LA INSURRECCIÓN CUBANA
Cuba, llamada por sus habitantes, con justo orgullo, la Perla de las Antillas, es la más grande y más bella isla del vasto golfo de México.
Ni Haití, la otra gran isla que tiene hacia oriente, ni Jamaica, la patria del famoso ron que la mira a mediodía, ni las Bahamas que la ciñan hacia el nordeste, pueden ser comparadas con esta espléndida colonia española, que ha sido, en estos últimos tiempos la causa de sangrientas batallas, que debían más tarde provocar la guerra hispano-estadounidense.
Situada justamente en medio del amplio mar encerrado entre la América central y las Pequeñas Antillas, lo divide casi enteramente, formando dos cuencas distintas, el golfo de México al norte y el mar del Caribe al sur. Con un extremo toca casi el Yucatán mientras con el otro se reúne, se puede decir, con Haití, alargándose setecientas millas de levante a poniente, con una anchura máxima de doscientos kilómetros, que en algunos puntos se estrecha hasta cincuenta y con un límite costero que sobrepasa los cinco mil, si se tienen en cuenta todas las ensenadas.
Descubierta el 27 de octubre de 1492 por Cristóbal Colón, que había creído primero que era un vasto archipiélago, aunque el célebre navegante se dio cuenta más tarde, en los dos viajes sucesivos de 1494 y 1496, de que se trataba de una gran isla, nadie se ocupó de fundar una colonia. La verdadera toma de posesión por parte de España no fue decidida hasta 1514, después de la exploración de Alonso de Ojeda, que había recibido el encargo de Diego Colón, entonces gobernador de Haití.
Diego Velázquez, con trescientos hombres, fue el primero que plantó la bandera española, desembarcando en Las Palmas, junto a la punta Maysi. La conquista de aquella espléndida isla fue rápida y fácil, después de la muerte de uno de sus principales caciques, el jefe Hatuez; después fue rápido su desarrollo.
Dándose cuenta los españoles de que el terreno era de una feracidad prodigiosa, intuyeron en seguida que Cuba sería bien pronto una colonia opulenta y fundaron numerosas ciudades junto a las más amplias bahías, empleando a la fuerza a los pobres indios que, impotentes para resistir tantas fatigas, pronto desaparecieron totalmente.
En 1600, Cuba era ya ensalzada como una de las más ricas colonias de España. Tenía ciudades prósperas como La Habana, Matanzas, Santiago y Cienfuegos, todas situadas en espléndidas bahías profundas y seguras; tenía enormes plantaciones de caña de azúcar y gran número de refinerías y cultivos de todos los productos tropicales.
Las reiteradas tentativas de los filibusteros ingleses y franceses para arrebatar a España la afortunada isla, nada habían logrado, a pesar de que uno de los más audaces hubiese logrado, en 1542, tomar y saquear La Habana y lord Albemarle, ayudado por el almirante Pocock, en 1762 se hubiese asimismo apoderado de la capital, tras un asedio de 77 días, obteniendo del saqueo de la ciudad la ingente suma de 757 000 libras esterlinas.
La importación de esclavos negros, robustos trabajadores, dio un incremento prodigioso a la colonia, unida al celo del gobernador general Las Casas, a quien se deben todas las grandes obras de utilidad pública realizadas en La Habana, la introducción del cultivo del índigo, una de las principales riquezas de la isla después de la del azúcar, del café y del cacao y la abolición de todos los privilegios y de todos los abusos.
Al principio del siglo XIX, la siempre fiel isla de Cuba, como era llamada por su efecto hacia la madre patria, había alcanzado la cima de su prosperidad, cuando un error del gobierno español provocó el descontento entre la población, descontento que más tarde debía arruinar la espléndida colonia y engullir sus prodigiosas riquezas.
El nombramiento del general Velázquez con el título de gobernador militar, que le daba la facultad de disponer de todo, empezó a indisponer a los habitantes, sobre todo a la importante y vigorosa población mestiza, derivada del cruce de blancos con negros.
Viéndose excluidos de todos los cargos y tratados como un pueblo conquistado, el malhumor creció rápidamente transformándose en sublevación y entonces nació el deseo de separarse de la madre patria y constituirse en república como la vecina Haití.
En 1836, al conocerse el estallido de la revolución liberal en España, el general Lorenzo se rebeló contra el gobernador Facón, pero viéndose vencido dejó la isla.
En 1844 una formidable sublevación de los negros llevó el desorden y el desbarajuste a las plantaciones, arruinando en gran parte las riquezas de los colonos, seguida tres años después por una rebelión de los mestizos guiados por el general español López, terminada con la fuga del caudillo.
Tres años después, la insurrección volvió a estallar con mayor violencia tras el anuncio de la toma de Cárdenas por parte del mismo general López, desembarcado inesperadamente en Cuba a la cabeza de quinientos filibusteros americanos. También ésta, sin embargo, no duró más que pocos meses a causa del poco valor demostrado por los desembarcados, a excepción de su jefe.
