que la vegetación era tan densa que no lo permitía. Miró a su alrededor esperando reconocer entre aquellos colosos vegetales, algún grupo ya visto durante su marcha hacia el pantano, y entonces se dio cuenta de que las plantas eran todas de otra especie. No veía más que cedros silvestres altísimos y muy corpulentos, entremezclados con unos bananos marchitos y sin fruto, y con otras feraces plantas tropicales.
—Este bosque no es el de antes —murmuró Córdoba, cuya inquietud aumentaba—. ¿Dónde he ido a meterme? ¡Sólo faltaba esta desgracia, después de la mala nueva que he descubierto! ¡Haré señales…!
Se quitó el fusil del hombro y apuntó al aire. Estaba a punto de disparar cuando un súbito pensamiento lo detuvo.
—Qué barbaridad iba a cometer —dijo, bajando el arma y poniéndosela en bandolera—. Ya había olvidado a los hombres que he visto… Si oyen mis disparos pueden volver, cayéndome encima y haciéndome prisionero. Son rebeldes y quizá de los más decididos, y estarían muy contentos de poder capturar al segundo comandante del «Yucatán». Amigo Córdoba, prepara las piernas y adelante a toda vela.
El lobo de mar se puso de nuevo animosamente en camino, procurando llevar un camino más o menos derecho, cosa muy difícil, porque el hombre perdido en un bosque, involuntariamente, por mucha atención que ponga, tiende a describir círculos más o menos amplios, inclinándose casi siempre hacia la izquierda.
Córdoba no sabía por dónde andaba ni cuál era la dirección justa; continuaba avanzando esperando llegar a la orilla del páramo o al bosque que acababa de recorrer. Desgraciadamente, las plantas se hacían tan espesas que le obligaban a describir frecuentes curvas para poder abrirse paso.
Los cedros gigantes, viejos quizá de varios siglos, hubieran permitido fácilmente la marcha con paso rápido, al no crecer uno junto a otro, pero bajo ellos había unos matorrales muy intrincados, formados por plantas de menores dimensiones pero bastante tupidas.
Eran matas de orquídeas espléndidas, de salvia fulgens de flores carmesí, de nentzelia de delicado perfume, de cyntheas con el tronco de un bello color negro, de reflejos metálicos, con sus enormes hojas rizadas y de hibiscus ferox que erguían sus cálices rojos de corola dorada, y de grandes cañas enguirnaldadas de campánulas azules y purpúreas de espléndido efecto. Otras veces, en cambio, se debatía contra macizos inextricables de pasifloras de raíces ramosas, de tallo herbáceo o lígneo, de hojas reticuladas, provistas de aquellas curiosas flores que llevan en ellas los emblemas de la pasión de Jesucristo; o sea, tres tallos que representan perfectamente tres clavos, cinco estambres que parecen martillos, una pequeña corona de espinas y una aureola semejante a la que se pinta alrededor de la cabeza de los santos.
El lobo de mar, ahogado entre todos aquellos vegetales, había aminorado la marcha. Empezaba a estar cansado después de tantas horas de continua marcha y también hambriento.
El sol ya estaba próximo a su ocaso.
—¡Ea! —murmuró deteniéndose junto al tronco de un caoba y mirando melancólicamente las grandes plantas que le rodeaban—. Es preciso que me decida a pasar la noche aquí y esperar que amanezca. Afortunadamente en esta isla no hay animales feroces, aparte los caimanes, así que no creo que nadie venga a roerme las piernas. Si encontrara por lo menos alguna cosa que ponerme entre los dientes y un sorbo de agua estaría contento. Veamos: es imposible que no pueda encontrar al menos bananas o naranjas.
Volvió a emprender la marcha lentamente, mirando a derecha e izquierda y después de trescientos o cuatrocientos pasos llegó a un pequeño claro que mostraba las huellas de un reciente cultivo, viéndose surcos, hoyos y algunas cañas secas esparcidas por todas partes.
—Este claro debe haber estado destinado a cultivar la caña de azúcar —murmuró.
Miró alrededor y divisó, en los márgenes del bosque, un grupo de plantas que reconoció súbitamente.
—¡Ah…! ¡El magüey! —exclamó, soltando un hondo suspiro de satisfacción—. Podré al menos apagar la sed.
Lo que el lobo de mar llamaba magüey, eran algunas pitas o agaves, plantas muy decorativas que fructifican con facilidad en las Grandes Antillas.
Estos vegetales, que crecen incluso en los terrenos más estériles, obtienen la mayor parte de su nutrición de la humedad del aire y emplean quince o veinte años para alcanzar su completo desarrollo.
Durante este larguísimo período de tiempo sólo crecen las hojas, que llegan a alcanzar una longitud de dos metros y un espesor de ocho o diez centímetros.
