LOS MISTERIOS DE LOS BOSQUES CUBANOS
Oyendo aquella orden, pronunciada en un tono que no admitía réplica, la patrulla se detuvo inmediatamente, agrupándose bajo unos cuantos bananos, cuyas enormes hojas bastaban para esconderles completamente. Con un movimiento simultáneo, todos, menos el cubano, habían tomado los fusiles apuntando a su alrededor, no sabiendo todavía de dónde podía venir el peligro.
Con los ojos fijos bajo los arcos de los árboles y los oídos atentos, se quedaron a la escucha, presos de aquella ansiedad expectante que produce un peligro desconocido.
De momento no oyeron nada aparte del cotorreo de algunos papagayos que estaban en lo más alto de un naranjo cercano. Después, sin embargo, distinguieron perfectamente un murmullo de hojas, primero suave y luego más fuerte, que parecía aproximarse lentamente.
—¿Rebeldes? —preguntó doña Dolores al cubano, que escuchaba con la cabeza inclinada.
—No lo sé —respondió éste, escuetamente.
—Pero alguien se acerca.
—Lo oigo.
—Puede ser algún jabalí —murmuró Córdoba, que alargaba el cuello intentando discernir alguna cosa entre aquel caos de ramas y de hojas—. En esta isla son muy abundantes.
—Yo más bien sospecho que sean hombres —dijo el cubano.
Como para darle razón, justo en aquel momento en medio de las densas plantas, se oyó resonar un grito extraño que parecía el que producen las águilas caracara.
—¡Caramba! —refunfuñó Córdoba—. Conozco demasiado bien el grito de estos rapaces volátiles para dejarme engañar. Doña Dolores, esto es una señal.
—¿Lo crees así?
—Estoy seguro de no engañarme.
Otro grito, parecido al primero, se oyó un poco más lejos en dirección opuesta, al que en seguida respondió el primero en otro tono, con una modulación especial.
—Oíd, señor del Monte, ¿qué decís a esto? —preguntó Córdoba.
—Nada.
—¿Creéis que son águilas?
—Es posible que lo sean.
—Yo os digo que son hombres que se comunican entre ellos.
—No estoy convencido. Conozco las caracara y sé que gritan en diferentes formas.
—Yo os digo que no las conocéis, si afirmáis esto, querido señor del Monte.
—¡Soy cubano!
—Yo también he vivido mucho tiempo en Cuba.
—¿Queréis una prueba de que son águilas?
—Dádmela.
El cubano, sin dudarlo un instante, acercó las manos a la boca y emitió algunos gritos semejantes a los anteriores.
—¿Qué hacéis? —preguntó Córdoba—. Si son insurrectos, haréis que nos descubran.
—¿Oís? —preguntó entonces el cubano, con algo de ironía.
Dos gritos iguales habían respondido a su llamada, uno a la derecha del grupo de bananos y el otro a la izquierda.
—¿Tenía razón al deciros que eran dos caracara? —preguntó el cubano.
Córdoba no respondió; lo miraba con unos ojos en los que se podía notar un brillo de desconfianza.
—Podemos marchar de nuevo —repuso el cubano, después de algunos instantes—. Quizá los rebeldes no han llegado aún hasta aquí.
—Sí, vámonos —respondió la marquesa—. Tengo mucha prisa por ver al capitán Carrill y volverme a bordo del «Yucatán».
El pelotón, tranquilizado por las palabras del cubano, se puso de nuevo en camino a través de aquel bosque que parecía que no debiera acabar nunca, abriéndose paso entre las lianas y las enormes raíces que surgían del suelo, serpenteantes como grandes pitones, girando y retorciéndose entre los miles de troncos.
Al bosque de los mangos había sucedido una selva de plantas diferentes, que crecían una junto a otra, estrechamente sujetas por vegetales parásitos.
