A LA CAZA DEL «YUCATÁN»
El punto luminoso avistado por el vigía, avanzaba con una cierta rapidez, elevándose sobre el horizonte.
Un hombre que no fuera un atento observador, ni un marinero, habría podido confundirlo fácilmente con una estrella de las que había en aquel momento muchas sobre el horizonte; los hombres de cuarto del yate lo habían reconocido, sin embargo, por un farol blanco situado en el palo de trinquete, como acostumbran llevarlo los vapores, tanto de guerra como mercantes.
Si no cambiaba su ruta, aquel barco debía mostrar en breve sus luces de situación, roja la una y verde la otra.
Córdoba, calculando lo mejor que podía la ruta aproximada del adversario (ya que verdaderamente y con razón, lo creía tal), dirigió la proa del «Yucatán» hacia las islas, con intención de pasar entre ellas y esconderse en la costa, para tener tiempo, en caso de extremo peligro, de volver a encender los fuegos y salir otra vez al mar a toda máquina.
El viento, que venía del noroeste, favorecía la maniobra del yate, así que el ágil navío, en pocas bordadas, se encontró entre una larga fila de elevadas escolleras que le ponían, al menos por el momento, enteramente a cubierto, tanto más porque la luna no había aún salido.
Arrojada la sonda y visto que había solamente once pies de agua, la marquesa, que había recuperado el mando de la pequeña nave, dio orden de arrojar un ancla y esperar los acontecimientos, no atreviéndose a ocultarse en el canal donde podía ser alcanzada antes de aproximarse a la costa y azteca.
El barco de vapor se encontraba ya a menos de tres millas y se vislumbraban perfectamente, no sólo sus luces de colores, sino también el casco, porque el horizonte estaba bastante límpido.
Por su volumen, debía ser un gran barco de guerra, o un monitor, o sea una de aquellas fortalezas flotantes que poseen en gran cantidad los americanos del norte, o un crucero de primera clase, poderosos adversarios que normalmente están armados de gruesa artillería de largo alcance y de un número considerable de cañones de tiro rápido y de ametralladoras.
No debía llevar una ruta decidida, puesto que andaba como inseguro, ora dirigiéndose hacia el norte, para volver después atrás a toda máquina, después hacia el oeste, cortando con frecuencia su propia estela.
—Explora —dijo Córdoba, que se había izado sobre el flechaste del palo mayor en compañía de la marquesa—. No se puede dudar, es una nave que busca a nuestro «Yucatán».
—Ha desaparecido, señores míos —dijo doña Dolores, sonriendo—. Aquí no hay más que el «Colima-Veracruz». ¿Crees, Córdoba, que vendrá a Visitar también esta isla?
—Es probable.
—No me gustaría que nos sorprendiese en este momento.
—¿Y por qué, doña Dolores?
—Nuestra presencia detrás de estas escolleras podría hacer sospechar algo.
—Si no nos encuentra esta noche lo tendremos encima mañana.
—Mañana será otro día —respondió la marquesa, con un cierto aire misterioso—. En pleno mar y a plena luz los americanos no me dan miedo.
—¿Qué proyecto tenéis en la mente?
—Lo sabrás más tarde, Córdoba, y te prometo una diversión a costa de los yanquis.
—¡Hum…! ¡Una diversión peligrosa!
—Hay que tomarla como viene, amigo mío. Mira, el crucero se dirige hacia nosotros.
—Dejémoslo venir. Si no manda a tierra una chalupa a explorarlas escolleras y las islas, no nos encontrará; de esto respondo yo.
—Puede girar a nuestras espaldas.
—No hay en el canal agua suficiente para este coloso, doña Dolores.
—¡Ah…!
El crucero, monitor o lo que fuera, a una milla de las Jolbos, se había parado lanzando sobre las playas un gigantesco chorro de luz eléctrica, para asegurarse de que la pequeña nave que buscaba no se había refugiado en una de las numerosas ensenadas que formaba aquella tierra.
El rayo luminoso se proyectó primero hacia los escollos tras los que se ocultaba el «Yucatán», sin iluminar sin embargo el yate, pues éste estaba bien escondido, después, sobre las islas, haciendo brillar los cristales de las casitas situadas junto a la playa o en las alturas.