Cuando llega la época favorable, del centro de la planta surge un largo tallo que en sólo dos días, alcanza la altura de cuatro o hasta cinco metros… Se le ve crecer a simple vista, como ocurre con el bambú gigante de la India.
En la cúspide de este tallo despunta entonces la flor, que no debe dejarse desarrollar ya que entonces de esta preciosa planta no se obtendría ningún resultado.
En cambio, se corta, y así se forma en el tallo un hueco de dos o tres litros de capacidad, que se rellena, dos o tres veces cada veinticuatro horas, de un líquido azucarado, fresco, incoloro, que se llama aguamiel. Este líquido es el jugo que habría debido pasar de las hojas a la flor y que ahora se detiene en la extremidad del tallo cortado.
Durante cinco meses la planta se dedica a suministrar el aguamiel, proporcionando cerca de mil litros; después, completamente exhausta, se seca y acaba por morir.
Este líquido, expuesto durante doce horas al aire, en lugar sombreado, fermenta y se transforma en una bebida espumosa, ligeramente embriagadora, agradabilísima y que, especialmente en México, se consume en cantidades enormes. Se llama entonces pulque.
Pero los beneficios del agave no terminan aquí.
De sus raíces se extrae una clase de aguardiente que se llama mezcal; de sus hojas se obtiene una especie de papel indestructible sobre el que fueron escritos los manuscritos de los aztecas, el famoso y civilizado pueblo mexicano; con las partes fibrosas se hacen cuerdas bastante resistentes y tejidos, y sus espinas se usan en la construcción de cabañas, sirviendo perfectamente de clavos.
Córdoba, que estaba muy sediento, se acercó a una de aquellas plantas que había sido decapitada de su flor, y encontrando el hueco del tallo lleno de líquido, se puso a beber con viva satisfacción.
Iba a volverse para buscar algún fruto, cuando vio, en el margen opuesto del bosque, un hombre inmóvil que estaba observándole con aire de sospecha, no exenta de viva inquietud.
Era un joven de veinticuatro o veinticinco años, de estatura más bien baja, con rasgos angulosos y ojos negrísimos y que llevaba el uniforme de los soldados coloniales españoles, de tela blanca. En vez del ros (un quepis de forma especial, cubierto de tela gris encerada) llevaba en la cabeza un amplio sombrero de paja.
No llevaba fusil, pero en el costado portaba la daga, que había empuñado con gesto resuelto dispuesto a desenvainarla en caso de peligro.
—¡Diablos! ¡Un soldado! —exclamó Córdoba alegremente—. ¡Este sí que es un encuentro afortunado! ¡Buenas tardes, jovencito; sed bien hallado!
El soldado, que se había mantenido todo el tiempo junto al margen del bosque, preparado para volverse a adentrar en él, creyendo quizá tener delante a un rebelde; oyendo estas palabras, dejó la empuñadura del machete y se adelantó algunos pasos, diciendo:
—¿Sois un cazador?
—En este momento, a decir verdad, andaba más en busca de vegetales que de caza —respondió Córdoba, riendo.
—¿De dónde venís?
—De la costa, amigo.
¿Y qué habéis venido a hacer en estos bosques?
—A buscar al capitán Carrill. ¿Lo conocéis?
—¡El capitán Carrill! —exclamó el español, con asombro—. ¿El capitán Carrill, habéis dicho? ¿Quién sois vos, pues?
—Soy un hombre de mar.
—¿Cubano?
—No, un poco español y también un poco mexicano.
—¿Y qué queréis de mi capitán?
—¡De vuestro capitán! ¡Por mil ballenas! ¿Seréis vos uno de la escolta encargada de recibir la carga del «Yucatán»?
—¡El «Yucatán»! —gritó el español, dirigiéndose precipitadamente hacia Córdoba—. ¿Ha llegado esta nave?
—Hace dos días.
—¿Ala bahía de Corrientes?
—Justamente.
—¡Desgraciados!
—¡Oh…! ¿Qué queréis decir, jovencito?
—¿No lo sabéis, pues?
—¿El qué?
—Que la escolta que debía recibir la cargaría sido hecha prisionera por la partida del capitán Pardo.
—¡Truenos del Yucatán! —exclamó Córdoba, palideciendo—. ¡Prisionera! ¡Es una noticia terrible!
—Así, ¿no sabéis que vuestra nave está en peligro de ser capturada?
—¡Capturada! Poco a poco, jovenzuelo. Maestro Colón, que tiene el mando en ausencia mía y de la marquesa del Castillo, no es un hombre que se deje cazar fácilmente y los ciento diez marineros que tiene con él son hombres que harían pagar cara una tentativa así.