Se veían enormes cedros surgir junto a algodoneros silvestres; tamarindos colosales de ramas desmesuradas y sumamente flexibles elevarse en medio de grupos de bananos de grandes hojas; palmeras de varias especies lanzar al aire sus espléndidas hojas y entrelazarlas con las no menos pintorescas de otros árboles tropicales, mientras debajo de aquella cúpula de verdura sin fin, despuntaba múltiples y lozanas matas de adelfas, cuyas flores se mezclaban a las blancas de los jazmines y a los delicados ramos de ungüentaría, entre otras de diverso colorido.
Pocos pájaros se veían entre aquella densa vegetación, todo lo más papagayos y alguna becada que anunciaban la proximidad de un pantano. Abundaban en cambio los jabalíes; pero eran tan ariscos que desaparecían súbitamente entre los matorrales más espesos.
Hacia el mediodía, el pelotón llegaba a un pequeño claro en el que había un cultivo de cacao, plantas que se encuentran en gran cantidad en la isla de Cuba y que forman, con la caña de azúcar, la principal riqueza de esta fértil tierra.
Estos árboles, importados del vecino México y ya completamente aclimatados, son pequeños, con ramas derechas y gráciles y hojas oblongas. Después de las flores producen frutos ovales, carnosos, divididos en diez carpelos y son los que se usan para la fabricación del chocolate.
El cultivo de estas plantas se ha extendido por todas las Grandes y Pequeñas Antillas; también en todas las repúblicas de América central e incluso en América meridional, especialmente en Ecuador, Perú, Bolivia y finalmente en Chile, donde se hace un consumo enorme de cacao.
No se crea, sin embargo, que este cultivo sea fácil. El árbol necesita muchísimos cuidados, sufre si no se remueve continuamente la tierra, desembarazándola de las malas hierbas, y en algunas regiones es necesario protegerlo con la sombra de dos plantas más altas que los indios llaman «el padre y la madre del cacao».
Las plantas del claro, una docena en total, estaban faltas de aquellos cuidados y por ello sus hojas colgaban tristemente hacia el suelo.
El pequeño grupo, cansado de aquella larga marcha que duraba desde las seis de la mañana, viendo que el lugar era desierto y resguardado de una imprevista sorpresa, decidió acampar algunas horas, también para evitar la insolación, no siendo prudente caminar del mediodía a las cuatro de la tarde.
Habiendo encontrado una cabaña medio derruida, se refugiaron allí preparando rápidamente una comida consistente en carne de conserva, bizcochos y algunas bananas y cidros recogidos por el cubano.
Apenas habían terminado de comer, cuando el señor del Monte, que desde hacía unos instantes parecía presa de alguna inquietud, se levantó bruscamente, diciendo:
—Mientras reposáis, yo iré a explorar el bosque.
—¿Teméis haberos perdido? —preguntó la marquesa.
—Oh, no, señora —contestó prontamente el cubano, con una sonrisa—. Conozco demasiado bien la isla y encuentro siempre el camino aunque lo haya recorrido una sola vez.
—¿Vais a ver si hay algún rastro de los rebeldes?
—Sí, señora marquesa.
—¿Queréis que os acompañe? —preguntó Córdoba.
—Es inútil —respondió el cubano, en cuya frente se había formado de repente una profunda arruga—. El sol es muy ardiente a estas horas.
—Mi cabeza está a prueba de insolaciones, señor del Monte.
—Os creo; de todos modos será mejor que os quedéis a proteger a la señora.
Dicho esto, sin esperar otra respuesta, el cubano se echó a la espalda el fusil y se alejó rápidamente, desapareciendo entre los árboles.
—¡Qué hombre tan extraño! —exclamó Córdoba—. Decidme, doña Dolores, ¿qué pensáis de este cubano?
—Debo preguntártelo a ti que has estado mucho tiempo en esta isla —respondió la marquesa.
—¿No os parece un poco raro?
—Es verdad, Córdoba. Es un hombre de pocas palabras, de maneras muy bruscas, y si no supiéramos que nos ha sido enviado por un capitán español, su conducta podría ser realmente sospechosa.
—Es lo que pensaba también yo, marquesa.
—¡Ah…! ¿Desconfías quizá de él?
—Un poco, lo confieso.
—Creo que estás equivocado, Córdoba.
—¿Y por qué, doña Dolores?
