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DE VAPOR A VELERO

Llegaba la aurora. La luz que se elevaba sobre el horizonte, luego de haber luchado con la neblina que gravitaba sobre el mar y con las tinieblas, se esparcía rápidamente, tiñendo las aguas de un color grisáceo, de triste aspecto.

El viento matinal, fresco y bastante fuerte, empujaba frente a él, hacia el sudeste, los espesos vellones de niebla, acumulándolos en dirección a la costa yucateca.

A los cañonazos de la noche había sucedido un profundo silencio. El mar callaba y solamente se oía en el aire algún grito ronco, proferido por uno de aquellos pájaros negros que los marineros llaman «cola de paja», o por alguna gaviota que cazaba peces en la superficie del mar.

Ninguna nave se divisaba, ni tampoco tierra. Sólo el esbelto yate surcaba el mar, navegando a toda marcha hacia septentrión; e iba todavía casi totalmente sumergido.

La marquesa había cedido fa rueda del timón al piloto, y erguida en proa, con un catalejo en la mano, escrutaba el horizonte, cambiando de vez en cuando algunas palabras con Córdoba.

—Nada —dijo, después de una nueva y más atenta observación.

—Esperemos, doña Dolores —respondió Córdoba.

—No hay ninguna traza de humo.

—Es verdad, pero el horizonte está aún nublado; esperemos que el viento y el sol hayan absorbido esta fastidiosa humedad. Eso no puede durar mucho en estos climas, vos lo sabéis.

—¿Crees que hemos logrado engañarles?

—Así lo espero, doña Dolores. Los yanquis son más mercaderes que verdaderos marinos y soldados, sin embargo, no podemos fiamos demasiado. Si el cónsul americano de Mérida ha avisado a sus compatriotas de lo que llevamos en la bodega y de nuestra ruta, las naves del almirante Sampson harán lo imposible por capturamos.

—Tiempo perdido, Córdoba. Tenemos mil recursos.

—No digo lo contrario; aunque estoy seguro de que vos lograréis burlar magníficamente al almirante, a todos sus capitanes y a sus marineros, sin embargo, seamos prudentes.

—¿Tú crees que todas las costas de Cuba están ya bloqueadas?

—¡Hum! Tengo mis dudas, doña Dolores. Pensad que la isla tiene tres mil quinientos kilómetros de perímetro, sin contar con que la costa es muy recortada, lo que aumenta su longitud. La escuadra de Sampson es fuerte, ciertamente, sin embargo, no creo que sea suficiente para vigilar tanto litoral, y además necesitará tener algunos barcos en reserva para defenderse contra un ataque imprevisto de nuestra pequeña escuadra que está en La Habana.

—¿Se atreverán las naves españolas a salir al mar?

—La escuadra de La Habana es débil, doña Dolores. En el puerto no hay más que cuatro cruceros sin protección y seis torpederos.

—Poca cosa, Córdoba. Y la de Cabo Verde, ¿qué hace entonces? ¿No correrá en socorro de Cuba? Es una flotilla de torpederos de alta mar considerados formidables, y en España está el «Pelayo», el más potente acorazado que poseen nuestros compatriotas; además están el «Colón», el «Vizcaya», el «Victoria», el «Emperador Carlos» y muchos otros.

—¿Qué sabemos? —dijo Córdoba, con gesto de hombre enterado—. ¿Quién nos dice que esté todavía en Cabo Verde? Yo creo que el gobierno español ha ocultado los movimientos de aquella escuadra, engañando a lodos para sorprender después a la armada yanqui. ¡Ah!…, ¿los americanos quieren robarnos Cuba?… Ya veremos si el bocado será indigesto hasta para su estómago de avestruz. Temo que el sindicato financiero pueda hacer un buen recibo de las sumas prestadas a los insurgentes, pero que no recoja ni una libra de azúcar en Cuba.

—¿Qué quieres decir, Córdoba? —preguntó la marquesa.

—Pensemos, doña Dolores, ¿creéis vos que los yanquis han emprendido la guerra por espíritu humanitario, para lograr la libertad de los insurgentes, como han pregonado durante tanto tiempo? ¡La autonomía de los cubanos! ¿Qué les importa eso a estos egoístas mercaderes?

—¿Cuál es pues el motivo que les ha decidido a proclamar la guerra?

—Las apetencias insaciables de los especuladores.

—¿Así es que se trata de un simple negocio?

