UN BRINDIS QUE SALVA LA VIDA
El cocinero de a bordo había seguido puntualmente las órdenes de Córdoba.
La mesa había sido preparada con gran lujo y muy buen gusto. Vajilla de plata, cubiertos de oro, cristalería de Bohemia, fuentes de dulces y frutas, pirámides de flores que parecían recién cortadas de un jardín, manjares exquisitos que exhalaban aromas apetitosos, y botellas de jerez, champán, whisky y de málaga auténtico cubrían el blanco mantel de tela de Flandes adornado con finos bordados.
La marquesa, que conservaba una tranquilidad que maravillaba no sólo a Córdoba sino también a todos los marineros de cuarto, que la miraban con ojos estupefactos, se sentó invitando a su compañero a hacer lo mismo y empezó a comer con el mejor apetito, sin ocuparse del monitor que se acercaba rápidamente, vomitando por las chimeneas torrentes de humo.
—Vamos, amigo —dijo la marquesa viendo que Córdoba, en vez de ponerse a comer, tenía los ojos fijos en la nave de guerra—. Prueba un poco de esta sopa de pescado, te aseguro que es verdaderamente exquisita.
—¡La sopa! ¡El pescado! —dijo el lobo de mar—. Miro aquel maldito tiburón que parece que tiene un deseo loco de hacer volar la mesa con un obús, doña Dolores.
—No se atreverá, Córdoba.
—¡Doña Dolores, me sacáis de quicio!
—¿Y por qué, amigo mío?
—¿Y me lo preguntáis? ¡Por cien mil tiburones! ¡Yo me pregunto si es verdad que nos encontramos sentados frente a esta mesa o estoy soñando!
—¿Es que los otros días no comes?
—¿Y el monitor?
—Déjalo correr.
—Esta sólo a una milla.
—Ya lo veo —respondió la marquesa, escanciándose un vasito de jerez y bañando sus labios de coral en el exquisito líquido—. Prueba, Córdoba; es delicioso este vino de España. Te pondrá de buen humor inmediatamente, créelo.
—¡Mil ballenas! —exclamó el lobo de mar llenándose el vaso y vaciándolo de un solo trago—. Es mejor que bebe o me haréis perder la cabeza. Ocurra lo que sea, os tengo compañía, doña Dolores.
—Perfectamente, Córdoba —respondió la marquesa—. Apresúrate o te faltará tiempo.
El lobo de mar estaba atacando un trozo de atún, cuando en la proa del monitor se vio brillar un destello ígneo, resonando después un cañonazo.
—Ya te había dicho que te faltaría tiempo —dijo la marquesa, con acento ligeramente irónico, mientras Córdoba se levantaba precipitadamente, dejando caer el bocado—. ¿Un disparo de fogueo, no es verdad, amigo?
—Sí, doña Dolores. Nos invitan a mostrar nuestra bandera y a ponernos al pairo.
—Muy bien, haz izar sobre el mástil la enseña mexicana.
La marquesa vació flemáticamente su vaso de jerez, después se levantó y se acercó al costado, mirando al monitor con una cierta curiosidad.
El buque de guerra se había parado a quinientos metros del yate, amenazándolo con sus cañones de babor. El humo del primer cañonazo, disparado con pólvora sola, ondeaba aún sobre la proa, dispersándose lentamente.
Sobre el puente de mando se veía al capitán de uniforme, rodeado por su estado mayor, y en pie junto a los costados y en las cofas acorazadas de los dos palos, algunos marineros, mientras otros parecían ocupados en preparar una chalupa para botarla al mar.
Córdoba, que había hecho desplegar la bandera mexicana sobre el extremo de la cangreja del palo mayor y ordenado recoger las dos velas, se acercó apresuradamente a la marquesa.
—Dentro de poco estarán aquí los yanquis —le dijo, con aprensión.
—Los recibiremos amablemente —respondió la marquesa.