—¿No sabéis la trama infernal que han proyectado?
—La adivino.
—Intentarán atraeros al interior, haceros prisioneros y después arrancaros una orden para hacer desembarcar la carga.
—¡Ah…! ¿Es eso? —dijo Córdoba, que había recuperado su sangre fría—. Decidme, muchacho, ¿conocéis a un cierto señor del Monte?
—Es el mulato que debía ir a la bahía para conduciros al interior y traicionaros.
—¡El villano! ¡Lo había sospechado!
—¿Lo habéis visto?
—Está en el campo con la marquesa del Castillo.
—¡Maldito sea ese perro!
—Os aseguro que mañana ya no estará vivo, palabra de Córdoba. Ahora decidme quién sois vos.
—Soy el asistente del capitán Carrill.
—¿Y cómo os encontráis aquí?
—Por la simple razón de que he logrado escapar del capitán Pardo. Hace treinta horas que camino como un desesperado para llegar a la bahía y advertir a los hombres del «Yucatán» del peligro que corren. Desgraciadamente, veo que he huido demasiado tarde.
—Ño se ha perdido todo aún, amigo mío. Estamos todavía libres y armados, y el «Yucatán» tiene buenos cañones para los insurrectos. ¿Dónde está vuestro capitán?
—En poder de Pardo.
—¿Con toda su escolta?
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Hace ya tres días —respondió el soldado—. Los insurgentes nos habían tendido una emboscada en el interior de la selva, asaltándonos en gran número y cayéndonos encima tan rápidamente, que no pudimos organizar la resistencia. Sin embargo, no habrían conocido el objeto de nuestra expedición, sin nuestros porteadores negros.
—¿Han sido los negros los que lo han explicado todo al capitán Pardo?
—Sí, aquellos truhanes, señor. Seguramente atemorizados por las amenazas o comprados con oro, aquellos infames han revelado todo.
—Y los insurgentes, a los que interesaba que las armas no llegaran al mariscal, han preparado la trampa. Lo sabía.
—¿Vos?
Córdoba se metió la mano en el bolsillo, sacó el pedazo de papel encontrado en la choza y lo desplegó, leyendo en alta voz:
Se ordena a todos los jefes de las partidas capturar a la marquesa del Castillo y a todo su séquito, encargados de desembarcar en la bahía de Corrientes un envío de armas y municiones para el mariscal Blanco, y apoderarse de la nave.
Pardo.
—¡Caramba! —exclamó el soldado, mirando al lobo de mar con vivo asombro—. ¿Quién os ha dado ese documento?
—Lo he encontrado en una cabaña.
—Señor —dijo el español—. Debéis volver inmediatamente a bordo del «Yucatán».
—Estaría muy contento de poder ir, pero no he sido ni siquiera capaz de volver al campamento de la marquesa. Por espiar al villano del Monte, me he extraviado en este maldito bosque.
—¿Así que no sabéis dónde se encuentra el campamento?
—No debe estar lejos; pero ignoro donde puede hallarse.
—Lo encontraremos, señor. Yo conozco estos bosques, que he recorrido muchas veces, pero ahora es demasiado tarde para ponerse en camino. El sol se está ocultando y dentro de poco no se verá nada bajo estos espesos vegetales.
—Esperaremos el alba.
—¿La marquesa os esperará?
—No tengo ningún temor. La capitana no es una mujer que abandone a sus hombres.
—Acamparemos aquí y esperaremos a que salga el sol —dijo el soldado—. ¿Tenéis hambre, señor?
—Estoy desfallecido y comería gustosamente un par de bizcochos.
—No puedo procurároslos, porque no los tengo; sin embargo, puede ofreceros alguna cosa que puede sustituirlos. Seguidme, señor.
Abandonaron el grupo de agaves después de haber bebido de nuevo, y se dirigieron hacia el borde del bosque. El soldado miró hacia arriba durante algunos instantes como si intentase descubrí^ alguna cosa entre el espejo ramaje, sis paró después ante un árbol de tronco liso y alargado, sostenido por unas cuantas raíces que salían del suelo, manteniéndolo como suspendido a un metro de altura, y que en la extremidad superior tenía un bellísimo copete de hojas, de cuyo centro salía un voluminoso pimpollo de más de dos pies de largo.
—Allí está nuestra cena —dijo el soldado.
—Es verdad —repuso Córdoba—. Conozco bien este árbol. Es la areca oleracia.
—O mejor un repollo palmero, como se le llama por aquí —respondió el soldado.
El soldado se desembarazó de la daga, abrazó el tronco que era bastante panzudo en su parte inferior, y ayudado por Córdoba, después de algún trabajo logró llegar a la cima y romper, con algunos tajos, el grueso brote superior, echándolo al suelo.
