UNA EXPEDICIÓN A TIERRA
El lugar escogido por Córdoba para realizar el desembarco de las armas y municiones destinadas a los voluntarios españoles de Cuba era una especie de canal de agua salada, que se adentraba entre las sabanas que cubren los alrededores de la amplia bahía de Comentes. Era tortuoso, bastante escondido y salpicado de bancos de arena que impedirían el acceso a cualquier crucero de la flota americana.
Las dos riberas estaban cubiertas de espesas masas de mangles, plantas de hojas grandísimas parecidas a las de los bananos y casi sin tronco; tenían en cambio abundantes raíces de algunas pulgadas de grueso, que en vez de fijarse directamente en el fondo pantanoso, formaban redes inextricables, enredándose en ramajes nudosos y retorcidos que corrían en todas las direcciones posibles e imaginables.
Son plantas acuáticas, que crecen tanto en las bocas de los ríos como sobre las playas, sin inconveniente; permiten, sin embargo, igualmente desembarcar, si se tiene la precaución de poner los pies sobre sus múltiples raíces, que forman una especie de estrato sólido.
No obstante, son peligrosas por los miasmas que transmiten a causa de la descomposición de la hojarasca, miasmas que producen fiebres terribles y frecuentemente también el vómito prieto.
En medio de aquella lujuriante vegetación se veían evolucionar bandadas de soberbios flamencos, las más extrañas y al mismo tiempo las más bellas aves de los pantanos.
La imaginación más fantástica no podía crear un volátil más singular que el flamenco. Figuraos dos patas larguísimas, provistas de dedos palmeados como los de los patos, sosteniendo un cuerpo relativamente pequeño para tales soportes, con alas medianas y breve cola, y cubierto de plumas de espléndido color rosa carmín, que a lo largo de las alas alcanza un soberbio color rojo coral o rojo fuego.
El cuello tiene algo de ridículo, largo y delgado, con una cabeza aún más extravagante, provista de un pico grande que en su mitad se repliega bruscamente como si estuviera roto, y que parece estar siempre a punto de caer por curvarse hacia abajo.
Una veintena de estos pájaros en vez de volar por encima de los manglares, estaban alineados sobre un banco que la marea había dejado descubierto, con una simetría que daría envidia a un piquete de soldados. Con un movimiento simultáneo hundía sus picos en el fango, de modo que la mandíbula superior se encontrase debajo, para capturarlos moluscos y las huevas de los peces.
La marquesa y Córdoba, desde la proa del yate miraban las plantas acuáticas para descubrir al hombre que había respondido a la señal, al que no se divisaba aún. Se oían sin embargo, interrumpidamente, roces de hojas y ruido de romperse ramas entre el follaje de las plantas.
Un grito estridente, parecido al que sale de una trompeta, lanzado por uno de los flamencos, seguido súbitamente por la fuga precipitada de los pescadores, les advirtió que el hombre esperado debía estar ya cerca.
—¡Los de la nave…! —gritó una voz.
—Os esperamos —respondió Córdoba—. Vosotros, botad al agua la chalupa.
Mientras los marineros obedecían rápidamente la orden, en la extremidad del bosque apareció un hombre, que avanzaba lentamente, deslizándose entre las raíces y las ramas para evitar darse un baño.
La chalupa, tripulada por cuatro marineros y un timonel, se dirigió rápidamente hacia él abriéndose paso, a golpes de hacha, entre las plantas acuáticas, alcanzando pronto el lugar donde se había parado el recién llegado, tomándolo a bordo.
La marquesa y Córdoba habían creído hasta el momento que aquel hombre sería algún soldado enviado a la playa para vigilar la llegada del yate; vieron, en cambio, que se trataba de un cubano que tenía más el aspecto de un explorador de los bosques que de un militar o de un caballero europeo.
Era un individuo de estatura mediana, bastante fornido, con anchos hombros y miembros musculosos, con la piel oscura, que traicionaba, ya a primera vista, el cruce de la sangre blanca con la negra. Sus ojos eran negrísimos y vivaces, los cabellos crespos y la barba negra, corta y más bien rala.
Su vestido era simple y no desprovisto de cierta elegancia. Llevaba en la cabeza un ancho sombrero de panamá adornado con una cinta roja, chaqueta de terciopelo negro con botones de plata, abierta de manera que dejaba ver debajo una camisa de franela blanca recamada de azul, pantalones de tela casi blanca, sujetos por una larga faja de seda roja, que sostenía uno de aquellos cuchillos de hoja algo curva llamados machetes en México. Calzaba altas botas de montar.