—Empiezo a creer que por esta noche no seremos molestados —dijo Córdoba.
—¿Por qué? —dijo la marquesa.
—No viendo elevarse ningún penacho de humo, que sería muy visible incluso desde una gran distancia, con una luz tan clara, se marcharán sin mandar a tierra las chalupas.
—Son astutos los yanquis —respondió la capitana, con ironía.
—Ellos no saben que hemos parado las máquinas. Hemos tenido una gran idea que nos salva de la captura, y quizá también de la muerte.
—Es verdad, Córdoba. ¡Mira, amigo! El crucero, satisfechísimo de su exploración, se marcha hacia el cabo Catoche.
—Y nosotros aprovecharemos para ponemos a la vela y seguirlo a distancia. Si no vuelve sobre sus pasos, mañana habremos rebasado el cabo y podremos reímos de la habilidad extraordinaria de los yanquis.
—¿Partimos?…
—Sí, marquesa, y sin perder tiempo.
El crucero se alejaba entonces a toda velocidad hacia el este, creyendo quizá que el «Yucatán» había ya logrado abandonar la costa y navegaba hacia Cuba. El yate, siguiendo su rastro, tenía la posibilidad de poder atravesar el amplio canal, que separa el cabo San Antonio de la costa americana, sin correr el peligro de tener otros encuentros, no siendo probable que el almirante Sampson hubiese destacado más navíos de su escuadra para dar caza a un pequeño barco.
Córdoba y la marquesa, que habían salido a cubierta, hicieron subir el ancla inmediatamente y el «Yucatán», con todas las velas desplegadas, reanudó su carrera hacia el este, manteniéndose detrás de las Jolbos.
La luna surgía en aquel momento sobre el horizonte, tiñendo la superficie del mar de reflejos plateados, de una incomparable belleza. Sobre aquel espejo reluciente, la aguda vista de Córdoba distinguía claramente todavía al gran vapor, que destacaba como una enorme mancha negra, sobre la que se alzaba, a través de la luz azulenca, un gran penacho de humo que se acumulaba en lo alto en forma de una inmensa sombrilla.
El yate, impulsado por la fresca brisa que soplaba del sudoeste, habiendo girado el viento, corría ligero como un pájaro, superando las olas producidas por la resaca y produciendo un sordo fragor que repercutía en las alturas de la isla, como el retumbar lejano de una pieza de artillería.
Alrededor de la proa el agua brillaba a veces a causa de una cierta fosforescencia marina y por los flancos corrían destellos de luz, entre los que se veían ondear muellemente, a un metro de la superficie, espléndidas medusas parecidas a gruesas lámparas de cristal esmerilado, de un matiz palidísimo; otros peces reflejaban al nadar chispazos de tono azulado o verdoso de una dulzura infinita.
La marquesa y Córdoba, derechos en la proa, apoyados en la borda, miraban atentamente a la nave americana que no había desaparecido todavía en el horizonte, quizá porque había reducido la marcha. Intentaban adivinar su ruta para poder regular el camino que debían seguir, evitando un encuentro que podía tener consecuencias muy graves.
El casco del crucero no se veía ya, pero el penacho de humo destacaba aún entre la nítida y pálida luz del astro nocturno, elevándose a gran altura.
—Sí —dijo Córdoba, después de algunos momentos de atenta observación—. El buque nos esperará en cabo Catoche. Esperaba que siguiese su camino hacia el este para unirse a la escuadra de Sampson, pero veo que, desgraciadamente, no ha abandonado todavía su idea de damos caza.
—Es verdad —murmuró la marquesa—. Seguramente lo encontraremos y lo lamento.
—¡El diablo se lleve al infierno a esos obstinados!
—Si estuviera segura de que esa nave está sola, encendería las máquinas e intentaría dejarla atrás, amigo Córdoba. Nuestra velocidad es con mucho superior a la suya.
—Puede haber otros barcos en el canal de Yucatán, doña Dolores. Al ruido dé los cañonazos no tardarían en acudir y caernos todos encima.
—Así, ¿qué opinas, Córdoba?