Esta planta, como había dicho Córdoba, era una de las que los botánicos llaman areca oleracia, árboles que crecen en gran cantidad en América central e incluso más al sur, pero especialmente en las Antillas.
Pertenecen estos vegetales a una numerosa familia, y la variedad americana produce una especie de almendra de enormes dimensiones, casi un metro de larga y con la base ancha como la cabeza de un hombre. Tiene un sabor muy agradable, es dulce y además nutritiva, y la buscan especialmente los negros de las plantaciones.
Esta almendra crece justo en el centro del grupo de hojas, tiene forma de cono y puede alimentar perfectamente a cuatro o cinco hombres.
Córdoba y el soldado, cargados con la gruesa almendra, volvieron al pequeño claro y después de quitarle las hojas que la envolvían, se pusieron a comerla ávidamente, pues los dos estaban hambrientos.
Cuando se hubieron saciado, se tendieron plácidamente en la hierba, junto a los grandes agaves, encendiendo un cigarrillo y charlando como dos viejos amigos.
—¡Vaya! —dijo Córdoba, después de haber narrado las peripecias pasadas por el «Yucatán» durante la travesía del estrecho—. Decidme cómo va la guerra. Hace cuatro días que estamos completamente a oscuras acerca de los movimientos de los americanos. ¿Qué hacen esos insolentes?
—Nada bueno hasta ahora —respondió el soldado—. Se limitan a bloquear las costas, atacando a las naves mercantes españolas.
—Como verdaderos piratas.
—Han capturado hasta ahora la goleta «Buenaventura», que navegaba junto a Key-West y el vapor «Pedro» cerca de las costas septentrionales de Cuba, y también el «Guido».
—¿Ningún combate hasta ahora?
—Sí, dos hechos de armas. En Cárdenas, nuestra cañonera «Ligera» ha rechazado a cañonazos, dañándolo gravemente, al cazatorpedero americano «Cushing» que intentaba desembarcar armas para los insurgentes, y Matanzas ha sido bombardeada por los barcos americanos «New York», «Cincinnati» y «Puntan» con poco provecho; pero no ha habido ningún desembarco.
—Los yanquis se lo toman con calma —dijo Córdoba, riendo.
—En Cuba sí, pero parece que en otros sitios actúan más rápidamente —dijo el soldado, cuya frente se había ensombrecido.
—¿Qué queréis decir?
—Que las islas Filipinas están expuestas a un gran peligro y que se teme bastante por Manila. Cuando nosotros dejamos La Habana, reinaba una gran inquietud por las malas noticias llegadas de España.
—¿La escuadra americana del Pacífico se dirige acaso hacia Manua? —preguntó Córdoba, con ansiedad—. Si esto es cierto, temo que las Filipinas corran un gravísimo peligro.
—Si, la mala nueva ha sido anunciada, pero es de esperar que nuestra flota les impida el acceso a la bahía.
Una sonrisa incrédula afloró a los labios del lobo de mar.
—¡Nuestra flota! —dijo con voz amarga—. ¿Qué creéis que puede hacer contra los grandes cruceros acorazados del contraalmirante Dewey?… Uno sólo bastaría para destrozar las viejas naves del almirante Montojo, aunque fuera ayudado por las baterías de tierra. No hay más que una, entre las nuestras, que pueda resistir un poco, la «Reina Regente», e incluso este crucero de segunda clase no está protegido. Amigo mío, siento decíroslo, pero si el contraalmirante americano se dirige hacia las Filipinas, a nuestros marineros no les quedará otra perspectiva que la de hacerse matar valientemente a bordo de sus viejas naves.
—¿Lo creéis así?
—Os está hablando un hombre de mar.
—Entonces las Filipinas están perdidas.
—Mucho me temo que sea así, amigo, tanto más porque también allí los insurrectos no están del todo calmados. Bajo las cenizas hay todavía rescoldos encendidos y de un momento a otro pueden estallar con nueva violencia. ¿Qué pueden hacer nuestros compatriotas, atacados desde el mar por los americanos y en tierra por los rebeldes?
—Se decía que la insurrección había sido extinguida.
—No del todo. Los americanos la reanimarán, podéis estar seguro, porque además llevan a bordo de una de sus naves a Aguinaldo, uno de los más influyentes caudillos de la última insurrección. Que Dios proteja a España o acabará mal aquí y también en el océano Pacífico, a pesar del valor y la energía indomable de nuestros compatriotas. ¡Amigo, buenas noches!
—¿Dormís?
—Cerraré los ojos un rato.
—Yo vigilaré.
—Gracias, después os relevaré.
El lobo de mar iba a tumbarse en la hierba, cuando se levantó bruscamente, exclamando:
—¡Un disparo!