—Cuidado con lo que hacéis, doña Dolores, jugamos una terrible carta.
—¿Está en su puesto el maestro Colón?
—Sí.
—Así todo está a punto.
—¿Para hacemos saltar a todos?
—Pero sin prisa, amigo mío. Si tenemos que saltar, lo haremos cuando estemos junto al monitor. Irnos al otro mundo solos no, amigo Córdoba; nos iremos con los yanquis por escolta.
—Era esto lo que quería deciros.
—Lo haremos, mantente tranquilo. ¡Ah!, ¡vienen!
Una ballenera había sido botada a babor del buque de guerra, con veinte hombres y armada de una ametralladora, al mando de un teniente.
Diez se pusieron a los remos, los otros, en cambio, que estaban armados con fusiles, se agruparon a proa, en torno a la ametralladora.
La marquesa se volvió hacia los hombres de cuarto que se habían reunido tras de ella y dijo:
—Mostraos tranquilos, y yo respondo de nuestra salvación.
—Estamos dispuestos a todo —respondieron los marineros.
—¿Están cerradas las escotillas?
—Todas.
—Está bien.
La ballenera se acercaba rápidamente impulsada por los vigorosos golpes de remo de los diez marineros. En menos de cinco minutos cruzó la distancia y llegó bajo la escalerilla de estribor que Córdoba había hecho descender.
Seis marineros armados saltaron prontamente sobre la plataforma atando la ballenera, después subieron la escalerilla y aparecieron sobre la cubierta del yate diciendo:
—Que nadie se mueva.
El teniente los había seguido empuñando la espada.
Era un hombre de unos treinta y cinco años, alto, rubio, y rosada tez, como son casi todos los de raza anglosajona, con una barba larga y dos ojos grisáceos y penetrantes.
La marquesa se dirigía a su encuentro con aire altivo y las cejas fruncidas, como una persona que está enojada al verse importunada, diciéndole en seco:
—Y bien, ¿qué quiere de mí, señor teniente?
El oficial, viendo aquella espléndida mujer cuando quizá esperaba encontrarse frente a algún rudo lobo de mar de mal humor y posiblemente dispuesto a resistir, se había parado, mirándola con estupor.
Permaneció durante algunos instantes inmóvil, como embarazado bajo la mirada altiva y enérgica de la hermosa dama, después bajó lentamente la espada, diciendo con voz apaciguada:
—Perdonad, señora…
Córdoba se había adelantado. Saludó cortésmente al oficial, y dijo:
—Permitid, señor teniente, que os presente a la duquesa Mary de Castildíaz, súbdita mexicana, propietaria de este yate.
El oficial se inclinó correctamente y envainó la espada, diciendo con galantería:
—Estoy satisfecho de haber tenido la fortuna de conocer a la más bella mujer que yo haya visto hasta ahora. Señora duquesa, recibid mi homenaje.
—Gracias, señor, pero no me habéis dicho todavía el objeto de vuestra intimación, un poco brutal, ni de vuestra visita.
—Perdonad, duquesa, estamos en tiempo de guerra.
—Soy mexicana, señor —respondió la marquesa con altivez—. Que yo sepa, no ha estallado la guerra entre México y los Estados Unidos.
—Es verdad, señora; por el contrario, los dos gobiernos están de perfecto acuerdo, pero vos navegáis en aguas sospechosas.
—¿Qué queréis decir, señor?
—Que Cuba no está lejana y el comodoro Sampson ha declarado el bloqueo de la isla.
—Mi rumbo no es hacia Cuba.
—¿A dónde vais, pues?
—Me dirijo a Jamaica a visitar mis posesiones.
—¿Y de dónde venís, señora?
—De Veracruz.
—No llevaréis, espero, ningún contrabando de guerra.
—¡Alto, señor! —exclamó la marquesa, arrugando la frente y con acento ofendido—. La duquesa de Castildíaz no ha sido nunca contrabandista.