—¿Qué decidís vos, marquesa?
—¿Yo? Nada, por ahora.
—¿Continuamos nuestra ruta?
—Siempre.
—¿Y si el encuentro tuviera lugar? El crucero puede volver.
—Si lo encontramos en nuestro rumbo, lo dejaremos acercarse.
—Vos tenéis algún proyecto, doña Dolores.
—No te lo niego.
—¿Dará buen resultado?
—Así lo espero. Si el encuentro ocurriera mañana, a la hora de comer, estaría segura del éxito.
—¿A la hora de comer? —preguntó el lobo de mar, con estupor—. ¿Cómo pueden influir los bistecs en los cañonazos, doña Dolores?
—Mis bistecs pueden servir mejor que los más poderosos cañones. Te recomiendo solamente que la comida sea espléndida y que no falten ni botellas de jerez ni de whisky, estas últimas especialmente, que les gustan mucho a los yanquis.
—¡Bistecs, botellas, buena comida! Doña Dolores, ¿queréis burlaros de mí…?
—De ti no, mi bravo lobo de mar, pero sí de los americanos.
—Que un tiburón me parta en dos, si comprendo algo de vuestros proyectos.
—¡Comprenderás mañana, si el encuentro ocurre! ¡Buenas noches, amigo! Vigila atentamente y si sucede alguna novedad, manda llamarme en seguida.
—No dudéis, doña Dolores. No dejaré el puente.
Mientras la marquesa se retiraba a su camarote, el yate había rebasado la última de las islas Jolbos y corría a lo largo de la costa yucateca, manteniéndose sin embargo a una considerable distancia por temor a los bancos arenosos que se encuentran en gran cantidad por aquellos contornos.
El crucero había ya desaparecido completamente y sobre el horizonte luminoso no se veía ni el penacho de humo. No era posible saber con precisión el rumbo que habría tomado, pero Córdoba sospechaba con bastante razón que debía haber doblado hacia el sur para investigar el estrecho.
Toda la noche el yate navegó a la velocidad de cinco o seis nudos, con la brisa que se había vuelto más ligera, y al día siguiente, hacia las ocho, en el momento en que la marquesa subía a cubierta, los hombres de cuarto avistaban el cabo Catoche, cuya extremidad, muy alta, destacaba limpiamente sobre el brillante mar que iluminaba el sol.
La marquesa en seguida se acercó a Córdoba que, desde el castillo, exploraba las aguas del estrecho con el catalejo.
—¿Ves algo? —le preguntó.
—No, doña Dolores. No hay ninguna nave.
—¿Crees que el crucero habrá seguido su ruta hacia Cuba?
—Así parece.
—Qué suerte, si fuese cierto. ¿Descendemos hacia el sur o cortamos directamente por el estrecho?
—Me parece más prudente ganar las costas meridionales de Cuba, antes de tocar el cabo San Antonio. Sé que la escuadra de Sampson cruza por delante de las costas septentrionales, amenazando La Habana, por lo tanto, si vamos por el sur tendremos menores probabilidades de encontrarla.
—Y además, en caso de persecución, podremos encontrar un óptimo refugio en las bahías.
—Sí, doña Dolores.
—O acercarnos a la isla de Pinos.
—Sí, por el momento.
—¿Conoces la bahía de Corrientes?
—Al dedillo.
—¿Crees que será fácil alcanzarla?
—Sí, si no somos capturados en el cabo San Antonio.
—Dirijámonos, pues, hacia el sur y que Dios nos proteja —concluyó la marquesa.
El yate, conducido por la robusta mano de un hercúleo piloto, navegaba hacia el cabo, impulsado por una ligera y fresca brisa matinal que soplaba de poniente.
En aquel momento, la costa del Yucatán no distaba más de dos millas y aparecía casi desierta. Únicamente de vez en cuando, pero muy distanciados, se veían algunos grupos de cabañas situadas al fondo de las pequeñas ensenadas y alguna canoa, tripulada probablemente por pescadores indios.
En cambio no se veía ningún velero ni vapor, aunque la tripulación otease en todas direcciones.