En 1851, por tercera vez, López reapareció en las costas de Cuba, resuelto a expulsar a los españoles o a hacerse matar. Desembarca en Playtas con poco más de cuatrocientos filibusteros, se oculta en los bosques para no ser vencido inmediatamente por las tropas españolas, sostiene tres batallas contra enemigos diez veces más numerosos, después la fortuna le abandona y quince días más tarde cae prisionero para ser fusilado el 1° de setiembre en La Habana, junto a los principales jefes.
Todas estas revoluciones ocurridas tras breves intervalos, habían producido grandes daños en las ricas plantaciones de la isla y el gobierno español había tenido necesidad de gastar importantes sumas. Estas sublevaciones no eran nada comparadas con otras más desastrosas que estallaron más tarde, fomentadas más o menos abiertamente por los Estados Unidos, que ya desde 1823 habían puesto sus ávidas miradas sobre la Perla de las Antillas.
Las medidas adoptadas por el capitán general, marqués de Venezuela, juzgadas con razón o sin ella como humillantes, más que el aumento de los impuestos y las nuevas restricciones políticas, fueron las causas principales que produjeron una nueva y más tremenda insurrección.
Los insurgentes cubanos, constituida una junta revolucionaria encargada de recoger los fondos necesarios para la guerra, sobre todo de los Estados Unidos, en 1868 alimentan la revuelta, especialmente cuando el reinado de Isabel II sucedió el gobierno liberal, los cubanos vieron desvanecerse su esperanza de poder conquistar finalmente la autonomía.
El 10 de octubre, Carlos Céspedes, uno de los más notables abogados, unido a Juan Aguilera, se pone a la cabeza de doscientos hombres resueltos y se rebela contra las autoridades de Yara.
Al anuncio de este primer movimiento, numerosos mestizos corren a engrosar la pequeña columna y las bandas, aunque mal armadas pues no poseen más que cuchillos y unas pocas escopetas de caza, van a atacar Santiago, ciudad que tenía 50 000 habitantes y estaba defendida por 3000 soldados.
Aquellos quinientos hombres, puesto que no eran más, durante tres meses tienen las alturas que dominan la ciudad, resistiendo con tenacidad increíble todos los ataques; después, engrosados por bandas de negros huidos a los que se había prometido la libertad si lograban escapar al yugo español, e incluso por numerosos cultivadores, asaltaron Bayamo y con la ayuda de la población la tomaron al asalto a pesar de la fuerte resistencia del presidio español.
Aquel primer triunfo anima a los autonomistas y la revuelta se extiende con la rapidez del rayo, poniendo a dura prueba el valor español.
Por ambas partes se lucha con gran furia y ferocidad y se cometen atrocidades inenarrables. Se fusilan prisioneros, se confiscan los bienes, se incendian las plantaciones, pero la lucha prosigue con igual encarnizamiento.
Los generales Balmaseda y Lone vuelven a tomar Bayamo y los voluntarios españoles disparan sobre las señoras reunidas en el teatro de La Habana para una representación, a la que habían acudido llevando la escarapela con los colores de la independencia. El jefe rebelde Thomas Jordán destruye entretanto casi completamente la ciudad de Holguin, mientras otras bandas atacan Puerto Príncipe y Las Tunas.
En 1870 la lucha alcanza el punto culminante. La insurrección es general y los españoles se encuentran en desventaja principalmente a causa del clima malsano y de la fiebre amarilla que hace estragos entre sus regimientos.
Los insurrectos, proclamada la república cubana con el presidente Céspedes y adoptada una constitución parecida a la de los Estados Unidos, consideraban ya el triunfo próximo, tanto más porque Chile, Bolivia, México y Perú los habían ya reconocido como beligerantes. La dimisión de su presidente, seguida poco después de su captura y muerte, les asestó un golpe fatal.
No menos que otros siete años duró la lucha terrible, con reveses y victorias de ambas partes y con daños enormes para la desgraciada isla.
El marqués de Santa Lucía, nombrado presidente de la república cubana, ayudado por Máximo Gómez y por González, hace prodigios de valor resistiendo obstinadamente los ataques de los españoles conducidos por el valiente general Balmaseda; pero la llegada de nuevos refuerzos enviados desde España y los cuerdos procedimientos tomados por el generad Martínez Campos, condujeron finalmente a la paz.
Los rebeldes, exhaustos, agotados por aquella larga campaña, en febrero de 1878 deponían las armas obteniendo, sin embargo, el derecho de mandar diputados propios, la libertad de los esclavos negros, una nueva y más liberal constitución y concesiones de tierra.
Desgraciadamente esta paz debía durar muy poco, y la guerra que había engullido ya mucho dinero, debía estallar de nuevo con mayor encarnizamiento y complicar a España, a pesar suyo, en un conflicto mucho más grande con los Estados Unidos de América.
De hecho, en febrero de 1895 la insurrección estalló de improviso, con un vigor espantoso. La falta de mantenimiento de las promesas por parte del gobierno español, las instigaciones de los Estados Unidos, ávidos de poner las manos sobre la codiciada Perla de las Antillas y su dinero, más que las aspiraciones, nunca dominadas, de los viejos jefes de la rebelión anterior de lograr finalmente la libertad de la isla, habían producido su efecto.