—Excusad, señora —dijo el oficial, enrojeciendo—. No he tenido ninguna intención de ofender a tan bella dama. De otra parte, por la patria o por simpatía hacia una potencia amiga se puede ser también contrabandista, con fines patrióticos.
—Es verdad, señor; pero debo deciros que yo detesto a los españoles.
—¡Vos, que sois mexicana!
—Soy oriunda inglesa, señor, o mejor americana, y si no me hubiera casado con el duque de Castildíaz sería todavía la baronesa Mary de Hartford.
—¡Ah! Ahora comprendo por qué no compartís con los mexicanos sus simpatías por España. Señora, perdonad si hemos interrumpido vuestro viaje.
—¿Cómo, os marcháis ya?
—Vamos de crucero.
—¿Y no visitáis el yate?
—Es inútil, señora duquesa.
—Señor teniente, yo y el capitán Bob Kork estábamos comiendo, como podéis ver; si no puede entreteneros, tened al menos la cortesía de beber una copa de champán.
—Si se trata de brindar por vuestros bellos ojos, no lo rechazaré.
—Como os plazca, y yo brindaré por el triunfo de la escuadra americana —dijo la marquesa, riendo.
Córdoba había hecho saltar el tapón de una botella, llenando las copas, mientras dos marineros ofrecían a los hombres de la ballenera vasos de whisky.
—A vuestra salud, señora duquesa —dijo el teniente, alzando la copa en la que burbujeaba el champán.
—Por el triunfo de la flota americana, por el comodoro Sampson y por la libertad de Cuba —respondió la marquesa, tocando la copa del oficial.
—Gracias por vuestros deseos, señora.
El teniente vació la copa, saludó militarmente, estrechó la mano a la marquesa que lo miraba sonriendo y se volvió hacia sus hombres, diciendo:
—¡A bordo!
Estaba a punto de descender la escalerilla para embarcarse, cuando pareció ocurrírsele un pensamiento imprevisto. Hizo seña a sus marineros de pararse, después volvió rápidamente atrás subiendo a cubierta.
La marquesa, viéndole hacer aquel brusco retroceso, a pesar de su extraordinario coraje, palideció ligeramente. Córdoba, a su vez dirigía su mirada hacia popa como si ya viera desencadenarse un huracán de fuego y metralla.
¿Qué significaba aquel brusco retorno? ¿Había quizá atravesado la mente del teniente alguna sospecha, cuando ya toda la tripulación del yate empezaba a respirar libremente y la marquesa estaba segura de haber burlado a aquellos odiados y peligrosos enemigos?…
—¿Qué deseáis, señor? —le preguntó la valerosa mujer, dirigiéndose hacia él y esforzándose por mostrarse tranquila y sonriente—. ¿Queréis hacer otro brindis?
—No, señora duquesa —respondió el teniente—. Quería haceros una pregunta.
—Hablad.
—Vos venís de Veracruz, me habéis dicho.
—Sí, teniente.
—¿Habéis costeado el Yucatán?
—Sí, ¿no es verdad, capitán Bob?
—Sí, señor —respondió Córdoba, que empezaba a tranquilizarse, adivinando ya el objeto de aquella pregunta.
—¿Habéis encontrado por casualidad un pequeño barco de vapor, de un tonelaje casi igual al de vuestro yate?
—Sí, señor —respondió Córdoba—. Era un vapor con dos palos, sin vergas en el mayor ni en el trinquete, armado con un cañón y dos hotchkiss.
—Sí, una pieza de diez centímetros y dos cañones revólver.
—Lo encontramos ayer tarde, hacia el ocaso. ¡Un hermoso barco de carreras, señor! Debía de navegar a veintidós o veinticuatro nudos.
—Es verdad, un velocísimo barco —dijo el teniente, cuya frente se nubló—. ¿Dónde lo habéis encontrado?
—A cuarenta millas de las Jolbos.
—¿Cuál era su rumbo?