Hacia las diez, el yate, después de haber rebasado felizmente un gran banco rocoso que defendía la costa de los rudos besos del mar, doblaba el cabo Catoche, lanzándose en las azules aguas del estrecho de Yucatán.
El temor de encontrarse imprevistamente frente al crucero visto durante la noche, había hecho acudir a cubierta a casi toda la tripulación; quedando tranquilizados, puesto que ninguna nave, por lo menos en aquel momento, se divisaba en la línea del horizonte.
Mirando en cambio hacia oriente se perfilaban, como una ligera niebla, las altas montañas de Cuba.
Un suspiro de satisfacción salió de todos los pechos, ya que ahora tenían la convicción de atravesar felizmente el estrecho y encontrarse pronto frente al cabo San Antonio.
Ya la marquesa se congratulaba y estaba a punto de dar la orden de preparar la comida, cuando Córdoba, que había subido al palo mayor, lanzó, como una ducha helada, estas breves palabras que debían tener un significado desastroso:
—¡Crucero a la vista!
Oyendo estas palabras, una rápida palidez había descolorido las mejillas de la marquesa, pero con la misma rapidez desapareció, mientras una viva inquietud invadía a la tripulación.
La imprevista aparición de aquel barco, cuando ya todos lo creían alejado y estaban casi seguros de alcanzar Cuba sin otros encuentros, no podía ciertamente producir buena impresión, incluso entre personas decididas y que habían hecho don de su vida a la patria, tanto más porque en aquel momento el yate se encontraba completamente privado de sus medios de defensa.
La marquesa, sin embargo, había recuperado rápidamente su extraordinaria sangre fría y su audacia.
—¡Ah! ¿Es así? —dijo ella—. Está bien, nos encontrarán preparados.
Después preguntó a Córdoba:
—¿Es el crucero de ayer tarde?
—Lo parece.
—¿De dónde viene?
—De la isla Contoy.
—¿O quizá del fondeadero de Hombon?
—Puede ser.
—¿Navega hacia nosotros?
—Sí, doña Dolores, y a poca marcha.
—¿Cuanto dista?
—Al menos doce millas.
—Entonces tenemos el tiempo justo; ¡baja, Córdoba!
Mientras el lobo de mar abandonaba el mástil, toda la tripulación se había reunido silenciosamente en cubierta y desplegado a lo largo de los costales. Estos hombres intrépidos, pasado el primer instante de sorpresa, habían recuperado su calma y su confianza y esperaban serenamente los acontecimientos, decididos sin embargo a todo, incluso a un desesperado combate o a prender fuego al polvorín.
Doña Dolores se había trasladado al centro de la cubierta.
Estaba serena, tranquila; solamente en su mirada se veía brillar un relámpago de energía suprema.
—Que nadie se inquiete —dijo—. Obedecedme ciegamente y tened confianza.
—Ordenad, señora —respondieron los marineros—. Estamos dispuestos a morir por la patria.
—Lo sé, mis valientes, pero no ha llegado aún el momento. ¡Maestro Colón!
—Aquí me tenéis, mi capitana —respondió el viejo marinero.
—Tú bajarás al polvorín y tendrás el dedo puesto sobre el botón del disparador eléctrico. El hilo está unido a los dos torpedos, procura no apretar si antes no te he dado la orden.
—¿La señal? —preguntó el marinero, con un tono de voz en el que no se notaba la menor aprensión.
—Cuando me oigas gritar «Viva España» apretarás el botón y saltaremos todos, pero junto a nosotros volarán los odiados yanquis.
—Está bien, mi capitana.
—Ve.
Después, volviéndose hacia la tripulación, la audaz mujer continuó:
—Que diez hombres se queden en cubierta para el cuarto; los otros que bajen a la bodega y tengan a punto las armas para cualquier eventualidad. Queda prohibido severamente hablar o moverse.
Entonces, acercándose a Córdoba, siguió:
—Amigo mío, te recomiendo especialmente la comida. Que la mesa sea preparada en cubierta y cuida de que no falten ni el champán ni el whisky, si quieres que nos divirtamos.
Miró durante algunos instantes a los marineros que descendían por la escotilla de proa, y después agregó sonriendo:
—Vamos a hacer la toilette.