Además del cuchillo, llevaba en bandolera un bellísimo fusil de dos cañones, de retrocarga, un arma, sin embargo, más de caza que de guerra.
El mulato, puesto que tal debía ser por sus facciones, que recordaban un poco la raza negra con los pómulos salientes y robustos, labios algo abultados y la frente baja, llegado frente a la marquesa se quitó el amplio sombrero, diciendo con una cierta desenvoltura:
—Buenos días, señora del Castillo.
—Buenos días, señor —respondió la marquesa, sin disimular un gesto de estupor—. Perdonad, ¿cómo sabéis que yo soy la señora del Castillo?
—Me habían dicho que el barco que debía llegar con las armas y las municiones estaba mandado por la marquesa Dolores del Castillo. Este barco es el «Yucatán», ¿no es verdad?
—Sí.
—Veis, pues, que no me he engañado, señora.
—Y vos, ¿quién sois?
—Mateo del Monte, confidente del mariscal Blanco.
—¿Y estáis solo?
—Solo, señora.
—Eso me sorprende.
—¿Y por qué?
—Creía encontrar aquí un pelotón de soldados, mandados por algún oficial para recibir la carga.
—A dos días de marcha hay cien hombres resueltos, guiados por el capitán Carrill.
—¿Y por qué no han venido?
—Por el simple motivo de que han sido constreñidos a detenerse para huir de las bandas de rebeldes mandadas por el capitán Pardo.
—¿Son perseguidos quizá?
—Pueden serlo de un momento a otro —respondió el cubano.
—¿Y a qué esperamos?
—A que los rebeldes se alejen.
—¿Y vendrán después a recoger la carga?
—No lo creo, señora. Estos territorios que hasta hace poco estaban desiertos, han sido ahora invadidos por numerosas bandas, y temo que vos, señora marquesa, os veréis obligada a esperar antes de desembarcar las armas y las municiones.
—Las costas están bloqueadas, señor, y hemos escapado milagrosamente a varias persecuciones —dijo la marquesa—. Si esperamos podemos ser descubiertos.
—¿Queréis que las armas caigan en manos de los insurgentes? Si volvéis al mar el mariscal no recibirá un solo fusil ni un cartucho.
La marquesa, que debía estar vivamente contrariada por aquella inesperada respuesta, se volvió hacia Córdoba que había escuchado el diálogo sin abrirla boca.
—¿Qué dices tú, amigo? —le preguntó.
—Digo que si no podemos desembarcar la carga aquí, iremos a otro sitio. Hemos jurado llevar al mariscal las armas y las municiones, y, ¡vive Dios!, desembarcaremos las unas y las otras a despecho del bloqueo.
—¿Qué me aconsejas que haga ahora?
—Buscar al capitán Carrill para entendernos con él.
—Está a dos días de marcha, Córdoba.
—Lo sé.
—Y el país está batido por las bandas de Pardo…
—Organizaremos una pequeña expedición y marchando a través de los bosques y pantanos, preferiblemente de noche, podemos escapar a cualquier encuentro.
Después, volviéndose hacia el cubano que ponía una cierta atención en aquel intercambio de palabras, le preguntó:
—¿Sabréis conducirnos al capitán sin caer en las manos de Pardo?
—De ello respondo, y hasta quería proponéroslo. Cien hombres, comprenderéis que no pueden hacerse invisibles, especialmente si tienen que transportar una carga considerable; ocho o diez personas pueden, en cambio, pasar incluso por en medio de mil rebeldes, especialmente en un país cubierto de espesa vegetación.
—Pues bien, señor del Monte, nosotros iremos a encontrar al capitán; ¿de acuerdo, doña Dolores?
—Sí, Córdoba, si crees que este proyecto es el mejor.
—Quizá —repuso el lobo de mar, como hablando para sí—. Podemos entendernos con el capitán y buscar algún otro punto de la costa, no muy lejano, para realizar el desembarco de la carga sin exponernos a otros peligros.
—He aceptado tu plan con esta esperanza —dijo la marquesa—. ¿Cuándo quieres que partamos?
—Lo más pronto posible, doña Dolores. Los cruceros americanos pueden aparecer en la bahía y mandar hacia aquí chalupas armadas.
—No te pido más que media hora para arreglarme.
—Cuando volváis a cubierta, la expedición estará preparada.