—Sí, doña Dolores. Un sindicato de especuladores ha prestado sumas enormes a los rebeldes, a cambio de la concesión de vastos terrenos y de plantaciones que deberán recibir del gobierno cubano inmediatamente después de la independencia de la isla. Al ver que corrían el peligro de esfumarse las concesiones, han impulsado a su gobierno a declarar la guerra. El dinero lo es todo en los Estados Unidos y también esta vez ha triunfado.

—¿Y el gobierno americano se ha prestado a su juego?

—Esperad, si lo logran, que Cuba sea libre y veréis a esos egoístas proclamar la independencia de la isla en su beneficio, agregando otra estrella a su bandera. ¡Los rebeldes creen que los americanos les ayudan desinteresadamente! ¡Ah! Ya verán más tarde la lealtad de los yanquis. ¡Eh! ¡Hay una vela allí!

La capitana, habiendo divisado un punto claro surcar el horizonte, apuntaba el catalejo en aquella dirección.

—¿Barco mercante? —preguntó Córdoba.

—Si —respondió la marquesa.

—Me parece que viene del sudeste.

—No te equivocas.

—Es una buena ocasión para alcanzarlo y tener noticias de los cruceros americanos.

—¿Quieres que lo alcancemos?

—Puede darnos informaciones preciosas, doña Dolores. Vaciemos los depósitos, o creerán que nos estamos yendo a pique.

—Sí, Córdoba, y además es necesario para hacer la toilette del yate.

—¿Queréis engañarles?

—Si queremos pasar, es preciso transformarnos.

—Os comprendo, doña Dolores —respondió Córdoba, sonriendo.

En seguida fue dada la orden de desembarazar el «Yucatán» del agua que llenaba los depósitos, para hacerle recobrarla línea de flotación normal.

Un instante después, dos poderosas bombas funcionaban, vomitando por unas mangueras que salían sobre la borda, torrentes de agua.

El depósito, situado en el fondo de la bodega, destinado a sobrecargar el yate para hacerlo menos visible a las naves que cruzaban en el mar y que se llenaba por medio de dos válvulas abiertas bajo la línea de flotación, que después se cerraban automáticamente, en menos de media hora fue vaciado completamente. El «Yucatán» remontó a flote, mostrando su agudo espolón, su bella popa redondeada y sus flancos alargados y esbeltos, pintados de gris claro para confundir mejor el casco con el agua del mar y el color del cielo.

Cuando la operación estuvo acabada, el barco mercante no estaba más que a tres millas de distancia. Era una goleta, probablemente mexicana, de pequeño arqueo, bastante cargada y que hacía bordadas hacia el noroeste, no teniendo el viento favorable.

El «Yucatán», que navegaba a una velocidad de veinticuatro nudos, en menos de un cuarto de hora lo alcanzó, indicándole con la bandera que se pusiera al pairo, lo que fue rápidamente hecho por la tripulación, la cual quizá creía habérselas con algún pequeño crucero americano, viéndolo armado de cañones y ametralladoras.

El capitán, un viejo lobo de mar de rostro muy bronceado y cabellos casi blancos, viendo a Córdoba que le hacía señas de quererle hablar, subió al castillo de proa, quitándose cortésmente su ancho sombrero de panamá.

—¿Deseáis algo, señor comandante? —preguntó.

—Quiero pediros una información —dijo Córdoba.

—Estoy a vuestras órdenes; os anticipo que a bordo de mi barco no llevo contrabando de guerra.

—No es eso lo que os quiero preguntar, sabiendo ya que los mexicanos se han declarado neutrales. ¿De dónde venís?

—De Jamaica con carga de cereales.

—¿Cuándo habéis doblado el cabo Catoche?

—Ayer por la mañana.

—¿Había naves americanas?

—Sí, comandante, pero… ¿no sois americanos vos?

—No, españoles —respondió Córdoba.

—¡Ah!, me alegro mucho, ya que los mexicanos somos casi vuestros compatriotas. ¿Vais a Cuba?

—Sí, vamos a forzar el bloqueo.

—Os advierto que la escuadra americana bloquea las costas septentrionales.

—Lo sabemos; ¿y el cabo Catoche está vigilado?

—He encontrado un crucero y dos cañoneras.

—¿Se llamaba «Terror» esa nave?

—No, el «Terror» lo conozco; es un monitor que había visto ya en Florida.

—¿Hacia dónde iba el crucero?

—A lo largo de la costa del Yucatán.

—¿Creéis que sea posible llegar al cabo San Antonio de Cuba?