Dicho esto, siempre tranquila y sonriente, aquella admirable mujer atravesó la cubierta sin prisa y descendió al interior, mientras Córdoba murmuraba:
—¡He aquí una mujer que vale mil capitanes!…
Mientras, el cocinero de a bordo, ayudado por dos mozos, se apresuraba a preparar la comida; por la raya del horizonte se veía ya subir claramente el penacho de humo del crucero americano.
Los yanquis ya debían haber descubierto el yate y se apresuraban a acudir para ordenar que se detuvieran y proceder luego a una inspección, en el caso de que tuvieran alguna sospecha.
Córdoba, después de haber hecho preparar la mesa, entre el palo mayor y el de mesana, se había dirigido a proa para vigilarlos movimientos del formidable adversario.
Aunque tuviese confianza en la marquesa, conociendo su intrepidez y su astucia, el valiente marinero no se sentía completamente tranquilo, sobre todo porque no conocía los designios de ella y no lograba comprender qué relaciones pudiesen existir entre la comida y los yanquis que corrían tras el yate con la malvada intención de capturarlo o por lo menos de visitarlo, lo que venía a ser lo mismo.
Si aquellos obstinados se hubieran decidido, una vez a bordo, a proceder a un registro de la bodega, todo habría acabado, porque la marquesa no habría dudado un instante en hacerlos volar con los dos torpedos que tenía escondidos.
—¡Hum…! —murmuró el lobo de mar, siguiendo el hilo de sus pensamientos—. Creo que doña Dolores se ha equivocado al apagar los fuegos y esconder la artillería. Ahora habríamos podido escapar haciendo correr al maldito crucero.
Apuntó el anteojo y miró al mar. El barco de guerra avanzaba rápidamente moviéndose en derechura hacia el yate. No distaba más de seis millas y con su velocidad, que no debía ser inferior a los dieciséis nudos, dentro de poco se encontraría a tiro de fusil.
Con el catalejo se le distinguía ahora en todos sus detalles. Era una de aquellas grandes y pesadas naves, repleta de torres blindadas y baterías, que se llaman monitors, barcos un poco anticuados a decir verdad, bien armados sin embargo, y que los Estados Unidos usaban como guardacostas; estos monitors a pesar de todo habían sido enviados a las aguas de Cuba para el bloqueo.
Debía tener por lo menos cinco mil toneladas de arqueo; llevaba dos mástiles provistos de anchas cofas probablemente armadas de ametralladoras para defender el barco de los ataques de los torpederos, tenía dos chimeneas que eructaban torrentes de humo negro mezclado con brillantes escorias, y sobre el puente, sobre el castillo de proa y junto a las torres se divisaban numerosos marineros que parecían ocupados en apuntar alguna pieza de artillería.
—Es una ballena —dijo Córdoba—. Nosotros en comparación parecemos pequeños delfines. No debe medir menos de ochenta metros de eslora y tendrá cañones de doscientos sesenta y ocho milímetros, estoy seguro de no engañarme.
—Que guardarán sus balas para otra ocasión, ¿no es verdad, Córdoba? —dijo una voz detrás de él.
Córdoba se volvió y no pudo retener un grito de admiración; doña Dolores ya no estaba vestida de capitana.
Llevaba un espléndido vestido de mexicana de seda azul, con vueltas de encaje de gran valor y de terciopelo y botones de oro cincelado.
En el cuello lucía varias sartas de grandes perlas de California alternadas con esmeraldas, y sobre sus negrísimos cabellos una alta diadema en forma de corona ducal, cuyos florones estaban adornados con diamantes de inestimable valor.
—¡Mil cañones! —exclamó el lobo de mar—. ¡Os digo, doña Dolores, que sois irresistible!
—Si lo soy para un rudo lobo de mar como tú, espero serlo también para los yanquis —respondió la marquesa riendo—. Querido capitán Bob, en espera de los americanos, podríamos sentarnos a la mesa.
—¡Rayos y truenos! ¡Doña Dolores, acabaréis por hacerme perder la brújula! ¿No veis pues al monitor que corre tras nosotros y que prepara su artillería?
—Dejémosle que corra. Hala, ofréceme tu brazo y llévame a la mesa.