—Navegaba hacia el nordeste.
—¿Habéis podido ver su nombre?
—Sí —respondió Córdoba—. Con el anteojo he podido leer su nombre.
—¿Y se llamaba?
—El «Yucatán».
—¡Mil truenos! ¡Era él!
—¿A qué os referís, si se puede saber? —preguntó la marquesa.
—Un pequeño crucero cargado de fusiles y municiones para la guarnición española de La Habana y que hace dos días que intentamos capturar —dijo el teniente, con sorda rabia.
—¡Oh, señor! —exclamó Córdoba—. Creo que ya podéis abandonar la esperanza de capturarlo. No creo que vuestro monitor pueda competir con aquel velocísimo barco.
—Pero quizá sabemos dónde desembarcará las armas.
—¡Ah…! —hizo la marquesa, sobresaltada y cambiando con Córdoba una rápida mirada.
—Si debe descargar en la costa occidental de Cuba llegaréis demasiado tarde, señor —dijo el lobo de mar, que había comprendido el significado de aquella mirada.
—¿Creéis que habrá podido llegar al cabo San Antonio?
—¿Es allí dónde debe desembarcarlas armas? —preguntó la marquesa.
—Por aquellos parajes —respondió el teniente incautamente.
—Yo sigo pensando que ya debe de haber llegado —respondió Córdoba—. Comprenderéis que un barco que marcha a veintidós o veinticuatro nudos hace mucho camino en un día.
—Tenemos el «Cushing» en aquellas aguas —dijo el teniente, hablando como para sí mismo—. Gracias, señora, por vuestras informaciones; os deseo buen viaje.
—Buena suerte a las armas americanas —respondió la marquesa.
El teniente hizo seña a sus hombres de seguirle, bajó a la ballenera, saludó por última vez a la marquesa, que se había inclinado sobre la borda, y dio la orden de partir.
La marquesa esperó a que la rápida chalupa se alejara, después volviéndose hacia Córdoba y cruzándose de brazos, le preguntó con aire burlesco:
—¿Qué me dices de todo esto, mi valiente lobo de mar?
—Digo que sois un diablo con faldas —respondió Córdoba.
—¿Te has divertido?
—Tanto que me parece que tengo fiebre; sin embargo, siendo un deseo loco de soltar la carcajada. Doña Dolores, no creo que exista en el mundo una comediante más hábil que vos, ni una mujer que pueda igualaros en audacia.
—¿Estás contento, mi querido lobo?
—Con vos iría hasta el infierno, seguro de volver sin ningún daño.
—¿Crees que lograría engañar también a maese Belcebú? —preguntó fe marquesa, reventando de risa.
—Estoy convencido y, como yo, lo están nuestros marineros; ¿no es cierto, muchachos?
—Sí, señora marquesa —respondieron los hombres de cuarto que se encontraban junto a ellos.
—¿Estáis también vosotros contentos por el feliz desenlace de esta peligrosa visita?
—Podéis creerlo, aunque estuviésemos ya preparados a saltar por los aires —dijo un timonel—. Con una capitana semejante nosotros haremos milagros, señora marquesa.
—Estamos dispuestos a seguiros hasta en medio de la flota del almirante Sampson —agregó un joven coloso de piel muy bronceada.
—Ya veremos si más tarde será necesario intentar un golpe atrevido —respondió la marquesa—. Mis bravos, desplegad las velas y vámonos.
En aquel momento el monitor, izada la ballenera, había reemprendido la marcha, poniendo rumbo al nordeste.
Su comandante, informado por el teniente de que el yate cargado de armas y municiones había sido visto en aquella dirección, había dado orden de volver a la caza esperando todavía poder alcanzarlo a tiempo para capturarlo antes de que desembarcase su carga.
El magnífico buque de guerra pasó a trescientos metros del «Yucatán», amainando tres veces la bandera americana en señal de cortés saludo, después siguió adelante a toda máquina dejando tras sí una larga estela reluciente.