Masó, descendiente de una de las más nobles y ricas familias de Cuba, un veterano de la guerra de los Diez Años, fue el primero en dar la señal de la revuelta al grito de independencia o muerte. Incendia sus vastísimas plantaciones, arma a sus hombres y se oculta en los bosques donde poco después se le agregan Maceo, un valeroso mulato; Máximo Gómez, un nativo de Santo Domingo astuto y audaz; Capote, uno de los más distinguidos abogados de La Habana, el teniente coronel Stirling, propietario de enormes plantaciones de tabaco; Fregre, miembro de la corte suprema de La Habana; Silva, uno de los más notables médicos, y el escritor Alemán.
Los pequeños propietarios, ya arruinados por las precedentes insurrecciones, y los negros, acudieron de todas partes a engrosar las filas de los rebeldes, mientras oficiales americanos, polacos, franceses y también algún inglés se ponen a la cabeza de las partidas, y naves filibusteras de los Estados Unidos desembarcan armas, municiones y dinero. La insurrección, a pesar de los esfuerzos de los españoles, se extiende por toda la provincia de Pinar del Río, amenazando finalmente la capital.
España comprende que va a jugarse una carta desesperada y que tras los insurrectos están los Estados Unidos. Con impulso patriótico se empeña resueltamente en la lucha, decidida a hacerse aplastar, pero no a plegar la bandera que durante cuatro siglos ondea sobre la Perla de las Antillas.
Ni el clima mortífero de la isla, peligroso sobre todo durante la estación de las lluvias, ni sus exhaustas finanzas, ni las amenazas más o menos veladas de los Estados Unidos, la detienen. Llama a las armas a doscientos mil hombres y los manda a defender su colonia y la bandera de la patria.
Dos años de lucha desesperada no la espantan. Sus hijos mueren a millares en los hospitales y en las agrestes montañas segados por la fiebre amarilla; las batallas suceden a las batallas, las victorias a las derrotas; los Estados Unidos, que ven desvanecerse la esperanza de poner finalmente sus garras sobre la isla deseada, levantan cada día más la voz, pero España no arría su bandera. Los adversarios combaten con igual tenacidad y con valor parecido. Si las tropas de España son valerosas, no lo son menos los cubanos que tienen también en sus venas sangre española.
Al general Martínez Campos le sucede el férreo Weyler que incendia y fusila sin misericordia, decidido a suprimir la rebelión sin dar tiempo para intervenir a los Estados Unidos; a Maceo, el jefe cubano muerto en una emboscada, sucede en el mando Máximo Gómez que mantiene obstinadamente el combate, escapando al ataque de los adversarios con extraordinario valor.
Como otras veces, España hubiera logrado dominarla insurrección y conservar aún la desgraciada isla, si un acontecimiento inesperado no hubiese dado a los Estados Unidos la ocasión de intervenir.
La tarde del 15 de febrero de 1898, en el puerto de La Habana hace explosión repentinamente el «Maine», un poderoso crucero de 6650 toneladas, mandado por los Estados Unidos para la protección de sus compatriotas, haciendo volar doscientos setenta marineros y dos oficiales.
Las autoridades españolas acuden inmediatamente en ayuda de los náufragos y demuestran sinceramente su pesadumbre por la tremenda desgracia que ha golpeado a la marina de los Estados Unidos; los yanquis aprovechan la ocasión y acusan abiertamente a los españoles de ser los causantes del desastre.
La encuesta abierta por una y otra parte no logra aclarar la explosión, que parecía, sin embargo, más casual que debida a un acto malvado. La oportunidad es demasiado propicia para los americanos que intentan poner las manos sobre la isla deseada y amenazan con romper las relaciones diplomáticas, si no se les dan las más amplias satisfacciones. El gobierno español que se encuentra siempre enfrentado con los rebeldes y que acaba apenas de dominar la insurrección de las Filipinas, que tiene las arcas vacías y la marina en desorden, cede mientras el apetito de los americanos crece. No basta prometer satisfacciones, ni la autonomía de Cuba, no basta tampoco el armisticio concedido a los insurgentes ni tampoco la intervención del papa León XIII para evitar el conflicto.
Es la guerra lo que quieren los americanos, o mejor es Cuba. Creen que España no podrá resistir a su flota, que tendrá miedo y que Cuba será un bocado fácil para ellos. Arman su poderosa flota, intiman a los españoles a dejar la isla que les ha costado tanta sangre y tantos millones, y el 23 de abril, apenas pronunciada la declaración de guerra, persiguen y capturan sin otro aviso a las naves mercantes españolas, verdadero acto de piratería y de abuso de poder. Ellos creen que España cederá y arriará la bandera ondeante sobre la Perla de las Antillas; por el contrario, el pueblo hidalgo responde con un grito sublime, un grito que asombra a Europa entera.
La vieja España muere, pero no retira la bandera que ha surcado, la primera, las olas del Atlántico y que fue la primera en saludar el sol de América.
Pobre, con escasa flota pero con soldados valerosos y marineros dispuestos a morir por la defensa de sus últimas colonias, aceptaba el desafío brutal de los poderosos yanquis, preparándose animosamente para la lucha suprema.