—¿Cuántos hombres tomaremos con nosotros?
—Bastarán cuatro o cinco. Un grupo poco numeroso puede más fácilmente escapar al acecho de los insurgentes, doña Dolores.
—Es cierto, Córdoba. Prepáralo todo.
La marquesa se apresuró a bajar a su camarote, mientras el lobo de mar hacía formar a los marineros y procedía a la elección de las personas que debían acompañarles en la peligrosa expedición, mientras maestro Colón preparaba las armas y los víveres.
Diez minutos después doña Dolores volvía a cubierta. Había dejado su vestido femenino que le habría embarazado entre los bosques y pantanos de la gran isla, y llevaba un simple y elegante traje masculino de franela oscura, completado por altas botas y un sombrero de panamá de anchas alas, adornado con una pluma negra.
Córdoba había hecho ya la elección entre los hombres de la tripulación. Cinco robustos muchachos de veinticuatro a veintiséis años, de miembros gallardos, y prácticos en los bosques tropicales, habiendo todos vivido más o menos en las grandes islas del golfo de México, esperaban a la marquesa en la chalupa. Iban todos armados de excelentes fusiles Máuser, de hachas, y provisto cada uno de doscientos cartuchos.
Antes de embarcarse, la marquesa llamó a maestro Colón, diciéndole con un tono de voz ligeramente conmovido:
—Te confío, mi valiente, la nave y la bandera de la patria. Si vieses que una u otra están en peligro, pon fuego a la pólvora y ven a re unirte conmigo en los bosques.
—Os lo juro, mi capitana —respondió con voz solemne el viejo maestro—. Los yanquis no tendrán ni el «Yucatán» ni la bandera española, que haré colocar en el extremo del palo mayor.
—Gracias, Colón; confío en ti.
—Vamos, doña Dolores —dijo Córdoba—. Los minutos pueden ser preciosos.
El cubano y otros ocho marineros habían bajado a la chalupa y les esperaban en la base de la escalerilla.
La marquesa hizo un gesto de adiós a la tripulación que estaba todavía formada en cubierta y se apresuró a reunirse con sus Compañeros, seguida por Córdoba.
A una señal, la chalupa se separó del «Yucatán», atravesó rápidamente el canal y alcanzó los mangles que embarazaban la ribera y los bancos fangosos, adentrándose quinientos o seiscientos metros a través de los pantanos.
La patrulla cargó con las armas y los víveres, que habían sido colocados en diversos paquetes, mantas y una gran tela que debía servir de tienda para protegerse de las lluvias o torrenciales, tan frecuentes en la primavera, después se metió entre los manglares pasando de una raíz a otra, mientras la chalupa, con tres marineros, se volvía de nuevo al «Yucatán».
La travesía de aquella zona, peligrosa por los miasmas terribles que la infestan, se realizó felizmente bajo la dirección del cubano, que sabía escoger los pasajes menos dificultosos. Un cuarto de hora después el pequeño pelotón alcanzaba la tierra firme, en las márgenes de un inmenso bosque formado casi exclusivamente por mangos, plantas que producen frutos suficientemente nutritivos para impedir a un hombre morir de hambre, aunque estén impregnados de un sabor, más o menos pronunciado, de trementina.
Aquella parte del bosque parecía absolutamente desierta, puesto que no se oía ningún rumor, exceptuando el grito ronco y discordante de una pareja de águilas caracara que tenían su nido en uno de los árboles más altos.
—¿Qué camino seguiremos? —preguntó doña Dolores al cubano, que se había detenido escuchando atentamente.
—De momento atravesaremos este bosque —contestó él.
—¿Emplearemos mucho tiempo?
—Quizá todo el día, después nos esconderemos en los pantanos para evitarlas bandas de Pardo.
—¿Dónde creéis que se hallan los rebeldes?
—¡Hum! Es difícil saberlo. Yendo todos montados y llevando buenos caballos, en doce horas pueden encontrarse a gran distancia.
—¿No pueden estar en ese bosque?
—Cuando lo he atravesado no he visto ni uno.
—¿Vos conocéis el camino?
—Mejor que nadie, señora.
—Vamos, pues, y tengamos los ojos bien abiertos y las armas preparadas —dijo la marquesa.