—Ve, corre tras las huellas del «Yucatán» —dijo la marquesa con ironía—. Lo encontrarás dispuesto.
—Haremos hacer a estos piratas un viaje de placer hacia el norte —dijo Córdoba—. Si supierais cómo habéis sido burlados, ¡qué rabia os daría! De todas maneras no estamos aún en Cuba, amigo mío. ¿Has oído que hacia el cabo San Antonio patrulla el «Cushing»?
—Sí, doña Dolores.
—¿Conoces ese barco?
—Muy bien; tendremos un adversario temible si nuestra mala estrella nos hiciera encontrarlo.
—¿Es un potente crucero?
—No, un torpedero de alta mar, de cuarenta y dos metros de largo, armado con un cañón de ciento veinte milímetros y algunas piezas de tiro rápido y que alcanza veintidós o veinticuatro millas por hora.
—Le haremos correr. Tú sabes que forzando las máquinas podemos llegar hasta las veintiséis.
—¿Volveremos a usarlas máquinas?
—Esta noche. No dista más de ciento cincuenta millas el cabo San Antonio, ¿no es cierto?
—Aproximadamente, doña Dolores.
—Desde el cabo a la bahía de Corrientes, ¿cuántas quedan?
—Unas cuarenta.
—Mañana por la mañana, antes del amanecer, podemos estar allí.
—Sí, si no tenemos ningún tropiezo.
—Estoy decidida a hacer hablar al cañón, Córdoba.
—El consejo es bueno, doña Dolores. Ahora que sabemos que no tenemos delante ni monitors, ni acorazados, ni cruceros, podemos dar batalla al «Cushing» si se le ocurre oponerse a nuestro paso. Maestro Colón es un artillero de una precisión matemática.
—Está bien; hasta la noche, Córdoba.
El yate se había vuelto a poner a la vela y aunque el viento era bastante débil, avanzaba por el largo canal de Yucatán a una velocidad de cinco o seis nudos.
Con un catalejo se distinguían ya perfectamente las montañas de Cuba, que se dibujaban claramente hacia el este, pero antes de poder alcanzar el cabo San Antonio, que forma la extremidad de la provincia de Pinar del Río, debían transcurrir algunas horas.
El mar, después de la desaparición del monitor, había vuelto a quedar desierto. Ninguna vela se divisaba en el horizonte, y ningún penacho de humo que anunciara la presencia de un vapor.
Hacia el mediodía una calma casi absoluta mantuvo al yate inmóvil, haciéndole además perder terreno a causa de la gran corriente del Golfo, que le empujaba hacia México; pero hacia las cuatro una brisa empezó a soplar desde tierra, impulsándolo hacia Cuba con una velocidad de seis nudos.
Por la noche, tras la puesta del sol, las velas fueron amainadas, los mástiles rebajados, quitadas las vergas y, en cambio, encendida la máquina para pasar a toda velocidad el último trozo del canal y forzar el bloqueo.
Las torretas fueron también elevadas y la artillería colocada en su puesto pronta a la lucha para el caso, muy probable, de que encontraran el torpedero americano.
A las diez el «Yucatán» corría a toda máquina hacia la costa cubana, que no debía ya distar más de cuarenta o cincuenta millas. La marquesa y Córdoba se habían puesto al timón, mientras toda la tripulación había subido a cubierta, armada de fusiles. La pieza de proa y los dos cañones revólver habían sido ya cargados para estar dispuestos a responder al primer ataque.
A la una de la mañana, poco después de la aparición de la luna, escondida tras una oscura masa de vapores que se elevaba por el norte, el yate llegaba frente al cabo San Antonio de Cuba.
Córdoba, que estaba junto a la marquesa, había ya dado orden de virar, cuando a proa se oyó al maestro Colón gritar:
—¡Eh…! ¡Atención…! ¡Hay alguien que se nos viene en cima!