—Si no lo hubiese mandado el mariscal Blanco, ¿cómo quieres que supiera que debíamos desembarcar la carga en la bahía de Corrientes?
—Es verdad.
—Y además, ¿quién podría saber que el «Yucatán» está mandado por mí?
—Esto también es verdad, pero…
—Habla, Córdoba —dijo la marquesa, viendo que el lobo de mar titubeaba.
—Hay una cosa que me atormenta, doña Dolores.
—¿Y qué es?
—Los gritos de las águilas caracara. ¡Caramba! Soy casi cubano también yo, conozco muy bien la isla, además he pasado muchos años de mi juventud en los bosques de la costa septentrional y os aseguro que no eran águilas las que gritaban así.
—Puedes haberte equivocado…
—¡Hum! Estoy casi convencido.
—¿Qué deduces, pues?
—Nada por ahora; pero os aseguro que pienso vigilar atentamente a este señor del Monte y si me doy cuenta de que intenta engañarnos, lo mando derecho al infierno con veinte gramos de plomo en los sesos, y voy a empezar desde este momento.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó la marquesa, viéndole levantarse y echarse el fusil a la espalda.
—Voy a dar también yo un paseo por los bosques para explorar el camino —respondió el lobo de mar, sonriendo.
—Cogerás una insolación.
—¡Bah! Mi calabaza es impenetrable al viejo Febo. ¡Eh…! ¡Muchachos! Os recomiendo hacer buena guardia a nuestra capitana.
Dicho esto, Córdoba encendió un cigarrillo, introdujo un cartucho en el fusil y se marchó silbando entre los dientes un fandango.
El lobo de mar atravesó lentamente el claro y apenas llegado bajo los grandes árboles enmudeció de golpe, arrojó el cigarrillo, se puso el fusil bajo el brazo y se adentró rápidamente entre una espesura de bananos, con los ojos vigilantes y los oídos tensos para recoger el menor rumor.
—Vamos a ver adonde ha ido el querido señor del Monte —murmuró—. ¡Ah…! ¿No quería mi compañía? Puede haberla rechazado para no exponerme al fuerte sol y para dejarme reposar, pero también puede haberlo hecho por otro motivo y yo soy un poco curioso, mi querido señor del Monte. No me he fiado nunca de estas sangres mezcladas.
Cruzada la espesura, Córdoba se paró algunos instantes a escuchar. No oyendo ningún rumor en parte alguna, se metió en el bosque mayor pasando magníficos cedros, naranjos y palmeras de toda especie, entre los que destacaba por su belleza la real caoba, que da una madera muy solicitada, y entre montones de espléndidas orquídeas, entre las que hacen su nido numerosas palomitas, las más bellas palomas de las Antillas de cuya especie son las reinas.
Hacía media hora que caminaba él lobo de mar, deteniéndose a ratos para aguzar el oído, cuando se halló repentinamente en el margen de una vasta sabana, especie de pantano de aguas oscuras y malolientes, de fondo traidor por estar constituido por arenas movedizas que son capaces de engullir rápidamente al que tiene la desgracia de caer en ellas.
El lugar parecía desierto. No se veían más que bandadas de becadas volando por encima de las plantas lacustres, pájaros muy estúpidos que se dejan matar a centenares, sin espantarse por los tiros de escopeta ni por la muerte de sus compañeros; volátiles, como se ve, muy diferentes de los nuestros que son en cambio tan desconfiados. Córdoba, después de haber dado una mirada a la sabana, estaba a punto de volverse, cuando su atención fue atraída por un gran caimán que se dirigía, con una cierta prisa, hacia un islote cubierto de espesas plantas que surgía a corta distancia de la orilla, a la que estaba unido por una serie de pequeños bancos cubiertos de mangles.
—¿Qué puede empujar a esta bestia glotona hacia aquel islote? —se preguntó Córdoba—. Debe haber alguna presa allí.
Se escondió tras el tronco de un enorme cedro, aferró el fusil y esperó siguiendo las evoluciones del reptil, que conforme se acercaba al islote se volvía más prudente por momentos.