El pelotón, después de aquel intercambio de palabras, se puso prontamente en marcha. El cubano caminaba delante de todos, seguido por dos marineros provistos de hachas para abrir paso a través de aquel caos de troncos, de hojas, de ramas, de lianas y de maleza, luego la marquesa con Córdoba y, finalmente, los otros tres marineros encargados de proteger, por la espalda, la pequeña expedición.
La marcha, que al principio parecía fácil, se hizo bien pronto fatigosa, hasta el punto de poner a dura prueba los músculos de los tres hombres de vanguardia, que no encontraban nunca la vía expedita.
La maravillosa feracidad del suelo cubano daba una prueba de su poder productivo. Se podía decir que no existía el más pequeño espacio de terreno que las plantas no hubiesen ocupado, adquiriendo un desarrollo gigantesco.
Los troncos de los árboles estaban casi siempre juntos, que alguna vez impedían el paso de una sola persona, y donde había espacio, lianas, plantas parásitas y zarzales habían crecido como por encanto, aun cuando el suelo de las Pequeñas y de las Grandes Antillas sea más bien escaso de terreno, encontrándose a poca profundidad estratos rocosos y arcillosos que las raíces no pueden atravesar.
En aquel bosque predominaban sobre todo los mangos, pero aquí y allí se cruzaban en todos sentidos lianas desmesuradas que subían y bajaban a lo largo de los troncos con mil retorcimientos o se aferraban a una infinidad de plantas parásitas que formaban espesos festones. Se discernían, de vez en cuando, pero como islas perdidas en un océano, grupos de soberbios bananos de hojas enormes cuyo color verde oscuro destacaba vivamente entre las innumerables ramas de las plantas próximas; también matas de pimenteros, amalgamadas, confusas, enroscadas estrechamente una con otra; veíase descollar, a veces, algún gigantesco árbol de algodón silvestre, plantas que tienen el tronco enteramente vacío y que antiguamente eran utilizadas por los indígenas para construir larguísimas canoas, capaces de contener hasta cien hombres.
Bajo aquellos vegetales reinaba una humedad penetrante, no permitiendo la inmensa cúpula de follaje que los rayos del sol penetrasen y pudiesen alcanzar hasta el suelo; humedad que resulta peligrosísima, especialmente durante la estación de las lluvias, que comienza en junio o a primeros de julio y dura hasta mediado octubre.
La abundancia de agua que cae en las Grandes Antillas durante aquellos meses es realmente enorme; baste decir que en una sola semana se vierte tanta sobre aquellos bosques, como la que cae durante un año entero en nuestros climas, y deja empapado el terreno por largo tiempo, también a causa del terreno arcilloso que se encuentra debajo, que impide la absorción.
—Estaremos de suerte, amigo Córdoba —dijo la marquesa que marchaba tras el cubano y los dos marineros de vanguardia—, si no cogemos las fiebres en la travesía de este bosque. Esta humedad me penetra hasta los huesos.
—Estamos aún en la buena estación, doña Dolores —repuso el lobo de mar—. La fiebre amarilla no empezará hasta julio.
—Y será una buena aliada de nuestros compatriotas.
—Que morderá bien a los fanfarrones yanquis, si para entonces han desembarcado.
—Se dice, sin embargo, que se servirán de los negros.
—Es verdad, doña Dolores. He oído decir que el general Lee está concentrando en Tampa, en la Florida, varios millares de negros para mandarlos aquí, siéndoles más fácil aclimatarse y más resistentes a la fiebre amarilla. Si cree, además, que estos hombres de color del carbón puedan resistir en una batalla campal a nuestros compatriotas, se engaña completamente. El negro no ha sido nunca un buen soldado y tenemos la prueba en el ejército de la vecina república de Haití. ¡Caramba! ¡Si vieseis que ridículos son, aquellos soldados negros! Charreteras enormes, grandes sombreros, plumas gigantescas, galones por todas partes, una vanidad desmesurada y un temblor endiablado apenas oyen la voz del cañón. Si Lee piensa lanzar sobre La Habana sus regimientos de negros, será divertido verlo, os lo aseguro, doña Dolores. Y además, ¿quién osará emprender operaciones guerreras en época de lluvias? Los yanquis creen que Cuba será un bocado fácil, yo os digo, en cambio, que será un hueso duro y que se le atascará en la garganta.
—Tienen de su parte a los insurrectos.