—Sí, si no sois capturados por los tres barcos que recorren el estrecho de Yucatán.

—¿Sabéis dónde se encuentra el grueso de la escuadra de Sampson?

—Me han dicho que al este de La Habana.

—Está bien.

—Os deseo buena fortuna, comandante, y… ¡Viva España!, señores…

—Gracias, amigo —respondió Córdoba, con acento con movido.

La goleta continuó sus bordadas hacia el oeste para aproximarse a las costas de México, mientras el yate, después de recorrer quinientos o seiscientos metros se paraba.

La tripulación, que había recibido ya las instrucciones necesarias, se puso rápidamente al trabajo para hacer la toilette del yate, como decía, bromeando, su propietaria.

Si los americanos hubieran estado presentes, habrían asistido a una escena verdaderamente sorprendente y al mismo tiempo maravillosa, porque la transformación de un barco de guerra en un pacífico velero mercante o mejor en un yate de placer, no es una cosa fácil.

Los fuegos fueron apagados de inmediato, no queriendo la capitana, al menos por el momento, hacer uso de las hélices, para engañar completamente a los cruceros americanos, los cuales debían ya haber sido informados por el cónsul de Mérida de que el «Yucatán» era no sólo un barco de vapor, sino que además estaba dotado de unas máquinas poderosas.

Cumplida aquella primera operación, se quitó el tubo de la chimenea y se cerró el agujero con un disco de metal que se adaptaba perfectamente y que, en relieve, llevaba en el medio, con grandes letras de latón, estas palabras: «Colima-Veracruz».

Esto no era más que el principio de la maravillosa transformación que debía engañar a los más viejos lobos de mar de la escuadra americana, y no sólo a ellos, sino incluso a los marineros del pequeño puerto de Sisal, que conocían tan bien al «Yucatán» de la marquesa doña Dolores del Castillo.

La pieza de artillería y las dos ametralladoras, que habrían podido traicionarlo, fueron hechas desaparecer dentro de tres pozos que tenían debajo, y tapadas luego por otros discos de metal parecidos al primero, después se hicieron desaparecer las dos pequeñas torres dentro de unas ranuras hechas a propósito; en cuanto a los mástiles, que eran de metal, hueco, empujados por una poderosa bomba de aire comprimido, se elevaron lentamente volviendo a ocupar su puesto.

Los obenques, los botalones, los palos de las cangrejas y los demás aparejos, fueron colocados rápidamente en su sitio y enganchadas las velas correspondientes, mientras a proa se colocaba un pequeño bauprés y desplegaba el lienzo del trinquete.

Una larga tira de metal dorado, que llevaba impresa como en los discos la inscripción «Colima-Veracruz» fue clavada en popa, de manera que cubría completamente el nombre de «Yucatán» que lucía, en letras de oro, bajo el espejo.

—¿Crees, amigo Córdoba, que bajo este nuevo vestido pueda reconocerse todavía mi «Yucatán»? —preguntó la marquesa, sonriendo.

—No, a fe mía —respondió el lobo de mar—. Si no hubiese asistido a la transformación, os juro, doña Dolores, que me creería en otra nave.

—¿Podemos ahora intentar el golpe?

—Con absoluta seguridad.

—No olvidemos que estamos a bordo de la «Colima-Veracruz» y que yo soy una millonada mexicana, con un poco de sangre yanqui en las venas, y que viajo por diversión.

—Y que yo soy el capitán Bob Kork, natural de Pensácola —dijo Córdoba, en un inglés purísimo.

—Sí, amigo Bob —dijo la marquesa, riendo—. Haz desplegar el trinquete y la escandalosa, mi querido capitán, y pongamos proa osadamente hacia el cabo Catoche.

—Una palabra, doña Dolores.

—Habla libremente, Córdoba.

—¿Y si los americanos subieran a bordo?

—Que hagan lo que quieran —respondió la marquesa, con voz tranquila—. No seré yo quien impedirá su visita.

—Pero ya sabéis el contrabando de guerra que tenemos en la bodega y que ahora somos mexicanos y no españoles.

—¿Y qué pasará, Córdoba?

—Que si descubren la carga seremos presos y fusilados.

—Lo sé muy bien.

—Pues, ¿y si una vez a bordo, quisieran proceder a una inspección?

—¡Ah, Córdoba, viejo lobo! ¿Has olvidado que soy una mujer?

—No, pero los yanquis, doña Dolores, son como osos en cuestión de cortesía.