Ya el repugnante monstruo no distaba más que quince o veinte pasos, cuando Córdoba vio agitarse los extremos de las plantas, y algo blanco transparentar entre las ramas y las hojas y pasar rápidamente tras los mangles.
—¡Caray! —murmuró—. Hay hombres escondidos que intentan alcanzar la orilla. No pueden ser más que rebeldes y quizá rebeldes que nos espían.
Levantó bruscamente el fusil y lo apuntó hacia los manglares; una súbita reflexión lo detuvo.
—No hagamos tonterías —dijo, bajando el arma—. A lo mejor, estos hombres ignoran nuestra presencia y si hago fuego, podrían caemos encima en gran número. ¡Rayos!
Aquella exclamación repentina se le había escapado al divisar un sombrero de paja, de anchas alas, que aparecía por una abertura de la vegetación.
—¡Rayos! —repitió, con profundo estupor—. O mucho me engaño o aquel era el sombrero de nuestro cubano.
Se alzó de un salto y se puso a correr a través del bosque para llegar a la orilla antes de que los hombres del islote hubieran desaparecido. Se dio cuenta bien pronto de que la empresa no era fácil a causa del terreno pantanoso, de las lianas y de las raíces que serpenteaban por todas partes en enormes montones.
Cuando después de ímprobos esfuerzos y de haber dejado algunos jirones de su chaqueta entre la maleza y las espinas logró alcanzar de frente el islote, los hombres que esperaba poder ver habían ya desaparecido en el bosque.
—¡Maldita selva! —exclamó el lobo de mar, que se había puesto de muy mal humor—. Si no hubiese encontrado todas estas lianas y raíces, en este momento podría saber alguna cosa de aquellos desconocidos y quizá del querido señor del Monte. ¡Oh! Podría dar un paseo por el islote.
Miró a su alrededor, temiendo alguna sorpresa o una repentina vuelta de los hombres, después se subió sobre las raíces de los mangles y pasando de una a otra y abriéndose paso entre las ramas y las hojas, atravesó los bancos, alcanzando en breve tiempo el islote.
Era un pequeño espacio de tierra, de unos cincuenta metros de circunferencia, circundado por altas cañas y mangles y cubierto de elevados mangos, que con sus raíces habían afirmado el suelo que en un tiempo debió haber sido un simple banco de légamo.
En el medio, Córdoba encobró una pequeña choza de hojas de banano, plantada sobre cuatro postes que la ponían a cubierto de las inundaciones y también del asalto de los caimanes e incluso de las grandes serpientes de agua.
—¿Será el refugio de algún negro que tiene que rendir cuentas a la justicia? —se preguntó—. ¿O un puesto de espía de los rebeldes? Veamos.
Trepó ágilmente sobre un palo y alcanzó la plataforma izándose sobre ella.
Lo primero que vio fue una hamaca extendida entre dos postes más gruesos que ocupaba media cabaña y además un montón de bananas, cidros y mangos; también había una liebre que parecía que había sido desollada recientemente; colgada de la pared se hallaba una escopeta de caza muy antigua y un zurrón bastante lleno.
—Entraremos a ver qué hay aquí dentro —murmuró Córdoba, volviéndose excesivamente curioso.
Cogió el zurrón y se puso a examinarlo sacando sucesivamente del morral, una caja de pólvora, una bolsa de perdigones y unos trapos. Estaba a punto de volver todo a su sitio, cuando vio caer de uno de aquellos trapos un trozo de papel plegado en cuatro.
—¡Oh…! —murmuró—. Veamos qué contiene; supongo que no será un plano de guerra de los rebeldes.
Desplegó el papel y en cuanto le echó una mirada no pudo reprimir un gesto de estupor ni contener un grito.
—Volvamos en seguida y a la carrera —dijo, guardándose el papel en el bolsillo—. Mi querido Pardo, te juro que el «Yucatán» no será para ti.
Descendió rápidamente, atravesó los manglares, se detuvo un momento sobre la orilla para ver si era seguido y después se lanzó a través del bosque, diciéndose:
—El «Yucatán» será para ti un bocado difícil.