—¡Los insurrectos! ¿Y cuántos creéis que son? Acaso doce o quince mil, no demasiado bien armados y que hasta ahora han sabido mantenerse en campaña, ocultándose constantemente en los bosques más espesos y en los montes más agrestes, evitando con cuidado cualquier batalla campal. Tienen coraje, es cierto, y han hecho gastar a España un buen número de millones con sus continuas insurrecciones e incluso perder muchas vidas humanas; pero dudo mucho que puedan tener éxito mientras nuestra escuadra no haya sido destrozada por las flotas de Sampson y Schelley.
—¡No obstante han hecho gastar demasiado y han vertido demasiada sangre!
—Sí, doña Dolores. Esta insurrección, que dura ya dos años, ha costado hasta ahora al gobierno español una cifra enorme de millones, se calcula que los gastos mensuales para el mantenimiento del ejército de operaciones, asciende a casi treinta y ocho millones de pesetas.
—¡Y cuántos hombres perdidos!
—Cincuenta y dos mil, casi todos muertos a causa del clima mefítico de estas tierras.
—¿De cuánta fuerza creéis que puede disponer ahora el mariscal Blanco para hacer frente a los yanquis?
—De ciento cincuenta mil soldados regulares y dieciséis mil caballeros irregulares; pero ahora debe haber formado numerosos regimientos de voluntarios que, estando mejor alimentados, serán un hueso difícil de roer para los señores yanquis.
—Es un buen número de combatientes, ¿pero qué son frente a las masas de hombres que los americanos pueden volcar sobre Cuba?
—Sí, masas de hombres, bien dicho —dijo Córdoba—, pero ¿qué podrán hacer contra nuestros soldados, aguerridos por una campaña que dura ya dos años y bien disciplinados?
—Un ejército puede valer tanto como otro.
—¿Qué ejército? ¿El americano? —preguntó Córdoba, estallando en una carcajada—. ¡Hermoso ejército, a fe mía! Creéis vos, como tantos otros, que los Estados Unidos lo tienen. ¡Ah!, ¡vamos! ¿Queréis bromear, doña Dolores?
—Pero no dejan de tener ejército, Córdoba.
—Eso es verdad, ¿pero ignoráis que su constitución no permite que el ejército pase de treinta mil hombres? Una cosa de risa para un estado que cuenta casi con setenta millones de habitantes.
—¿Y las milicias de cada estado de la Unión?
—¡Batí! ¿Creéis que valgan para algo? Seguramente no saben maniobrar en una plaza de armas, ¡imagináoslos en campaña!
—Así, pues, ¿no son de temer?
—No hasta el punto de inquietar al mariscal Blanco. ¿Queréis, por otra parte, una prueba de la habilidad del famoso ejército americano? Cuando, en 1846, estalló la guerra entre los Estados Unidos y México, ¡los primeros no tenían bajo las banderas más que seis mil irregulares! Organizaron partidas de voluntarios y aquella contienda, que habría podido durar dos meses, se prolongó nada menos que dos años. ¿Queréis otro ejemplo? Durante la guerra de Secesión los nordistas, superiores por población, por recursos y por riqueza, en vez de aplastar de golpe la insurrección de los sudistas, emplearon seis años y vencieron únicamente cuando estos últimos que habían siempre combatido victoriosamente, no tuvieron más soldados que oponerles. Esto es el ejército americano.
—Una chusma de hombres poco diestros e indisciplinados, pues.
—Precisamente, doña Dolores.
—Pero se dice que se organizan numerosos regimientos en todos los estados de la Unión.
—Sí, regimientos formados por vagabundos, por fracasados, por hambrientos que se batirán más por ansia de saqueo que por el honor de la bandera. No, doña Dolores, no será con su ejército con el que los yanquis harán grandes cosas, si acaso con su flota.
—¿Demasiado fuerte para España, Córdoba?
—Sí —respondió el lobo de mar, con un suspiro—. Pero confiemos en el valor de nuestros almirantes y de nuestros marineros, y en la velocidad de nuestros cruceros, que son, en este punto, superiores a los americanos.
—¡Callaos! —ordenó en aquel momento el cubano con voz enojada.
—¿Qué pasa, señor del Monte? —preguntó Córdoba, arrugando la frente—. ¿Habéis creído ver algún elefante? En tal caso os advierto que no estamos en África para encontrarlos.
—Si no hay elefantes en las Antillas, no faltan, sin embargo, insurgentes, y éstos son bastante más de temer —respondió el cubano.
—¿Dónde están? Yo no veo nada, aunque os aseguro que mis ojos valen tanto como las lentes de un anteojo.
—¡Escuchad! ¡Quietos todos!