—Ya lo veremos —respondió la capitana, con una sonrisa inescrutable—. La marquesa del Castillo tiene recursos en sus ojos; por otra parte, si se empeñaran en conocer la carga del yate, tú sabes, Córdoba, que bajo el espejo de popa tenemos dos torpedos.

—¡Gran Dios! ¿Y qué queréis hacer?

—¿No estamos todos dispuestos a morir?

—Es cierto, nosotros los hombres, pero vos que sois bella, joven, rica…

—Es hermoso morir por la patria, Córdoba —respondió la marquesa, con un acento que hizo estremecer al lobo de mar—. Pondremos un marinero en mi cabina, que a una señal nuestra conectará la espoleta eléctrica y nosotros, amigo mío, saltaremos todos, juntos a los odiados yanquis, al grito de ¡Viva España!

—¡Rayos! —exclamó Córdoba—. ¿Seríais capaz de hacerlo, doña Dolores?

—Sí —respondió la capitana, con voz resuelta—. Lo haré, te lo juro.

—Ahora que sé de lo que sois capaz, estoy tranquilo —dijo el lobo de mar—. ¡Eh! ¡Marineros! ¡Desplegad el trinquete y poned proa al cabo Catoche!

La tripulación, que sólo esperaba aquella orden, desplegó los trinquetes, las dos escandalosas y la vela del bauprés, y el «Yucatán» que hasta aquel momento había permanecido casi inmóvil, dejándose apenas transportar por la corriente del Gulf-Stream, se puso a navegar con gran ligereza, dejando a popa una blanca estela de una perfecta regularidad.

Si aquel yate era uno de los más rápidos barcos de vapor que hubieran visitado los muelles del golfo de México, era también uno de los mejores veleros, puesto que con buen viento podía lograr hasta diez nudos, velocidad extraordinaria para un balandro.

El viento era muy favorable, soplando del noroeste, y el mar estaba casi tranquilo, con ligeras y anchas ondulaciones. Córdoba y la marquesa esperaban alcanzar al día siguiente, al amanecer, el cabo Catoche, a pesar de la oposición de la corriente del Golfo, que como ya sabe, recorre las costas de México, alcanzando después las de los Estados Unidos del Sur, para volver al Atlántico por el estrecho de las Bahamas, entre estas islas y la península de Florida.

Ninguna otra nave había sido avistada después de la goleta mexicana, ya desaparecida en el horizonte, ni se divisaba ningún penacho de humo que indicara la presencia de algún crucero; sin embargo, no había que hacerse ilusiones. Al saber los navíos americanos cual era la ruta del yate y conociendo ciertamente la carga que llevaba y a quien iba destinada, habían abandonado quizá aquellos parajes para esperarlo en el estrecho de Yucatán, entre el cabo Catoche y el de San Antonio de Cuba, seguros de que pasaría por allí.

La marquesa, Córdoba y gran parte de la tripulación, después de haberse asegurado de que por el momento no había ningún peligro, se habían retirado para descansar de las emociones de la noche, y sobre cubierta no quedaban más que unos pocos hombres encargados de la maniobra de las velas y un timonel.

Sin embargo, un vigía, provisto de un potente anteojo, estaba colocado en la cruz del palo mayor, desde donde podía avisar con tiempo la proximidad de cualquier barco.

Mientras tanto, el «Yucatán» marchaba velozmente hacia el sureste, aproximándose a la costa americana, que no era visible todavía.

Alrededor del velero volaban gran número de aves marinas, siguiéndolo y ensordeciendo la tripulación con sus estridentes gritos.

Abundaban sobre todo las gaviotas, pero también se veían muchos petreles, que seguían de cerca al velero, dispuestas a precipitarse sobre los restos de la cocina que se arrojan al mar y a disputárselos con glotonería.

También algunas parejas de grandes peces seguían el yate jugueteando entre la espuma de la estela; la mayoría eran peces veleros, bellísimos y rápidos nadadores, que alcanzaban el metro de longitud, con la espalda de un tono oscuro brillante y plateados por debajo, armados con una especie de cuerno bastante sólido, del que se sirven para atacar con ventaja los cachalotes y las ballenas.

Durante todo el día el yate continuó su carrera hacia el extremo de la península yucateca, sin haber tenido ningún otro encuentro, y hacia el atardecer alcanzaba de frente el pequeño grupo de las islas Jolbos, que están a unas pocas decenas de millas de cabo Catoche.

La marquesa y Córdoba, que estaban de nuevo en cubierta, no queriendo aventurarse de noche por los bancos arenosos que se extienden alrededor de la punta del Yucatán, decidieron mantenerse, hasta la aparición de la luna, en las cercanías de las islas, para el caso de que si aparecía algún crucero, poder aproximarse a la costa y buscar refugio en alguna de las numerosas radas que se abren tras las Jolbos.

Tomados algunos rizos a las dos velas para no exponerse a las imprevistas ráfagas de viento que se desencadenan con frecuencia en el golfo de México y que resultan peligrosas para los navíos que se dejan sorprender con todo el velamen desplegado, ordenaron a los hombres de cuarto tomar bordadas en espera del astro nocturno que debía surgir hacia las doce.

—Espero que pasaremos una noche tranquila —dijo la marquesa a Córdoba.

—Así lo espero, sin embargo temo lo contrario —respondió el lobo de mar—. De noche los cruceros americanos redoblarán la vigilancia, doña Dolores. Los yanquis deben estar furiosos por no habernos podido alcanzar y capturar.

—Quizá creen habernos perdido ya.

—¡Hum!, lo dudo, además, temo que en el estrecho hayan colocado los cruceros de manera que cierren totalmente el paso.

—¿Crees que habrán lanzado tras nosotros diez navíos? Ganarán más bloqueando La Habana que perdiendo su tiempo siguiéndonos.

—Creo lo contrario, doña Dolores. Los yanquis saben que el mariscal Blanco está escaso de municiones y que no tiene las armas suficientes para organizar a todos los voluntarios, y por eso su mayor interés está en impedimos desembarcar la carga.

—Veremos si sabrán impedimos alcanzar las costas cubanas.

—No dudo que logremos atracar; pero hay una cosa que me inquieta.

—¿Cuál es?

—Que los españoles que esperan el cargamento en la bahía de Corrientes hayan sido obligados a retirarse… No sabemos, en estas veinticuatro horas lo que haya hecho la escuadra del almirante Sampson.

—Es cierto, Córdoba —respondió la marquesa, que se había quedado meditabunda—. Los americanos pueden, durante este tiempo, haber desembarcado en algún punto de la isla y haberse unido con los rebeldes capitaneados por Masó.

—O con Pardo, que dicen que se encuentra por la costa occidental de Cuba.

—Si esto hubiera ocurrido, ¿qué me aconsejarías hacer, amigo? Yo no volveré a Sisal, te lo juro, sin haber desembarcado antes la carga.

—Entonces no habría más remedio que forzar el bloqueo e intentar alcanzar La Habana.

—¿Pasando por en medio de la escuadra de Sampson?

—No nos quedaría otra alternativa.

—Sería una tentativa desesperada.

—Lo sé, doña Dolores, sería un intento muy peligroso que podría costamos la vida a todos.

—Lo intentaremos, Córdoba —dijo la capitana, con acento resuelto—. ¡Qué bella emoción sería la entrada en el puerto a toda máquina, bajo el bombardeo de los abuses enemigos y con la bandera española ondeando fieramente sobre el más alto mástil de la nave! Sí, amigo mío, si en Corrientes no encontramos las tropas del mariscal, iremos a La Habana.

—Con tal que no nos capturen antes —respondió Córdoba, que desde hacía unos instantes miraba atentamente hacia el oeste—. ¡Cuánta obstinación la de los yanquis!

—¿Por qué lo dices? —preguntó la marquesa.

En aquel momento, de lo alto del palo mayor, se oyó al vigía de guardia gritar:

—¡Barco de vapor, a popa!

—No me había engañado —dijo Córdoba—. Aquel punto luminoso, de luz blanca, no se podía confundir con una estrella.

—¿Aún el crucero americano? —preguntó la marquesa, arrugando su bella frente.

—¡Eh, vigía! —gritó Córdoba—. ¿Corre hacia nosotros?

—Va hacia el Este.

—¿Dista?

—Seis o siete millas.

—Ese tunante explora la costa esperando sorprendernos —dijo Córdoba.

—Le engañaremos otra vez —respondió la marquesa.

—¡Caramba! Las islas están próximas y nos será fácil escondernos detrás de alguna o buscar algún refugio.

—¡Eh, timonel! —gritó la capitana—. ¡Gobierna sobre las Jolbos y cuidado con los bancos!

—No, yo iré a la rueda —dijo Córdoba—. Conozco aquel grupo de islas y sé que el crucero querrá darnos caza. ¡Os juro, doña Dolores, que lo encallo en los bancos!